Capítulo 13

Del sábado 25 de enero al viernes 7 de febrero de 1642

Louis se acercó con prudencia y comprobó que la cerradura había sido forzada con una herramienta muy potente. Y era una buena cerradura; el padre de Louis las mandaba fabricar para la notaría a un experto cerrajero que garantizaba su inviolabilidad. Entró con cautela en la primera estancia: lo habían desvalijado todo. Los sillones tapizados estaban desvencijados, el arca de la ropa volcada sobre el piso, las vasijas rotas. En su habitación habían rajado el colchón y el edredón de plumas. Era evidente que buscaban algo. Fue hasta el cofrecito sellado que guardaba oculto en la pared, en el fondo de un nicho. También había sido forzado y los papeles que contenía estaban tirados por el suelo. También habían desaparecido unos luises de oro; menos mal que Louis sólo guardaba allí algunos valores, y las seis mil libras de Mazarino las había dejado en el estudio.

El joven miró a su alrededor, desalentado e indignado. ¿Quién habría hecho aquello? Podía tratarse de un vulgar ladrón, claro, pero le parecía improbable. ¿Por qué precisamente el día en que la Corte dejaba la ciudad? ¿Aquel hecho no significaría que, en ausencia del rey, alguna gente había decidido por fin actuar? Louis sintió un escalofrío y decidió salir del apartamento. De modo que empujó la puerta y, más que angustiado, se dirigió al estudio de su padre.

—¿Quién lo habrá hecho? —preguntó una vez más el señor Fronsac.

Se hallaban en el despacho del notario, donde también estaban los hermanos Bouvier, recién llegados del apartamento desvalijado adonde los había enviado Louis. Allí habían puesto un poco de orden, limpiado por encima y reparado la puerta provisionalmente.

—¡Unos ladrones muy raros! —contestó Guillaume Bouvier apoyado contra un sillón, con la pistola a la cintura—, que se llevan el dinero pero dejan las armas y otros objetos de valor, como la pistola de Marin le Bourgeois que os regaló vuestro padre.

Señaló con el dedo todas las pertenencias que habían traído, que estaban sobre un trinchero, incluida la famosa pistola.

—El ladrón buscaba las cartas —afirmó Louis con voz apagada—. Me imagino que cogieron las monedas de oro para hacernos creer que se trataba de un simple robo.

—¡Si tú no tienes las cartas! —se indignó su padre levantando los brazos hacia el techo.

—No, no las tengo, pero por lo visto nuestro nuevo adversario lo ignora. Así que deduzco que los que han saqueado mi casa no son ni los esbirros de Richelieu ni los partidarios de Cinq-Mars.

—¿Entonces, quién ha sido?

Louis no respondió enseguida, considerando más prudente callar lo que estaba pensando.

—No lo sé. O, al menos, no estoy seguro. Pero, como se han ido con las manos vacías, vendrán por mí.

—¡De acuerdo! —admitió el notario—. En ese caso, no saldrás de casa si no es acompañado por uno de los hermanos Bouvier, e iréis siempre armados.

Durante unos días, los hermanos recordaron su época de reitres e iban armados hasta los dientes turnándose para acompañar a Louis a todas partes. El joven notario decidió vivir en casa de sus padres. Evidentemente, no podría soportar durante mucho tiempo su situación de casi prisionero. Debía hacer algo para liberarse, pero ¿qué?

El viernes siguiente al día en que saquearon su casa lo despertaron unos ruidos en la puerta. A pesar de las gruesas cortinas que circundaban el lecho —porque hacía mucho frío— acertó a oír unas palabras. Aguzó el oído y distinguió algunas palabras sueltas de alguien que mantenía una conversación; después reconoció la voz clara de Nicolás.

—¿Señor Fronsac? ¿Estáis despierto? ¡Un paje os trae un mensaje urgente! Espera respuesta.

Louis se deslizó fuera de las sábanas echando pestes, descorrió las cortinas de la cama y se puso un abrigo: el dormitorio estaba más frío de lo que creía, a pesar de que en la chimenea ardía ya un buen fuego.

Abrió la puerta y se encontró frente a un chiquillo de unos doce años. El rapaz temblaba a causa del frío y quizás también de agotamiento. Estaba sin aliento porque sin duda había venido andando a toda prisa. Observándolo, Louis se percató de que lo había visto antes, ¿pero dónde?

