Del 27 de febrero al viernes 18 de abril de 1642
El hombre vestido de negro, llegado a Fontainebleau la misma tarde que Louis y Julie, era un oficial de Laffemas. El lugarteniente civil había sido, pues, más rápido de lo que Louis había imaginado. El joven notario ignoraba que el lugarteniente civil de París vigilaba la casa de Marion de Lorme, razón por la cual se enteró de la visita de Louis Fronsac.
Por ello ese mismo día se presentó en el estudio a las tres de la tarde. Contrariado al comprobar que Louis se había ido, encargó a su mejor oficial que lo persiguiese. El hombre era portador de una orden que le daba plenos poderes de policía en nombre de Su Majestad.
A la mañana siguiente de su llegada al albergue, el policía comprobó a su vez que el joven notario había huido. Después, se dirigió al posadero para preguntarle qué camino había tomado Fronsac. Maese Lavandier fue presa de una gran confusión, era un exsoldado que no sabía mentir, de modo que respondió torpemente con evasivas para ocultar la verdad.
El hombrecillo de negro estaba cansado. Delgado, con las ropas arrugadas y en desorden, su rostro reflejaba la fatiga y el desgaste a que lo sometía su terrible oficio. Llevaba treinta años persiguiendo, arrestando, torturando y mandando dar tormento en la rueda a los culpables o supuestos culpables. Sabía perfectamente que la mayoría de sus víctimas sólo eran pobres gentes a las que la miseria había empujado al crimen. Pero aquél era su oficio, y él no sentía placer o gusto al ejercerlo, pero tampoco experimentaba ningún temor, remordimientos o dudas.
De modo que le dijo a su huésped en un susurro:
—Señor, sabéis más de lo que pretendéis, así que ahora mismo llamo al preboste de la villa y le pido, conforme a mis órdenes, que seáis sometido en el acto a la «cuestión previa», que llevará a cabo un interrogador jurado.
Tras decir esto, hizo una pausa y aguardó, sin dejar de mirar al posadero. El patrón del Courrier du roi no era un cobarde, pero no veía necesidad de meterse en líos. Al fin y al cabo, aquel peligroso individuo era oficial de policía. No hizo falta que insistiese para que se lo contase todo.
Cuando el posadero terminó de hablar, el hombre de negro dio media vuelta y fue hacia la ventana. Los copos de nieve caían, duros y pesados. Debía de haber una capa de más de un pie. Empezó a hablar en tono suave:
—¿Dónde creéis que se encuentran ahora?
—A fe mía, que si no han encontrado un sitio donde refugiarse y sigue nevando de este modo, carece de importancia: habrán muerto —respondió secamente el posadero.
La respuesta no alteró los planes del hombre de Laffemas. Aunque el notario hubiese muerto, debía recuperar los papeles que llevaba encima. Así pues, prosiguió:
—¿Creéis que puedo alcanzarlos?
—Si salís ahora, los alcanzaréis seguro… en el más allá —se mofó maese Lavandier.
Se produjo un silencio. El hombre de negro no tenía sentido del humor. Se volvió y miró al posadero con aire de reprobación durante buen rato, dudando si hacerlo torturar. Luego, se marchó de la estancia sin más ni más.
Se quedó en el albergue durante los dos días que duró la tormenta sin dirigirle ni una sola vez la palabra al dueño de la posada. Se pasaba las horas escribiendo. Tan pronto como dejó de caer la nieve, envió por correo las cartas a los prebostes de Orleans, de Sens, de Montargis y de Chartres pidiéndoles que arrestasen a todas las personas que respondiesen a las señas de los fugitivos. Louis y Julie debían ser registrados, sus papeles confiscados y enviados a la cárcel por alta traición.
Así fue como el preboste de Orleans fue prevenido.
Volvamos, pues, al albergue de Orleans al que nuestros amigos acababan de llegar. Cuando oyeron la orden del preboste, Louis se levantó, mortalmente pálido.
—¿Por qué motivo? —protestó.
—Alta traición. La carta del señor Laffemas precisa que debéis ser registrados y encarcelados. Y se os confiscarán los papeles que lleváis encima.
Louis, mirándolo de arriba abajo, exclamó:
—Soy notario, y la señorita es la sobrina del marqués de Rambouillet, camarlengo mayor del guardarropa del rey. ¡Detenedla y acabaréis en La Bastilla!
Desconcertado por estas declaraciones, el preboste los miró vacilando. No le habían dicho nada de aquello. Era una situación embarazosa, pensaba. Pero, por otro lado, no podía hacer caso omiso de una orden del cardenal. ¡Desobedecer a Su Eminencia! No sería en La Bastilla donde acabarían, sino en el patíbulo.
Se pasó la mano por los cabellos y prosiguió, con un tono algo más amable:
—Estoy desolado, pero tengo órdenes. De todas formas, no creo que sea necesario encarcelar a la señora. ¿Qué proponéis…?
Julie lo cortó con autoridad.
—¿Conocéis al marqués de Querasque?
El preboste se volvió sorprendido hacia la joven.
—¡Por supuesto! Es uno de los personajes más ricos y con más feudos de estas tierras.
—Llevadme a su casa —le ordenó la muchacha—. Allí esperaré a que el señor Fronsac quede libre. Si lo deseáis, podéis registrar mi equipaje, aunque no toleraré que se registre mi persona. Pero os doy mi palabra de que no llevo encima ningún papel secreto.
El hombre dudaba todavía. Por último, aquella solución le pareció honesta y razonable. Se volvió hacia uno de los oficiales.
—Bien. Vosotros dos, coged sus maletas e id a la prisión con el señor Fronsac, que os seguirá sin protestar. Mientras tanto, yo acompañaré a la señora a casa del marqués de Querasque. Le explicaré la situación.
Hizo una inclinación a Julie y añadió:
—Señora, cuando gustéis.
Julie hizo caso omiso y tendió su mano a Louis.
—No temas, yo me ocuparé de todo y no estarás preso mucho tiempo —le aseguró la joven.
—Toma, llévalo tú, no quiero tener todo este dinero encima —le susurró Louis.
Al mismo tiempo, le dio la bolsita que contenía el dinero de Mazarino. Sólo se quedaba con algunas pistolas. El preboste advirtió el gesto y cogió la bolsa en el instante en que Julie tendía la mano. La abrió, pero al ver que sólo tenía monedas de oro, se la devolvió sin decir palabra, aunque asombrado por la cantidad de dinero que contenía.
Entonces le hizo una seña a Julie de que debían marcharse. La joven obedeció. Louis los vio alejarse, desalentado. Pero no todo estaba perdido, pensó. Le quedaba una última carta que jugar. A una señal de los oficiales, cogió a su vez su abrigo y los siguió. Uno de los dos hombres fue a hablar con el posadero, sin duda para ordenar que enviasen su equipaje a la prisión y efectuar un concienzudo registro.
Salieron. Sus guardianes, con sendos mosquetes, lo flanqueaban estrechamente, precaución inútil, puesto que no pretendía huir.
La prisión era un viejo edificio situado detrás de la catedral de la Santa Cruz, a un tiro de piedra del albergue. La puerta de entrada era muy baja y tuvieron que agacharse para entrar. El vestíbulo consistía en una salita donde había dos guardias, que debían de conocer a los oficiales porque, sin mediar palabra, uno de ellos abrió una puerta todavía más baja que la anterior. Así llegaron a una segunda celda de pequeñas dimensiones, abovedada con una cúpula de piedra, que aparentemente se utilizaba como escribanía. En un rincón, sobre un taburete, estaba sentado un obeso carcelero de aspecto embrutecido que los miró con aire ausente. Junto a él, sentado a una mesa, un escribano forense, que, al contrario que el carcelero, era flaquísimo, escribía en un libro enorme a la luz de una vela. Levantó unos ojos parpadeantes al oírlos entrar. Uno de los dos arqueros se dirigió secamente al que tenía la pluma.
