Capítulo 14

Sábado 8 de febrero de 1642

La carroza emprendió la marcha antes del amanecer. A pesar de la escasa luz, se podía adivinar el cielo completamente despejado. Hacía un frío atroz. La luna y las estrellas iluminaban lo suficiente el camino que serpenteaba ante ellos, cuyo final se perdía en la noche. Los campos, a ambos lados, estaban totalmente blancos, cubiertos de nieve o hielo.

Antes de salir, habían encendido la rejuela. Pero aun así, el coche estaba helado. Louis y Julie llevaban puestos sus abrigos, las manos enfundadas en gruesos guantes y se habían calzado botas forradas. Louis le había dado a Nicolás una gruesa capa, pero no lo abrigaba bastante, y el chico tuvo que cubrirse con una manta y calarse el sombrero para proteger las orejas del frío.

Nicolás conducía con prudencia, intentando esquivar las placas de hielo y los baches. Pero no siempre lo conseguía, y muchas veces Louis y Julie se veían obligados a bajar del coche. Cuando esto sucedía, los dos jóvenes tenían que sujetar los caballos mientras franqueaban un trecho especialmente resbaladizo o una ciénaga cubierta de hielo.

Cinco horas después de salir, se disponían a guiar de nuevo a las bestias cuando las ruedas se metieron en una zanja. No era demasiado profunda, pero el vehículo se hundió poco a poco, arrastrando a uno de los caballos. Louis tuvo el tiempo justo de saltar para no ser aplastado. Afortunadamente, Julie había bajado del coche unos minutos antes.

Nicolás soltó al sofocado caballo que, por suerte, no se había roto nada. Sin embargo, tras varios intentos infructuosos para enderezar el vehículo, admitieron que sin ayuda no podrían sacarlo de allí.

Agotados por el esfuerzo, se sentaron en un talud.

Necesitaban ayuda.

El pueblo más cercano era Soisy. Louis le pidió a Nicolás que se acercase a la población en uno de los caballos. Mientras, Julie y él lo esperarían al borde del camino.

Nicolás se fue. Julie y Louis —que se había armado, por seguridad— llevaban unos minutos esperando, caminando arriba y abajo para entrar en calor, cuando oyeron acercarse un vehículo. Una enorme carroza de seis caballos se detuvo ante de ellos en medio de un gran estruendo.

El vehículo iba seguido por cuatro lacayos armados. Dos hombres bajaron de la berlina. El mayor era gordo y seboso. Tenía la mirada apagada, los párpados caídos y su rostro denotaba astucia. Sin embargo, vestía con refinamiento.

El desconocido les dirigió una mirada desagradable, fijándose sobre todo en la muchacha. El otro hombre se le parecía extraordinariamente, pero era mucho más joven y más delgado. Llevaba el pelo largo y rizado, a la moda de la Corte. Louis dedujo que debía de tratarse del hijo del primero.

—Nuestro coche ha volcado, ¿podríais decirles a vuestros lacayos que nos echasen una mano? —les dijo, al ver que los hombres no se ofrecían a ayudarlos.

—Lo siento. No tenemos tiempo —respondió el más viejo con tono triste y contrariado. Luego añadió, dirigiendo una mirada lasciva a Julie y señalándola con el dedo—: La joven se viene con nosotros, no vaya a coger frío. Os enviaremos ayuda en cuanto lleguemos.

Soltó una carcajada, a la que se sumó su hijo.

—Ni hablar —replicó Louis. Ayudadnos a levantar el coche, que es muy ligero y no os llevará más de un minuto.

—Bah, bah, bah, haremos tal como os he dicho. Es inútil que os neguéis.

El que parecía el hijo tenía la mano en la empuñadura de la espada. Estaba a punto de desenvainar el arma, cuando Louis, adelantándose, puso la pistola, que llevaba oculta en el abrigo, en la sien del supuesto padre.

—Yo que vos no sacaría esa espada —dijo.

Los lacayos se acercaron, amenazantes. No se habían bajado de los caballos y uno de ellos gritó en tono seco:

—¡Dejad al conde!