—¿Qué ocurre? —preguntó medio dormido, mirando con ojos pitañosos primero a Nicolás y luego al paje.

—Estoy al servicio de la señorita de Lorme, señor —respondió el niño, que parecía asustado—. Me ha ordenado que venga a veros con urgencia. Es cuestión de vida o muerte.

¡Claro! Se trataba del niño cubierto de cintas que había acompañado a Marion al despacho unos meses antes.

—Pero ¿qué ocurre? ¡Hace un tiempo de perros para salir a la calle! —replicó Louis muy enfadado porque lo molestasen así, echando una ojeada a la ventana; los cristales estaban cubiertos de escarcha, y la calle parecía helada.

Acababa de amanecer y malditas las ganas que tenía de salir. Lo único que quería era volver a la cama. El paje se había acercado tímidamente al fuego que Nicolás había dejado encendido por la noche y tendía las manos hacia la chimenea. Respondió algo más calmado:

—Señor, yo lo único que sé es que ayer por la noche mi ama recibió la visita de un personaje siniestro que iba con unos guardias. Se fueron al poco rato y la señorita, llorando, me pidió que viniese a buscaros inmediatamente. Era tarde, estaba nevando, y le dije que era imposible salir en plena noche, y que de todos modos podría venir aquí por la mañana temprano. Al final, se conformó, pero os lo suplico, ¡id a verla enseguida!

El tono era implorante. Louis estaba turbado. ¿Tendría algo que ver con la visita de Mazarino? ¿Con los documentos de Cinq-Mars? Sin duda. Pero ¿qué podía hacer él? Por fin, la curiosidad o el amor a su profesión pudieron más y rezongó:

—Está bien. Nicolás, prepárame la ropa, un abrigo grueso y unos guantes. Cógeme unos zapatos que no estén herrados, que puedo resbalar y matarme. No sé lo que tardaré.

—No vayáis solo, esperad a mi padre o a mi tío —protestó Nicolás—. Estarán listos en un periquete.

Louis dudó un segundo, pero Nicolás tenía razón y aceptó.

Se vistió rápidamente y se fue, acompañado por el paje y por Guillaume Bouvier, que llevaba su capa de búfalo, una espada española y dos pistolas de dos cañones ocultas bajo un gran abrigo de lana negra. Louis había cogido una pistola y el famoso mosquete de aire.

Por suerte, las calles estaban casi desiertas. La víspera había nevado un poco y los adoquines aparecían helados. Guillaume iba contándole que el vino se había helado en las barricas que guardaba en el cobertizo.

Ambos hombres ponían mucho cuidado en no caer: el lodo y la nieve formaban por todas partes una espesa placa resbaladiza y dura. De vez en cuando, pasaba un carruaje, y en ocasiones, una carreta o un hombre en una mula. Los vehículos resbalaban todo el rato, algo que les habría hecho mucha gracia si hiciese buen tiempo, pero con aquella tempestad no estaban para bromas.

Trataban de caminar lo más rápido posible para entrar en calor, pero el suelo irregular los obligaba a ser prudentes. Cogieron por la gran calle del Temple, y luego por la calle de la Verreric. Cuando llegaron a los Inocentes, subieron hacia Saint-Eustache. En el mercado no había un alma. Habitualmente, Louis iría por la calle Saint-Honoré, que estaba pavimentada, pero como el suelo estaba helado, aquello carecía de importancia. De vez en cuando tenían que ponerse en fila para evitar los carruajes, que no podían detenerse. Los conductores los habrían aplastado sin querer.

Desde la marcha del rey y la Corte, el barrio parecía desierto, o tal vez se debía simplemente al frío. Ahora caminaban por detrás del Palacio del Cardenal, donde no se observaba mucha animación. Lo rodearon y, por fin, llegaron a casa de Marion de Lorme.

El paje los condujo enseguida al apartamento de la joven, donde un lacayo que parecía estar esperándolos los hizo pasar de inmediato. En todas las piezas de la casa ardía un fuego agradable y Louis pudo al fin calentarse en una antecámara, mientras el chiquillo llevaba a Guillaume a las cocinas.

El joven notario se frotaba enérgicamente manos y pies, que tenía helados, cuando apareció Marion seguida de una camarera. Estaba desencajada y daba la impresión de que se había pasado la noche llorando.

Despidió a la sirvienta y condujo a Louis a una pieza apartada, cerrando la puerta con precaución. Con voz ahogada por la ansiedad, le dijo:

—Ayer recibí la visita del señor de Laffemas.

