Capítulo 16

Del miércoles 12 al miércoles 26 de febrero de 1642

Por los postigos de madera de la cabaña empezó a filtrarse algo de luz. Julie estaba profundamente dormida. Ya no tosía, aunque respiraba con dificultad. Louis decidió salir. Tenía que tomar una decisión rápidamente. Otra noche en aquellas condiciones sería fatal para la joven.

Le costó mucho trabajo abrir la puerta bloqueada por la nieve caída durante la noche. Fuera, el cielo todavía estaba gris, y una lluvia menuda y helada taladraba el manto blanco. El tiempo había mejorado pero todavía hacía frío. Quizás podría acercarse al pueblo más cercano.

Con ayuda de una tabla mal desbastada retiró la nieve que estaba delante de la puerta y volvió a cerrar enseguida. Ató como pudo los trozos de la silla del coche a sus pies porque las tiras de cuero se habían congelado.

Así pertrechado, y en medio de un silencio impresionante, dio unos pasos en la espesa capa de nieve, dudando sobre qué dirección seguir. El cielo y el suelo se confundían en una especie de enorme capullo blanco y gris. En el cielo no se veía ni un pájaro. Hacia el este, la luz del sol se abría paso muy débilmente entre la bruma. Poco a poco fue distinguiendo una mancha negra que se acercaba, de la que no apartó la vista en ningún momento.

Al cabo de diez minutos, reconoció la silueta de un hombre a caballo. ¿Quién podía pasearse a semejante hora y con aquel tiempo? Aquella visita no presagiaba nada bueno.

Louis volvió a entrar, cogió el mosquete de aire y, antes de salir, comprobó que funcionaba.

Carfour era un espadachín temible y por tal se tenía. Jefe de una banda de facinerosos, era pérfido, cruel y carecía de piedad, virtudes estas muy necesarias para el oficio que ejercía. Desde los trece años sembraba el terror no sólo en París sino en toda la provincia, atacando casas aisladas o mal protegidas, y a veces simplemente a los caminantes. Nunca daba cuartel.

Era un bribón respetado por sus iguales y temido por la gente de bien. Y aun así, no estaba muy satisfecho consigo mismo.

En efecto, atacar a los burgueses era una tarea difícil, y en ocasiones azarosa, porque a veces las víctimas se defendían. Y luego estaba la policía de Laffemas, cada vez más eficaz y más severa. Por último, en muchas ocasiones el botín era escaso. Además, al ir haciéndose mayor, Carfour había decidido dejar el bandidaje por libre para trabajar sólo por encargo.

Ciertos personajes situados en las altas esferas sabían dónde y cuándo encontrarlo. Entonces, mediante una suma que iba desde las diez hasta las cincuenta libras, según la dificultad, aceptaba apalear, mutilar o incluso hacer desaparecer a un marido, una esposa, un amante, una madrastra, un rival o un competidor.

Carfour nunca hacía preguntas. Tomaba el dinero y aseguraba resultados; al cabo de dos días, con total discreción, la víctima había recibido su castigo o desaparecía. Si no, reembolsaba el dinero al que le había encargado el trabajo.

A su manera, Carfour se había convertido en un honrado negociante, casi un burgués.

La taberna Deux Anges, en la calle Saint-Honoré, no lejos del palacete de Vendôme, era su cuartel general. Allí era donde se reunía con su banda y reclutaba nuevos miembros. Allí recababa información sobre las casas que iban a saquear e incluso recibía a sus clientes.

Unas semanas antes, un abominable jorobado —un engendro, horrible, pero seguramente noble, por su vestimenta y su modo de expresarse— le había pedido que siguiese a un joven. El contrahecho lo había llevado a la casa en la que vivía su futura víctima y le había explicado quién era: un notario, pero la profesión de sus presas a Carfour lo traía al pairo.

—No lo perdáis de vista. Si se va de París, matadlo, pero sólo después de haber conseguido ciertos papeles que debe llevar encima y que vos me entregaréis. Si va acompañado, matadlos a todos. Acudiré cada semana a la Deux Anges. Si no puedo ir personalmente, enviaré a alguien. Mi emisario sabrá cómo encontraros. Aquí tenéis trescientas libras; os daré otras trescientas más cuando reciba los documentos.

Le había dado cien escudos de plata. ¡Cien escudos por un trabajo tan fácil! Los notarios no son gente de armas, pensaba Carfour cabalgando por la nieve, y éste no opondría resistencia. Y seguramente llevaba encima mucho dinero. ¡Le vendría de perlas esa propina!

Acompañado de dos compinches, había seguido al hombre y a la mujer desde París. Les habían perdido el rastro en Fontainebleau y luego habían seguido un coche vacío hasta Nemours. Bien, aquello significaba que el notario era más hábil de lo que había pensado. Pero lo encontrarían. No habían conseguido hacer hablar al conductor de la carroza porque en el camino aparecieron otros viajeros. Por suerte, una vez llegados a Fontainebleau, averiguaron que el notario se había marchado por la noche a Malesherbes. Cuando la tormenta de nieve hubo amainado, regresaron allí, pero descubrieron que no había llegado ningún viajero.