La situación se había complicado, pero no podía quedar en tablas. Louis no sabía qué hacer, cuando de repente se oyeron los cascos de unos caballos. Dos jinetes se aproximaban a galope tendido. Louis vio cómo se acercaban sin dejar de apuntar al conde.

Los dos hombres cabalgaban hacia ellos con los abrigos abiertos al viento; ambos llevaban coseletes de acero damasquinado y bacinetes de visera que no permitían verles las caras. Cuando llegaron a donde estaban los vehículos, el de menor estatura se descubrió.

Era Pisany.

—¿Qué ocurre? —dijo secamente.

Habían convenido en que, si se encontraban, haría como si no se conociesen.

—Es sólo una disputa de amigos —replicó Louis, dirigiendo una mirada torva a los dos hombres, supuestos padre e hijo, y bajando despacio el arma—. El conde va a ayudarnos amablemente.

—¡De ninguna manera! —replicó el aludido con voz temblorosa a causa del miedo—. ¡Luc! ¡Vámonos!

El compañero de Pisany se había quedado observando la escena. Louis se fijó en que era altísimo y en el tamaño de su montura, que por lo menos superaba en un pie a las otras. De uno de los flancos de aquella formidable bestia colgaba un espadón, un montante de los lansquenetes suizos y alemanes que hay que esgrimir con ambas manos y que no se utilizaba desde la época de las guerras de religión.

El gigante abrió su abrigo una cuarta. Con una sola mano sostenía un arcabuz de cuádruple cañón con doble mecanismo de rueda. Se trataba de una rueda de canto espoleado sujeta por un resorte. Cuando se soltaba el resorte retenido por un trinquete, la rueda giraba a toda velocidad provocando una melena de chispas sobre la pólvora cebo de la cazoleta y luego en la culata. Este mecanismo, inventado por Leonardo da Vinci, era muy complicado pero eficaz. No obstante, había sido superado por las llaves de sílex, más sencillas, pero que disparaban más tiros. Sólo las llaves de sílex, utilizando un encendedor a la francesa, perfeccionado en 1616 por Marin le Bourgeois, se consideraban seguras.

Louis conocía bien los arcabuces de rueda. Éste, con sus cuatro bocas de acero fijadas por bandas de cobre en espiral a una caja de madera recortada del tamaño de un tronco pequeño, era un artefacto mortal, prodigioso y terrible.

El gigante empezó a hablar con un furioso acento bávaro:

—Señores, esto es un arcabuz de rueda cuádruple. Los cañones giran por turno disparando cada uno su granalla. Hay dos ruedas para aumentar la velocidad. Es un artefacto mortífero.

Guardó silencio durante un instante y prosiguió en tono doctoral.

—Este arcabuz arrasa con todo lo que encuentra a su paso: carrozas, caballos, lacayos y gentileshombres.

Se interrumpió de nuevo. Había dicho señorres en lugar de «señores», argabusen en lugar de «arcabuz» y ganone en lugar de «cañón». Pero nadie se había reído. Entonces, con cara de pocos amigos, ordenó:

—¡A trabajar, rápido!

Aterrorizados, pálidos como la cera, los lacayos saltaron al suelo para arrastrar el vehículo volcado. El conde, muerto de miedo y de rabia, permanecía inmóvil. Pisany se acercó a él a caballo y le hizo una señal imprecisa para que fuese a ayudar a sus criados.

El otro abrió la boca para protestar, pero, tras recibir una patada del marqués, fue a reunirse con sus lacayos. Su hijo lo siguió tembloroso.

Rápidamente el coche de Louis fue enderezado y puesto en el camino. El hijo se metió enseguida en su carroza. Pisany saludó entonces al conde y le dio las gracias cínicamente. El gordo murmuró algo sobre futuras venganzas, o amenazas, y subió a su vez al vehículo. A continuación, los lacayos subieron a sus monturas.

Nuestros amigos los vieron alejarse, irónicos pero aún con cierta preocupación. Julie se acercó entonces a su primo.

—Gracias, marqués, pero creo que no hemos hecho nuevos amigos.

Desembarazados de la tensión provocada por el enfrentamiento, estallaron todos en carcajadas de alivio. Bauer, que era como se llamaba el gigante que acompañaba a Pisany, soltó semejante risotada que los caballos, asustados, relincharon varias veces escarbando el suelo con sus cascos. Louis tuvo que acariciarlos para que se tranquilizasen.