—¿Qué quería de vos? —preguntó Louis, aunque conocía de antemano la respuesta.

La joven lo miró sorprendida.

—Vino a reclamarme las cartas de Cinq-Mars. Le dije que yo no las tenía. Entonces, se paseó por todo el apartamento sellando cofres y armarios. Antes de marcharse me dijo que volvería esta tarde, asegurándome que el cardenal le ha encargado que instruya el caso del complot de Sedán[31]. Las cartas, según él, son la prueba de la traición del señor de Effiat al rey y de su participación en este complot. Como hay, según él, crimen de lesa majestad, tiene que llevárselas, de modo que si no se las entrego voluntariamente cuando vuelva, me llevarán al Grand-Châtelet para ser… interrogada.

Acabó la frase con un sollozo.

—Pero yo no quiero traicionar al señor de Cinq-Mars —añadió.

Y perder el título de duquesa, completó Louis in péctore, frotándose maquinalmente el bigote cubierto de escarcha.

Ciertamente, la situación de Cinq-Mars parecía fortalecerse frente al cardenal. Y para la cortesana no era el momento de abandonar la partida.

—Pero ¿para qué me habéis hecho llamar? ¿Qué puedo hacer por vos?

Marion lo miró a los ojos, con la boca abierta. Su rostro y su cuerpo reflejaban estupor. «¿Qué comedia representaba?», se preguntaba Louis muy inquieto por el giro de los acontecimientos.

—Sois mi notario, ¿no? ¡Ya me habéis salvado! Quiero que os hagáis cargo de los documentos. ¡Le diré a Laffemas que están en poder de mi notario y no se atreverá a atacaros!

Hizo un ligero gesto con la mano para confirmar aquella afirmación.

«¡Santo cielo! Esta mujer está loca —se dijo Louis—, ¿acaso cree que eso detendrá a Laffemas? ¿O será un modo de eludir cualquier responsabilidad frente a Cinq-Mars? ¿Y si me niego? ¿Faltaría con ello a mi deber de notario?» No respondió a la petición de la cortesana y se acercó a la chimenea extendiendo las manos hacia el fuego. Sintió una oleada de calor. Tenía la impresión de que todo el mundo lo manipulaba. Mazarino, Marion de Lorme y Dios sabe cuántos otros. Si se negaba, aquella mujer era muy capaz de decirle a Laffemas que le había devuelto todas las cartas y, en ese caso, estaría perdido. Más valía cogerlas para contar con una moneda de cambio. En resumen, no tenía elección. Todo se desarrollaba exactamente como Mazarino había previsto —o querido—. Pero ¿de cuánto tiempo dispondría si conservaba los documentos? Quizás debería marcharse llevándose las cartas y alcanzar al ministro para ponerse bajo su protección.

—¡Dádmelas! —se oyó decir a sí mismo.

«Lamentaré esta decisión», pensó en el mismo instante en que pronunciaba aquellas palabras.

Marion esbozó una sonrisa de victoria. Se acercó a la pared entelada y alzó un lienzo dejando a la vista una puerta que abrió con la llave que apretaba en su mano. Le hizo una señal para que lo siguiese a una minúscula pieza que estaba helada y completamente vacía. Una chimenea de pequeñas dimensiones era el único elemento visible. El lugar, curiosamente, estaba limpio. Marion se acercó al hogar y empujó la plancha de hierro del fondo, que, al moverse, abrió la puerta de un cofre de hierro. No tenía sellos, de modo que aquel cofre había pasado inadvertido al lugarteniente civil. Sacó otra llave de su bolsillo y la abrió. El contenido del cofre consistía en dinero y unos papeles atados con cintas. Desató uno de los legajos y se lo entregó.

—Está todo aquí. Gracias por vuestra ayuda.

A Louis, el tono esta vez le pareció burlón. Volvió a cerrar el cofre y salieron de la pieza. Luego, siguió hablando con amabilidad y visiblemente aliviada, por lo que Louis confirmó que estaba representando una comedia.

—Ya veis que no tengo secretos para vos. Guardad estos papeles hasta que os los pida de nuevo. Os estoy infinitamente agradecida por todo lo que habéis hecho…

La cortesana se acercó al joven notario, rozándolo con el pecho e inundándolo con su perfume…

—… Cualquier cosa que deseéis… os la daré, aquí mismo —murmuró con voz seductora.