—Este hombre debe ser enviado a una celda, registrado y aislado. Alta traición, ningún contacto, ninguna visita.
El escribano dejó la pluma y miró pensativo a Louis, calculando lo que podría reportarle. Luego se dirigió al joven esforzándose por adoptar un tono solemne, poco compatible empero con su traje mugriento.
—Veamos, vuestra situación es la siguiente: las celdas están en los sótanos, sin aire ni luz; la comida es escasa y hay mucha humedad; la vecindad del río —bromeó—. Y además, pululan las ratas famélicas. Por dos escudos de plata al día podéis conseguir una celda en el primer piso, con una ventana y una hermosa chimenea. Por un escudo más, la pieza estará caliente y podréis pedir que os traigan la comida del albergue, por vuestra cuenta naturalmente. ¿Qué elegís?
Louis se daba perfecta cuenta de que el hombre le estaba robando. ¡Un escribano debía de ganar una libra al día y le pedía nueve! Pero no tenía elección. Sacó la bolsa sin discutir y contó el dinero.
—Aquí tenéis un luis de oro de veinte libras. Será suficiente para una semana, comida y vino incluidos.
El otro hizo una mueca; no le salían las cuentas, pero veinte libras era mejor que nada.
—De acuerdo. Pero cada semana… —le advirtió, apuntándolo con un dedo amenazador.
Louis asintió con la cabeza. El escribano estaba por fin satisfecho. Si aquel cliente se quedaba unos meses, sería rico, incluso si tenía que darle una parte al guardián. Se volvió hacia él.
—Dufort, llévalo arriba. Y regístralo. Déjale sólo el dinero. Y vos —dirigiéndose a Fronsac—, cubrid el registro indicando la cantidad de dinero que lleváis encima. Vosotros dos seréis testigos.
Cuando hubieron terminado con las formalidades del encarcelamiento, Louis fue conducido por el gordo al interior de una pieza oscura, triste y que apestaba a moho. En una esquina, un jergón de paja tirado sobre dos tablas, y enfrente una chimenea apagada. Un banco y un jarrón desportillado completaban el mobiliario del sórdido calabozo. ¿Así que era allí donde iba a vivir? ¿Y durante cuánto tiempo? Se acordó de la celda de Morgue Belleville en el Grand-Châtelet. Comparada con ésta, le pareció mucho más acogedora. Sacó todo lo que llevaba en los bolsillos; luego el guardia lo registró concienzudamente y salió sin decir palabra. La puerta se cerró con un siniestro chirrido cuando echó el cerrojo. Estaba solo.
Louis se sentó en el jergón y reflexionó. Su única esperanza era Julie. Pero ¿qué podía hacer la joven?
Su desaliento no duró mucho. Se levantó y fue hasta la ventana reforzada con sólidos barrotes. Echó un vistazo a la calle, mirando distraídamente la escasa actividad que reinaba en ella. La solución era muy simple: tenía que avisar a Mazarino de que había sido encarcelado. ¿Pero cómo?
Una hora más tarde, el guardia volvió con unos troncos de leña y le dio permiso para encender fuego. Disponía de una remesa de veinte troncos diarios. Le subirían la comida dos veces al día. Todas las mañanas, hacia las diez, debería bajar su orinal al patio. Y también podría recibir la visita del capellán si lo deseaba. Tras este discurso, el hombre se fue.
Pasaron dos días, plenos de aburrimiento e incertidumbre. Luego, el martes por la mañana, se abrió la puerta y entró mucha gente en la celda: Louis reconoció al preboste, acompañado de un individuo que debía de ser el escribano. Había también un guardia y un hombre enlutado, bajito y melancólico, visiblemente cansado y con la ropa arrugada.
El preboste empezó señalando al hombre de negro.
—Éste es el señor La Guérinière, oficial de policía a las órdenes del lugarteniente civil de París, que será el encargado de interrogaros.
La Guérinière tomó la palabra y, con un tono monocorde, recitó sin entonación alguna:
—Señor, os vengo siguiendo desde París. Traigo una orden de Isaac Laffemas de deteneros y pediros los documentos que tenéis en vuestro poder. Dichos papeles están relacionados con un complot contra Su Majestad. No han sido hallados en vuestro equipaje, y al parecer tampoco los lleváis encima. Os ruego me digáis dónde están. Si os negáis, el preboste aquí presente ordenará que os apliquen ahora mismo la cura del agua. Ya sabéis, los cuatro litros de la cuestión previa.
Louis palideció y se levantó sin decir nada. Sus piernas apenas lo sostenían, pero intentó dominar su miedo. Miró uno por uno a los cuatro hombres, tragó saliva con dificultad y, dirigiéndose al preboste, anunció:
—Hablaré. Levantaréis un atestado de lo que voy a decir y estoy dispuesto a repetir bajo juramento.
Se detuvo un momento para buscar las palabras adecuadas y calmarse; luego esperó a que el escribano forense estuviese dispuesto y, finalmente, prosiguió en tono solemne:
—Me llamo Louis Fronsac y soy notario juramentado del Grand-Châtelet. Uno de mis clientes —una clienta, para ser preciso— me ha dejado en depósito unas cartas que su amante le escribió. Se trata de cartas anodinas, pero el cardenal Richelieu las quiere para comprometer a un adversario. En dichas cartas, que en la actualidad se hallan en lugar seguro, no se hace mención de ningún complot. No obstante, estoy dispuesto a devolvérselas en persona a Su Eminencia cuando recupere mi libertad.
Desde luego, Louis no mentía. ¡Mazarino también era cardenal!
—Debo añadir que el viaje que estoy haciendo tiene como objeto acompañar a la señorita Vivonne, sobrina del marqués de Rambouillet. Y vos tendréis que rendir cuentas ante él y ante el rey.
Louis tomó asiento de nuevo.
El preboste miró a La Guérinière, que estaba abrumado. Torturar a un notario era un problema. Después de todo, aquel hombre estaba prisionero y no podía huir. ¿No sería mejor pedir instrucciones más detalladas y por escrito?
El oficial de Laffemas dio unos pasos por la pieza acariciándose distraídamente el bigote. Luego se dirigió al escribano forense:
—Dadme un ejemplar del atestado una vez que el señor Fronsac lo haya firmado. —Y volviéndose al preboste añadió—: Regreso a París. Pronto tendréis noticias mías. Que este hombre permanezca en prisión hasta mi vuelta.
El preboste asintió con la cabeza. Prefería aquello. No pudo evitar una mirada de cierta admiración a Fronsac: un hombre que no temía a Richelieu no era una persona cualquiera.
—Una cosa más, señor Fronsac —prosiguió La Guérinière—. ¿Dónde habéis estado? Hace un mes aproximadamente que salisteis de Fontainebleau.
Louis dudó si responder. Pero no tenía nada que ocultar. Se limitó a ser evasivo.
—Nos perdimos. La señorita de Vivonne enfermó y estuvimos hospedados en una granja.
La respuesta pareció satisfacer al oficial y la tensión que reinaba en el ambiente desapareció.
—¿Siempre viajáis con semejante arsenal? —preguntó a su vez el preboste en tono de broma—. Entre vuestras pertenencias he tomado nota de tres espadas, dos dagas, un mosquete, un arcabuz, seis pistolas, un cuchillo de caza y una especie de fusil cuya utilidad no se me alcanza.
Se trataba por supuesto de la pistola de aire.
—Vos mejor que nadie sabéis que los caminos son muy inseguros… —replicó Louis en tono grave.
El preboste y La Guérinière se miraron, algo perplejos, pero se guardaron sus reflexiones para sí mismos y salieron.
Dos horas más tarde, el escribano forense volvía con un guardia para que Louis firmase varias copias de su declaración. Y de nuevo el prisionero se quedó solo.
