Epílogo
Mazarino esperó seis semanas.
Sabía que Richelieu, pese a estar a las puertas de la muerte, asestaba golpes muy duros a Ana de Austria, a la que el rey había encerrado en Fontainebleau.
El Gran Sátrapa, entre otros refinados castigos, había incitado a Luis XIII a amenazar a su esposa con llevarse a sus hijos. Angustiada y aterrada, la reina, en su defensa, suplicó por escrito al cardenal y ¡fue el propio Mazarino quien aconsejó a un Richelieu conmovido, pese a todo, que no respondiese!
La promesa de boda de Cinq-Mars sería el tiro de gracia. El italiano sabía que en caso de éxito ese documento lo haría tambalear todo, pero sólo serviría una vez. No podía permitirse hacer disparos de largo alcance con semejante arma.
El 27 de mayo Richelieu dejó Narbona y se fue a Tarascón. Sabía que había perdido el favor del rey, que sólo veía por los ojos de su favorito, y Armand du Plessis consideró inútil permanecer más tiempo en aquella ciudad insalubre.
Mazarino supo entonces que su hora había llegado y que podía actuar libremente.
Al día siguiente de la marcha del ministro, un correo partió de Narbona en dirección a París. Marie de Gonzague recibió el 4 de junio —de manera anónima— la promesa de boda de Don Mayor. El documento iba acompañado de una misteriosa carta en la que se le pedía que fuese a ver a Marion de Lorme, que le haría otras revelaciones de más interés.
La princesa de Gonzague estuvo postrada todo el día sin querer salir de casa ni recibir a nadie. Finalmente, abatidísima, decidió ir a visitar a la cortesana para tratar de entender todo aquello.
La entrevista entre las dos mujeres fue cruel y dolorosa: ambas habían creído poseer a Cinq-Mars. Marie mostró la promesa de matrimonio y Marion no le ocultó nada: ni las promesas ni los embustes del marqués o incluso el futuro de duquesa con el que la había seducido Don Mayor. Marie de Gonzague, mortificada y traicionada, escuchó la confesión en silencio.
Sin embargo, no esperaba lo que le dijo la cortesana a continuación:
—Señora de Gonzague, no sé cómo habéis conseguido este documento, pero estaba junto con otros papeles muy comprometedores que había escrito el marqués de Effiat. Si el rey llegase a leer esas cartas, el señor de Effiat estaría perdido y todos sus seguidores caerían con él…
Al salir de casa de la cortesana, la princesa de Gonzague había tomado una decisión: se vengaría. ¡Traicionar de ese modo a la primera y más antigua familia de Francia era intolerable!
Pero, antes de vengarse, Marie de Gonzague debía apartar a la reina del complot, tanto para salvar a la augusta persona como para salvarse a sí misma, porque ella también estaba comprometida.
En realidad, Marie no estaba verdaderamente implicada en el complot. Lo conocía solamente a grandes rasgos, pues había aconsejado a Ana de Austria que apoyase a los conjurados. Ella sólo servía de intermediaria entre la reina y Cinq-Mars. Aquel peligroso papel le preocupaba muchísimo. Dos días más tarde escribió a su amante para prevenirlo de los fastidiosos rumores que circulaban sobre su conjura:
«… Todo París sabe lo vuestro. Es tan conocido como que el Sena pasa bajo el Puente Nuevo», afirmaba la princesa.
La carta había llegado a Narbona y el marqués, a la sazón en el sitio de Perpiñán, no la leería hasta el 11 de junio.
El 5 de junio, Marie de Gonzague se fue a Fontainebleau para reunirse con Ana de Austria, allí confinada. Igual que había apoyado la participación de la reina en el complot, ese día no tuvo reparos en pedirle que se convirtiese en acusadora pública de la conspiración.
Le contó todo a la reina de Francia y le explicó que si Cinq-Mars la había engañado, engañaría también a la futura regente. Por otra parte, le demostró hasta qué punto Effiat era un botarate peligroso e irresponsable, por haberse expuesto de un modo estúpido y quién sabe si por haber comprometido a otras personas en unos escritos sediciosos e imprudentes que en cualquier momento podían caer en manos del rey. Si lo arrestaban a él, todos sus cómplices caerían con él.