Así pues, el notario y la joven se habrían escondido en algún lugar del camino, donde habrían muerto sepultados por la nieve.

Carfour y sus compinches habían pasado por varias aldeas interrogando a los lugareños. Nadie había visto a los viajeros. Ahora exploraban todas las granjas, cabañas o barracas aisladas. A pie, en medio de la nieve, aquellos dos no podían estar lejos, ya que sus caballos habían vuelto a la hospedería y su coche, vacío, había sido encontrado dos leguas más lejos.

Con aquel tiempo, probablemente habrían muerto o estarían a punto de morir. Lo peor es que, si estaban sepultados por la nieve, les sería difícil encontrarlos.

Sus compinches y él se habían dividido para explorar el lugar. ¡Con un simple notario no corrían peligro alguno! Y la joven sería la recompensa para quien la encontrase. Y ella, asimismo, desaparecería. Sin testigos.

Entonces vio la cabaña.

«¿Por qué aquí?», pensó Carfour guiando a su caballo hacia la construcción. El animal avanzaba muy lentamente y daba la impresión de saltar en la nieve, en la que se hundía hasta el pecho. Al acercarse, el bribón distinguió a Louis Fronsac, de pie delante de la pequeña construcción de piedra. El notario parecía esperarlo. Carfour sonrió.

Fronsac lo había reconocido enseguida como uno de los jaques de la hospedería del Courrier du roi y estaba preparado.

«¡Ese bobo cree que vengo a ayudarlo!», se dijo el malvado riéndose para su mostacho congelado. Decididamente, iba a ser mucho más fácil de lo que pensaba. ¡Demasiado fácil, incluso! Un juego de niños. Seiscientas libras ganadas sin mover un dedo, ¡y la moza para calentarme!

Ya pensaba en cómo gastar aquella fortuna. Quizás podría comprar una tienda o una hospedería. La bruma se había transformado en una lluvia menuda. Al acercarse, vio que el notario llevaba un arma en la mano: un mosquete o una pistola larga. ¡Qué iluso! ¡Ni siquiera debía saber que con aquel tiempo húmedo las armas de fuego no funcionaban! Verdaderamente, tenía la impresión de estar robando por su trabajo, cosa, por lo demás, harto curiosa en un ladrón. De todas formas, eso no le impidió desenvainar su espada. Sería un trabajo rápido.

Cuando llegó ante la cabaña, se llevó la mano izquierda al sombrero, en un gesto de cortesía irónica. Con un tono que pretendía ser amable preguntó:

—El señor Fronsac, supongo.

Le gustaba jugar con sus víctimas antes de darles matarile.

—¿Qué queréis de mí? Venís siguiéndome desde París, ¿no es cierto?

Aquellas palabras molestaron a Carfour. El notario no parecía asustado y hablaba con una voz muy tranquila. El truhán sacó la espada y puso la punta del arma en el cuello de Louis, que seguía apuntándolo impertérrito.

¿Sería una trampa?

Carfour echó un rápido vistazo a su alrededor. Ningún peligro… Suspiró y sonrió de nuevo mostrando unos dientes podridos. Prosiguió en tono indolente:

—Señor, quiero ciertos papeles que vos tenéis. O me los dais o tendré que quitároslos a la fuerza. Y no esperéis ningún auxilio del arma con la que me apuntáis. Con este tiempecito no lograréis disparar. La pólvora está mojada y no puede hacer fuego. Pero, aunque dispare, el ruido alertará a mis compañeros y…

Carfour no terminó la frase. El disparo se produjo en medio de un silencio mortal.

Así fue como el más afamado bribón de París dejó este mundo casi sin darse cuenta. La primera bala le atravesó el ojo izquierdo y la segunda le reventó la cabeza como una calabaza. Pese a que no hubo ruido, su caballo se espantó y Louis tuvo que hacer denodados esfuerzos para cogerlo.

El cuerpo de Carfour rodó suavemente en la nieve. La sangre caliente brotaba de su cabeza rota formando un gran charco rojo. Al entrar en contacto con la nieve ésta empezó a derretirse.

Louis arrastró con mucho esfuerzo el cadáver hasta el rincón del que había retirado la nieve. Dedicó los siguientes minutos a registrarlo concienzudamente.

Primero cogió sus armas: una daga de Brandeburgo, de hierro colado y cincelado, y un arcabuz de serpentín de acero pulido, que llevaba en bandolera.

A continuación cogió la espada de filo esmaltado y puño calado. Finalmente, vació las alforjas del caballo, que contenían dos pistolas de sílex con culata de nogal, y lo más necesario: una hogaza de pan y un jamón. Cogió asimismo una manta que estaba atada a la silla.

También despojó al cadáver de una bolsa que contenía cerca de doscientos escudos de plata, fruto de diversas rapiñas. Por último, le quitó su grueso capote.

