Del domingo 9 al martes 11 de febrero de 1642
El guía enganchó un pequeño pabilo de aceite al arzón de la mula, que avanzaba lentamente, vacilando a cada paso. A la pobre bestia no le gustaba nada estar fuera a aquellas horas y con aquel tiempo. Louis seguía a la mula. O, para ser precisos, los que seguían a la mula eran la pareja de caballos que tiraban del vehículo. Louis conducía, sentado en el pescante. Julie, en el interior, iba arropada con varias mantas, porque las portezuelas, como hemos dicho, carecían de cristales. La nieve, que se arremolinaba, entraba ahora en el vehículo, colándose por cualquier rincón, donde se congelaba rápidamente.
Dejaron atrás las últimas casas del pueblo. Era de noche, pero una luna muy brillante iluminaba por momentos el camino, pues no había nubes que la ocultasen. La luz del astro se reflejaba en los campos cercanos, que estaban completamente blancos, silenciosos y hostiles.
No se oía ningún sonido salvo el rodar monótono de los ejes; los cascos de los caballos y las ruedas de hierro se hundían sin hacer ruido en la nieve, que ya alcanzaba medio pie de altura.
En el cruce de caminos hacia Nemours y Orleans cogieron a la derecha. Louis, con los ojos llenos de nieve, no distinguía ninguna referencia que lo guiase —estaba todo completamente blanco—, pero su guía vivía en la región desde hacía tantos años que conocía señales que los forasteros ignoraban y sabía muy bien por dónde tenía que pasar y cómo. A veces, la luna desaparecía durante un buen rato, oculta por los nubarrones negros que cruzaban el cielo. Siniestras y gruesas nubes de nieve.
La preocupación de Louis iba en aumento. ¿Habría tomado la mejor decisión? ¿Qué ocurriría si caía una nieve más abundante y espesa? Aquel hombre había prometido guiarlos hasta el alba. Pero ¿y después? Sabía que el próximo pueblo era Malesherbes, que quedaba a cuatro o cinco leguas. Pero con semejante tormenta empezaba a dudar si llegarían hasta allí. Ahora estaba todo completamente cubierto de nieve, y cada vez con mayor frecuencia tenía que sacarse el sombrero y sacudirlo.
Al cabo de dos horas —a Louis no le parecía haber avanzado mucho— el guía se detuvo y se dio la vuelta.
—No es prudente continuar —dijo, mirando al cielo—. La nieve es más espesa. Creo que deberíamos volver, aún estamos a tiempo.
—¿Tenéis miedo de perderos?
El hombre se encogió de hombros.
—No, yo conozco el camino y la mula pasa por cualquier sitio. Es por vos y, sobre todo, por la dama. El tiempo va a empeorar.
Miró de nuevo el cielo. Louis inclinó medio cuerpo hacia la portezuela para preguntarle a Julie:
—¿Tú que opinas?
—Si quieres, seguimos —decidió temeraria.
—¡Ya lo habéis oído… seguimos! —le ordenó Louis al guía.
El hombre lo miró extrañado, luego se encogió de nuevo de hombros y prosiguió su marcha suspirando. Después de todo, eran ellos quienes decidían. Allá ellos y sus vidas.
Ahora el frío era insoportable y la nieve que se arremolinaba y se les metía en los ojos dejaba a Louis completamente ciego. Los copos caían delante de él desde algún punto invisible y se introducían con furia en el coche, como queriendo atacarlos. No veía el camino ante sí, ni siquiera las orejas de los caballos.
Girándose, vio algo de luz procedente del este. El sol estaba saliendo y aquello le dio confianza. Pero la luz hacía que los copos pareciesen más gruesos, más espesos y más pesados.
Debían de haber hecho un tercio del camino cuando el guía se detuvo de nuevo.
—Señor, ya es de día. Hemos cruzado el bosque. No puedo seguir más. Ahora hacer el camino hasta Malesherbes será muy fácil. Es todo recto.
Se detuvo y miró los campos cercanos; luego prosiguió en tono persuasivo:
—Pero os aconsejo que deis media vuelta conmigo. Va a nevar más y os arriesgáis a quedaros aislados en medio del campo.
«Tal vez —pensaba Louis— no lleguemos a Malesherbes, pero es nuestra única posibilidad. Si volvemos, nos arriesgamos a que nos maten o nos encarcelen». Reiteró su decisión:
—Gracias por el consejo, pero debemos seguir. Cuando lleguéis, no olvidéis que no sabéis ni quiénes somos ni a dónde hemos ido.
El guía, al que habían pagado con generosidad, asintió con la cabeza, saludó con la mano y, rodeando el vehículo, se alejó en la dirección contraria. Louis lo siguió un instante con los ojos. Después fustigó a los caballos para que continuasen la marcha.