La única solución para la reina era dejar el complot, y, mejor todavía, ¡denunciarlo!
Ésta escuchó a su amiga en silencio. Ana de Austria era superficial, frívola e inconsciente, pero aquel día comprendió que tenía que elegir entre los conspiradores, en los que ya no podía seguir confiando y que no dudarían en abandonarla, y sus hijos, a los que adoraba, y tal vez algún día ser regente de Francia.
El 6 de junio escribió un correo anónimo al cardenal que éste recibió tres días más tarde en Arlés, donde acababa de llegar procedente de Narbona.
Richelieu estaba convencido de que Luis XIII, muy enfermo, volvería a París siguiendo los consejos de Cinq-Mars, y el cardenal quería llegar antes para preparar su defensa. Las relaciones entre el rey y su ministro nunca habían sido tan tirantes.
El Gran Sátrapa estaba convencido de haber perdido la partida cuando abrió el misterioso correo que no había pasado por las manos de Charpentier. El documento contenía la lista de los conjurados —¡salvo la reina!— y una copia del tratado concertado con España.
La concatenación de los hechos es ahora perfectamente conocida. El más sorprendido fue el cardenal, que ignoraba por completo las maniobras de Mazarino. Cuando recibió aquella carta, cuyo remitente desconocía, fue presa de violentos temblores. En ese momento estaba rodeado por la mayoría de sus ministros[35]. Les pidió a todos que abandonasen la sala, a excepción de su secretario Charpentier, a quien rogó que echase el cerrojo a la puerta. Luego, alzando las manos al cielo, exclamó:
—¡Oh, Dios! ¡Vela por este reino y por mí!
A continuación, dirigiéndose a su secretario, le ordenó:
—Leed esto y haced dos copias.
El 12 de junio, el secretario de Estado Chavigny, miembro del Consejo Real, salió para Narbona al amanecer, acompañado del señor de Noyers, secretario de Estado de guerra. Don Mayor se encontraba allí y salió de muy mala gana cuando Chavigny solicitó quedarse a solas con Su Majestad.
Entonces, Chavigny y Noyers mostraron a Luis XIII el terrible tratado y la lista de conjurados. El amo de Francia reaccionó violentamente.
—¡Es un invento del cardenal, a mí no me engañáis! —les dijo.
Pero en su fuero interno confiaba en su ministro, de modo que finalmente consintió que Cinq-Mars y los otros conjurados fuesen arrestados. El único que no debía ser preso era su hermano.
Durante todo el día salieron correos de Narbona. Cinq-Mars no sospechó nada hasta la noche. Sin embargo, tanto trasiego en los alrededores del palacio alertó a Fontrailles, que vivía en casa del marqués. Se informó y dedujo enseguida que el complot había sido descubierto. Entonces fue a advertir al caballerizo mayor.
—¡No corro ningún peligro, amigo mío! —replicó este último con tono suficiente—. ¡El rey está de mi parte!
—Bueno —se burló el enano, harto de tanta necedad—, pero permitidme que os diga algo: vos sois grande, y lo seguiréis siendo cuando os separen la cabeza de los hombros, ¡pero yo soy demasiado pequeño!
Y, disfrazado de capuchino, huyó a Inglaterra con la ayuda monetaria de su amigo el príncipe de Marcillac[36].
Cinq-Mars meditó la respuesta y se informó. Finalmente, al anochecer, se refugió en casa de una amiga, en la famosa Casa de las Tres Nodrizas, que todavía se conserva en Narbona. Esa misma noche se anunció por toda la ciudad que lo buscaban y que debía ser preso. Al amanecer del día siguiente fue entregado por sus huéspedes.
A partir de entonces, Richelieu se consagraría a su venganza con auténtica fruición. Mazarino, que no deseaba los acontecimientos que tuvieron lugar a continuación, fue testigo y, muy a su pesar, protagonista de ellos.