Transcurrió una semana, marcada invariablemente por la rutina de las comidas, la llegada de los troncos de leña para la chimenea, la visita al pozo negro. Louis recibía frecuentes visitas del capellán, la única persona con la que podía hablar.
Unos días más tarde, Isaac Laffemas recibió a La Guérinière, quien le dio un informe detallado de los hechos que habían tenido lugar.
«¡Hum! Este asunto huele mal», se dijo el lugarteniente civil de París. En primer lugar, encausaba a un notario honorable, y Laffemas, que había estado casado dos veces, y las dos con hijas de notario, no quería enemistarse con una profesión con la que estaba íntimamente relacionado. En segundo lugar, sabía a Richelieu en una posición difícil. Si el rey se desembarazaba del cardenal, sería él quien se quedaría en el escenario. Solo. Y él debía su cargo al rey. En resumidas cuentas, en el fondo de aquella historia había una lucha por el poder que no le concernía. Tras una larga reflexión, decidió no hacer nada y pedir a su vez al cardenal instrucciones por escrito.
El 9 de marzo escribió una carta a Charpentier, el secretario del cardenal, en la cual explicaba que Louis Fronsac estaba en prisión, pero que no había conseguido los papeles preceptivos. Pedía instrucciones:
Os escribo estas líneas para suplicaros nos hagáis saber cuáles son mis obligaciones…[33]
Exactamente una semana más tarde de su primera visita, el preboste de Orleans, con el rostro contraído y preocupado, volvió a ver a Louis. En esta ocasión el guardia se quedó fuera.
—¿Cómo os encontráis, señor? —preguntó el preboste algo nervioso.
—Muy bien, señor. Esta habitación es muy agradable y soleada. Las horas, quizás, pasan un poco lentas… —replicó Louis mordaz.
Si al preboste le sorprendió el sarcasmo, por no decir la insolencia, de su prisionero, no lo dejó traslucir. Un silencio largo y penoso invadió la pieza mientras la recorría de un lado a otro, con las manos a la espalda, mirando de cuando en cuando a Louis. Luego prosiguió bruscamente.
—Acabo de recibir una respuesta del lugarteniente civil de París.
Louis no pudo ocultar su ansiedad.
—¿Y bien? ¿Qué es lo que propone?
—¡Nada! ¡No propone nada! —exclamó enfadado—. Me manda solicitar instrucciones del cardenal y me pide que permanezcáis en prisión. Sin embargo…
—¿Sin embargo, qué?
—¡Hmm! Estáis autorizado a recibir visitas de la señorita de Vivonne. En presencia de un guardia, por supuesto —precisó con un gesto de advertencia.
Louis no disimuló su alegría. Se levantó y tendió la mano al preboste, que se la estrechó a su vez.
—¡Gracias, señor!
—No tenéis que agradecérmelo a mí —aseguró encogiéndose de hombros—, que no tengo nada que ver con esto, os lo confieso. La señorita de Vivonne ha escrito al señor de Rambouillet, que ha mediado ante Laffemas, quien ha interrogado a vuestro padre, que confirmó vuestras declaraciones. Esta situación es enojosa para todos. Y sobre todo para mí. —Hizo una mueca—. Deseo permanecer a las órdenes del cardenal, pero no quiero que me reproche haberos tratado mal. La señorita de Vivonne vendrá a veros hoy por la tarde —añadió en tono desabrido pero sin animadversión.
Y, sin esperar respuesta, dio media vuelta.
Evidentemente, Louis no podía conocer la evolución de los acontecimientos recientes. Así que los resumiremos aquí. Desde enero, bajo la nefasta influencia de Cinq-Mars, las relaciones entre Luis XIII y Richelieu se habían agriado repentinamente. En febrero, durante el viaje al Languedoc, Luis XIII se enfureció con su ministro. Entonces, Cinq-Mars le sugirió lo siguiente en presencia del capitán de la guardia, el señor de Tréville: «El camino más corto y más seguro es ordenar su asesinato. Aquí, en las dependencias de Vuestra Majestad…».
Estupefacto, el rey no respondió inmediatamente. Por fin, tras un largo silencio, murmuró: «Es un sacerdote. Y podrían excomulgarme». ¡Extraña respuesta, que no excluía categóricamente el espantoso plan! Cinq-Mars y Tréville habían llegado a la conclusión de que el asesinato de Richelieu, con el acuerdo tácito del rey, era posible, de modo que el señor de Tréville sugirió al rey que podría ir a Roma, después del crimen, para que lo absolviesen.
Tréville y tres de sus capitanes —Tilladet, Des Essarts y La Salle— lo organizaron todo en Lyon, el 17 de febrero. Sin embargo, en el último momento, ninguno se había atrevido a levantar su arma contra el Gran Sátrapa.
Pues bien, Richelieu acababa de saber todo esto, cuando su secretario Charpentier le envió el 15 de marzo dos correos: uno de Isaac Laffemas, solicitando órdenes para Fronsac, y otro de Rochefort, que seguía a Fontrailles por España. En este último se le ponía al corriente de que el tratado que relacionaba a los conjurados —Bouillon, Cinq-Mars, Gaston d’Orleans y la reina— acababa de ser firmado el 13 de marzo con el rey de España.
Desde entonces, el Gran Sátrapa dudaba sobre el camino que debía seguir. Finalmente, decidió esperar a su vez. Fronsac estaba preso en la provincia y no podía escapar. Torturarlo era peligroso: Rambouillet todavía tenía influencia. Si el marqués prevenía al rey en la situación precaria en que se hallaba, el ministro podría ser destituido. Y una vez destituido de su puesto, estaba seguro de que sería llevado a La Bastilla y acabaría bajo el hacha. Sin contar con que aquel demonio de Fronsac era capaz de no hablar.
Le pidió a Charpentier que no respondiese al lugarteniente civil.
Como el preboste había prometido, Julie fue conducida a la celda de Louis por la tarde. El guardia, que asistió a la entrevista, debía verificar que no se le entregase nada al prisionero, salvo las ropas necesarias para cambiarse.
Julie le contó que estaba hospedada espléndidamente en casa del marqués de Querasque, que la cuidaba como a una hija, y añadió:
—El preboste me ha comunicado que soy libre, pero evidentemente me quedaré aquí hasta que salgas. He escrito al señor de Rambouillet, que se ocupa de nuestro asunto entre sus relaciones. He avisado a tus padres para tranquilizarlos. Por último —le explicó en voz baja—, he enviado un correo a Gaston de Tilly rogándole que advirtiese a Mazarino de tu suerte.
Louis tomó a Julie entre sus brazos. ¡Por fin veía un rayo de esperanza! Mazarino haría lo necesario para sacarlo rápidamente de allí. Tranquilizados acerca de su futuro inmediato, los dos amantes hablaron durante una hora de cosas que sólo tenían importancia para ellos. El guardia estaba sentado en el banco, que había trasladado al otro extremo de la pieza, y dormitaba.
Cuando Julie se fue, la moral de Louis había subido. Ahora sólo era cuestión de esperar. Sin embargo, los días fueron pasando, interminables y monótonos, sin que se produjese cambio alguno. Julie tenía permiso para ir a verlo cada dos días, y no faltó ni uno. Pero no le llevaba ninguna noticia. Con el tiempo, la desesperación, el cansancio y el desánimo hacían mella en él.
La mañana del jueves 20 de marzo estaba en la ventana, como de costumbre, mirando el bullicio de la calle. Era su única distracción. De pronto, fue violentamente proyectado hacia atrás, sintió un repentino dolor en el torso y perdió el conocimiento.
Cuando recuperó la consciencia, estaba tumbado en su jergón. A su alrededor se hallaba el preboste, con el rostro más sombrío que nunca, Julie, que lloraba, y otra persona vestida de negro. El joven murmuró:
—¿Qué ha ocurrido?
