Del lunes 8 de julio a finales del año 1641
A comienzos del mes de julio, los espías del cardenal Richelieu lo informaron de que el conde de Soissons estaba a punto de conseguir la salida de Holanda de la coalición que Francia había formado contra la casa de Austria. Supo, asimismo, por Gaston d’Orleans, que los conjurados y el rey de España habían firmado un tratado secreto. La situación era alarmante.
Y lo más preocupante era que los tres traidores: Guisa, Soissons y Bouillon acababan de conseguir la adhesión de varios miembros de la alta nobleza: en primer lugar, el duque de Soubise, hermano del duque de Rohan, convertido en el nuevo jefe de los protestantes franceses; en segundo lugar, el duque de Beaufort, el temible hijo del duque de Vendôme, y por último la reina, Ana de Austria.
Era una alianza contra natura de los peores enemigos del cardenal: hugonotes y ultramontanos. Por otro lado, ciertas autoridades religiosas de gran prestigio, como Jean-François de Gondi, abate de Buzay —que más tarde sería abad de Retz—, sobrino del arzobispo de París y viejo camarada de Louis Fronsac en el colegio de Clermont, se habían unido a los facciosos.
El objetivo del complot era que a la muerte —o desaparición— del cardenal, Soissons sería el nuevo jefe de un gobierno cuya regencia quedaría asegurada con el duque de Orleans o la reina. El actual rey sería, evidentemente, destronado.
El Gran Sátrapa, en medio del futuro sombrío que se le avecinaba, había recibido una buena noticia: a finales de mayo, sus esbirros habían detenido a Anne de Gonzague, que iba a reunirse con su esposo, el duque de Guisa. Después de su arresto tuvo que reconocer su matrimonio secreto con el arzobispo. Era la prueba irrefutable que Séguier, el ministro de Justicia, esperaba. Tan pronto como la confesión fue registrada, todos los bienes del duque fueron confiscados y se inició un proceso criminal contra él.
Durante este tiempo, una vez que las circunstancias por las que se había enfrentado al cardenal fueron aclaradas, Louis se incorporó a su monótono trabajo en la notaría de su padre. Se veía regularmente con Julie de Vivonne, a sabiendas de que una barrera invisible los separaría eternamente.
Pero lo aceptaban, porque si bien sabían que su matrimonio era imposible, al menos tenían la seguridad de que no se casarían en contra de su voluntad.
Acostumbraban a ir a pasear por la alameda de l’Étoile, en pleno campo, en la zona llamada Campos Elíseos, extramuros de la capital. Era una larga avenida arenosa, rodeada por altas colinas, sombreada y tranquila, que salía de las Tullerías y terminaba en un lugar en forma de estrella, vasta llanura de la que salían numerosos senderos y caminos de herradura. Allí no había circulación frenética o bullicio, y nada distraía a los amantes.
El 24 de junio Louis recibió una inquietante y desconcertante carta de Gaston de Tilly. En ella, el oficial describía la baja moral de las tropas:
Casi todo el Estado Mayor se ha adherido a la causa de Soissons y de Bouillon. Muchos oficiales superiores están emparentados con los conjurados. Los oficiales subalternos hacen la guerra desde hace veinte años para el cardenal y no se hacen ilusiones respecto al futuro. La situación de la tropa no es mucho mejor: los atrasos en la soldada y la falta de avituallamiento provocan deserciones masivas. Los efectivos se disuelven. Hay más «comparsas», como se denomina a los soldados que sólo sirven para las revistas de gala, que combatientes. En el otro bando, nuestros adversarios esperan ganarlo todo en esta campaña: la toma del poder, el pillaje y… París. Su moral es muy alta. Por suerte, todavía no hemos entrado en combate. De momento, nos movemos como en un teatro de sombras, esperando a que el adversario se retire…
Esta triste relación de los hechos le confirmó lo que había observado en la ciudad: muchos parisinos, pese a no ser ultramontanos, aprobaban o tenían una actitud muy complaciente con la nueva revuelta de los grandes del reino. ¡Algunos incluso deseaban que Soissons entrase en París cuanto antes!
Entonces, los acontecimientos se precipitaron: a principios de julio, el duque de Bouillon declaró la guerra a Francia y entró con siete mil soldados imperiales en territorio francés. Como Louis temía, los franceses estaban tan cansados del cardenal que la mayor parte se situó en el bando de los invasores. Para ellos, Soissons representaba la vuelta de las libertades, mientras que Guisa, nombrado mariscal del imperio, ¡mandaba una tropa de austriacos!