Gaston d’Orleans fue avisado por Chavigny, por supuesto, siguiendo órdenes de Richelieu, de que el rey estaba enterado de la conspiración: «El único modo de salvaros es haciendo una confesión sincera de la falta que habéis cometido», le aconsejó que dijese.
No era la primera vez que lo hacía, y el de Orleans se deshonró una vez más confirmando la lista de sus cómplices. A continuación desveló los detalles del tratado: él mismo esperaba recibir mil doscientos soldados de infantería, seis mil caballeros y cuatrocientos mil escudos por la leva de tropas en Francia. Felipe IV destacaría una guarnición en Sedán y le abonaría una pensión a él, al duque de Bouillon y a Cinq-Mars. A cambio, la paz sería firmada entre los dos países a condición, evidentemente, de que Francia devolviese todas sus conquistas.
El duque de Bouillon, que en ese momento dirigía el ejército de Italia, fue advertido y consiguió huir del cuartel general donde se encontraba para esconderse en una granja de la que tuvo que salir de un modo vergonzoso, oculto entre unos haces de heno. El 20 de junio fue encarcelado en Pignerol.
Cuando su hermano Turenne, al mando de las tropas en Perpiñán, se enteró de que su hermano mayor estaba perdido, le suplicó a Mazarino que interviniese. El prelado, contentísimo de hacer un servicio que le costaba muy poco, se fue a Lyon, al castillo de Pierre-en-Scise, donde acababan de trasladar a Bouillon: «Vuestro tratado ha sido descubierto», le explicó, y, para convencerlo, le leyó unos capítulos.
A cambio de su cabeza, el duque de Bouillon firmó dos confesiones y también denunció a sus cómplices. En particular, debía acusar a Cinq-Mars y a Thou de ser los cabecillas de la conspiración. Era la condición de Richelieu para perdonarlo.
Mazarino no estaba demasiado interesado en la venganza de Armand du Plessis. Tenía miras más altas: a cambio del perdón —concedido ya de hecho— consiguió del duque de Bouillon una capitulación por la entrega de Sedán, su propia ciudad. Cuando la obtuvo, acompañado de algunos jinetes, galopó en persona hasta las Ardenas para tomar posesión de la plaza fuerte en nombre del rey de Francia y expulsar de allí a la guarnición española. De este modo, Francia se anexionó definitivamente Sedán.
La reina se libró de la quema porque no aparecía en ningún documento. Tranquilizado el rey a este respecto, le envió una carta muy dulce, que su esposa recibió el 15 de junio, en la que le recomendaba que se quedase con sus hijos. La reina escribió a su vez al cardenal una carta en la que le expresaba su eterno agradecimiento: «Nada en el mundo podrá cambiar eso», decía orgulloso Richelieu a su entorno, aunque no entendiese aquel cambio.
Ana de Austria acababa así de dar un paso decisivo en el camino de la regencia.
Richelieu podía al fin ensañarse a placer con Cinq-Mars y sus amigos. Se dedicó con furor a la terrible tarea. En un primer momento, el marqués de Effiat y el consejero De Thou lo negaron. Por suerte —para Richelieu, se entiende—, Gaston d’Orleans confirmó el papel que había desempeñado el favorito en la conspiración. Pero tuvo que acusar falsamente a Thou por orden del cardenal.
El duque de Beaufort también fue invitado a testificar. Sin embargo, y a pesar de las órdenes expresas del rey, el hijo de Vendôme se negó a deshonrarse testificando contra su amigo Cinq-Mars. Sospechoso de connivencia, tuvo que huir a Inglaterra a reunirse con su padre.
El señor de Thou no confesó nada; debemos decir que nunca participó directamente en el complot —sólo lo conocía—, y que fue su amigo Effiat quien lo traicionó. El favorito confesó sus faltas e inventó algunas más, porque estaba convencido de que el rey lo salvaría.
Pero Luis XIII había cambiado: «El corazón del señor de Cinq-Mars es tan negro como su culo, es un mal chico», declaró.
