Del sábado 18 al sábado 25 de enero de 1642
El otoño de 1641 fue muy lluvioso, y la vendimia, excepcionalmente tardía. El invierno que lo sucedió fue particularmente frío. La víspera había nevado mucho y aquella mañana los copos se transformaron en una lluvia helada. Así pues, Louis decidió trabajar en su casa. No era indispensable en el despacho de su padre y las calles convertidas en una ciénaga helada no invitaban a los desplazamientos inútiles.
Nicolás avivó el fuego y salió a buscar la comida porque, con aquel tiempo inclemente, Louis prefería comer en casa en lugar de ir a la hostería. Las llamas chisporroteaban alegremente en la chimenea y el joven notario puso la mesa delante de ella, para mantener los dedos ágiles. Por desgracia, tenía la espalda helada, pues la mayor parte de la estancia estaba gélida. Para no tiritar de frío se había cubierto los hombros con un grueso abrigo de piel de lobo.
El joven notario llevaba dos horas haciendo anotaciones en los informes cuando se levantó para desentumecer las piernas y calentar la espalda al amor de la lumbre. En realidad, lo que había llamado su atención fue un rechinar de ruedas y unos cascos de caballo, inusuales allí.
Como ya hemos dicho antes, a su casa se accedía por una callejuela situada en la calle de los Blancs-Manteaux. En el mismo callejón y a la izquierda subía una escalera exterior que comunicaba los pisos. La puerta del primer rellano daba directamente a la pieza en la que trabajaba.
En la misma habitación había una ventana situada a la izquierda que daba a la callejuela, al contrario que el cuarto de Louis, cuya ventana daba a la calle de los Blancs-Manteaux. De modo que, intrigado por el ruido, Louis fue hasta la ventana para ver qué pasaba en la calle. Y lo que vio fue una enorme carroza intentando meterse en el callejón. Los cuatro caballos, que ya estaban dentro, no lograban arrastrar el coche que aún ocupaba la vía principal. Cuatro lacayos de librea tiraban, o empujaban, según su posición o sus deseos, del pesado vehículo para que pudiese entrar del todo en la estrecha travesía.
El espectáculo, muy raro en aquellos lugares, era asombroso, y su contemplación resultaba apasionante. ¿Quién diablos venía a instalarse con semejante carroza en esta callejuela? Allí no había más que artesanos, y en los inmuebles habitados no vivía nadie tan importante como para recibir la visita del dueño de una carroza tan grande. Pensativo, Louis volvía ya a la sala de trabajo cuando oyó llamar a la puerta. Abrió y un aire helado penetró bruscamente en su casa.
Un hombre imberbe, sin una arruga en el rostro, estaba delante de él: ¿un pasante? No, quizá un secretario, vestido con un traje negro muy sencillo. Louis lo hizo pasar y cerró la puerta con prisa.
—¿Sois vos, señor, el que ocupáis toda la calle con esa enorme carroza? —preguntó burlón.
—Casi —respondió el desconocido, después de saludar con aire serio y solemne—; en realidad, es mi amo quien me envía; está en la carroza y desea hablar con vos a solas. ¿Podéis reuniros con él?
—¿Por qué no sube él? —sugirió Louis encogiéndose de hombros—. Aquí estaría más calentito.
—Digamos que prefiere quedarse dentro de la carroza, donde dispone de todas las comodidades. Además, no le gusta mucho dejarse ver.
—Bueno —replicó Fronsac, a quien ahora picaba la curiosidad—, si ése es su deseo, bajaré. Mientras tanto, poneos cómodo.
Louis bajó la escalera, entre asombrado e intrigado, dejando en casa al misterioso mensajero. La carroza ya estaba en el callejón. Un lacayo esperaba al pie de ella. Al ver al joven, abrió la portezuela y desplegó una escalerilla, haciendo una señal a Louis para que subiese a la enorme berlina.