Aquella mañana del lunes 8 de julio Louis trabajaba muy incómodo en su despacho; desde hacía dos días unos obreros habían montado un gran taller en la pieza situada justo debajo de la suya, donde guardaban los cofres. Su padre había ordenado blindar el interior de los armarios de hierro. ¡A partir de ahora, los papeles y los valores de la notaría estarían seguros! Pero en ese momento los martillazos resonaban por toda la casa y el ruido era infernal.
A causa de aquel estruendo, no oyó el estrépito de un coche al entrar ni la agitación que había provocado en el patio.
Hecha un manojo de nervios, Julie de Vivonne irrumpió en la pieza: llegaba sofocada tras subir las escaleras a toda prisa y, precipitándose hacia Louis, le dijo con voz entrecortada:
—Amigo mío, vengo a advertiros… mis primas y yo nos vamos de París con el marqués de Montausier, que ha venido ex profeso a buscarnos… acaba de recibir un mensaje terrible y se ha ofrecido, muy atentamente, a acompañarnos a Liancourt, donde Julie suele pasar el invierno. La situación es grave… ayer, el mariscal de Châtillon, pese a disponer de muchos más hombres que el conde de Soissons, fue aplastado en la Meuse, en la Marfée, al sur de Sedán. El rey y el cardenal están en Péronne y no pueden hacer nada. Richelieu está perdido. Es una derrota total. El camino de París está abierto, igual que hace cinco años…
Louis la miró, incrédulo y aturdido. ¿Châtillon vencido? ¿Las tropas españolas y austríacas llegando a París? ¿Era posible que tantos años de un reinado tan poderoso se viniesen abajo en unas horas? ¿Soissons tendría éxito donde otros habían fracasado tantas y tantas veces? ¡No, la información sólo podía ser falsa!
—No es posible —farfulló—, ¿el duque está seguro de su información?
—¡Oh, sí! Por suerte, todos esperan que el rey forme un nuevo ejército y ponga a Cinq-Mars al frente.
—¿Cinq-Mars salvador de Richelieu? —El joven notario hizo una mueca de incredulidad—. ¡Qué ironía si fuese cierto!
—¡Adiós, Louis, os escribiré! La carroza del duque me espera en vuestro patio con una escolta.
Louis la acompañó, sin saber qué decir, y siguió con los ojos el vehículo, que se alejaba. Tenía el corazón en un puño. ¿Cuándo volvería a verla? El futuro que se avecinaba era muy sombrío. ¿Qué pasaría si las tropas alemanas y españolas de Soissons entraban en París al cabo de unos días? Pensó en los saqueos, en los crímenes y en las violaciones que a continuación se sucederían.
Cuanto más reflexionaba, más confundido estaba: Gaston le había descrito claramente la moral de las tropas, ¡pero hasta ese punto! Fue a ver a su padre para contarle aquellas novedades. Si la ciudad era tomada por las tropas, debían organizarse, reunir provisiones, armarse y formar barricadas, entre otras cosas.
Tres horas más tarde Louis estaba discutiendo acaloradamente el asunto con sus padres, el intendente y los hermanos Bouvier, cuando de repente entró Gaston de Tilly. Su uniforme y sus botas de montar estaban cubiertos de polvo gris, y sólo dijo estas palabras:
—¡Agua, rápido!
Y se hundió, extenuado, en un sillón.
¡Los acontecimientos se sucedían a un ritmo demasiado rápido!
La señora de Fronsac se precipitó a un aguamanil y le sirvió varios vasos. Por fin, empezó a hablar a los presentes, que estaban pendientes de sus palabras:
—Vengo… con un grupo de oficiales… para llevar un correo al Parlamento. Los he dejado en palacio… después de entregar el mensaje… y he venido enseguida a preveniros…
Se detuvo un instante, respiró hondo y prosiguió:
—¡La invasión ha sido abortada!
—¡Pero si acaban de decirnos lo contrario! ¡Châtillon fue derrotado en La Marfée ayer!
—Es cierto, fue una desbandada terrible, sólo algunos regimientos, entre ellos el mío, permanecieron leales. Los oficiales huyeron. Las tropas desertaron. Pero eso ya es pasado… ¡Dios está con nosotros!
—¡Explícate!
Gaston inspiró unas cuantas veces y prosiguió más tranquilo.