Cinq-Mars estaba perdido. Lo comprendió y pronunció las siguientes palabras: «¡Ah, tener que morir a los veintidós años!».
El proceso de los conjurados fue una caricatura de la justicia, no porque el caballerizo mayor no fuese culpable, sino porque los jueces sabían lo que quería el cardenal: «A más muertos, menos enemigos». La justicia, como en anteriores venganzas del ministro, fue ignorada o ridiculizada. El rey y Richelieu intervinieron directamente para asegurarse de que los dos inculpados fuesen condenados a muerte. Mazarino en persona intervino también a disgusto en ese sentido.
La ejecución pública de los dos amigos tuvo lugar en septiembre de 1642 en presencia de un público numeroso. El verdugo, que se había roto una pierna, tuvo que ser sustituido por un mozo de cuerda.
Cinq-Mars conservó su insolencia hasta el final. Increpó al verdugo, que se mostraba inseguro, con estas palabras: «¡Eh, tú!, ¿a qué esperas?».
La operación fue una carnicería: después de asestar la primera estocada, la cabeza del marqués estaba todavía sobre su cuello y tuvieron que cortársela. Con el señor de Thou, la espada resbaló, y víctima y verdugo chapoteaban en un mar de sangre. Tuvieron que intervenir dos ayudantes para darle la puntilla al condenado cortándole el cuello.
Avisado de las muertes, Richelieu mostró una profunda satisfacción: «Me he quitado un buen peso de encima», confesó.
Perpiñán fue tomada el 9 de septiembre de 1642 gracias a los Corneta Blanca, los mil quinientos gentileshombres voluntarios del duque de Enghien, entre los cuales se encontraba el marqués de Pisany, y los veintiséis mil soldados de los diferentes regimientos, entre los cuales se encontraba Gaston de Tilly.
Francia se anexionó el Rosellón. Nadie agradeció nada al cardenal, que tras la muerte del marqués de Effiat fue conocido como el «Nuevo Minotauro». Por otra parte, para el Gran Sátrapa la muerte de su enemigo no era suficiente para saciar su sed de venganza, de modo que continuó persiguiendo a Cinq-Mars hasta arrasar su castillo.
Nadie supo quién había enviado la copia del tratado. Richelieu estaba convencido de que había sido la reina, pero se guardó esta idea para sí y nunca tuvo la certeza de que hubiese sido ella. Otros estaban convencidos de que había sido el rey de España, so pretexto de no confiar en los conjurados.
Todavía hoy el remitente del misterioso correo que Richelieu recibió el 9 de junio y que sin duda salvó el reinado de Luis XIV sigue siendo desconocido. Salvo para vosotros, queridos lectores.
Mazarino había concluido su tarea, pero su futuro era incierto. Si bien admiraba a Richelieu, amaba a Francia ante todo, y día a día constataba cómo se iba deteriorando la salud del cardenal: estaba fatigado, muy enfermo y, digámoslo claramente, moribundo. A finales de noviembre, el Gran Sátrapa se vio obligado a guardar cama.
¿Qué ocurriría si moría, lo cual era muy probable? ¿Qué ocurriría con Francia y el delfín, Luis Dieudonné? Mazarino estaba convencido de que sólo él podía gobernar el país y proseguir la obra diplomática de Richelieu. Sin embargo, era evidente que, tras la muerte de Armand du Plessis, sería barrido como una brizna de paja porque no era más que el protegido del Gran Sátrapa. Para permanecer en el poder necesitaba un apoyo. Decidió entonces jugarse el todo por el todo y solicitó ver al rey en audiencia privada.
El 1 de diciembre, después de la misa, Mazarino fue recibido en privado por Luis XIII. El rey estaba cansado, había perdido peso tras los últimos seis meses de guerra y los largos viajes que había tenido que hacer. Su voz era febril, pero seguía mostrándose enérgico.
—Monseñor, habéis pedido verme a solas. Os escucho.
Su rostro inexpresivo no reflejaba ningún sentimiento.