Para evitar otro contratiempo, Pisany les propuso quedarse con ellos hasta que Nicolás regresase. Por fin, el muchacho volvió al cabo de una hora acompañado por un labrador y su mula. Louis le dijo al paisano que ya no lo necesitaba y le dio unas monedas por su amabilidad.

Se pusieron otra vez en camino, con Pisany y Bauer siguiéndolos de lejos.

Llegaron a Fontainebleau hacia las cuatro de la tarde. Gruesas nubes de nieve se acumulaban en un cielo cada vez más oscuro. Nuestros viajeros estaban fatigados y ateridos de frío. A la entrada de la villa una mujer de rostro arrugado, con prisa por llegar a su casa, les indicó el albergue que buscaban.

Debían buscar el Courrier du roi a la salida de la ciudad. El establecimiento se lo había recomendado Guillaume Bouvier, que lo conocía de sus años de soldado. «En el Courrier du roi —le había dicho a su sobrino— preguntas por el tabernero. Se llama maese Lavandier, y le dices quién eres. Si puede, te ayudará». El albergue era un gran edificio de tres pisos, apartado del camino, con grandes caballerizas adosadas en su parte izquierda. La mayor parte de ellas estaban ocupadas por decenas de caballos, porque la hostería servía también de posta para los viajeros con prisa.

Nicolás se quedó en la cuadra para ocuparse de las monturas y los equipajes con los criados y los palafreneros. Louis y Julie se dirigieron a la entrada de la taberna, tratando de evitar los charcos de lodo más o menos helados. Penetraron en una amplia sala con bancos y mesas corridas, donde ya había mucha gente sentada bebiendo.

Una joven de unos veinte años se acercó a ellos y les hizo una señal para que la siguiesen. A la derecha de la puerta de entrada había otra que daba a una segunda sala, algo más pequeña, donde también había viajeros; esta pieza, más limpia que la anterior, parecía reservada a los viajeros de más categoría. La joven criada les preguntó:

—¿Pasaréis aquí la noche? ¿Deseáis varias habitaciones? También tenemos algunos cuartos con chimenea.

—Una habitación con un buen fuego para la señora, y para mi criado y para mí otra al lado de la suya —respondió Louis—. ¿Podéis acompañarla? Está muy cansada. Servidle una tisana en su habitación.

Se volvió hacia Julie.

—Haré que os lleven el equipaje, amiga mía, y luego subiré para comprobar que estáis bien instalada.

La joven se limitó a hacer una señal con la cabeza. Louis estaba algo inquieto. El viaje había sido difícil, mucho más de lo previsto; sólo llevaban un día fuera y todavía faltaban doce jornadas. Preocupado, fue a buscar a Nicolás al coche, por lo que tuvo que atravesar la primera sala.

La pieza principal del albergue era una especie de taberna campestre con tablas colocadas sobre unos caballetes y algunos barriles con bancos alrededor.

Al fondo había una bodega, donde se distinguían unas barricas enormes. Sentados a la mesa había algunos campesinos y jornaleros, junto con unos cuantos mendigos que gastaban allí lo poco que ganaban. En algunas mesas se jugaba a los dados o a las cartas; en otras, se hablaba de negocios, se ajustaban precios, se compraba y se vendía. Louis vio incluso a una persona principal, un notario probablemente, preparando un escrito para un paisano que estaba frente a él. Esto no le sorprendió, porque sabía que en el campo las tabernas y hosterías hacían en muchas ocasiones las veces de despachos. Por fin vio a Nicolás hablando con un hombre que supuso el hospedero. Era una persona de más de cincuenta años, corpulento, con el pelo y las cejas muy negros y poblados. Un rostro cuadrado, lleno de cicatrices, en el que destacaba una nariz que le habían partido varias veces. Sin duda, se trataba del viejo soldado, el camarada de los Bouvier, imaginó Louis mientras se acercaba a ellos.

La boca desdentada del tabernero, abierta en una amplia sonrisa, mostraba su alegría por recibir noticias de los hermanos Bouvier.