Louis hizo una fría inclinación y no respondió. ¡No era el cuerpo de aquella tontuela lo que él quería, sino continuar con vida! Y para ello tenía que abandonar aquella casa lo antes posible…

La saludó y se marchó sin añadir ni una palabra. Guillaume lo esperaba en la antecámara.

El camino de vuelta no fue fácil. A cada tanto, Louis miraba a su alrededor por si había alguien al acecho dispuesto a atraparlo o atacarlo. El frío seguía siendo intenso. Guillaume lo seguía, ojo avizor.

«Había empezado una lucha contra el tiempo», pensaba. Laffemas iría por la tarde a casa de Marion. Y a continuación los atacaría a él y a su padre sin ningún escrúpulo. Tal vez dispusiese de unas horas o una noche como mucho. Tendría que salir al día siguiente para alcanzar a Mazarino. Y por si no bastase, hacía un tiempo espantoso. Miró hacia lo alto: pesadas nubes amenazando nieve cruzaban el cielo.

El joven volvió a sus pensamientos.

Había algo que lo obsesionaba: ¿para qué quería Mazarino los papeles de Cinq-Mars? Desde luego, no era para dárselos al rey. ¿Pero a quién si no? ¿Y qué papel desempeñaba Marion en esta historia? Volvió a pensar en la promesa de matrimonio… y de repente tuvo una fugaz impresión de que comprendía toda la maquinación.

¡Cómo no se le había ocurrido antes! No era al rey a quien Mazarino quería entregar las cartas. ¡Sólo un documento tenía importancia! ¡El velo de las tinieblas se había rasgado! Evidentemente, la promesa de matrimonio y la supuesta conjura en la que tal vez participaba el caballerizo mayor estaban relacionadas. Si había comprendido lo que pretendía el italiano, Mazarino era todavía más ladino y diabólico de lo que había imaginado. Richelieu, a su lado, era un aficionado.

Iba tan rápido, que incluso Guillaume tenía dificultades para seguirlo. Sin dejar de mirar a su alrededor, llegó por fin a casa de su padre. Por desgracia, ni él ni su compañero se habían percatado de que un hombre los seguía a distancia desde hacía varios días.

Ya era mediodía. Al entrar en el patio, Louis vio a Nicolás saliendo de las cuadras. El criado se dirigía hacia él dando saltitos para calentarse con las manos bajo las axilas.

—Debéis estar helado, entrad rápido. Vuestro padre os espera y está muy inquieto.

Louis le anunció lo que había decidido.

—¡Nicolás, me marcho! El viaje será largo y tal vez peligroso. Me llevo la carroza. ¿Quieres acompañarme?, si tu padre está de acuerdo, claro.

—Con vos iría hasta el mismísimo infierno, ya lo sabéis —respondió el adolescente, al que seguramente no le haría ninguna gracia encontrarse en las calderas de Pedro Botero—. ¿Cuándo nos vamos?

Louis sonrió porque sabía lo miedoso que era el chico.

—Dentro de un par de horas. Ve a ver a tus padres y después prepara la carroza y los caballos. Disponlo todo para un largo viaje. Antes de dejar París, pasaremos por el palacete de Rambouillet. ¡Ah!, una cosa más: cierra inmediatamente la puerta del patio. Aparte de tus padres, nadie, escúchame bien, ¡nadie!, debe saber que nos vamos. Y dile a tu tío que nos prepare dos espadas y algunas pistolas.

Louis subió sin pérdida de tiempo al despacho del señor Fronsac para contarle la llamada de socorro de Marion de Lorme y la entrevista que había tenido con ella. Su padre escuchaba serio y ansioso.

—Padre, voy a reunirme con Mazarino en Narbona, tal vez lo alcance por el camino. Me ha proporcionado dinero, por lo que el trabajo no acarreará ningún gasto. Laffemas se presentará aquí, eso es seguro, pero no creo que lo haga hasta mañana. Le escribiré una carta que te encargarás de entregarle. Cuando la reciba, os dejará tranquilos. Necesito la carroza y a Nicolás, si estás de acuerdo.

El notario contestó indignado:

—¡El lugarteniente civil no se atreverá a atacarme! ¡Todo esto es una locura! ¿Estás seguro de que tienes que marcharte?

Estaba furioso. Louis suspiró.