Luis XIII estaba acostumbrado a disimular, pero aquel día consideró que sería inútil. Mazarino no era nadie para él. Un protegido de Richelieu, otro más. Aquel individuo no contaba. Sin embargo, él era el rey y su deber era escuchar al hombre de confianza de su ministro.
—Majestad, en primer lugar tengo una preocupante noticia que anunciaros: esta mañana el cardenal Richelieu ha tenido que meterse en cama, aquejado por una fiebre muy alta. Los médicos están muy inquietos…
El rey meneó lentamente la cabeza y permaneció callado y pensativo un largo rato. Luego emitió un suspiro y preguntó:
—¿Tan grave es?
—Su Eminencia me ha pedido que reúna todos los documentos correspondientes a su testamento. Su médico, en privado, me ha dicho que no había esperanza…
Luis XIII dudó un momento. ¿Iban a acabar así veinte años de colaboración y confianza? Tomó una decisión:
—Iré a verlo mañana.
Esperó un instante y prosiguió, después de observar a Mazarino durante un buen rato:
—Pero ése no es el motivo que os trae aquí, ¿verdad?
—No, señor, tengo una confesión terrible y difícil que hacer a Vuestra Majestad.
—¡Hablad! —ordenó el rey, que se había quedado de piedra—. Gozáis de mi estima y mi confianza.
Pero su mirada y la tensión que se leía en su rostro desmentían por completo sus palabras: en cuanto pudiese, se libraría de aquel despreciable comparsa de Richelieu.
—Majestad, he dudado mucho antes de confesaros lo que voy a deciros. Incluso el cardenal Richelieu lo ignora. Pero si Su Eminencia muere, debéis saberlo.
Y Mazarino contó toda la verdad: las cartas de Cinq-Mars a Marion, el papel que habían desempeñado Vendôme y la señora de Rambouillet, lo que Richelieu había querido hacer, y cómo el notario Fronsac se había enfrentado a él, y, sobre todo, lo que él, Mazarino, el siciliano, había tramado para manipular a la reina porque estaba convencido de que debía abandonar el bando de los conjurados. Finalmente, cómo había utilizado a Marie de Gonzague de instrumento para aquel fin, pues ella era la única que podía convencer a Ana de Austria.
Si con esta confesión Mazarino reconocía y denunciaba la culpabilidad de la reina, también imploraba su redención por su buen comportamiento, probando de este modo que era digna de reinar.
El rey, estupefacto y fascinado por la historia, escuchó la perorata con los ojos cerrados. ¡Así que lo que siempre había temido era cierto y su esposa había sido cómplice de sus enemigos! ¡Y era aquel italiano, el hijo de una criada, el que con una artimaña diabólica había conseguido que cambiase de bando! ¡Y a espaldas de Richelieu, que se jactaba de saberlo todo!
Colmarduccio dejó de hablar para echarse a los pies de Luis XIII y pedirle perdón. Y esta vez era sincero.
El rey estaba terriblemente afectado. Nunca habría imaginado una estratagema tan perversa, semejante maquinación. Y todo su entorno, sus parientes, sus amigos, estaban comprometidos en el complot: ¡Cinq-Mars, Vendôme, Beaufort! ¡Se habían burlado de él! ¡Y ni siquiera su ministro, Richelieu, había entendido nada! El único que había sabido actuar estaba frente a él. El único que había pensado en primer lugar en Francia, en su hijo y en su rey. ¡Y ni siquiera era francés (Mazarino, sin embargo, estaba nacionalizado desde hacía cinco años), ni noble (era, sin embargo, un gentilhombre ordinario y maestresala del rey)!
Luis XIII miró entonces al italiano con otros ojos: aquel prelado que él consideraba insignificante y superficial era en realidad terriblemente hábil y retorcido. Acababa de salvar el trono de su hijo sin tratar de obtener nada a cambio.
¡Y, sobre todo, aquel hombre le era fiel!
Lo hizo levantarse. El golpe había sido tan duro que no pudo evitar tartamudear, como le ocurría cuando sufría emociones muy fuertes.