Hecho esto, colocó el cuerpo del truhán sobre la nieve y lo tapó con sumo cuidado hasta que no quedó rastro de él. También borró las manchas de sangre.

El caballo no se había movido. De todos modos, Louis lo ató a la argolla dispuesta en un muro de la cabaña para amarrar las caballerías; no quería perderlo.

Una vez concluida la operación, miró atentamente a su alrededor: no había nadie a la vista. Sólo silencio y un paisaje totalmente blanco.

Cuando entró en la cabaña, vio que Julie se había despertado y tosía.

—Tengo frío —susurró. En efecto, temblaba.

—Nos vamos —le dijo—. Si no, moriremos aquí.

En breves palabras resumió los sucesos que acababan de producirse.

—Ponte el capote de ese hombre sobre tu abrigo. Está sucio, pero es grande y abriga. Y échate la manta por encima. ¿Crees que podrás montar a caballo?

—Lo intentaré —dijo la joven con un hilo de voz.

—Antes, comeremos algo.

Le dio un trozo de pan y cortó una loncha de jamón.

—No —rechazó, tosiendo—. Me encuentro muy mal.

—¡Haz un esfuerzo! Tenemos que llegar a Malesherbes esta noche y debes conservar las fuerzas.

Julie permaneció un momento en silencio. Luego tendió la mano hacia la comida con una débil sonrisa.

Comieron en silencio, roto de vez en cuando por la tos de Julie. Louis se sentía impotente, culpándose de la situación. No debía de haberla llevado. La muchacha lo miró y adivinó sus pensamientos.

—Todo esto es culpa mía. Pero llegaremos allí. ¡Tendré la fuerza necesaria, estoy seguro!

Ahora, Julie sonreía.

Louis cogió sus cosas y salió fuera para colocarlas a lomos del caballo.

Carfour venía del este. Sin duda, había comprobado que ellos no habían llegado a Malesherbes, lugar del que probablemente procedía. Así pues, Louis decidió seguir las huellas del caballo en sentido inverso. Así no tendrían que buscar un camino. Además, a los compinches de ese bribón les sería difícil comprobar que habían seguido el mismo trayecto en sentido contrario, porque las huellas estarían mezcladas.

Partieron. Louis llevaba el caballo de la brida. Había vuelto a atar a sus pies los trozos de madera que tan útiles le habían sido y le impedían hundirse en el suelo. Julie, arropada en la manta y cubierta con el abrigo del muerto que con tanto asco se había enfundado, dormitaba sobre el caballo.

Había dejado de llover. El caballo era muy vigoroso y avanzaba sin dificultad aparente y sin fatiga; sólo el vapor que le salía del belfo y ollares daba pruebas del inmenso esfuerzo que estaba haciendo. La bestia podría avanzar así durante muchas horas, pensaba Louis. Cada poco, se volvía para ver si divisaba algún jinete, pero el campo seguía desierto. Todo estaba en silencio, ahogado y oculto por la nieve. De vez en cuando, algún árbol se alzaba, centinela del camino. Sin duda, iban a campo traviesa, lo que significaba que antes o después llegarían a un poblado.

Julie tosía mucho y sufría. Louis era consciente de que su estado empeoraba, y él también se sentía agotado. Al cabo de una hora alcanzaron un altozano de donde partían muchas huellas de cascos de caballos en diversas direcciones. Sin duda era allí donde los cómplices del truhán se habían separado. No parecía que hubiesen vuelto sobre sus pasos. La huella más ancha llevaba la misma dirección que ellos. Louis se propuso estar especialmente vigilante. Cuando se detuvieron un instante para tomar aliento, cambió el cebo de las pistolas de sílex y enseñó a Julie a utilizarlas.

Y reemprendieron la marcha de nuevo.

Pasaron dos horas antes de que hiciesen otro alto cerca de un seto. La nieve era menos espesa allí y a veces el suelo, en parte protegido por el seto, quedaba al descubierto. Comieron un poco. El sol estaba alto en el cielo pero completamente cubierto por la bruma. Seguía haciendo frío. Louis no sentía los pies pese a que llevaba puestas las gruesas botas del señor de Rambouillet. «Debía de estar helando de nuevo», pensó.

Estaba terminando de comer cuando advirtió de pronto un ligero movimiento en la línea del horizonte. Arrimó el caballo al seto y se puso un dedo en la boca mirando hacia Julie. A través de las ramas observó durante mucho rato el punto que había atraído sus miradas. Era un jinete.

Louis sintió un tic nervioso en la espalda y su corazón empezó a latir con fuerza. Sacó las pistolas de sus fundas. El desconocido se acercaba, pero parecía ir por un camino paralelo al suyo. Al cabo de un momento, lo reconoció: era uno de los tres hombres del albergue. El espadachín avanzaba prudentemente, mirando a su alrededor. Louis rezaba para que no los viese. En un momento determinado se dio cuenta de que estaba agarrando las dos pistolas con tanta fuerza que le hacían daño en los dedos.