El interior del vehículo estaba completamente forrado de cuero rojo y una pequeña estufa de carbón, en una esquina, caldeaba agradablemente el lugar. El amplio asiento del carruaje estaba ocupado por un gentilhombre vestido a la última moda, con ropa cómoda y de abrigo y, sin duda, muy cara. Llevaba las manos cubiertas por unos guantes perfumados de fina piel. Pero lo que Louis advirtió al momento, y lo desconcertó un tanto, fue que el hombre llevaba el rostro oculto por una máscara veneciana de capitán del teatro italiano. Eso y el acusado acento transalpino con que el desconocido se dirigió a él:
—Señor, os agradezco que hayáis aceptado tan amablemente mi invitación.
Louis no respondió de inmediato. Trataba de poner en orden sus ideas. ¿Quién sería aquel desconocido? ¿Qué quería de él? La pausa se prolongó mientras observaba a su interlocutor. Fue el desconocido enmascarado el que rompió el silencio.
—Veo que esperáis a que yo siga hablando, señor Fronsac. Pues iré al grano: me he enterado de la existencia de ciertos documentos que obran en vuestro poder…
Louis permaneció callado mirando a su interlocutor. El otro proseguía, impasible:
—Para ser más preciso, se trata de unas cartas y una promesa de matrimonio del señor de Cinq-Mars… Os seré franco: quiero esos papeles.
¡Así que era eso! Louis estaba estupefacto; suponía que el asunto estaba zanjado, porque desde hacía meses no había oído hablar de él. No obstante, aunque el desconocido parecía estar muy bien informado, ignoraba que las cartas habían sido devueltas a Marion de Lorme hacía mucho tiempo. Así que respondió en tono prudente:
—Si estáis tan enterado, deberíais saber que yo no tengo esos documentos.
El otro hizo un gesto vago con la mano derecha.
—¡Ya sé! ¡Ya, ya! Ya lo sé. Pero podríais conseguirlos… de nuevo —pronunció enigmáticamente.
—Están en poder de la señorita de Lorme —afirmó Louis con firmeza— y, sinceramente, no veo razón alguna para que me los devuelva.
—Digamos… que podría ser… forzada —prosiguió el desconocido enmascarado con un leve suspiro.
Parecía elegir con cuidado las palabras y ahora se expresaba con prudencia.
Louis llevaba observando un rato al personaje: su indumentaria, su carroza, y había hecho algunas deducciones. Trató de ganar tiempo.
—¿Cómo os habéis enterado de la existencia de esas cartas?
—Enterándome.
Había que dejarse de rodeos.
—Dejemos las adivinanzas; creo que hablaréis más cómodo sin la máscara, Eminencia.
El hombre lo miró fijamente y, a través de la máscara, Louis notó cierto asombro, mezclado con algo de admiración.
—¿Creéis que soy el cardenal Richelieu? —dijo, contestando con una pregunta.
—No, sois el cardenal Mazarino. He sabido por la marquesa de Rambouillet que en diciembre pasado obtuvisteis el capelo cardenalicio.
—¿Y cómo me habéis reconocido? —preguntó Mazarino con tono falsamente ultrajado, en el que se percibía la burla, y retirando al mismo tiempo su máscara de comedia.
—¡Elemental! ¡La carroza… vuestra indumentaria… los guantes perfumados… el acento italiano! Y, sobre todo, que la marquesa me dijo que os escribió, después de veros este otoño, y que os puso al corriente de los acontecimientos en los cuales, muy a mi pesar, me he visto mezclado. Y, por último, ¡todo el mundo sabe lo mucho que os gusta el teatro italiano! —añadió Louis señalando la máscara.
Ahora Mazarino reía a carcajadas y nuestro amigo pudo observarlo a placer: el prelado, que frisaba los cuarenta años, era dueño de un rostro afable y todavía juvenil, pese a las arrugas que ya se marcaban en su ancha y despejada frente. Unos enormes ojos negros enmarcados por gruesas cejas, un corto bigotito y el mentón cubierto por una barba cuadrada, conferían una elegante distinción a su fisonomía.