—Cuando la batalla terminó, el conde, muy ufano, alzó su casco… hacía un calor horroroso, sudaba y le entraron ganas de rascarse la cabeza, que tenía empapada de sudor. Llevaba la pistola en la mano y la utilizó a modo de rascador. Su escudero le advirtió que la pistola estaba cargada, ¡pero la advertencia llegó tarde y la pistola se disparó! ¡La bala le atravesó el cerebro[29]!
»El resto de los conjurados, sin saber qué hacer, se han replegado a Sedán. Las tropas alemanas y españolas errarán por Francia durante algún tiempo, sin jefe, pero llegaremos a buen fin. Tan pronto como se supo la noticia, Châtillon reunió a algunos oficiales que permanecían leales y nos pidió que viniésemos a avisar, a galope tendido, al rey y a Su Eminencia, así como al Parlamento.
¡O sea que el conde había muerto! ¡De un modo absurdo y sin gloria!
—¡Increíble! ¡Prodigioso! ¡Inaudito! —murmuró el señor Fronsac.
Nadie sabía qué decir, la noticia los había dejado petrificados a todos. En el intervalo de tres horas se habían enterado de que Francia estaba perdida y luego salvada.
Louis, no obstante, se rehízo enseguida.
—Me voy —anunció a su padre—, me llevo un caballo. Tengo que alcanzar al marqués de Montausier y comunicarle esta noticia. Sólo llevan tres horas de camino, regresaré esta noche o mañana, a más tardar.
—No deberíais ir solo —propuso Jacques Bouvier—, puedo acompañaros.
—Muy bien. Pues vámonos.
—Yo no puedo acompañarte —se excusó Gaston—, he galopado de posta en posta durante treinta horas. Lo único que puedo hacer ahora es meterme en cama.
En efecto, parecía extenuado.
—Quedaos en casa —decidió la señora de Fronsac—, os prepararé algo de comer y una cama.
Louis y Jacques Bouvier ya habían dejado la pieza para prepararse. Cinco minutos más tarde se encontraron en el patio. Guillaume había mandado ensillar tres de sus mejores caballos. Jacques se había armado con dos pistolas y una espada. Partieron enseguida en dirección a Liancourt.
La muerte de Soissons todavía no era del dominio público, pero sí el desastre de La Marfée, y muchos coches abandonaban París en una gran confusión. No era nada comparable al pánico de 1636, con las carreteras de Chartres y de Orleans atestadas de parisinos que huían ante la llegada de los españoles, pero, a pesar de todo, la vía estaba atascada por toda clase de vehículos. Cuando subían la calle del Temple a caballo, se encontraron un largo cortejo de carrozas, carretillas y mulas. Todo el mundo parecía nervioso y angustiado, los cocheros blasfemaban e insultaban a los que iban a pie y les entorpecían el paso. El sol caía a plomo y Louis pensaba en el calor espantoso que debían de estar pasando dentro de los coches cerrados.
Una vez pasado el Temple, la circulación fue más fluida, pero los vehículos, coches, carrozas y literas todavía avanzaban al paso. Por fin, vieron el vehículo del duque en el barrio de Saint-Martin.
Cuando lo alcanzaron, Louis golpeó el cristal, que estaba medio bajado. El marqués dio orden de detener el coche inmediatamente, lo que provocó un bloqueo total de la circulación. Montausier sacó la cabeza fuera, sus cejas enarcadas expresaban su perplejidad y su malestar.
—Soissons ha muerto, los conjurados están en desbandada, ya no hay peligro —anunció Louis.
—¿Estáis completamente seguro de ello?
Se veía a las claras que el señor de Montausier no estaba convencido del todo, ya que no conocía muy bien a Louis.
—Sí, el cardenal y el rey acaban de enterarse de la noticia. Nosotros lo hemos sabido por un oficial de Châtillon que vino a prevenir al Parlamento.
Y empezó a contarle lo que Gaston les había dicho. Los coches que iban detrás se impacientaban, muchos bajaban de sus carruajes y Jacques Bouvier, orgulloso como Artabán[30], les iba comunicando uno a uno la increíble noticia, que fue recorriendo la fila de coches hasta París.
A consecuencia de la buena nueva, algunas carrozas intentaban dar media vuelta, obstaculizando más el camino. Era imposible volver por la misma vía, pues el atasco era considerable. Ante semejantes dificultades, el marqués propuso continuar hasta un albergue cercano que conocía, para comer allí y regresar más tarde, al mediodía. Louis aceptó y así pudo conocer mejor al que poco después se convertiría en duque de Montausier.