Ahora avanzaban más despacio; el camino sólo era visible porque formaba una especie de línea entre una zanja y un seto. De este modo pudieron seguir durante una hora de un modo regular. Pero la zanja y el seto desaparecieron de pronto. Louis detuvo el coche y bajó. Horrorizado, descubrió que la nieve le llegaba a las rodillas. Se acercó a la portezuela y levantó un poco la manta que cubría la ventana. Vio a Julie pálida, aterida de frío, pasándolo realmente mal.
—Iré delante para guiar a los caballos de manera que encuentren el camino.
La joven asintió con la cabeza en silencio, pero él leyó la inquietud, e incluso la locura en sus ojos. Cuando pasó delante de las bestias, cogió el ronzal de uno de los caballos y, apoyándose en una rama que había arrancado de un árbol seco, se puso en marcha, buscando una referencia estable.
Esta búsqueda silenciosa duró menos de una hora. Sudaba pese al frío gélido que lo obligaba a cerrar los ojos. Sentía correr el sudor por su espalda y luego helársele en todo el cuerpo. Los campos estaban desiertos, no se oía ningún ruido, y tampoco había ningún animal a la vista. Ninguna señal de vida. Sólo unos cuervos volando en el cielo, acechando a una musaraña o a un conejo extraviado. O a ellos.
La nieve caía ahora violentamente y apenas se veía. De repente, una rueda se hundió por completo en un agujero. El coche resbaló y la caja cayó suavemente en la nieve. Louis volvió a la carroza con gran dificultad. Espantado, comprobó que la nieve le llegaba a los muslos. Julie, inquieta, sacó la cabeza por la ventana para ver qué ocurría. El coche se había hundido de tal manera que al joven le pareció inútil intentar sacarlo de allí; estaba claro que no serían capaces de moverlo.
Y cada vez nevaba con más intensidad.
Louis abrió la portezuela y subió a la carroza.
—Estamos bloqueados —explicó a Julie—. El coche no podrá reanudar la marcha. Esperaré aquí contigo a que pase la tormenta y luego iré a buscar ayuda. Soltaré a los caballos; si no se mueven, morirán de frío.
Julie asintió débilmente. Louis salió y se ocupó de las bestias; luego se metió en el coche. En su interior había dos bancos, uno enfrente del otro, que al mismo tiempo hacían las veces de portaequipajes. Se sentó junto a la joven y, abriendo el banco que estaba frente a él, sacó una enorme pieza de lana con la que la tapó. Después miró la nieve que había penetrado en el interior y fijó el débil cierre de tela de las ventanas. Cuando hubo terminado, se apretaron uno contra el otro. Sólo podían esperar. El sueño los fue venciendo paulatinamente.
Al cabo de un tiempo, ya no sentían ni frío ni hambre. Entonces, poco a poco, el silencio y la insensibilidad los fueron arrastrando insidiosamente a la muerte.
De repente, ¿se trataba de un sueño?, en algún punto remoto y oscuro de su cerebro Louis tuvo la certeza de que iban a morir. Tenían que reaccionar. Se obligó a moverse y sacudió a Julie, que también estaba entumecida.
—No podemos dormirnos, Julie, ¡comamos, movámonos un poco!
La joven abrió los ojos y sacudió la cabeza.
Sacó algunas provisiones del baúl y comieron sin ganas pan y queso, que habían tenido la precaución de llevar. La comida estaba dura y congelada. Julie tenía frío de nuevo y empezó a toser. Louis le hablaba y le decía que en París todos los años se morían de frío docenas de desgraciados. Que tenían que permanecer despiertos hasta que vinieran a socorrerlos. De todos modos, una tempestad así no podía durar mucho tiempo. Cada poco abría una de las portezuelas para tranquilizarse, pero la nieve seguía cayendo. Y cada vez era más espesa.
El tiempo pasaba, el cielo se oscureció y llegó la noche. Louis comprendió que tendrían que esperar al día siguiente en el coche con aquel frío.
La noche fue terrible. Louis había sacado de las maletas toda la ropa que había podido encontrar y le había pedido a Julie que se pusiese unas por encima de las otras. También se había puesto cinco pares de medias.
—Debo de estar ridícula —musitó. Tenía los labios agrietados.
—¿Sabías que Malherbe, el que escribió el poema que está grabado en la fuente de los Rambouillet, era muy friolero? En invierno también se ponía cinco pares de medias. Para cerciorarse de que tenía el mismo número de medias en cada pierna, encargó que le cosiesen una letra en cada par. Un día particularmente frío le dijo a su tía: «¡Este frío es terrible, ya voy por la letra L!».