—¡Excelente deducción! ¡Sois hábil! ¡Muy hábil! ¡Ya me lo había dicho Richelieu! En este caso, seré, digamos… todavía más sincero. Necesito esos papeles. Pero tranquilizaos, no para utilizarlos como quiere el primer ministro.
—Os lo repito. No los tengo y no quiero recuperarlos. No soy un hombre de espada, pese a haber arriesgado mi vida por esos documentos. La vida, y acaso algo más.
—Lo sé —admitió el prelado, acompañando sus palabras con un enérgico movimiento de cabeza para dar a entender que opinaba como él—. Escuchadme, os contaré una historia.
Unió sus manos enguantadas, saboreando de antemano lo que iba a decir.
—Sin duda, sabéis que el duque de Bouillon se ha reconciliado este otoño con Su Majestad.
—Todo el mundo lo sabe.
—¡Es un acuerdo para la galería, una reconciliación de teatro, paces de comedia! —exclamó con viveza el cardenal haciendo una mueca teatral unida a un ampuloso movimiento de brazos.
Mazarino prosiguió en un tono que era mezcla de ironía e irritación:
—El mismo día en que Bouillon firmaba su tratado de paz, de amistad y de fidelidad al rey, ese mismo día, fijaos, se entrevistó con el señor de Thou, ¡que le propuso hacer desaparecer a Richelieu! Thou le dijo incluso que el rey estaba muy disgustado con el cardenal y no sabía cómo deshacerse de él. La tinta del tratado de paz aún no se había secado y ya tramaban una nueva intriga. Una semana más tarde, Bouillon se encontraba cenando con Cinq-Mars y vuestro amigo el marqués de Fontrailles. Juntos, urdieron un nuevo complot: ¡nada más y nada menos que la muerte del ministro y la del rey a continuación!
Al pronunciar estas palabras, Mazarino adoptó una expresión de disgusto y asco a la vez.
Louis lo escuchaba fascinado, tanto por sus palabras como por el tono y los visajes del italiano.
—Luego, la trama criminal siguió su curso. Fontrailles organizó una entrevista entre Gaston d’Orleans y Cinq-Mars, asegurándoles que estaba dispuesto a hacer desaparecer al cardenal. A Cinq-Mars le faltó tiempo para informar del complot a Marie de Gonzague y esa cabeza de chorlito ¡pidió a la reina que participase en esa conjura insensata!
Ahora Mazarino parecía conmovido, trastornado, incluso. A Louis le dio la impresión de que esta vez no fingía. ¿Por qué sería tan importante para él que la reina participara o no en aquel complot?
—¿Cómo sabéis todo eso?
Mazarino levantó la mano, dando a entender que eso carecía de importancia, y respondió lacónico:
—¡La policía del cardenal es eficiente! Y, además, en todas partes hay traidores… Con un poco de dinero se abren muchas bocas… todo se compra… o se vende…
El tono era nuevamente cínico y desdeñoso. Prosiguió más tranquilo:
—A finales de noviembre, el señor de Thou volvió a hablar con el duque de Bouillon. Luego, este último se queda en la Corte, obtiene los favores del rey e incluso debía mandar un ejército en Italia para proteger nuestra futura incursión en el Rosellón.
»¡Hasta aquí, no se trataba realmente de una intriga bien organizada, sino sólo de un mediocre proyecto! El problema es que, como los conjurados no disponen de medios económicos, acaban pidiendo ayuda nuevamente a nuestros enemigos. Y por no variar, Bouillon y Orleans, convertidos en los jefes de la liga contra Su Eminencia, prepararon un proyecto de tratado con España. No conozco los términos exactos, pero parece que monseñor debía recibir cuatrocientos mil escudos, y Bouillon y Cinq-Mars percibirían una generosa pensión si salían airosos de la trama. ¡He oído decir que cuarenta mil escudos al año! En contrapartida, una vez Richelieu fuese eliminado, Francia devolvería Artois a la casa de Austria.