Inopinadamente, su caballo relinchó. El bribón miró hacia el lugar de donde procedía el ruido y condujo al caballo en su dirección. Louis vio cómo sacaba su pistola de arzón. Había visto el seto e intentaba rodearlo. Louis tendió la espada a una aterrada Julie.

Desde lo alto del caballo el asesino podía verlos en ese momento. Louis también: el truhán tenía una barba hirsuta, amarillenta y gris, y una larga cicatriz le recorría la frente. Sonrió de un modo torvo al ver a Julie y disparó en el acto a Louis. La bala se perdió a lo lejos.

Louis disparó casi inmediatamente después, pero el ruido del primer disparo asustó al caballo del bribón, que empezó a cocear. La bala de Louis alcanzó al animal en el pecho y resbaló sobre el flanco, cayendo sobre la nieve y arrastrando al jinete, cuya pierna quedó presa debajo del animal. Sin duda, se había roto la pierna, o por lo menos se había hecho alguna herida. El hombre empezó a aullar de miedo y rabia a la vez.

Louis se acercó despacio al herido hundiéndose en la nieve. Temblaba y apenas conseguía dominarse. El caballo no se movía pero aún respiraba. El hombre intentaba liberarse. A su memoria acudió la advertencia de los hermanos Bouvier: «Si un día te ves obligado a pelear, no olvides nunca que en las batallas no hay honor. Cualquier medio es bueno. Procura matar tú primero; si no, te matarán a ti».

Louis disparó con la segunda pistola apuntando a la cabeza del asesino, pero el disparo no se produjo. Se quedó indeciso un segundo, lo que fue su perdición. El bribón había conseguido liberarse en parte y le agarró la pierna con la mano, tumbándolo en la nieve. Hundido profundamente en ella, el joven notario vio de repente la cabeza del matón aparecer por encima de él con una expresión horrible, acentuada por la casi total ausencia de dientes. Sintió que un musculoso brazo lo agarraba y vio el cuchillo. Aterrorizado, comprendió que estaba perdido.

La última imagen que vio fue el mango de un cuchillo de caza de hoja ancha: una cabeza de perro plateada. «Debió de robarlo», pensó absurdamente. El hierro lo golpeó en medio del pecho con extrema violencia.

Sin embargo, no perdió la consciencia y después de aquel terrible golpe todavía miraba a su asesino.

Lentamente, el rictus de placer del espadachín se transformó en una mueca de estupefacción y luego de dolor. De su boca y su nariz brotó un chorro de sangre que salpicó a Louis, sin darle tiempo a cerrar los ojos.

Luego el bruto cayó sobre él. Un líquido caliente y viscoso cubrió su rostro y sintió un dolor espantoso en el pecho. Dejó de respirar y se hundió profundamente en la nieve.

«Voy a morir», se dijo.

Aterrorizado, intentó moverse para llenar los pulmones de aire, y finalmente consiguió apartar el cuerpo que lo ahogaba. Por fin pudo levantar ligeramente la cabeza apoyándose en un brazo.

Entonces vio a Julie delante de él. Inmóvil, pálida, con una expresión feroz en su rostro. Llevaba en la mano la espada que le había dado. El arma chorreaba sangre.

Comprendió lo que había ocurrido: Julie acababa de matar al truhán atravesándole los pulmones.

Con esfuerzo, consiguió levantarse, agarrándose el pecho. El lugar de la lucha parecía un matadero. Había sangre por todas partes, mezclándose con la nieve, que se fundía rápidamente, soltando un vapor cálido y repugnante.

Se dio la vuelta y vomitó. A continuación, se esforzó por respirar lentamente. Tenía que volver en sí. ¿Cómo era posible que siguiese con vida? Pasó la mano por donde el jaque le había asestado la cuchillada. Bajo la tela desgarrada, sintió el frío de las mallas de metal. Entonces recordó el regalo de Pisany, que llevaba puesto desde que salieron de París: una brigantina, es decir, un coselete ligero formado por launas de acero imbricadas alrededor de una camisa de finas mallas labradas. La túnica estaba cubierta de seda.

Aquella cota de mallas, una extraordinaria pieza de arte que la marquesa había traído de Alemania, le había salvado la vida.

Se volvió hacia Julie, que permanecía inmóvil, parecía paralizada y no había soltado la espada. Se acercó a ella y le habló con dulzura:

—Debemos irnos, es probable que el tercer espadachín haya oído los disparos.

De repente, la joven empezó a sollozar y Louis la llevó hasta el caballo. La ayudó a subirse a la silla y después recuperó el cuchillo de caza que casi le cuesta la vida.

Se pusieron en marcha, siguiendo el seto en silencio. Al cabo de un momento, el joven la miró pensativo y le dijo: «Gracias…».

Julie sonrió débilmente.

Llevaban una hora de marcha cuando Louis vio el humo. Debía de haber algún pueblo cerca. Se dirigieron hacia el lugar de donde procedía la fuente de calor. Todavía había esperanza.