—Ocurre que han querido mataros —replicó el preboste colérico—. Este médico —señaló a la tercera persona— acaba de sacaros una bala del hombro. ¡Decididamente, no me dais más que disgustos! No me habíais dicho que quisiesen mataros. ¿Quién? ¿Y por qué?
—Vos no me lo preguntasteis —replicó Louis débilmente.
Y no dijo nada más.
Louis guardó cama durante unos días. Un guardia estaba permanentemente en la pieza y, durante el día, Julie no abandonaba la cabecera de su cama. En la ventana habían colocado gruesos postigos y sólo se filtraba una débil luz. El día 25 de marzo, el joven pudo al fin levantarse. La herida no le molestaba.
Cuando Julie no se encontraba allí, el notario reflexionaba: ¿Quién había querido atentar contra su vida? ¿Cómplices de Carfour? Aquello parecía poco probable. Lo que quería aquella gente, ante todo, eran los dichosos papeles. ¿El cardenal? Muy poco probable, ya estaba a su merced. ¿Quién, entonces? Por fuerza, el que había torturado y matado a Belleville, el que había registrado su apartamento.
El sábado 29 de marzo Louis salió de su celda para ser conducido ante el preboste, que disponía de un amplio despacho en el edificio de la prisión. Estaba todavía más confundido y nervioso que de costumbre. El servidor de la justicia caminaba inquieto con las manos a la espalda por toda la pieza, sin hablar. Esta actitud le permitía ponerse en condiciones de explicarse. Por último, suspiró y se dirigió bruscamente a Louis, que esperaba con resignación.
—Me he enterado por un correo llegado esta mañana de que el cardenal está muy mal…
En efecto, desde el 18 de marzo, los pantanos de Narbona habían conseguido lo que Cinq-Mars no se había atrevido a hacer. Aquejado de una fiebre terrible, Richelieu estaba muriéndose y Mazarino ejercía de hecho todas las funciones de primer ministro.
El preboste prosiguió:
—Como comprenderéis, mi situación es particularmente delicada: vuestro padre ha hecho intervenir a un procurador del rey, el señor Boutier, ante el canciller Séguier. La señorita de Vivonne tiene también protectores en las altas esferas. Me indican que el príncipe de Condé, en persona, podría interceder en vuestro favor y que en realidad no tengo ninguna razón para manteneros en prisión. Ni siquiera dispongo de una orden escrita. He hablado de ello con el procurador de Orleans y con el lugarteniente criminal, que me han dicho que no quieren mezclarse en un asunto tan feo.
Suspiró:
—Si el cardenal llegase a… en fin, vos me comprendéis, mi posición sería difícil… incluso insostenible…
El preboste se calló, esperando un estímulo que no llegaba; luego, bruscamente, se decidió:
—Os propongo, señor, que os encerréis en el albergue en el que habéis decidido hospedaros, a la espera de nuevas instrucciones. Dadme solamente vuestra palabra de honor de que no os iréis de la ciudad.
Louis, naturalmente, estaba dispuesto a todo para recobrar su libertad y dejar aquella infame celda en la que vivía recluido desde hacía tres semanas. Lo prometió, y una hora más tarde estaba instalado en el albergue con libertad de circular por la ciudad. Esa misma noche fue invitado a casa del marqués de Querasque en su palacio de la calle Real y pudo narrar, de viva voz, todas sus aventuras.
En París, Isaac Laffemas también estaba inquieto. No había recibido respuesta ni al primer correo ni al segundo, que había enviado con el mismo asunto. Entonces le escribió a Charpentier, esta vez para informarse sobre la salud de su amo:
Señor,
Al no recibir respuesta a las diversas cartas que os escribí para conocer el estado de salud de monseñor, me encuentro muy alarmado, y no tengo tranquilidad de espíritu…[34]
Los días pasaron. Y volvió el buen tiempo.
Estaban ya en primavera. Louis y Julie daban un paseo diario a lo largo del Loira haciendo planes para el futuro. Louis había escrito a sus padres, al señor de Rambouillet y a Gaston.
El 3 de abril, a última hora de la tarde, el preboste fue en persona hasta el albergue. Louis estaba en su habitación desmontando el fusil de aire que tantas veces le había salvado la vida. El arma le había sido confiscada y luego devuelta. El preboste entró solo. Esta vez el gesto autoritario había desaparecido de su rostro y, con tono comprensivo y temeroso, le dijo a Louis:
—Señor, acabo de recibir esta carta de Narbona:
Se la tendió a Louis, que leyó en voz alta:
Nos, Julio Mazarino, cardenal, ejerciendo funciones de presidente del Consejo del Rey durante la indisposición de monseñor el cardenal Richelieu, ordenamos la puesta en libertad inmediata del señor Louis Fronsac y las personas que viajan con él. Las autoridades civiles y militares le ofrecerán la asistencia necesaria para que pueda presentarse ante nos lo más rápidamente posible.
Narbona, a 29 de marzo de 1642.
Julio Mazarino, cardenal.
—Espero —añadió el preboste, inclinándose en señal de humillación y respeto— que comprendáis, señor, que había recibido órdenes. Una cosa más, señor, el mensajero de Su Eminencia el cardenal Mazarino os espera abajo.
Louis no respondió de inmediato. Inclinó a su vez la cabeza, indiferente a los problemas del preboste. Mas, pese a todo, respiró aliviado y al fin le dijo:
—No tengo nada que reprocharos, señor. E informaré en consecuencia. Ahora bajo a reunirme con el mensajero.
¿Podríais conseguirme una carroza confortable? La señorita de Vivonne y yo partiremos mañana por la mañana hacia Narbona como nos ordena monseñor Mazarino.
Bajaron juntos a la gran sala. La primera persona a la que vio Louis fue Gaston de Tilly. Corrió a su encuentro.
—¿Eres tú el mensajero, Gaston?
—Mazarino me pidió que viniese personalmente a buscarte, ¡tiene un miedo terrible a perderte! ¡Te espera impaciente!
El preboste se alejó inquieto, pero aliviado. «Incluso, aquel hombre conocía al mensajero personal de Mazarino», pensaba. ¡En qué historia lo había metido el maldito Laffemas! ¡Menos mal que había sido prudente!
El resto de la tarde lo dedicaron a los preparativos de la marcha y a contar la aventura de Louis y de Julie. Gaston estaba estupefacto, maravillado y desconcertado a un tiempo. Siempre había considerado a su amigo más un hombre de letras que de armas. Y en esta ocasión la pluma había sido más fuerte que la espada. Bueno, no del todo. La pistola de aire también había cumplido su función. Pero, a pesar de todo… ¡Louis y Julie habían matado a dos hombres sin pestañear! ¡Dos temibles espadachines! ¡Dos bestias feroces! Gaston nunca los habría creído capaces de semejante cosa. Hasta donde podía recordar, Louis no había dado muestras de combatividad en el colegio. El antiguo policía descubría en su amigo un poder, una voluntad y un valor insospechados.
Fueron juntos al palacio del marqués de Querasque. Recibido de inmediato, Fronsac anunció su marcha al marqués, dándole sinceras gracias. Sí, se irían al día siguiente al amanecer y Julie tendría el tiempo justo para preparar sus cosas. Pero el señor de Querasque era más realista que ellos.
—De aquí a Narbona tenéis un largo viaje por delante, el camino real no es muy seguro —masculló sacudiendo la cabeza—. No podéis viajar con Julie sin escoltas y sin guía.
Preocupados, los dos amigos se miraron indecisos.
—¡Cuánta razón lleváis! —convino finalmente Gaston— pero ¿dónde encontrar gente en tan poco tiempo?