—Mi amo, Louis Fronsac —anunció Nicolás, con orgullo, señalando al notario, al tiempo que daba sal ti tos y se agarraba los brazos para entrar en calor.

Lavandier saludó ceremoniosamente al joven notario sin dejar de observarlo bajo sus gruesos párpados.

—Si necesitáis cualquier cosa, pedídmela. Estoy a vuestra disposición —dijo con una inclinación que era casi reverencia.

Su voz sonaba cálida y grave.

—Gracias, maese Lavandier. Esta noche cenaremos los tres en la sala. Mañana nos iremos antes del amanecer.

El hospedero miró hacia la puerta, frunciendo el ceño, preocupado.

—El tiempo ha enfriado y va a nevar —advirtió—. Os aconsejo que no salgáis.

—Estamos al servicio del rey —se inclinó Louis—. Desgraciadamente, no podemos esperar.

Maese Lavandier hizo un gesto de desaprobación pero no insistió. «Después de todo, no es asunto mío», pensó. Los jóvenes creen saberlo todo. Saludó con una nueva inclinación y volvió a la cocina. En ese momento, regresó la criada.

—Venid conmigo, os mostraré vuestro alojamiento —les dijo con su voz clara.

Nicolás cogió las maletas y la siguieron. En el primer piso, cruzaron un largo pasillo de madera de pino encerada. Las paredes eran blancas, sin ningún adorno. Su habitación era la penúltima y no tenía chimenea, pero las piezas contiguas estaban calientes, les aseguró la joven. Aquello bastaba para no morirse de frío.

La siguiente habitación era la de Julie. Louis entró en la pieza con las maletas de la señorita de Vivonne. Las estancias parecían limpias y las paredes, encaladas, como las del pasillo. La habitación tenía una cama con unas cortinas no demasiado mugrientas, una mesa con jofaina y aguamanil, un banco y un taburete, un orinal e incluso —¡todo un lujo!— una silla retrete. La ventana cerraba, cosa poco corriente, y tenía postigos. El fuego crepitaba alegremente en la chimenea. Julie estaba sentada al amor de la lumbre, donde hervía una tetera en una rejilla. Las mejillas sonrosadas de la joven revelaban que había entrado en calor. Julie se encontraba mucho mejor.

—Louis, estoy muy contenta de hacer este viaje. Aquí estaremos muy bien. Presiento que todo irá bien.

Le dio la mano y él la besó.

—Mañana debemos salir temprano —dijo Louis con tono preocupado—. Te dejo tus maletas. Sería mejor que te cambiases, pues debes de estar mojada. Mandaré que te suban vino caliente. Cenaremos dentro de una hora, aproximadamente. Abajo, si quieres. Debemos acostarnos temprano.

—Por supuesto. Hasta luego, amigo mío.

La joven sonrió, feliz. Para ella el viaje era una aventura digna de La Astrea.

Louis salió. Nicolás no estaba en el cuarto que compartían, de modo que bajó para echar un vistazo por la hostería. Después se sentó a una mesa en la primera sala y, tras pedir vino, observó a los demás viajeros que empezaban a llegar.

Un grupo formado por tres jaques con largos mostachos, erguidos insolentemente, cubiertos con grandes hopalandas y tocados con sombreros adornados de penachos multicolores, atrajo la atención de Fronsac. ¿Dónde los había visto antes? Recordaba vagamente las descomunales espadas, los jubones de búfalo acolchados para parar las estocadas y aquellas enormes espuelas.

La llegada de Pisany, acompañado del gigantesco Bauer, al que sólo había visto a caballo, lo distrajo.

El alemán medía más de siete pies de alto, lo que provocaba que la gente que se encontraba a su alrededor se escapase. Semejante coloso, acompañado por un chepudo bajito, podría haber sido el hazmerreír de la concurrencia, pero la actitud agresiva del marqués de Pisany y la altura desmesurada de su compañero impedían cualquier broma.

Además, Bauer era una armería ambulante: su arcabuz de rueda, su montante, dos dagas, tres facas, una espada tan grande como él, una pistola de arzón y un mosquetón de mano. Ni que decir tiene que a nadie se le pasaría por la cabeza burlarse de ellos.