—¡Increíble! ¿Y Cinq-Mars es uno de los conjurados? ¿Estáis seguro?
—Si hubieseis leído las cartas, eso no os sorprendería. Tal vez el marqués de Effiat tenga una excusa: está convencido de que el rey quiere desembarazarse de Richelieu. Su Majestad estaría cansado de tanto derramamiento de sangre, de la guerra, de los verdugos. Y parece que le habría comentado esta tontería: «Me gustaría que en Francia hubiese un partido contra el cardenal como lo hubo en otra época contra el mariscal de Ancre».
»Don Mayor cree que el rey lo apoyará si mata o manda matar a su ministro. Se equivoca de medio a medio: Su Majestad nunca perdonará semejante gesto; y luego, lo que Cinq-Mars no ha entendido, porque es un imbécil, es que los demás conjurados a quien quieren matar es al rey. Ahora bien, sin el rey, Don Mayor se quedará muy menguado.
Louis estaba aterrado. ¡Apenas había terminado una conspiración y ya comenzaba otra! ¡Y ahora, el rey en persona se implicaba indirectamente en una de ellas! ¡Inaudito!
—No he terminado —continuó Mazarino, satisfecho al ver a su interlocutor desarmado y confuso. El tratado firmado por los conjurados está a punto de salir hacia España. El marqués de Fontrailles es el encargado de llevarlo, y ¿sabéis quién va a seguirlo como un sabueso? ¡Vuestro amigo Rochefort! El hombre de los asuntos más rastreros de Richelieu.
Los ojos de Mazarino chispeaban, satisfecho con el juego de palabras, pero Louis, al recordar al enano jiboso y al espadachín, estaba más espantado que divertido.
—En este momento, deberían estar en camino, o si no, marcharán como muy tarde dentro de unos días. En realidad, Rochefort está siguiendo a Fontrailles desde hace seis meses, ¿lo sabíais? Por eso os deja a vos tranquilo, de momento. Pero —añadió, con tono áspero y desagradable— eso no durará…
—¿Qué queréis decir?
—Mirad, Richelieu teme a Cinq-Mars, y con razón, pero en este momento teme más al rey Si el monarca lo abandona, está perdido. Denunciar el complot es imposible porque no hay pruebas y Su Majestad nunca dará crédito a una acusación contra su favorito. Todo lo que puede hacer Su Eminencia es intentar destruir a Effiat a ojos del rey. Y para ello quiere las cartas, ¡y las tendrá si no se hace nada! Después de que vos se las devolvierais a la señorita de Lorme, le dijo que tenía que conservarlas en su poder, so pena de encerrarla en las Arrepentidas.
»Con estas cartas, Richelieu conseguirá desde luego que el favorito caiga, ¡pero Francia no irá mejor!
—¿Y qué pinto yo en todo esto? Este asunto no me concierne.
Louis había subido el tono y dejaba traslucir, si no su cólera, al menos su impotencia.
—Richelieu no debe hacerse con las cartas —replicó Mazarino fríamente—. A ningún precio.
—¿Qué? ¿Queréis decir que trabajáis contra él?
—No. Simplemente nuestro ministro se equivoca. Y no me hagáis más preguntas.
»Y las cartas no sólo no deben llegar a manos de Su Eminencia, sino que vos me las daréis a mí si os las devuelven, porque yo soy el único que sé cómo utilizarlas por el bien de Francia… Salutem ex inimicis nostris.
—… De nuestros enemigos vendrá nuestra salvación —murmuró Louis turbado.
—¡Bravo! ¡Y además sabéis latín! —aplaudió burlón el prelado.
—¿Qué habéis querido decir con esta sentencia?
—Que un enemigo puede convertirse en un punto de apoyo. Recordad a Arquímedes: con un punto de apoyo, podía mover el mundo. Yo haría lo mismo, pero no me preguntéis más.
—¡De acuerdo! Supongamos que acepte ayudaros, ¿qué debería hacer?