—Podría proporcionaros unos lacayos —sugirió el marqués—, pero no conocen el camino y no son soldados. Sólo se me ocurre una solución, que vayáis a la salida de la ciudad, allí hay una taberna frecuentada por guías y soldados de fortuna; id allí y seguro que encontraréis algunos hombres bien templados.
Siguieron el consejo del marqués y en menos de una hora nuestros amigos entraban en la taberna, una vieja casucha con una única sala, sombría y gélida. Louis y Gaston se sentaron en un banco y el tabernero acudió a servirles.
—Una botella de vino —pidió Louis con aire indiferente.
Se pusieron a observar a los presentes en la sala. No había mucha gente: algunos parroquianos bebían en un rincón y, en el otro extremo de la gran pieza, un anciano estaba sentado, solo. Gaston, con todo, advirtió que iba armado: sobre la mesa descansaba una larga y pesada espada española. El arma de un espadachín. El tabernero volvió:
—¿Quién es ése? —le preguntó Gaston, señalando al viejo.
—No sé. Está aquí desde ayer. Y no es muy locuaz. Se va mañana.
El dueño se alejó. Si sabía algo, era muy discreto.
Gaston hizo una seña a Louis. Se levantaron para ir junto al desconocido. De cerca, no tenía tantos años como aparentaba. Eran la barba y el bigote canos los que le daban el aspecto de anciano inofensivo. Una impresión inmediatamente desmentida si uno se fijaba en el rostro cosido a cicatrices y si se cruzaba con su mirada dura y despiadada. El reitre, pues indudablemente lo era, los miró y les soltó insolente:
—¿Qué queréis de mí?
—Buscamos a alguien para completar una escolta —dijo Gaston.
—¿Dónde vais?
—A Narbona. ¿Os interesa? ¿Conocéis el camino? —preguntó Louis a su vez.
—Conozco todos los caminos de Europa —se rió el hombre.
—El tono no le gustó a Louis.
—¿Estáis libre? —preguntó Gaston.
—Quizás… depende, ¿cuánto pagáis?
—Diez escudos de plata, y debéis ir armado.
El hombre pareció dudar un instante, pero enseguida dijo:
—Acepto. ¿Cuándo nos vamos?
—Mañana, a las cinco, delante del albergue. Por cierto, ¿cómo os llamáis?
—Gaufredi.
No dijo nada más y se sirvió un vaso de vino.
Gaston y Louis lo saludaron y volvieron a casa del marqués.
—Ese individuo no me inspira confianza —dijo Louis por el camino—. ¿Estás seguro de que hemos obrado bien?
—Si hubieras estado tanto tiempo como yo entre la hez de la población y del ejército, reconocerías una joya como ésa —le replicó Gaston—. Créeme, hará el trabajo.
La noche la dedicaron a los últimos preparativos. El preboste había conseguido una carroza que envió al albergue, conducida por un cochero. El coche era estrecho y elegante, su interior estaba forrado de terciopelo negro, y los asientos, recubiertos de cuero verde con gruesos clavos dorados. En la parte posterior llevaba un amplio cofre, perfecto para el equipaje, y una pequeña escala que permitía subir a bordo. Louis tuvo que pagar doscientas libras por el vehículo y otro tanto por los dos caballos de tiro.
La presencia de Gaufredi no le pareció al marqués suficiente para un viaje semejante. Se confió al preboste. Éste, encantado de ser útil —y de verlos marcharse por fin—, les ofreció a dos de sus soldados. Uno de ellos incluso podría conducir la carroza. Los dos hombres pidieron diez libras para los diez días que aproximadamente duraría el trayecto.
Dejaron Orleans el primer viernes de abril. Gaufredi cabalgaba delante abriendo el camino. Uno de los oficiales conducía, como habían previsto, y el otro iba de retaguardia. Llegaron a Bourges por la tarde. Luego las etapas se sucedieron. No hacían etapas muy largas, pero eran interminables porque el camino se hallaba en un estado deplorable: sólo estaba pavimentado en las cercanías de las ciudades, el resto estaba mal empedrado o carecía de adoquinado, por lo general no había puentes en los arroyos y tenían que vadearlos.
Louis, Gaston y Julie estaban habitualmente en la carroza y podían conversar y descansar. Sus caballos iban atados por un ronzal detrás del vehículo. Formaban así una pequeña tropa y los merodeadores con los que se cruzaban no se atrevían a atacarlos.
Un día en que iban charlando los tres en el coche, la conversación desembocó en la nueva lugartenencia que ocupaba Gaston.
—¿Sabes?, añoro mi trabajo en París —decía—; es cierto que tengo que bregar con el vicio, el fango y el crimen, pero la vida militar es todavía peor. Estoy al mando de una compañía de brutos, mitad pillos, mitad víctimas; desgraciados, ladrones, asesinos, y además tan mal pagados que viven de los vecinos. El rancho es horroroso, los cuidados a los heridos inexistentes o temibles y la disciplina férrea.
—¿Veis a mi primo Pisany con frecuencia? —preguntó Julie.
—Sí, por suerte. Es uno de los pocos oficiales que aprecio. Honesto, franco, valeroso e inteligente. Me presentó a Enghien, que oyó hablar de nuestros problemas con el Gran Sátrapa y debido a ello parece que gozo de su estima.
—¿Qué pensáis realmente de Enghien? —preguntó Julie.
—No lo sé… en realidad, me da miedo. Está por encima de nosotros. ¿Sabíais que a veces afirma que es superior a Dios? Es un hombre de una inteligencia y una cultura fuera de lo común. Y en el arte militar también es un genio. Es valeroso e intrépido, sin por ello dejar de ser perspicaz y astuto.
»Es Aquiles y Ulises a la vez. Sus hombres lo adoran y lo seguirían al fin del mundo. Por desgracia, es colérico, carece por completo de escrúpulos y no tiene piedad. Desea poseerlo todo y no sabe por qué. Quizás esté llamado a ser nuestro rey, pero ¿realmente lo desea? Y si no es coronado rey, compadezco al que ocupe el trono de Francia, porque en su día será para él un terrible adversario.
Louis escuchaba. Años más tarde recordaría las palabras de Gaston, en un París sitiado por el joven rey Luis XIV, mientras Beaufort y Enghien —convertido en príncipe Condé— derramaban la sangre de los parisinos.
El domingo 7 fueron a Monferrand y durmieron en el Écu de France. Tras dos días de viaje a través de Auvernia, llegaron a Saint-Étienne.
A lo largo del trayecto, se cruzaban con fortalezas en ruinas, a veces arrasadas, y pueblos incendiados y abandonados desde hacía años. Testigos mudos de guerras civiles y religiosas que se sucedían desde hacía cincuenta años.
A partir de Saint-Étienne, Gaufredi aconsejó encaminarse por el valle del Ródano, que era el itinerario más largo y más seguro. Desde hacía varios años, les explicó, bandas que se decían de la religión reformada, pero que en realidad saqueaban y masacraban a los viajeros fuese cual fuese su rito, cruzaban las altas montañas del Languedoc.
Tres días más tarde entraron en Valence. El tiempo seguía siendo bueno y el camino era agradable. Después de haber recorrido cien leguas por pésimos caminos, atravesado ríos sin puentes, franqueando pasos hundidos, encontraban por fin un camino desahogado, bien conservado con puentes de piedra y, cada siete millas aproximadamente, albergues limpios y bien instalados.
En contrapartida, el camino real del valle del Ródano era muy frecuentado y, cada vez que se cruzaban dos vehículos, se veían obligados a detenerse, lo que retardaba su paso. Pese al buen estado del camino, no avanzaban más rápido que antes. El 11 pernoctaron en Pont-Saint-Esprit y, siguiendo el camino del correo, llegaron a Nimes al día siguiente.
Aquel día, en el albergue de la Croix Blanche donde se alojaban, Gaufredi le señaló a Louis muy discretamente dos individuos.