Nunca se había acercado a él, pues el futuro esposo de Julie d’Angennes detestaba a Vincent Voiture y mucho más al marqués de Pisany. Louis descubrió que se trataba de un hombre agradable e instruido, sobre todo en el campo científico, pero dueño también de maneras toscas y de un espíritu contradictorio que irritaba a todo el mundo. Honesto y riguroso en exceso, tenía la mala suerte de amar demasiado a Julie d’Angennes, que no le correspondía. Quizás a la joven le disgustaba que sucediese en el papel de futuro esposo a su hermano, el barón Héctor de Sainte-Moure, muerto unos años antes.
Louis se quedó con ellos hasta la tarde, disfrutando de aquellas pocas horas —con las que no contaba— con Julie. Y el día, que había empezado desastrosamente, terminó de un modo agradable para todos.
A finales del mes de julio, el rey se puso personalmente a la cabeza de sus ejércitos y franqueó el Mosa. Un poco después, asediaba la fortaleza del duque de Bouillon. Éste comprendió que era hora de abandonar la partida, al menos de momento. Siguiendo la inveterada tradición de anteriores complots, propuso unirse a la causa real, en detrimento de ventajas personales. Pero en esta ocasión el rey lo rechazó de plano. Quería acabar de una vez por todas con las rebeliones que agotaban el país.
Richelieu, percatándose de que las negociaciones no podían prolongarse más, porque España permanecía a la expectativa en nuestras fronteras y el peligro era extremo, propuso un acuerdo equitativo: a cambio de la reconciliación y el perdón del rey, el principado de Sedán juraría vasallaje a la Corona.
Bouillon aceptó, prometiendo en su fuero interno no respetar dicho acuerdo, y se reunió con Luis XIII para firmar el tratado. La reconciliación aparente había sido sellada y el único que quedaba excluido del acuerdo era Guisa.
Jean-François de Gondi, el abate de Retz, no quiso parecer demasiado comprometido, pero pronunció el epitafio de Soissons llamándolo «el último héroe».
Con los ejércitos en campaña, el rey vio la oportunidad de arrebatar la Lorena al duque de Lorena, que se había aliado con España, y de anexionar varias ciudades del norte. Richelieu, por su parte, mandó ejecutar a un gobernador que no había cumplido bien sus instrucciones. Así todos quedaron satisfechos de su desplazamiento.
La paz llegaría. España, de momento, estaba vencida, y únicamente el Rosellón podría ser causa de conflicto.
El proceso del duque de Guisa tuvo lugar en París en otoño de ese mismo año. El acusado estaba ausente. El 6 de septiembre de 1641, el bígamo fue condenado a muerte por contumacia, y el 11 su efigie fue decapitada. La ejecución atrajo a muchos curiosos que no hicieron más que quejarse porque las ejecuciones por contumacia no eran nada vistosas y muy poco sangrientas. Todos los bienes del arzobispo fueron confiscados y la puerta de su palacete pintada de amarillo.
Guisa, refugiado en Bruselas, se vio obligado a abandonar el estado eclesiástico y su sucesor en el arzobispado de Reims fue nombrado en noviembre de 1641.
La vida continuaba en el palacete de Rambouillet. Louis se aficionó a ir al teatro del Marais, en la calle Vieille-du-Temple, acompañado por Julie, su prima y el marqués, para ver a Floridor y su grupo, que había sucedido al gran Mondory, muerto en el escenario. Aquel invierno de 1641 asistieron también a las representaciones de Marianne, de Tristán y de Horacio.
Voiture, que detestaba a Montausier, no los acompañaba nunca. Aquel invierno el gran Jodelet, que había dejado el teatro de Marais para unirse a la compañía del palacio de Borgoña el año anterior, hizo una breve reaparición con Jodelet Astrólogo. Los cuatro acudieron a verla.
La sesión comenzaba a las dos, de acuerdo con las ordenanzas de noviembre de 1609 que prohibían a los actores representar en invierno después de las cuatro y media. Montausier refunfuñaba, pues detestaba a Jodelet. En efecto, el caricato introducía en el texto palabrotas y groserías. Estas representaciones hacían las delicias del bullicioso patio de butacas, que manifestaba su alegría con gritos, alaridos y pullas.