Llegaron a Malesherbes hacia las dos, en el momento en que la nieve comenzaba a caer. A la entrada del pueblo se erigía un gran edificio rodeado de muros de dos toesas de altura. Aquella granja fortificada debía de servir también de posta o de hospedería para los viajeros de paso. Louis se dirigió hacia ella. Si los dejaban pasar, allí estarían seguros.

¿Pero los recibirían de aquella guisa? Louis se miró y examinó a Julie. Él, siempre tan elegante con sus negros lacayos perfectamente anudados… Vestía ropas reales, era cierto, pero estaban hechas trizas, cubiertas de lodo, sangre y nieve congelada. Se pasó la mano por la cara maquinalmente. Sus mejillas lucían una barba de tres días empapada de sangre y sudor.

El aspecto de Julie no era mucho mejor. Pálida por la fiebre, el rostro contraído, ojerosa. Su vestimenta consistía en varias capas de ropas informes y mugrientas: el pelo, grasiento y pegado a la cabeza, le caía sobre la frente y los hombros. «Podrían pedir limosna en cualquier lugar con éxito», pensó Louis con cierto humor todavía.

Julie, a su vez, lo miró desconsolada.

—Si Chapelain nos viese, se moriría de envidia de nuestra indumentaria —bromeó Louis débilmente.

Consiguió hacer sonreír a la muchacha.

Ahora estaban ante el edificio. Por un gran portal de roble se entraba a un porche y en la fachada no se veía ningún otro acceso a la casa. Sin embargo, en un ángulo de la muralla, en una torre puntiaguda, había una aspillera en la que se distinguía claramente a un hombre encargado de vigilar los alrededores, porque en invierno eran frecuentes las bandas de merodeadores que saqueaban las granjas.

Louis dejó su caballo y a Julie delante del porche y, hundiéndose muchas veces en la nieve, se encaminó hacia la torre. El vigilante lo observaba desafiante. Cuando llegó al pie de la atalaya, el paisano le gritó en tono brusco:

—¿Quién sois? ¿Qué queréis? No recibimos a nadie. Seguid vuestro camino y largaos.

—Unos viajeros extraviados —replicó Louis con autoridad—. La dama que me acompaña está enferma. Es la sobrina del camarlengo del rey (en realidad, Rambouillet, que siempre andaba necesitado de dinero, había vendido su cargo diez años antes). Abridnos, pagaremos nuestra estancia con luises y escudos.

El hombre desapareció. Louis volvió junto al caballo y esperó. Cada vez nevaba más. Luego, impaciente, se puso a golpear el portal con el mosquete. Súbitamente, la sólida puerta de roble se entreabrió un poco: un hombre, acompañado por un criado de alquería armado con una guadaña, los miró de mala manera.

—Entrad —les dijo—, pero no podéis quedaros. No tenemos nada, ni comida ni fuego. La gente del cardenal se lo ha llevado todo.

Dejaron el caballo en manos del criado para que se ocupase de él, y Louis y Julie siguieron a su huésped. Sin duda era el amo, porque llevaba un grueso traje de lana mientras que los otros hombres vestían con simples telas de cáñamo. Todos llevaban zuecos de madera sin otro calzado debajo.

Louis examinaba el lugar: estaban en un espacioso patio limpio de nieve y con sólidas construcciones contiguas. Delante de ellos se levantaba el edificio principal hacia el que se dirigían. A la izquierda, las caballerizas y los graneros para el forraje. A la derecha, junto al establo, toneladas de leña apiladas.

Otros lugareños, armados de guadañas y horcas, estaban delante de la puerta de la granja. Tenían cara de pocos amigos. Con un gesto, su huésped les indicó que se fueran.

Louis y su compañera entraron en una enorme pieza común que hacía las veces de cocina y comedor. El suelo era de piedra irregular cubierto de una mezcla de paja, nieve y lodo. Por suerte, una gran chimenea desprendía un agradable calorcillo. El lugar olía a humo y a establo.

Louis sonrió para sus adentros al recordar que el paisano les había dicho que no tenían nada. Junto a la chimenea había un bargueño sobre el que estaban los utensilios de cocina: calderos, marmitas de hierro, sartenes. «En el interior del mueble debe de estar la vajilla de estaño», pensó. En medio de la sala, una mesa de madera maciza con muchos surcos y huellas. Cuatro hombres y una mujer se sentaban en torno a ella. Otras tres mujeres se afanaban en torno a la chimenea. La mesa estaba limpia. Sin duda, ya habían comido. Julie se dejó caer en un banco que estaba libre, se apoyó contra la pared y empezó a toser.

A continuación, entró uno de los hombres que estaban fuera. Todas las miradas se centraron en ellos, unas hostiles, otras con lástima. En aquellos parajes no debían de sentir mucha simpatía por los extraños. Pero los visitantes también traían información de lo que ocurría en el resto del mundo, y sentían curiosidad.

Louis se dirigió al hombre que los había llevado hasta allí y que, por las trazas, era el dueño.

—Mi compañera está enferma, ¿hay algún médico por aquí?