—Esos de ahí nos siguen desde hace tres días.
Louis y Gaston no habían advertido nada. Decidieron reforzar la vigilancia.
Al día siguiente, los dos amigos cabalgaban y Julie viajaba sola en la carroza. El grupo seguía ahora la antigua vía Domiciana y habían pasado Uchaud y el albergue de La Couronne. El ataque tuvo lugar en las proximidades del puente de Lunel.
En ese momento Louis iba delante con Gaufredi, algo alejado de la carroza; el viejo soldado le explicaba para qué servían los miliarios con los que se cruzaban a cada tanto. De repente, el reitre le dio un fuerte empujón en los hombros para hacerlo caer del caballo. Simultáneamente, sonó un tiro y Gaufredi partió a galope tendido. Gaston acudió de inmediato a socorrer a su amigo, mas Louis ya se estaba incorporando, contusionado pero sin heridas.
—¿Qué ha ocurrido? —gritó Gaston enloquecido.
La carroza se había reunido con ellos, y Julie se había bajado, precipitándose hacia Louis.
—No es nada, Gaufredi me atacó. Oí un disparo, pero no estoy herido. El muy traidor ha huido.
Unos ruidos de lucha pusieron fin a la discusión. Procedían de la misma dirección hacia la que se había dirigido Gaufredi. Gaston picó espuelas, seguido de un guardia a caballo. Treparon a un altozano que los ocultó durante un momento. Louis, mientras tanto, había sacado un mosquete y, con la ayuda del cochero, vigilaba los alrededores.
Gaston y el guardia reaparecieron, seguidos de… Gaufredi. Este último, sin duda herido, se agarraba un hombro.
—Louis, puedes darle las gracias a nuestro guía, le debes la vida —gritó Gaston.
Entonces, Louis comprendió su error. ¡Gaufredi lo había empujado para impedir que lo alcanzase el tiro! Y en efecto, aquello fue lo que el gigantón le explicó mientras lo curaban.
—Cuando estaba hablando con vos vi al hombre en la colina. Era uno de los dos que estaban en el albergue. Os apuntaba con un arcabuz. Os empujé e intenté atraparlo. Su cómplice huyó, pero a él pude cogerlo. Con todo, me ha hecho unos rasguños.
Gaufredi soltó el arcabuz que todavía tenía en la mano y Louis lo examinó: era un fusil alemán de culata ancha, uno de esos modelos que había que apoyar en la mejilla para disparar. El mecanismo era de serpentín y exigía una pericia terrible porque a veces había que esperar unos segundos después de haber encendido la mecha. Un arma pasada de moda, desde luego, pero tremendamente eficaz en el disparo de precisión. Louis había tenido suerte.
La herida de Gaufredi era leve. Y el agresor estaba muerto. De modo que, al no tener nada que hacer allí, reemprendieron el camino de Narbona. Llegaron a Montpellier por la tarde. Gaston se encargó de avisar al preboste del accidente.
Al día siguiente durmieron en Saint-Thibery, cerca del puente de peaje, y aquélla fue su última etapa. El martes, día 15, por la tarde, divisaron al fin la magnífica catedral con sus dos recias torres fortificadas dominando la ciudad. El sol iluminaba el monumento y el espectáculo era prodigioso. Tardaron todavía cuatro horas en llegar a la antigua capital de la región narbonesa. La última parte del viaje no hicieron el camino solos: con la presencia del rey, Narbona se había convertido en una pequeña capital de Francia. El camino estaba lleno de gente: continuamente pasaban o se cruzaban con caballeros, carros de abastecimiento y carrozas.
Tan pronto como llegaron a la ciudad, Louis despidió a su escolta, entregando a Gaufredi las treinta libras prometidas, más una gratificación extra de veinte libras, y pagó a los guardias con veinte libras a cada uno. Fueron muy bien pagados y los dos soldados parecieron satisfechos; luego se alejaron muy contentos por la noche de francachela que les esperaba con mujeres y comida en abundancia.
Gaufredi no se movía; con el sombrero en la mano, el reitre dudaba en hablar.
—¿No era eso lo que habíamos convenido? —le preguntó Louis, sorprendido por tan curioso comportamiento.
—Es que… tengo que preguntaros algo —dijo Gaufredi en un tono dubitativo poco habitual en él.
—¡Animo, camarada! —lo animó Gaston—. ¡Hay confianza entre compañeros de armas!
Más tranquilo, Gaufredi se explicó:
—Veréis, señor Fronsac, soy viejo, no tengo familia ni hogar, y con esta pinta de matamoros no puedo ir a ningún sitio. A mis años, nadie me necesita, aunque todavía puedo ser útil. Vos vais a París y sé que allí tenéis enemigos. Puedo ayudaros. Me contento con un jergón y comida. Por favor, llevadme con vos…
Gaston y Louis se miraron algo desconcertados. Luego, Gaston dijo:
—Acepta, Louis, es muy buen trato.
Y así fue como Gaufredi entró al servicio de Louis Fronsac.
Gaston, que conocía bien Narbona, los llevó rápidamente al despacho del notario Causurac, adonde Louis quería ir por razón que sólo él conocía. La notaría se hallaba cerca de la iglesia de Saint-Sébastien. Cuando llegaron, Gaston los dejó.
—Louis, he cumplido mi misión. Todavía tengo que reunirme con Su Eminencia para contarle nuestro viaje. Nos veremos más tarde.
El despacho se hallaba encajonado entre altas paredes cubiertas de hiedra. Una sólida reja de hierro daba a un porche con un jardincillo protegido del sol. La construcción del edificio databa del siglo anterior: la fachada tenía una galería abierta con ajimeces. A la derecha, una torrecilla a la que se subía por una escalera de caracol, que comunicaba la galería y el piso. La construcción era elegante, con encantadoras esculturas en puertas y ventanas. A ambos lados se hallaban minúsculos establos.
Un guarda o jardinero, que estaba delante de una de las caballerizas, les abrió la reja para que la carroza pudiese pasar. El ruido hizo que un hombre se asomase a la galería: rechoncho, calvo, con una abundante sotabarba. Tendría unos sesenta años, la mirada burlona y, cosa rara, movía los brazos sin parar como una veleta.
—¿Qué deseáis, amigos míos? —les preguntó con amabilidad, gesticulando mucho.
Louis advirtió que, bajo aquella apariencia afable y campechana, el hombre los observaba sin perder detalle de su comportamiento o actitud.
—Micer Causurac —empezó Louis adivinando que era el notario—, venimos a buscar unos documentos que el marqués de Pisany os debió de entregar hace unas semanas.
—¿Cómo os llamáis, joven? —preguntó Causurac, entrecerrando los ojos y mesándose la barba con los dedos separados, saltando en uno y otro pie.
—Louis Fronsac, y también soy notario, e hijo de Pierre Fronsac, notario en París en el Grand-Châtelet. Mi padre me aconsejó que me dirigiese a vos. Me dijo que fuisteis amigos de jóvenes. Y ésta es Julie de Vivonne, sobrina del marqués de Rambouillet.
El hombre asintió como si ya supiese todo aquello.
—Os esperaba. Pero, sin duda, traéis papeles que justifiquen lo que afirmáis. Si sois tan amables, subid para que pueda verlos.
Y de nuevo movió los brazos aparatosamente.
Subieron las escaleras y siguieron a su huésped a un amplio y fresco escritorio, decorado con grandes jarrones de Anduze. Louis le enseñó los documentos que llevaba en un portafolios y añadió:
—El señor Gaston de Tilly, teniente en un regimiento de Su Majestad y antiguo oficial de policía en París, nos ha acompañado hasta aquí. En este momento está con monseñor Mazarino y podrá responder por nosotros si lo creéis necesario.
Causurac examinó los papeles y levantó la cabeza.