—¡Laffemas lo hará, créeme! Nada lo detendrá. Posiblemente, después pida disculpas. Pero por de pronto nos encerrarán a todos en La Bastilla y registrarán el despacho. Si lo que Mazarino me ha dicho es cierto, y si no se demuestra lo contrario, ¡Richelieu y los que permanecen fieles a él, como Laffemas, se juegan el cuello! He reflexionado sobre ello toda la mañana y estoy convencido de que tengo razón. Solo Mazarino puede ayudarnos. Necesito recado de escribir para redactar esa carta.

Su padre, muy alterado, enarcando las cejas, le tendió papel y pluma de mala gana. Louis escribió:

Señor,

Salgo en este momento a reunirme con Su Eminencia para entregarle personalmente ciertos papeles que vos queréis y Él espera.

París, 7 de febrero.

Louis Fronsac, notario del Grand-Châtelet.

Louis no mentía. ¡En efecto, desde hacía dos meses había dos eminencias al lado del rey! Dio instrucciones a su padre al mismo tiempo que le tendía la carta:

—Cuando Laffemas se presente, le entregas esta carta. No le ocultes nada y no te resistas. En el peor de los casos, intentará atraparme. Ahora voy a ocuparme de los últimos preparativos del viaje con Nicolás. Nos vamos inmediatamente a casa de la señora de Rambouillet para ponerla al corriente de todo. Adiós, padre, tendréis noticias mías, pero no os preocupéis si pasan algunas semanas sin recibirlas.

—Olvidas que no sólo Laffemas te persigue, también están los que saquearon el apartamento. Por lo menos, que te acompañe Guillaume.

Louis dudó un instante.

—No —dijo finalmente—, cuantos menos vayamos en el coche, más rápido llegaremos. Si salimos enseguida, esa gente perderá nuestro rastro. Es en París donde me buscan.

Dejó la pieza seguido por su padre, que iba a comunicarle a su mujer tan terribles acontecimientos. Entretanto, Louis subió a su cuarto a preparar un maletín con ropa y a coger del cofre el dinero de Mazarino. Abajo, Nicolás había terminado los preparativos del viaje con la ayuda de los hermanos Bouvier.

La carroza estaba dispuesta y los caballos habían comido y bebido. El interior del vehículo estaba acondicionado para un largo viaje y Jacques Bouvier incluso había instalado un braserillo de carbón de leña. Louis les dijo a los dos hermanos que quería marcharse sin pérdida de tiempo y que era mejor que no lo acompañasen. Así podría llegar a Narbona en ocho horas.

Después, fue el momento de las despedidas. Los padres de los dos jóvenes no sabían cuándo los volverían a ver. La carroza se bamboleó con un chirrido metálico y Nicolás la condujo, por las calles desiertas y heladas de la ciudad hasta el palacete de Rambouillet. Iba despreocupado y no advirtió la presencia de tres caballeros que estaban apostados no muy lejos del porche de la notaría vigilando los alrededores.

Veinte minutos más tarde estaban en el palacete de la marquesa.

Louis fue recibido inmediatamente por Julie. El joven le explicó la situación y la muchacha lo escuchó en silencio con rostro inexpresivo.

—No sé cuándo volveré, pero el invierno es frío, así que calculo que estaré ausente por lo menos un mes o incluso dos. Ahora debo partir. Me conviene hallarme lo más lejos posible cuando Laffemas se lance en mi búsqueda.

Julie se separó de él y se acercó a la ventana. Hasta el momento había permanecido en silencio. Louis temía que se echase a llorar, lo que le haría la marcha aún más difícil. La joven miraba hacia el jardín, que aún estaba nevado. Fuera reinaba la calma, la fuente estaba cubierta de hielo, unos pocos pájaros buscaban alimento en vano. El silencio se prolongaba. Eran los últimos momentos que pasarían juntos.

Bruscamente, Julie se giró con el rostro demudado pero la voz firme:

—Me voy contigo.

Si en ese momento el techo de la habitación se hubiese desplomado sobre sus cabezas, Louis no quedaría tan sorprendido. Estupefacto, balbució:

—¡Es imposible, es muy peligroso! Y además… no es lugar para ti.

Por toda respuesta, Julie le hizo una seña para que la siguiese. Salieron del saloncito y la muchacha se dirigió hacia la cámara azul. Por el camino se cruzaron con un ayuda de cámara.