Louis consiguió hacer reír a Julie y así gozaron de un momento de tranquilidad.
Pero aunque hacía todo lo posible para que la muchacha se calmase, en realidad estaba más inquieto de lo que parecía. Apenas durmió, velándola con ansiedad. La joven no paró de toser en toda la noche y Louis a cada poco tomaba sus manos, que ardían a causa de la fiebre.
De madrugada, el hielo matutino fue todavía más terrible.
Al intentar separar la manta de una de las portezuelas, el tejido se rasgó. Por suerte, la nieve había dejado de caer. Tenía que encontrar una solución para salir de allí. Y tenía que hacerlo rápidamente.
Con las primeras luces del alba intentó salir. La nieve llegaba ahora a la parte inferior de las portezuelas. Comprendió que si intentaba salir se hundiría en la nieve y quedaría totalmente inmovilizado. No obstante, había otra salida: podía encaramarse al techo del coche, cosa que hizo, y, desde allí, deslizarse con cuidado hasta el pescante.
La maniobra fue difícil. El techo estaba cubierto de nieve y tuvo que retirarla antes. Los campos estaban blancos hasta donde alcanzaba la vista y ellos eran unos náufragos. Vio también que los caballos habían desaparecido. ¿El instinto los habría llevado hasta las caballerizas?
Reinaba el silencio. No se trataba de un silencio tranquilo o sereno. ¡Quia! Era un silencio terrible, siniestro, mortal. De tarde en tarde los cuervos se posaban, aquí y allá, sobre los árboles sin hojas, a modo de centinelas. ¿Acecharían su muerte? Su comida, sin duda… las siniestras aves tenían, en efecto, el aspecto famélico de pájaros de mal agüero.
Había que dejar aquel vehículo a toda costa o acabaría convirtiéndose en su tumba. Pero ¿cómo harían para no hundirse en la nieve? Observó un momento a algunos cuervos que caminaban sobre un campo. Sus patas los llevaban con facilidad. ¿Por qué no podían hacer ellos lo mismo? Si pudiesen calzar los pies sobre un soporte más ancho que una suela, podrían desplazarse. Pero ¿qué? Miró a su alrededor. No tenía ningún instrumento a mano para bajar de la carroza y cortar algunos trozos del vehículo.
De pronto se fijó en que el asiento del coche podía servirle: eran dos sillas con dos respaldos separados, calados, con gruesas varillas entrelazadas para dejar correr el agua de la lluvia. Cada silla y cada respaldo eran del mismo tamaño y forma: aproximadamente de unos dos pies de largo. ¡Y había cuatro!
Primero intentó separar los respaldos, sin éxito, porque estaban sólidamente unidos. «Necesito una escoda»[32], pensó. Entonces recordó las herramientas que normalmente se guardaban en una caja, en la parte trasera de los coches, bajo el eje, sobre todo las palancas para sacar las ruedas. ¿Pero aquel viejo vehículo llevaría todavía la caja de las herramientas? La idea de tener algo que hacer le dio ánimos y se subió de nuevo al techo, dejándose caer acto seguido en la nieve. La caja estaba muy hundida y la sacó con mucha dificultad, escarbando la nieve que había a los lados. Por fin la abrió: las herramientas estaban allí, viejas, estropeadas y herrumbrosas, pero cumplirían su cometido.
Cogió una palanca, se encaramó de nuevo al techo y a continuación saltó a la silla. Con ayuda de la palanca, arrancó fácilmente las cuatro partes de la silla. No era un trabajo muy fino, pero bastaba para sus propósitos. Cogió los trozos de madera y volvió dentro. Julie se había despertado, sin duda, a causa del ruido que había hecho, y lo miró sorprendida con los ojos brillantes de fiebre.
—Voy a unir estas tablas, las pondré bajo mis pies e iré a buscar ayuda —le explicó.
Desató las correas de cuero de los baúles y las usó para atar las tablas bajo sus pies. Luego, con dificultad, se deslizó al suelo. Todavía se hundía un poco, pero podía caminar, aunque muy despacio.
—¡Funciona! Tardaré sólo un momento y dentro de una hora estaré aquí de nuevo. No te preocupes.
Julie asintió con la cabeza, pero estaba tan cansada que no respondió. Louis se fue.
La marcha era más difícil de lo que creía, pero avanzaba. Decidió encaminarse hasta un pequeño cerro que había a su derecha. «Desde allí —pensó— tendré una vista completa de los alrededores». La ascensión fue penosa y le llevó unos veinte minutos. Cuando llegó a la cima, miró a su alrededor y no vio nada, ni una casa ni humo saliendo de ninguna chimenea. Durante un momento cayó en el desaliento, cuando, de repente, vislumbró una pequeña construcción cubierta de nieve a un cuarto de legua aproximadamente. No se trataba de una granja ni una casa. Sin duda, era una choza. Pero estarían mejor que en el coche. Tendría que llevar a Julie hasta allí.