—Bien, os creo, aguardad un instante. Y sentaos, mandaré traer unas bebidas—. Diciendo esto, se levantó y dejó la pieza por una puertecilla situada detrás de su mesa.
Julie y Louis intercambiaron impresiones un momento en voz baja.
Al cabo de unos minutos el notario volvió con una cajita de hierro que colocó sobre la mesa y abrió a continuación. Sacó una cartera de cuero y se la tendió a Louis sonriendo.
—Éstos son vuestros papeles, podéis verificar que están todos. No he abierto la cartera, de acuerdo con las instrucciones del marqués de Pisany.
De modo que Louis nunca había llevado encima los preciosos documentos. Antes de marcharse, y siguiendo los consejos de su padre, se los había dado a Pisany, quien se encargó de entregárselos a un notario de Narbona.
Louis cogió los documentos y se levantó, igual que Julie, pero Causurac rodeó la mesa y, con una agilidad inusitada en una persona entrada en carnes, se interpuso entre Louis y la puerta y les dijo, agitando las manos, para impedir que se fueran:
—¡Esperad! ¡No os vayáis tan rápido! Tenéis que beber algo. Un vinito dulce de mis viñedos; y además, ¿dónde os alojaréis?
—Encontraremos un albergue —respondió Louis, sorprendido.
El notario sacudió la cabeza.
—No encontraréis ninguno, todas las habitaciones de la ciudad están ocupadas. La gente se aloja en casas particulares. No hay ni una sola cama disponible en los albergues. Me sentiría muy honrado de recibiros en mi casa. La señorita de Vivonne debe de estar muy fatigada; podrá descansar a placer.
Louis dudó, mirando a Julie, que le pareció dispuesta a aceptar.
—Micer Causurac, me resulta algo violento, pero acepto. ¡Aceptamos gustosos vuestra hospitalidad!
—Enseguida daré órdenes para que suban vuestro equipaje y preparen vuestras habitaciones.
Una mujer entró en la pieza con dos cubiletes y una botella de vino ambarino, que sirvió el propio notario. Terminada la operación, los asaeteó a preguntas: ¿Qué tal el viaje? ¿Cómo estaba el padre del señor Fronsac? ¿Qué les había parecido Narbona? No esperaba a oír las respuestas, cosa muy oportuna, porque Louis, agotado, no estaba en disposición de dárselas. Al cabo de un tiempo, que Louis consideró suficiente para no exceder los límites de la cortesía, preguntó a su huésped:
—¿Puedo confiaros a Julie? Ahora debo ir a palacio.
—Por supuesto, mi esposa se ocupará de ella enseguida.
Y volviéndose a la joven, Louis añadió:
—Intentaré ver al cardenal y volveré lo antes posible.
Julie lo acompañó hasta el patio. Los criados ya habían subido el equipaje y Louis, acompañado por Gaufredi, que había permanecido todo el tiempo junto a la carroza, se fue andando a palacio.
Las jornadas de Mazarino transcurrían entre el cuartel general del rey en Perpiñán y Narbona, donde guardaba cama Richelieu. Aquel día se hallaba precisamente en Perpiñán y lo único que pudo hacer Louis fue dejar su dirección a un secretario. Luego regresó tranquilamente a la notaría de Causurac. Por lo que respecta a Gaston, no volvió a verlo, pues debía permanecer en palacio a la espera de órdenes.
Al día siguiente, la mañana del jueves 17 de abril, un arquero llamó a la puerta del despacho con un mensaje: Louis debía reunirse con Mazarino a las diez en el claustro de la catedral. Se personó allí de inmediato.
Tomó el pasaje del Áncora que separaba el palacio de la iglesia y penetró en el claustro a la hora convenida. Dos mosqueteros negros lo dejaron pasar y volvieron a cerrar la puerta tras él con sumo cuidado.
Mazarino estaba solo, esperándolo. Su figura dibujaba una sorprendente mancha púrpura en el claustro.
Louis se acercó e hizo una reverencia mirando a su alrededor. El claustro había sido una hábil elección. Aquí no habría espías que pudiesen oír la conversación, y Richelieu, en el lecho del dolor en un castillo cercano, nada sabría.
Mazarino se dirigió a Louis en tono frío:
—He sabido que fuisteis arrestado, señor. También me he enterado de que no lleváis encima ciertos documentos y estoy francamente molesto.
—Aquí los tenéis, monseñor.
Louis le tendió el portafolios sonriendo.
A Mazarino se le dulcificó el rostro, cerró los ojos como un gato y murmuró:
—Bene, bene… ¿Cómo habéis conseguido el prodigio?
—Muy sencillo, sabía que me seguirían para arrebatarme los papeles, de manera que se los confié al marqués de Pisany, que se unía al ejército en Perpiñán, con el encargo de que se los entregase a un notario de Narbona, donde quedarían a buen recaudo. Al llegar aquí, los recuperé.
Se produjo un largo silencio. El italiano lo miraba pensativamente, acariciando su corta barbita. Finalmente, movió la cabeza de arriba abajo.
—¡Muy hábil, señor, muy hábil! Yo no lo habría hecho mejor. Sabéis… me asombráis: habéis conseguido engañar a las dos personas más poderosas del reino. Y, por cierto, ¿por qué habéis decidido darme esos papeles?
—En primer lugar, porque necesitaba un protector.
Louis se inclinó.
Mazarino se inclinó a su vez y le dijo en voz baja:
—Lo tenéis.
Abrió entonces el portafolios y, frunciendo el ceño, sacó un único papel y leyó:
El señor de Cinq-Mars, sintiendo una estima inimaginable por la señorita de Lorme, desea ardientemente desposarla. Por la presente, da su palabra de matrimonio, que ya considera celebrado ante Dios. Cualquier otro proyecto que tuviere quedaría anulado.
En París, a 26 de noviembre de 1640.
Henry de Ruzé d’Effiat.
Mazarino alzó la cabeza y dirigió una severa mirada a Fronsac.
—¿Eso es todo? ¿No había otros documentos, unas cartas…?
Louis sostuvo su mirada y le dijo en un tono entrecortado por la emoción:
—No necesitáis…
Se produjo un breve silencio. Louis prosiguió:
—Monseñor de Richelieu quería esas cartas para pasárselas al rey por las narices y Cinq-Mars las quería para destruirlas. Vos no tenéis ninguno de esos propósitos. Richelieu va a morir, según dicen. Quiere matar a Cinq-Mars para que lo acompañe en su último viaje. El cardenal ya no piensa en el futuro de Francia. Vos, sí. Cinq-Mars no os interesa, o, más bien, ya no os interesa.
Se interrumpió de nuevo, dudando si continuar.
—Proseguid —le ordenó Mazarino fríamente, cruzando los brazos para escuchar mejor tan audaz discurso.
—Vos no queréis perjudicar al marqués de Effiat ni pretendéis hacer sufrir atrozmente al rey. Estas cartas son muy poca cosa comparadas con el futuro de Francia. ¿Qué ocurrirá si el rey y el cardenal desaparecen? ¿Una reina española de regente, comprometida con los conspiradores? ¿El duque de Orleans, que los ha traicionado a todos, de regente? He comprendido lo que pretendéis. Me he acordado del tono que utilizasteis para calificar la actitud de Marie de Gonzague cuando arrastró a la reina a la conjura. Sólo la promesa de matrimonio era importante. Y tenéis razón. Es el segundo motivo de mi decisión de entregaros este documento.
—¿Qué es lo que habéis comprendido? —replicó Mazarino, con tono impaciente y ligeramente irritado.
—Que el único modo de salvar al país de una guerra civil y del yugo español era apartar a la reina de los grandes del reino y, sobre todo, de ese complot. Pero ¿quién podría convencer a la reina de ello? La reina sólo escucha a sus amigas, y todas odian al rey y a Richelieu. ¡Así que necesitabais una palanca!