—¿Podéis pedirle al marqués, a Julie y al señor Pisany que se reúnan con nosotros en las dependencias de la marquesa? —le dijo.

El hombre hizo una respetuosa inclinación y se alejó.

Cuando llegaron a la puerta del famoso salón, Julie llamó, la entreabrió y, tras recibir un consentimiento, que fue imperceptible para Louis, entró en la estancia. La marquesa de Rambouillet leía tumbada en un sofá. Dirigió a la joven una franca y confiada sonrisa, pero Louis tuvo la impresión de que estaba preocupada por verlos entrar juntos.

Julie se acercó a la marquesa para sentarse respetuosamente a sus pies en un escabel. La marquesa le tomó las manos afectuosamente.

—¿Quieres hablarme, Julie —la animó—, de algo que concierne también al señor Fronsac?

—Sí, señora, pero lo que voy a decir concierne a toda la familia. Le he pedido al marqués, a mi primo y a Julie que vengan también, si ello no os molesta.

—Claro que no… —replicó Catherine de Vivonne enarcando ligeramente las cejas.

Empezaba a alarmarse.

El marqués entró el primero, seguido unos segundos más tarde por sus hijos. Inquisitivos e intrigados, se acercaron a la marquesa. Julie se levantó y empezó a hablar, serena pero firme:

—El señor Fronsac está a punto de dejarnos y va a explicaros por qué. Deseo que estéis todos aquí para oír lo que tiene que decirnos.

Louis se sintió incómodo con todos pendientes de él. Decidió empezar el relato desde de la visita de Mazarino. Sobre ésta, la marquesa parecía informada, sin duda por el propio Mazarino. Continuó por los acontecimientos de aquel día. Los otros parecían no saber nada del asunto. Para terminar, Louis añadió que partía enseguida con los papeles de Cinq-Mars para reunirse con la única persona que podía protegerlo en Narbona: Mazarino, el italiano.

Cuando hubo finalizado, el marqués de Rambouillet se ofreció complaciente a ayudarlo en lo que fuese. Dijo con un tono desabrido y suficiente:

—Es inútil que os vayáis, iré a ver al rey. ¡Laffemas no puede hacer nada contra vos!

—El rey no está en París —replicó la marquesa impasible—. ¿Y creéis que podéis contarle todo esto? ¿Y os recibirá él a solas? No olvidéis que no tenéis ningún cargo en la Corte.

—Yo iré a ver a Enghien —aseguró el marqués de Pisany por su parte—. ¡Prohibirá a Laffemas que os persiga!

—Enghien también está lejos, en el ejército. Y no hará nada contra el cardenal, que ahora es pariente suyo —siguió la marquesa imperturbable—. Respecto a Laffemas, no olvidéis que es lugarteniente civil. En ausencia del preboste de París, él tiene plenos poderes.

Mientras hablaba no apartaba los ojos de su sobrina.

Se produjo un largo silencio. Todos eran conscientes de que Louis iba a arriesgar su vida. ¡Y ellos, los Rambouillet, la «Corte de la Corte», ellos a cuya casa aspiraba a ser invitado todo aquel que era alguien en Francia, no podían hacer nada para ayudarlo!

Louis quería marcharse enseguida, pero Julie de Vivonne volvió a tomar la palabra. Con una voz fría e impersonal, que Louis desconocía, declaró:

—Louis debe marcharse, es la única solución, y vos lo sabéis. Voy a acompañarlo. Si me lo impedís, tendréis que meterme en un convento. Y si Louis muere, me mataré.

Los presentes se quedaron atónitos y desconcertados, salvo la marquesa de Rambouillet, que los miró a todos de uno en uno. Esperaba aquellas palabras, pero fue Julie d’Angennes quien intervino la primera, con autoridad:

—Bromeáis, Julie —le dijo con tono contrariado—. No podéis marcharos con un hombre que apenas conocéis y que no es vuestro esposo ni pariente vuestro. ¿Y vais a atravesar toda Francia en tales condiciones? Nadie querrá casarse con vos después de semejante promiscuidad. Reflexionad. ¡Es to-tal-men-te imposible!

—Sobre todo, es extraordinariamente peligroso y arriesgado —ponderó Pisany, más práctico—. El país está infestado de bandas armadas. Una mujer no puede viajar si no es con escolta. Louis es valiente, pero no es un soldado. Mi hermana tiene razón, ¡es inconcebible!