—¡Un médico! —bromeó el paisano—. Esto no es la ciudad, aquí no hay médico.

Miró a Julie, postrada en el banco, con cara de fastidio. Una de las mujeres se acercó a ella con un cuenco de sopa caliente. El hombre añadió, confundido y huraño, en tono de excusa:

—Al final del pueblo… el herrero es curandero. Sabe mucho de hierbas. Puedo mandar a buscarlo…

Louis asintió con la cabeza.

—Escuchad, estamos agotados… Hemos estado tres días atrapados en la tempestad, después fuimos atacados por unos salteadores. Los matamos…

La gente reunida allí escuchaba estupefacta. Eran hombres duros, fieros, pero nunca habían matado a nadie. Louis siguió hablando, entrecortadamente.

—En esta bolsa hay aproximadamente seiscientas libras —tendió la bolsa que le había cogido a Carfour—. Dadnos vuestra mejor habitación. Calentadla. Id a buscar al curandero y que traiga sus hierbas. Este dinero es para vos. Sólo nos quedaremos el tiempo suficiente para recuperar las fuerzas.

El hombre nunca había visto tanto dinero junto. ¡Seiscientas libras! Es decir, ¡seis o siete bueyes o un centenar de ovejas! Con la granja ganaba tres mil libras al año. Pero después de pagar todos los gastos, no le quedaban más de doscientas libras. Y aquel desconocido le ofrecía tres veces su renta anual. Se dirigió a uno de los mozos de la granja, que escuchaba, fascinado:

—Jeannot, ¿estás dormido o qué? ¿No has oído al gentilhombre? Corre a casa del tío Tronchain. Explícale lo que pasa. ¡Que venga enseguida!

Se volvió hacia las dos mujeres que trajinaban con los pucheros.

—Annette, arregla nuestra habitación. Ve a encender fuego, ¡rápido! Louise, prepárales algo de comer. Lo mejor que tengas. Y vosotros, ¡a trabajar!

Cogió la bolsa y se la metió rápidamente en la cintura. La pieza quedó vacía. Louis ayudó a Julie a sentarse a la mesa. Les pusieron una escudilla llena de sopa a cada uno, pan, queso y vino. Los dos jóvenes comieron en silencio. El granjero los observaba como quien no quiere la cosa, y Louis, por su parte, miraba de cuando en cuando a su alrededor. Julie no tomó más que un cuenco de sopa, y después se quedó quieta con un aspecto lastimoso. Una vez entrado en calor, Louis se dirigió al granjero.

—Nuestros atacantes no iban solos, sus compañeros pueden buscar venganza. No abráis a nadie y avisad a vuestra gente. Nadie debe saber que estamos aquí. ¿Entendido?

—Así lo haré, monseñor.

—Señor a secas.

La mujer a quien el granjero había llamado Annette había salido de la pieza. Cuando volvió, miró a Julie con compasión meneando la cabeza.

—Vuestro cuarto está listo, os llevaré allí.

La siguieron, pasaron por una puerta que había al fondo de la cocina y desde allí subieron por unas escaleras de madera. Era casi una escala. Por el olor, Louis dedujo que los establos estaban debajo. Una galería de maderas irregulares bordeaba el piso. La primera puerta era la de la habitación, que todavía estaba helada. El granjero no debía calentarla habitualmente, pero tenía una chimenea en la que crepitaba alegremente el fuego. Una cama con unas mugrientas cortinas ocupaba la mayor parte de la estancia. Julie se tumbó en el lecho y Louis la tapó con varias mantas. Luego le dijo a Annette:

—¿Podéis traerme un jergón? Lo pondré aquí —dijo, señalando un rincón de la pieza—. Hacedme otro favor: su ropa está completamente mojada, —aseguró señalando a Julie—. ¿Podríais llevárosla y secarla? Yo no sabría hacerlo.

La mujer asintió con la cabeza y luego sonrió socarronamente.

—Salid, que voy a desnudarla. Hay ropa en el arca. Yo me ocuparé de ella.

«Estamos salvados —pensó Louis—, al menos por ahora». Bajó de nuevo a la cocina, donde estaba el granjero hablando con otro paisano más joven y más bruto.

—Éste es mi hermano Jean —se lo presentó a Louis—. La granja es de los dos. ¿Cómo está vuestra esposa?

—Desgraciadamente, no es mi esposa —respondió Louis con pesar. Los dos hombres se miraron azorados—. Va a reunirse con su familia y yo la acompaño —explicó el joven evasivamente.

Se sentó y se sacó las botas; luego, disfrutando del momento, acercó los pies al fuego.

—Lo hemos perdido todo en este viaje —añadió—, ¿podríais prestarme una camisa seca y unos calzones, mientras se seca la ropa?…

—No tengo más que una camisa de tela y unos zuecos —explicó el granjero—. Y mi camisa no está muy limpia. No hacemos la colada hasta la primavera…

—Me servirá, no os preocupéis.

Fueron interrumpidos por la llegada del individuo más fascinante y estrambótico que Louis había visto en su vida.