Como habían convenido en que no se conocían, Pisany y Bauer pasaron delante de Louis sin dirigirle la palabra. Sin embargo, el joven notario advirtió que los tres jaques arrogantes hablaban en voz baja, mirándolos de reojo.

Nicolás volvió para reunirse con su amo. Louis le hizo un sitio a su lado, pero el chico tenía aspecto grave y preocupado, y habló con el notario en un susurro, casi sin despegar los labios:

—Señor, tengo que hablar con vos. —Luego añadió, más alto—: Creo que deberíamos ir a cenar a la sala pequeña, señor.

Algo sorprendido, Louis se levantó. Faltaba media hora para la cena. Salieron de la pieza y fueron a la de al lado. Allí, Nicolás se dirigió a la escalera que conducía a su habitación. Louis lo seguía silencioso. Cuando entraron en su cuarto, Nicolás cerró la puerta, tras echar una última ojeada al pasillo.

—Maese Lavandier vino a verme cuando estaba en la cuadra limpiando la carroza. No sé si habéis visto a los tres sujetos de abajo. Llegaron un poco después que nosotros. Le preguntaron a la camarera a qué hora nos íbamos mañana. Y la chica fue enseguida a contárselo al posadero.

De pronto, Louis se acordó: los tres bribones —sin duda lo eran— estaban en la barcaza que iba a Saint-Germain. Los había visto al subir a la carroza después de haber bajado del barco. Era evidente que aquellos hombres los seguían. ¡Mira que no darse cuenta! ¿Para quién trabajaban? Desde luego, no para la policía de Laffemas. Fuese para quien fuese, de aquellos tres no podía esperarse nada bueno.

Reflexionó un momento. ¿Serían hombres de Fontrailles? ¿O tal vez de Vendôme?

—Si vienen por nosotros, no podremos hacer nada contra tres espadachines armados hasta los dientes.

Nicolás dio con la solución.

—¡Vayámonos mañana muy temprano! —propuso. Louis puso mala cara.

—Nos cogerán de todas formas, pues van a caballo.

—Vayamos por otro camino.

—¡No seas necio! Enseguida se darán cuenta de que cogimos otro camino. No, déjame pensar… Sí… ¡eso es!, que nos sigan… pero, cuando vengan por nosotros, no estaremos.

Nicolás miró a Louis con cara de no estar enterándose de nada. El joven notario lo agarró por los hombros.

—Escucha, encárgate de conseguir otra carroza, pero no aquí en el albergue. En el pueblo las venden, seguro. Cómprala al precio que sea. Tú te vas mañana en nuestro coche, solo. Julie y yo salimos dos horas antes que tú, en el coche que compres, y nos vamos por otro camino. Cuando te cojan, porque te cogerán, les dices que nos quedamos en el albergue: que tu ama enfermó y tuvo que volver a París. Que tú te encargas sólo de llevar los documentos. Cuando den media vuelta, vas al albergue más cercano y esperas unos días, luego vuelves a París. Toma dinero para comprar el coche.

—¡Pero no os podéis ir solos! —protestó Nicolás—, ¡es muy peligroso!

—No, iremos solos hasta Malesherbes; una vez allí, buscaremos a uno o dos hombres que nos escolten hasta Orleans, y ya nos las arreglaremos. Malesherbes está como máximo a cinco leguas de aquí: serán unas seis horas de camino. Saliendo pronto y con un guía, llegaremos a mediodía.

A Nicolás aquello no le gustaba, de modo que sugirió:

—¿Por qué no habláis de ello con el señor Pisany?

Louis dudó un instante. Era cierto, ¿en qué estaba pensando?, debería advertirlo.

—Tienes razón. Tú ve a buscar un vehículo y un guía, y yo iré a ver al marqués.

—Está en el piso de arriba, en el segundo cuarto a la derecha.

Nicolás se fue. Louis subió a la habitación de Pisany, en el segundo piso. El marqués estaba jugando a las cartas con Bauer delante de un jarro de vino. Louis les contó lo que ocurría y lo que había planeado para resolver la situación. Pisany puso cara de preocupación y tardó algo en responder. Se sirvió un vaso de vino y lo miró durante un buen rato. Al cabo de un instante, se dirigió a su compañero:

—¿Qué opinas tú, Bauer?