—No autorizaré ese viaje de ninguna manera. Mi cuñada delegó en mí su autoridad. Sí, ¡es inconcebible! —recalcó el marqués de Rambouillet adhiriéndose a la opinión general.

Aquella afirmación de su autoridad no impresionó a nadie. Pero la oposición del marqués de Pisany y de Julie d’Angennes no tenían el mismo peso. Únicamente la marquesa no había dicho nada. Julie los miró a todos, luego se acercó a Louis y le cogió la mano.

—En efecto, no estoy casada, pero soy su mujer ante Dios. Me iré con él digáis lo que digáis. —Los miró desafiante—: Os quiero y os respeto a todos, ¡pero si queréis impedírmelo, tendréis que usar la fuerza!

La señora de Rambouillet se levantó e hizo un gesto para que su hija, que iba a protestar, se callase.

—Autorizo a mi sobrina. Si Julie quiere partir, debemos respetar su decisión. Si fuese más joven, yo haría lo mismo que ella. Así actuaría mi madre, la princesa Savelli. Os confieso que incluso la admiro y la envidio.

Volviéndose a su esposo, añadió:

—Su madre me la ha confiado a mí. Asumiré la responsabilidad. Y lo que debemos hacer es ayudarlos y no dificultarles la marcha.

Sofocada, Julie d’Angennes se desplomó en un sillón. Así que se oponían a su voluntad. ¡Ya estaba oyendo los comentarios! ¡Los Angennes deshonrados! No le quedaba más remedio que entrar en un convento, como sus tres hermanas. Se desentendió de la conversación y cogió la cabeza entre sus manos fingiendo un profundo dolor. Pero no perdió ni una palabra de lo que se dijo a continuación.

—Os acompaño, Louis —decidió el marqués de Pisany, entusiasmado finalmente por la aventura—. He de reunirme con Turenne en Narbona para el sitio de Perpiñán. Haré el trayecto con vosotros. Llevaré a Bauer, a quien todavía no conoces; es mi criado y edecán: ¡con sus siete pies de alto y sus doscientas libras, no correremos ningún peligro!

Pisany ya estaba dispuesto al combate. En cuanto al marqués de Rambouillet, no volvió a abrir la boca. Miraba a Louis tratando de comprender. Todo aquello lo superaba… de todos modos, si su hija no se oponía al viaje…

—Diremos que Julie se ha ido a casa de su madre, cerca de Poitiers —sugirió la marquesa a su hija—. Louis la acompañará para velar por su seguridad. Así no será Julie quien siga a Louis. Con esta treta nuestro honor quedará a salvo. Querido mío —prosiguió dirigiéndose a su esposo—, escribid unas cartas de recomendación para el viaje. Conocéis a mucha gente que puede ayudarlos. Y además, tienen que ir preparados para el frío del invierno. Mi hija y yo tenemos ropa de abrigo para dejarle a Julie, pero ¿dispone Louis de lo necesario? Seguramente podréis prestarle alguna ropa.

—Sí, desde luego. No sé dónde tengo la cabeza. Mientras fui chambelán del guardarropa real, Su Majestad me dio en muchas ocasiones ropa que él ya no utilizaba, algunas que incluso no había estrenado. Me viene ahora a la memoria un equipo completo para la caza del lobo: hay botas forradas, manoplas, abrigos… Todo ello le vendrá de perlas al señor Fronsac, que tiene más o menos la misma talla que el rey.

Louis, muy conmovido, balbució:

—Os doy las gracias a todos. Respecto a vos, marqués —dijo dirigiéndose a Pisany—, no podéis viajar con nosotros. Nos arriesgamos a ser detenidos por la policía del cardenal y no hay necesidad de que os veáis involucrado en esto. En cambio, podéis seguirnos a alguna distancia y ayudarme del modo siguiente…

Lo que hablaron los dos hombres el lector no lo sabrá hasta más adelante…

La carroza partió hacia las tres. En el interior, Julie y Louis iban sentados el uno junto al otro. Julie había mandado cargar un maletín de viaje y llevaba el traje de amazona bajo un abrigo de lana escarlata muy grueso. Louis había ordenado que guardasen la indumentaria real en un baúl.