Era un hombre mayor, y, a pesar de los años, no estaba en absoluto encogido, sino al contrario, era fibroso y musculado. Tenía el pelo largo y rojo, anudado en trencitas atadas por cintas multicolores. En su rostro, moreno y curtido, refulgían, como en el fondo de un joyero, unos ojos vivos, claros y extrañamente risueños. Una poblada barba rojiza que le llegaba hasta la cintura cubría su rostro. En las orejas llevaba unos gruesos aros de cobre cincelado. Se cubría con una piel de búfalo acolchado, por encima de un enorme zamarrón de piel de lobo, y llevaba una bolsa de cuero en la mano.

El hombre los miró uno por uno, deteniéndose en Louis, al que tendió una mano desmesurada, toda cubierta de vello rojizo. Louis también le dio la mano y el pelirrojo se la estrechó hasta aplastarla.

—Tronchain, nuestro herrero y curandero —dijo el granjero, riéndose.

¿Aquel individuo un curandero? Louis no las tenía todas consigo. El granjero le hizo una señal para que lo siguiese y subieron a la habitación donde descansaba Julie. Annette los hizo entrar. Había cambiado a Julie, que dormía inquieta. Se acercaron a la cama. Louis examinó con más detenimiento la pieza: las paredes estaban encaladas y sus únicos muebles eran la cama, un escabel y la tradicional arca esculpida que debía contener toda la ropa de cama y que también servía de mesa. El olor a establo, procedente de abajo, era asfixiante e insoportable.

El herrero se sentó en el escabel junto a la cama y tomó la mano de Julie con enorme dulzura. Louis le contó su historia:

—Nos quedamos atrapados por la tormenta durante dos días. Cogió frío y no deja de toser. Creo que tiene mucha fiebre. ¿Podríais ayudarnos?

El hombre no respondió enseguida. Su rostro era de preocupación. Al cabo de un momento, soltó la mano y le tocó la frente. A continuación, ordenó:

—Desnudadla.

Se dirigió a Annette.

—¿Cómo? —se indignó Louis—. ¡Ni hablar…!

El curandero se levantó y, con una mirada triste, le dijo a Louis, separando las manos.

—En ese caso, no puedo hacer nada. Necesito saber…

Annette miró a Louis, esperando una respuesta. Se produjo un largo silencio. Por fin, cedió, asintiendo con la cabeza. Annette le quitó a Julie la parte superior del vestido y luego la camisa, dejando al descubierto los senos. El herrero alzó uno y después otro, examinando los pliegues de los pezones; luego cogió su brazo derecho, lo levantó y examinó la axila. Por último, repitió la misma operación con el brazo izquierdo.

—Bien —murmuró—. Ponedla boca abajo, quiero verle la espalda.

Annette dio la vuelta a Julie. Tronchain la examinó con detenimiento.

—Pero ¿qué es lo que buscáis? —preguntó Louis, intrigado.

—Bubones. Ha estallado una epidemia de peste en el campo. Ayer vi tres casos. Habrán muerto antes del fin de semana.

Annette retrocedió, aterrorizada. ¡La peste! Es decir, la muerte. Para todos.

Tronchain los miró y sonrió.

—Tranquilizaos… La joven no tiene nada. Por ahora… Pero los síntomas son los mismos de un resfriado. Podéis vestirla.

—¿Se pondrá bien? —murmuró Louis.

—No lo sé —respondió el curandero mirando atentamente a Julie, que respiraba emitiendo unos rápidos y ruidosos silbidos pese a estar dormida—. Os dejo unos jarabes. Que tome una infusión cada hora. También os daré unas hierbas para que le baje la fiebre. Mantened caliente el cuarto día y noche. Está en manos de Dios. Rezad. Vendré a verla todos los días.

Así se hizo. Y transcurrieron tres días más.

El curandero pasaba todos los días por la mañana y por la tarde, y a veces cambiaba el tratamiento. Poco a poco la fiebre disminuyó y la tos desapareció. Entretanto, Louis se había recuperado. Le dolían algunas zonas del cuerpo que se habían congelado, y las heridas a consecuencia de la tremenda cuchillada en la brigantina.

Paseaba por el patio y visitaba las dependencias, pero no se asomaba afuera. La granja era bastante grande; en ella trabajaban muchos criados y sirvientes, y también vivían tres familias. Por la noche cenaba en la mesa comunal donde se reunían todos.

Louis fue aceptado enseguida. Les habló de su vida en París y de sus viajes. Los lugareños, cuyo único horizonte era la campana de la iglesia y que vivían y morían en un espacio de una legua cuadrada, escuchaban maravillados pero con cierta desconfianza. ¿Era posible que París fuese tan grande? En el fondo de sus corazones lo dudaban. Julie permanecía en su habitación.