»Como Arquímedes, recordad, vos me lo dijisteis. Con una palanca podríais influir en ella. Y esa palanca será Marie de Gonzague, la mejor amiga de Ana de Austria. Cuando Marie de Gonzague descubra esta promesa de matrimonio, comprenderá que Cinq-Mars se ha burlado de ella, buscará consuelo en su amiga la reina y la convencerá de que no pueden confiar en el marqués de Effiat. Entonces, la reina abandonará el complot en el que está implicada con el botarate de Cinq-Mars y, sin duda, lo denunciará al cardenal, que aceptará que en un futuro sea reina regente. Y el rey volverá a confiar en ella. Es en eso en lo que trabajáis. Lo importante no es impedir un nuevo complot. Lo importante es que la reina se pase al bando de Richelieu. Es decir, el vuestro. Es la única solución para que Luis Dieudonné reine y sobre todo para que tenga plena autoridad sobre el reino. Si vos lo conseguís, estaréis siempre detrás de la reina para sostener al rey.
El silencio se produjo de nuevo. Mazarino parecía una estatua de piedra. Por fin esbozó una leve sonrisa. Animado, Louis prosiguió:
—Sabéis que los días del cardenal están contados y que su obra no está todavía acabada. Vos sois el único que podéis acabarla. Si algún día la reina llega a convertirse en regente, seréis vos quien gobierne este país… con ella…
El italiano no respondió, pero se volvió de repente. Dio unos pasos hacia una de las gárgolas que adornaban el claustro, sin duda para disimular el tiempo de tomar una decisión. Meditaba: Así que Fronsac lo había comprendido todo. Había puesto fin a aquella aventura, a su manera, y había hallado todas las soluciones. Y ahora ¿qué hacer con él?
Finalmente, se volvió de nuevo a Louis y le habló con amabilidad:
—Señor Fronsac, vuestras deducciones tal vez sean acertadas algún día. El futuro nos lo dirá. A partir de ahora, podéis contar conmigo. Idos de Narbona, que es una ciudad peligrosa para vos mientras Richelieu se encuentre aquí. Regresad a la capital con la señorita de Vivonne, pero no os apresuréis. No quiero veros en París antes del mes de julio. Poneos en contacto con mi secretario, que os entregará una cantidad suficiente de dinero para sufragar vuestra vuelta. Os acompañarán cuatro guardias del cardenal. No debéis contarle esto a nadie. Más adelante recibiréis otras instrucciones.
Louis se inclinó y Mazarino prosiguió:
—No me lo habéis contado todo. He oído que han intentado mataros. Dos veces…
Louis se encogió de hombros.
—No tiene importancia… pero ¿cómo lo sabéis?
—Lo sé. ¿Sabéis quién ha querido asesinaros?
Louis no respondió pero asintió, moviendo la cabeza afirmativamente.
—Veo que lo habéis adivinado. Decidme su nombre.
—No puedo acusar a nadie, monseñor. Simplemente deduzco que no se trata de Cinq-Mars ni de Richelieu. Así que el único que queda es… ¿Vendôme?
—Vendôme, en efecto. Mató al librero Belleville, y también quiere mataros a vos porque sois el único que sabíais que quería, que podía, presionar a Cinq-Mars. Y no desea que el rey se entere. Muerto vos, sólo le quedaría eliminar a Marion Belleville.
Louis no respondió. Ya había deducido todo aquello.
—Y eso no es todo; vuestro amigo Gaston me ha contado lo sucedido en el puente de Lunel con el intendente de justicia militar. Tras una rápida investigación llevada a cabo en todos los albergues de la ciudad, hemos encontrado al que intentó mataros. A las preguntas de los interrogadores, lo confesó todo. Fue él quien torturó a Belleville por orden del duque.
»Vendôme quería cogeros en ese momento, pero no sabía si todavía teníais las cartas y dudaba en cometer un nuevo crimen que podía perjudicarle. Hasta el día en que, en la taberna de los Deux Anges —tal vez no lo sepáis, pero es el cuartel general de su hijo, Beaufort—, se enteró de que Fontrailles hacía que os siguiese un truhán llamado Carfour. Entonces decidieron registrar vuestro apartamento. En ese momento desaparecisteis.
Por suerte, si puede decirse así, uno de los espías del Châtelet supo enseguida que estabais preso en Orleans. Vendôme tuvo miedo de que hablaseis y finalmente decidió mandaros asesinar.
La preocupación era visible en el rostro de Louis. Así pues, Vendôme seguiría persiguiéndolo. ¿Cómo escapar de esta trampa?
—Pero tranquilizaos. De un modo discreto, he advertido al duque de que yo estaba informado. Y que guardaría su secreto, por amistad hacia él, si os dejaba tranquilo. Me creerá. Prometer no cuesta nada, y yo no soy avaro. Por otra parte, tengo mucha influencia sobre él: su hijo Beaufort está comprometido con Cinq-Mars y Bouillon. Como llegue a oídos del rey, Beaufort puede ir despidiéndose de su cabeza. Me encargaré de que el duque se entere de que puedo evitarlo si se olvida de vos. Ahora idos.
Esa misma tarde, Louis, Julie y Gaston estaban sentados a la mesa en casa de micer Causurac cuando anunciaron una visita: era Vincent Voiture, que había seguido, recordémoslo, al duque de Orleans y acababa de enterarse de la llegada de su amigo a la ciudad. Louis le contó lo mismo que al notario, que debía marchar al día siguiente por la mañana. Voiture estaba harto de Narbona. Le gustaba viajar y les propuso acompañarlos hasta Montpellier.
Louis salió al día siguiente para Montpellier, donde un primo del notario Causurac podría alojarlos durante unos días. Dejaban a Gaston, pero se llevaban con ellos a Vincent Voiture. Gaufredi los escoltaba con cuatro arqueros de Mazarino. Al final, se quedaron en Montpellier hasta fin de mes y después volvieron a París, pero dando un largo rodeo por Vivonne, donde permanecieron hasta julio.
Louis conoció así a la madre de Julie, que lo acogió como a un hijo. Aprovechó aquella estancia para estudiar la situación financiera de aquella rama menor de los Vivonne. No era tan mala como había creído, pero había una cantidad de hipotecas inútiles, antiguos préstamos que no habían sido cubiertos, y los granjeros pagaban rentas ridículas. Tras dos meses de trabajo, había enderezado un poco la situación. Vendió tierras y bosques poco rentables para adquirir granjas más productivas, pagó los atrasos de las deudas y prometió a la señora de Vivonne que en adelante se ocuparía de sus bienes.
Y allí les comunicaron, a finales de julio, el arresto del señor de Cinq-Mars. Louis ardía en deseos de saber más y, a finales de agosto, volvieron a la capital, donde el joven notario se reencontró con sus padres, con la consiguiente alegría que se supone, y donde fueron recibidos por todo lo alto en el palacete de Rambouillet.
Allí conocieron la noticia de la boda reciente de Geneviève de Borbón con el viejo duque de Longueville. También les esperaban muchas cartas de Voiture, que había vuelto junto a monseñor.
En una larga epístola, que se conserva, el poeta contaba el arresto de Cinq-Mars. Después, en las siguientes, ya le asaltaban las dudas y los temores: Voiture sospechaba que el marqués de Effiat no había actuado solo. En sus últimas cartas el poeta estaba aterrorizado: habían acusado a su mentor, Gaston d’Orleans, de ser uno de los instigadores del complot de Don Mayor.
«Monseñor está perdido, él y toda su gente; una pérdida, a mi juicio, infalible y segura», escribía.
El poeta se refería al exilio y la ruina para él y su mentor Gaston d’Orleans, a quien creía incapaz de una mala acción.
Pero nos hemos adelantado en el relato. Volvamos atrás, poco antes de la partida de Louis de Narbona.