—Señor Mazarino, habéis actuado bien. Mejor que… nuestro… nuestro primo Richelieu. Y con más inteligencia. Confío en vos.
Dejó de hablar para no seguir tartamudeando. Se mesó la barba buscando las palabras, y después prosiguió lentamente y en voz baja como si hablase consigo mismo:
—Habéis ganado a la reina para la causa de Francia. ¡Nos no lo conseguimos en veinte años! Ni nuestro primo el cardenal…
Sus palabras transmitían pesar y también remordimiento. ¿Había sido un buen esposo? Sin duda, no. ¿Y no era demasiado tarde para eso? ¡No! Ahora tenía a Mazarino; el prelado lo ayudaría y sabría influir en la reina para guiarla por el camino recto. Tenía que conservarlo cerca de él, cerca del trono.
¡Qué ironía! ¡Él, que había empezado su reinado matando a un italiano, Concini, y resulta que era otro italiano, Mazarino, quien salvaba su corona! Las lágrimas rodaron por sus ojos y se volvió para continuar:
—Monseñor Mazarino, si nos ocurriese algo, nos gustaría que fueseis un padre para mi hijo. Nos damos cuenta de que sois la única persona en nuestro entorno en quien podemos confiar.
Se levantó para acercarse a la ventana. Miró un instante hacia la calle. El silencio invadió la estancia durante un largo rato. Luego, de repente, añadió, y no era Luis el Tartamudo quien hablaba sino Luis el Justo:
—Quiero que seáis su padrino. Sólo vos lo merecéis.
Mazarino vaciló estupefacto: él, un extranjero, el hijo de una criada, ¿podía ser el padrino del rey de Francia?
Luis volvió junto a él y le cogió la mano.
—Es mi deseo. Soy el rey y lo ordeno.
Añadió sonriendo y en un tono más ligero:
—¿Y si ese Fronsac se hubiese vendido a Richelieu? ¿O hubiese fracasado y la entrega de documentos hubiese sido fallida?
—En ese caso, yo habría perdido… la reina habría perdido… ¡Francia habría perdido! —murmuró Mazarino.
Se produjo otro silencio. El rey había recuperado su sangre fría habitual. Se tranquilizó, cogió una pluma y escribió largo y tendido. En la sala sólo se oía el rasgar de la pluma en el papel. Cuando hubo terminado, miró al prelado y luego le entregó la carta diciéndole solemnemente:
—Es la justicia la que hace reinar a los reyes, yo se la debo a mis súbditos.
El miércoles 3 de diciembre de 1642 Louis Fronsac trabajaba en su despacho cuando entró su padre.
—Louis —balbució, muy emocionado—. Tienes una visita. Ven rápido…
Louis había visto muy pocas veces a su padre en tal estado, así que lo siguió inquieto.
El cardenal Mazarino, vestido de rojo púrpura, se hallaba ante el escritorio del notario. Louis lo saludó respetuosamente y Julio Mazarino se puso a hablar enseguida, articulando suavemente, como en tono de excusa:
—Señor Fronsac, el asunto de Cinq-Mars está cerrado. Sabéis que yo no deseaba la muerte del marqués ni la de Thou. Sigo pensando que no eran necesarias. —Meneó la cabeza tristemente—. El marqués de Effiat era un auténtico fatuo, lo ha demostrado con creces. Ninguna ley debería condenar a muerte a un tonto, pero ha muerto con valentía y nobleza. En cuanto a quienes lo han traicionado, han perdido su honor. Nadie debe saber el papel que he desempeñado en este asunto, y mucho menos el vuestro. La señorita de Gonzague me ha devuelto la promesa de matrimonio de Cinq-Mars a cambio de las cartas que ella le había enviado.
Louis puso cara de sorpresa.