—Puede ser una solución… —reconoció el gigante—… Aunque el problema puede arreglarse aquí mismo. Sería más rápido. Esta noche puedo colarme en su cuarto y degollarlos. O esperarlos en el camino… y no quedará rastro de ellos…

—Es demasiado peligroso —dijo Pisany—, tendríamos que dejar aquí a Julie. Imagínate si la cogen. ¿Y si matan a Louis en la refriega? Recuerda que no es un soldado. Y las pintas de ésos son de asesinos, seguro.

—¡Pues los liquidamos aquí mismo y listo! —dijo el bávaro encogiéndose de hombros y componiendo una expresión angelical.

—Ya, claro, y mañana nos detiene el preboste. No tenemos ninguna prueba contra ellos, no nos han hecho nada.

—Entonces, acompañamos a Louis. Si vamos con ellos, no se atreverán a atacarnos —sugirió el bávaro, empezando a ponerse nervioso.

—Encontrarán una banda de facinerosos que se una a ellos. Ya habrán previsto algo así.

—De acuerdo, lo haremos como ha planeado el señor Fronsac —suspiró Bauer—. Pero, al menos, podemos seguir de lejos a Nicolás para que no le ocurra nada. Esos bribones pueden matarlo para vengarse.

Pisany miró a Louis, que permanecía callado.

—Llevaremos a cabo tu plan, Louis, pero para ti lo más complicado es el trayecto hasta Malesherbes. Intenta llegar cuanto antes. Una vez allí, contrata a tres o cuatro mozos fornidos para ir a Orleans, y en cuanto llegues, ve a ver al marqués de Querasque. Es un compañero del ejército con el que hice amistad en Arrás. Creo que conoce al caballero de Vivonne, el padre de Julie. Os ayudará y os proporcionará una escolta para continuar. La ventaja de seguir ese itinerario es que despistará también a los hombres del cardenal, en caso de que hubiese mandado algunos en tu persecución.

Estudiaron juntos los últimos detalles de la empresa y Louis fue otra vez al cuarto de Julie para prevenirla del plan. Acordaron partir a las tres de la mañana. Luego bajaron a la segunda sala para cenar.

Los viajeros estaban sentados alrededor de las tres grandes mesas. El menú consistía en pollo, pichón y ternera, regados con vino moscatel. Todos evitaron mirar a los tres individuos de la mesa vecina.

Horas más tarde, de noche, Louis y Nicolás dormían y no vieron llegar al albergue a un hombre bajito vestido de negro.

A las tres de la mañana, el posadero, que había sido advertido, despertó a Louis. Nicolás y él estuvieron listos enseguida, pues se habían acostado completamente vestidos. Luego Louis despertó a Julie y avisó a Pisany. Unos minutos más tarde, dejaban juntos el albergue. Pisany y Bauer los acompañaban con los equipajes.

Hacía más frío que la víspera y el cielo estaba completamente oscuro. Nicolás llevaba una lamparita de aceite que le había prestado maese Lavandier. Al cabo de unos minutos llegaron a unas caballerizas donde Nicolás había comprado el segundo vehículo. El único disponible en el pueblo. Era una carroza pequeña de dos plazas, como las de hacía veinte años. Las portezuelas carecían de cristales y dejaban los vanos al aire libre, el peor vehículo que podían tener para viajar en invierno. A la luz de un farol, dos palafreneros se ocupaban de enjaezar y enganchar una pareja de caballos asmáticos.

—Esta expedición no tiene muy buena traza —refunfuñó Louis examinando la carroza.

Colocaron sus equipajes en los baúles que había bajo los asientos y se despidieron. Louis subió al pescante después de abrigar a Julie lo mejor posible y cubrir las portezuelas con sendas mantas.

Su guía era un hombre taciturno de cincuenta años de edad y manos sarmentosas. Iba montado en una mula. Nicolás le dijo a su amo que se trataba del dueño de las caballerizas y que era de confianza. Emprendieron la marcha. Y como las cosas nunca salen según lo previsto, nada más dejar atrás las últimas casas del pueblo empezó a nevar.