—Si esos documentos vuelven a vuestro poder, no estaréis seguro. He visto las órdenes que ha dado el cardenal. No tiene nada que perder, y vuestras amenazas ahora ya no surtirán efecto. En ese caso debéis acudir a mí. Dadme todos esos papeles y, a cambio, os garantizo vuestra seguridad… así como la de vuestra familia.
Louis sabía perfectamente que no tenía elección. Mazarino parecía su única vía de escape.
—Acepto. Pero si el cardenal y el rey parten en campaña a Cataluña, y vos los seguís, no sabré cómo encontraros.
—Aquí tenéis dos mil escudos —dijo entregándole un cofrecillo que estaba posado en el asiento—. Estaremos en Narbona. Con este dinero pagaréis vuestros gastos. Con todo, sed prudente, si vais a reuniros con nosotros; el viaje será sin duda difícil y peligroso para vos. Sobre todo, ¡vigilad que no os sigan!
—¿Y si no consigo las cartas?
—En ese caso, me devolveréis el dinero. Soy ahorrador por naturaleza —añadió Mazarino sonriendo.
Se interrumpió. A Louis no se le ocurría nada que decir.
—Hacedme un último favor: cuando subáis a vuestra casa, pedidle a Toussaint Rose —es mi secretario— que baje.
La entrevista había, pues, concluido. Louis saludó y salió de la carroza, entrando en su casa pensativo.
En cuanto a Mazarino, su coche tardó más de media hora en salir del callejón.
A mediodía, Fronsac decidió ir al palacete de Rambouillet para informar a Julie de la extraña visita. Hacía tanto frío y el ambiente era tan húmedo, que Nicolás le sugirió alquilar un coche. Desde hacía cinco años, un tal Jacques Sauvage tenía un negocio de coches de alquiler, en la calle Saint-Martin, con un letrero que rezaba Saint-Fiacre. El tiempo glacial y lluvioso justificaba el dispendio, le aseguró.
Efectivamente, en aquel medio de transporte relativamente confortable Louis pudo llegar al palacete de Rambouillet con la ropa limpia y seca. Se entrevistó con Julie a solas en un saloncito y le contó la visita de Mazarino. Ella lo escuchó con atención.
Louis concluyó su exposición con estas palabras:
—Lo que no entiendo es para qué quiere las cartas Mazarino. Si es para desacreditar a Cinq-Mars con el rey, sólo tiene que dejar hacer a Richelieu. No tiene nada que ganar en una intriga tan mezquina.
Julie estaba pensativa y no hablaba. Por fin, miró a Louis atentamente y le dijo:
—Me pregunto si detrás de todo ello no hay un plan a mayor escala, más oscuro y ambicioso. He tenido oportunidad de ver a Mazarino aquí mismo. No me parece un hombre que denuncie a alguien que le resulte molesto. Prefiere comprarlo. Habla poco y sus proyectos son siempre más nobles, más altos y mejores que los de Richelieu. Es Francia lo que le preocupa, no el tonto de Cinq-Mars. ¿O hay en las cartas algo que se te haya escapado? ¿Las has leído todas?
—No, algunas solamente. Quizás tengas razón —replicó Louis pensativo—. Seguro que tienes razón. Si vuelven a mi poder, las leeré con mucha atención.
Julie permaneció silenciosa durante unos instantes, y luego añadió:
—O a lo mejor… no son las cartas lo que interesa a Mazarino…
—¿Qué quieres decir? ¿Qué otra cosa podía ser?
—Olvidas la promesa de matrimonio —le respondió la joven, con una expresión extraña.
—Pero esa promesa sólo concierne a Cinq-Mars y a Marion de Lorme, y eventualmente a Marie de Gonzague, es un asunto privado…
—Sí, pero ¿no habrá hallado Mazarino una forma de sacar partido de ello?, ¿algo que a nosotros se nos escapa?