La marcha había sido triste. En el patio del palacete, Julie d’Angennes, hecha un mar de lágrimas, dio un fuerte abrazo a su prima, a la que, pese a todo, quería mucho. Sabía lo peligroso que era un viaje de aquellas características y, sobre todo, estaba confusa por su actitud y secretamente envidiosa del valor de Julie de Vivonne. ¿Habría sido ella capaz de hacer lo mismo por Montausier? ¡Seguramente no!, se acusaba, y ello la humillaba y la mortificaba a la vez, a ella a la que tanto le gustaba hablar de su cuna y su grandeza.

El señor de Rambouillet, emocionado, se llevó a Louis aparte.

—¡Velad por ella, señor!

La marquesa se acercó a ellos y, a su vez, le recomendó:

—Cuidad de ella como de una hija mía, Louis, rezaré por vos, y también por mi hijo…

Por fin, Pisany consiguió quedarse algunos segundos con Louis.

—No olvidéis la camisa que os he dado. ¡Ponéosla esta noche y no os la quitéis para nada!

Habían acordado detenerse en Gentilly hacia las cinco porque poco después se haría de noche.

La segunda etapa los llevaría a Fontainebleau, donde Pisany se reuniría con ellos en el albergue del Courrier du roi.

Con la emoción de la partida, nadie advirtió al merodeador que vigilaba el hotel acompañado de dos escuálidos espadachines. Armados con grandes espadas y gigantescas espuelas y tocados con sombreros de fieltro desmesurados, se hallaban de pie junto a sus recios caballos.

En lugar de subir hacia los puentes, Louis decidió tomar la barcaza, abajo en la calle de Saint-Thomas. Aquel atajo les evitaría el penoso itinerario por las calles estrechas y llenas de nieve de la capital, pues el barco los llevaría directamente al umbrío Préaux-Clercs y, desde allí, hacia el burgo de Saint-Germain.

Para llegar allí, debían cruzar el portillo del Louvre y rodear la orilla del Sena. Una vez pasados los restos de las murallas en ruinas, se encontraron en el embarcadero de madera delante de las Tullerías.

La embarcación estaba llena. En otra carroza había varios paisanos y algunos burgueses, así como algunos monjes de Saint-Germain y unos cuantos caballeros. Entre estos últimos se encontraban los tres matasietes que los vigilaban cerca del palacete de Rambouillet. Louis no los vio, miraba pensativamente el río, que no sólo arrastraba porquería sino también enormes trozos de hielo.

Por fin llegaron a la otra orilla.

Un camino de tierra, por suerte congelado, orillado ya por numerosas casas, discurría a lo largo de las fortificaciones de la Torre de Nesle y, más adelante, por las murallas en ruinas y en parte destruidas del antiguo recinto. La calzada llevaba hasta la puerta de Saint-Michel.

A continuación subieron por el barrio de Saint-Jacques, siguiendo la antigua vía romana, rodeada de monasterios y abadías. Cuando llegaron al camino del Infierno, torcieron a la izquierda por el de Gentilly (la actual calle de la Santé), dejando atrás el gran edificio del convento anexo de Port-Royal-des-Champs construido veinte años antes.

El frío y lo avanzado de la hora limitaban la circulación por aquellos caminos —no se podía hablar de calles, aunque se veían numerosas viviendas—, y como el rey, el cardenal y la Corte habían dejado la ciudad, el bullicio parisino había disminuido considerablemente. Así pues, avanzaban con bastante rapidez.

Los caballos no estaban cansados, y Nicolás conducía la carroza con habilidad. Louis y Julie hacían planes para el futuro, pese a lo incierto de éste, y así lograban olvidar por un momento todos los riesgos que estaban a punto de correr.

Llegados al Biévre, se encontraron ya en pleno campo y siguieron un caminito que atravesaba el río. La noche caía cuando alcanzaron Gentilly.

En ningún momento se dieron cuenta de que los iban siguiendo.

La hostería La Fleur de Lys no era la más grande de Gentilly, pero sí la más limpia y la más cara. Louis lo sabía, pero como pagaba con el dinero de Mazarino podía permitirse ese lujo.

El edificio era pequeño, pero disponía de grandes cuadras. A pesar del tamaño del albergue, pudo conseguir un aposento grande y bien caldeado para Julie y otro, bastante espacioso también, para él y Nicolás. Les sirvieron la comida en la misma sala que al resto de los viajeros, que no eran muchos por cierto. Hambrientos y muertos de frío, comieron con apetito sin observar nada fuera de lo normal. Sus perseguidores habían bajado a un albergue de posta que tenía precios mucho más económicos.