—La señorita de Angennes y la duquesa de Aiguillon han actuado de intermediarias. Por vuestra parte, destruiréis las cartas de Cinq-Mars que obran todavía en vuestro poder, la señorita de Lorme os dará permiso para ello. No debe quedar ninguna pista de esta historia. ¡Ninguna! Pero, cuidado, el marqués de Fontrailles, que ha escapado de las garras del cardenal, no ve la hora de vengarse de vos, ¡desconfiad de él! Siempre podréis contar conmigo, pues me habéis ayudado y habéis salvado a Francia.
Se detuvo un instante para indicar que lo que iba a decir era especialmente solemne.
—Muy poca gente sabrá lo que el delfín Luis os debe. Sin embargo, era necesario que cierta persona lo supiese. He hablado con el rey, a solas, para confesárselo todo. Todo, ¿entendéis? Su Majestad recordó su juventud y aprecia lo que habéis tenido que soportar. El rey me ha entregado esto.
Tendió al señor Fronsac un documento sellado. El notario lo abrió, lo leyó y, con mano temblorosa, visiblemente emocionado, se lo pasó a su hijo, que lo leyó a su vez.
Era una ejecutoria de nobleza, firmada por Luis, rey de Francia, por la que se hacía a Louis Fronsac caballero de Saint-Michel. La ejecutoria precisaba que el rey le ofrecía el señorío de Mercy, perteneciente a la Corona, ubicado al norte de París, cerca de Chantilly.
Louis pasaba a formar parte de la nobleza y entraba en ella por la puerta grande: una ejecutoria real.
—Ahora sois gentilhombre, señor, haced buen uso de vuestra condición —añadió Mazarino.
Dejó transcurrir unos segundos, el tiempo que le llevó a Louis hacerse cargo de su nueva situación, y luego concluyó en tono grave:
—No os vanagloriéis de ello. La condición de noble os ayudará. También me ayudará a mí, pero no os olvidéis de esto: la nobleza no tendrá sitio en la Francia del futuro. Los últimos palatinos, los Soissons, Bouillon, Beaufort y demás, han hecho un daño terrible a vuestro… a mi país.
Corrigió, sonriendo, su lapsus.
—La Francia del futuro la construiréis vos, la burguesía, los artesanos, los comerciantes. Yo no soy noble y la nobleza es sólo un medio para llegar a un fin. La verdadera nobleza es la del corazón. Aplicad mi divisa: «Cuando se tiene corazón, se tiene todo».
Se detuvo un instante, como si lamentase haber dado rienda suelta a sus sentimientos. De repente, cerró los ojos y cruzando las manos prosiguió precipitadamente:
—¡Señor! ¡Lo olvidaba! ¡No estáis solo! He visto esta mañana al preboste de París. Al comisario de policía de Saint-Germain-l’Auxerrois se le confiará otra tarea. Será reemplazado por el señor Gaston de Tilly, que dejará su lugartenencia para convertirse así en comisario con puesto fijo[37]. El marqués de Pisany recibirá un regimiento. También le he hablado al rey del difunto caballero de Vivonne y del estado de pobreza al que se ha visto reducida su familia después de su muerte al servicio de Su Majestad. Se concederá una pensión de cuatro mil libras a la señorita de Vivonne. La tierra de Vivonne será elevada a marquesado, con transmisión posible al esposo de su hija. Así la señorita de Vivonne ya no estará sin dote.
Y al decir esto, el rostro de Mazarino expresaba una mezcla de dulzura y gravedad. Louis no sabía cómo interpretarlo y se quedó mudo mientras el italiano lo observaba. Por fin logró balbucir:
—Gracias, yo…
—Es suficiente —ordenó Mazarino mirándolo fríamente a los ojos. Servidme, señor Fronsac, servid al rey. Y yo os serviré.
Quien hablaba ahora era el ministro austero y peligroso, el que pronto gobernaría Francia. La máscara había desaparecido durante un breve espacio de tiempo.
El fallecimiento del cardenal Richelieu se produjo dos días más tarde, el 4 de diciembre de 1642. ¡Los franceses emitieron un gran suspiro de alivio!
Dejemos, pues, que Vincent Voiture diga la última palabra[38]:
Y qué poca cosa es, Dios mío,
un semidiós si no está vivo.