En otras ocasiones Louis charlaba a solas con el granjero. Un día le confesó que era notario y el hombre aprovechó para hacerle unas preguntas. Tenían muchos problemas con los vecinos, con los pastos, las serventías, los derechos de paso, sobre todo porque las lindes y las servidumbres no estaban bien definidas. Louis le explicó sus derechos. Los procesos de derechos de uso se ganan normalmente, le dijo. Pero era necesario tener un buen abogado.

Incluso le redactó algunos borradores de escrituras y le recomendó a un notario de Orleans que podría ayudarle en un conflicto de pastos comunales. También le escribió una carta. El granjero estaba ahora contento de haberlos acogido. Y a Louis empezaba a agradarle aquella vida tranquila y sosegada. El cambio de régimen alimenticio le sentaba bien. En la ciudad hacían una cantidad tremenda de comidas. Aquí los días eran cortos, y las sopas y los guisos abundantes. Pero sabía que tendrían que marcharse, y cuanto antes. El último compañero de Carfour no había dado señales de vida. Sin dinero y sin órdenes de su jefe, probablemente habría vuelto a París. Por lo menos, eso esperaba.

Al sexto día, Julie se levantó. La fiebre y la tos habían desaparecido por completo, pero la joven aún estaba débil y no podrían dejar la granja tan pronto. Todos los días dormía una buena siesta. Las veladas eran muy largas. Las mujeres hilaban o cosían, hablando en voz baja, intercambiando recetas y saberes femeninos. Julie se hizo enseguida amiga de ellas. Había recibido una buena educación y les enseñó los preceptos de higiene elemental y de medicina práctica. A cambio, las mujeres le explicaban los usos de algunas plantas medicinales y las recetas tradicionales para salar el jamón o hacer pan. Los hombres reparaban las herramientas y tallaban almadreñas. A veces, Tronchain los visitaba y se unía a ellos. Louis se sorprendía de sus múltiples conocimientos, sobre todo de medicina. Había viajado mucho, pero era parco en palabras. Los niños jugaban tirados por el suelo, entre el heno, con espadas de madera y muñecas de trapo.

El duodécimo día Julie se sintió restablecida del todo y lista para marchar. Decidieron que dejarían la granja al cabo de dos días. La nieve se había derretido por completo. Pithiviers distaba cinco leguas de allí y hacía buen tiempo, frío pero seco. El granjero se ofreció a llevarlos en una carreta con dos mozos de la granja. Ese día hicieron todos fiesta. El dueño de la granja le regaló a Julie un tupido gabán, fruto del trabajo de todo el invierno de las criadas con la lana de las ovejas. Antes de irse, Julie le dio a Annette una sortija de oro en agradecimiento por sus cuidados.

Corría el 26 de febrero. Hicieron el viaje en la carreta, bien pertrechados con sus abrigos. Dos grandes bolsas contenían su equipaje. El granjero conducía, y, junto a él, un muchacho de la granja. Otro chico cabalgaba el caballo que había pertenecido a Carfour. El camino nevado y lleno de lodo apenas era visible, e iban muy despacio.

Pese a ello, recorrieron las cinco leguas en ocho horas. A primera hora de la tarde llegaron a Pithiviers. El granjero les indicó la única hospedería donde podrían encontrar habitación. Louis fue enseguida a negociar la compra o el alquiler de un coche. Julie se quedó descansando, vigilando el poco equipaje que habían podido conservar y su ropa, que ahora estaba limpia.

La posta estaba al lado de la hospedería. Louis pudo cambiar allí su caballo por el importe del transporte en coche hasta Orleans. El dueño de la posta salía ganando, pero a Louis le daba igual. Todavía tuvieron tiempo de ir a una tienda pequeña que vendía de todo, desde quincalla hasta pasamanería. El joven compró pólvora para las armas, un vestido de lana de quince libras y calzas, y también un sombrero de piel de castor. Julie compró un vestido, medias y un cuello de encaje, además de unos puños y un par de zapatos.

Al día siguiente, salieron hacia Orleans, que estaba a diez leguas, en una enorme carroza conducida por dos mozos fornidos. Cuatro caballos tiraban del pesado vehículo. Sin embargo, era amplio y confortable, lo que sirvió de poco, porque en varias ocasiones el vehículo se metía en el lodo que formaba la nieve derretida. Los tres hombres se veían obligados a desenganchar todo el tiempo los caballos y a sacar las ruedas de las carrileras.

De modo que el viaje duró un día entero y no llegaron a la posta principal de Orleans hasta la noche. La posta hacía las veces de hospedería y estaba casi vacía. Consiguieron dos habitaciones confortables.

Una vez instalados, pidieron algo de comer. Mientras comían, el jefe de posta les pidió sus pasaportes, que ya habían tenido que presentar ante los oficiales de justicia cuando entraron en la ciudad. Aquella medida, poco frecuente, la había impuesto la policía del cardenal.

Algo más tarde, cuando todavía no habían acabado la cena, se presentaron dos guardias. Venían acompañados de un hombre gordo, bajito y coloradote. Se anunció como el preboste de la ciudad. Con tono autoritario y suficiente les dijo que estaban arrestados.

Por orden de Su Eminencia.