Louis no respondió enseguida; la idea ya le había rondado en la cabeza, pero no había hecho mucho caso de ella. ¿Estaría Julie en lo cierto? ¿Cómo actuaría Mazarino? ¿Qué esperaba? ¿Y dónde estaba ese punto de apoyo del que había hablado?
Tomó las manos de la muchacha.
—De todos modos, no tengo los documentos, así que es mejor que no hablemos de ellos. Dentro de dos semanas el rey partirá con Richelieu, y no veo cómo puedo recuperar las cartas en el plazo de quince días. Mejor cuéntame lo que has hecho durante estos días en que no nos hemos visto.
Charlaron durante una hora, al cabo de la cual Louis fue a saludar a la marquesa, que recibía a sus amigos en la cámara azul. Voiture estaba allí, terriblemente agitado. El poeta se precipitó hacia él con una expresión de furia en su semblante.
—¡Qué catástrofe, Louis! Vuelvo de nuevo a esta casa y me entero de que Gaston d’Orleans debe seguir al rey a Cataluña. ¡Y mi príncipe acaba de notificarme que yo también tengo que partir!
«De modo que se va toda la Corte», pensó Louis.
—No te preocupes. Tú nos escribirás y nosotros te escribiremos —le propuso casi con ligereza—. A propósito, ¿y la reina? ¿Qué hace?
—Se queda aquí; creo que el rey le ha ordenado que permanezca en Fontainebleau. Pero volvamos a lo mío, tú me escribirás, tal vez, pero Julie d’Angennes me olvidará, seguro.
Parecía tan desesperado que a Louis le entraron ganas de reír.
—¡Vamos! ¡La separación no será larga, y además el marqués de Montausier la consolará!
Ahora Voiture estaba furioso o por lo menos quería parecerlo. Señaló a Louis con un dedo vengador.
—¡Louis, no me traiciones! Espero recibir noticias tuyas, si no, ¡atente a las consecuencias!
El 25 de enero de 1642 el rey salió de París hacia Fontainebleau, primera etapa de aquel periplo guerrero hacia el Languedoc y el Rosellón. Louis asistió, cerca del Louvre, a la salida del impresionante cortejo de la Corte que partía en campaña: un centenar de coches, las carretas, los regimientos y su impedimenta. Y todo por duplicado, porque, casi simultáneamente, un segundo cortejo se puso en movimiento: Richelieu seguía al rey con Mazarino y sus propias tropas.
El rey y el ministro viajaban pues por separado, señal evidente de la discordia que reinaba entre ellos.
Carrozas lujosas, coches sencillos, grandes carros, pequeñas compañías de arqueros, batallones de guardias suizos con casacas rojas, bocamangas azules y calzones blancos, escuadrones de guardias franceses con uniformes azules, regimientos de mosqueteros… las dos columnas parecían interminables. Llegaban grupos de todos los caminos para unirse a la comitiva, ya fuese a la cohorte real, precedida por el preboste de París que acompañaba al rey, ya fuese al séquito del cardenal.
Oficiales, ujieres, criados, ayudas de cámara, cubicularios, secretarios, escuderos, lacayos, pajes, cocheros: la Corte en pleno abandonaba la capital, seguida de costureras, lavanderas, sacerdotes, médicos y barberos.
Al final del cortejo iba el mobiliario porque el rey partía con la casa a cuestas. Y por fin, compañías enteras de arcabuceros y mosqueteros, completamente equipados para el combate, que recordaban que aquella partida era el anuncio de futuras masacres.
Habían cubierto el suelo de paja, y tras el paso de los convoyes sólo quedaba una mezcla de lodo y estiércol. «¿Sería un presagio?», meditó Louis.
El rey había partido y París parecía vacío. Fronsac entró en su casa, pensativo. Al final, no había pasado nada. Mazarino se había equivocado. Así que seguiría con el curso de su monótona vida que tanto le gustaba.
Subió tranquilamente la escalera que llevaba a su apartamento. Y allí, en el descansillo, descubrió la puerta destrozada y su casa saqueada.