Cuando volvió al coche, le explicó su plan. A continuación cubrió sus botines con trozos de lana y ató a ellos muy fuerte las piezas de la segunda silla. Luego cogió las maletas menos pesadas. El resto quedaría en el coche. También cogió las últimas provisiones. Metió todo en un bolso de cuero. No se olvidó de llevar una daga, una pistola y el mosquete de aire de Richelieu.
Se fueron.
Louis sostenía a la joven para evitar que se cayera, durante un trayecto que duró cerca de dos horas. Estaban agotados. Ya veían más cerca la cabaña, que parecía abandonada. Al parecer, todavía conservaba el tejado, cubierto de nieve, y también la puerta. Cubrieron los últimos tramos parándose a cada rato, vencidos por la fatiga. Ya no sentían el frío. Por fin, llegaron.
La puerta estaba cerrada a cal y canto. Louis hizo saltar la cerradura con la daga. El interior de la cabaña parecía un establo: una única pieza de pequeñas dimensiones con paja y herramientas agrícolas de madera. No había chimenea ni leña para hacer fuego, ni siquiera muebles o sillas. Tampoco había ventanas. El techo era de madera recubierta de tejas. Las paredes no estaban encaladas. Se sentaron en la paja para recuperar el aliento. Luego comieron un poco, sentados en el suelo de tierra. «Después de aquella comida, ya no quedarían más provisiones», pensó Louis.
Hacia el mediodía, la nieve empezó a caer otra vez.
La pequeña construcción estaba helada. Louis había tenido la precaución de meter un encendedor de yesca en una de las maletas casi vacías que había llevado, pero no había leña en la choza ni tampoco salida de humo. Sin embargo, lo más urgente era instalar a Julie. Juntó toda la paja seca que encontró y la envolvió en su abrigo. De ese modo, Julie podría tumbarse y dormir tapada con su propio abrigo.
Cuando hubo acabado aquellos mínimos preparativos, Louis salió a buscar leña. Naturalmente, era imposible recogerla del suelo, pero algunos árboles muertos de los alrededores alzaban sus ramas secas al cielo, como implorando piedad al dios de los bosques. Cerca sólo había alguna raíz seca. El joven empleó varias horas yendo y viniendo de la cabaña a los árboles más cercanos. Tenía que quitarse las tablas que había fijado a sus pies, intentar trepar al tronco —a veces era imposible—, romper algunas ramas y volver de nuevo con ellas a la cabaña.
Después del primer viaje, hizo una pequeña hoguera cerca de la puerta, dejando ésta entreabierta. Así saldría parte del humo. El fuego apenas calentaba, pero mantenía un poco la temperatura. También les permitía secar mínimamente sus ropas.
Por la tarde, Louis hizo acopio de leña. Sólo podía cargar unas cuantas ramas en los brazos y cada viaje era agotador. Por fin, se hizo de noche. Julie estaba tumbada, acosada por la fiebre, tosiendo cada vez más. El joven durmió un poco, alimentando el fuego en los momentos de vela. No habían comido nada, ya que las provisiones se habían agotado.
El martes por la mañana la nieve volvió a caer con fuerza. Louis no pudo salir por la mañana. Temblaba de frío, estaba muerto de hambre y se hallaba agotado. Julie seguía durmiendo, pero ardía de fiebre. De cuando en cuando Louis le daba de beber un poco de nieve derretida en un cubilete de cuero.
Por la tarde las nubes se disiparon y el cielo apareció de un bonito color gris, aunque tristón. Louis pudo entonces salir a buscar algo de leña. Su estómago protestaba a causa del hambre.
Tenía que desplazarse cada vez más lejos, y por la tarde aún no había reunido suficiente leña con que calentarse un poco hasta medianoche. En una ocasión intentó disparar a un conejo, pero el disparo fue fallido porque el cebo estaba húmedo.
La noche transcurría lentamente. Julie no se movía y respiraba con dificultad, jadeando ruidosamente. Louis se dio cuenta de que no podrían pasar otro día y otra noche sin fuego. La joven moriría aquí, como una pordiosera, sin calor ni comida. Y él tampoco resistiría mucho. Era preciso encontrar una solución a toda costa. Vio que Julie abría los ojos. Lo miraba en silencio y comprendió que ella sentía como él la muerte acechándolos.
La noche fue glacial y peor que las precedentes. La nieve había dejado paso al frío. El fuego se había apagado por falta de leña. Despierto, Louis esperaba el alba velando a Julie. Lloraba en silencio, sabiendo que sería su último día.