Sin embargo, Jodelet, a pesar de sus vulgaridades, era un actor excelente, y sus apariciones cómicas, tan escasas, que Louis había insistido en que asistiesen a aquella única representación.
Las localidades del patio de butacas costaban cinco céntimos, y los palcos, diez. Evidentemente, estaban en un palco, pues el patio de butacas había sido invadido por una multitud bullanguera y chillona de pasantes, pajes, soldados y temibles lacayos. Los incidentes, puñetazos incluidos, eran frecuentes.
Al final del primer acto, las dos Julie salieron a la galería que tenían reservada, mientras despabilaban las velas. En algunas tiendas de aquella parte del teatro se podían comprar licores, limonadas o jugos de grosella. Louis, que se había quedado en el palco en compañía del marqués, observaba con cierta preocupación a los alumbrantes. En tres ocasiones los muy torpes habían estado a punto de provocar un incendio, y gracias a los tres cubos de agua que había junto al telón se había evitado una desgracia.
Fronsac se preguntaba si no sería más prudente salir. De repente, el marqués lo sacó de sus reflexiones. Montausier, como Gaston de Tilly, no sabía abordar los problemas que le preocupaban tras largos preliminares y cautas aproximaciones.
—Señor Fronsac, ¿habéis considerado el matrimonio con Julie de Vivonne?
La pregunta cogió desprevenido a Louis, que no supo qué responder. El marqués lo miraba con una expresión impaciente y severa. El tono era seco. Al ver que no obtenía respuesta, siguió hablando:
—¡Lo sé! Creéis que es imposible. ¡Pero yo llevo diez años esperando, así que debéis tener paciencia! ¿Ya habéis hablado de ello con Julie?
Esta vez, Louis logró explicarse.
—Sí, me dijo que a la muerte de su padre, su madre le confió a la marquesa de Rambouillet. Y la marquesa es quien decide si acepta a su futuro esposo. Ahora bien, la señora de Rambouillet sólo hace caso a su hija, y Julie d’Angennes se opone a un matrimonio desigual. Ella misma me lo dijo.
Y el joven notario añadió, melancólico:
—De momento, no tenemos ninguna esperanza, aunque Julie y yo deseamos casarnos.
—¡Escuchad! Vos sois rico y Julie pobre. Es un punto a vuestro favor. Y además, Julie tiene veinticinco años y sigue soltera. Sin dote, no encontrará marido. No tiene elección.
—En primer lugar, no soy rico. Mi padre tiene un buen pasar, eso es todo. Vivimos de nuestro trabajo. Pero el dinero no puede reemplazar a la sangre. Vos lo sabéis. Y la profesión de notario no es muy apreciada por la nobleza.
—¡Oh, sí! —asintió el marqués encogiéndose de hombros. En estos tiempos todo es posible. ¡Buscaos un cargo de consejero y seréis noble!
—Sabéis perfectamente que, aun comprando el cargo, la nobleza sólo se adquiere al cabo de veinte años. ¡Eso significa la quinta parte de un siglo de espera! —replicó Louis sonriendo.
A Louis le encantaban aquellos combates dialécticos con los que se enfrentaba al marqués, que era asimismo un polemista encarnizado.
—Y además, un título comprado no sería aceptado por Julie d’Angennes.
—Sí, sí, os lo concedo —replicó Montausier molesto—, pero ya nadie respeta eso, ¡lo principal no es ser noble sino pasar por noble!
—Me temo que con eso no basta.
Cogido por sorpresa, Montausier no replicó y frunció el ceño. Louis se revelaba más puntilloso y polemista que él, cosa que no podía consentir. Permaneció en silencio un largo rato para preparar una respuesta irrefutable. En realidad, nada de lo que Louis le había dicho era nuevo para él. Por supuesto que la boda con Julie d’Angennes no sería fácil. Pero a él le gustaba pronunciar la última palabra y no pensaba dar su brazo a torcer. Por fin prosiguió:
—Conozco bien al marqués de Rambouillet y hablaré con él. Es corto de vista, pero no sordo. Y su esposa lo escuchará: la madre de Julie vive en la pobreza extrema, y tal vez no lo sepáis, pero a los Rambouillet tampoco les sobra el dinero. No pueden quedarse con Julie eternamente. De todos modos, carecen de medios para darle una dote. Me ocuparé de decirle que sois el mejor partido para ella.
«El mejor partido, a falta de otros —pensó con tristeza Louis—, que es un modo elegante de decirlo». Pero ya, las dos primas entraban en el palco y Montausier interrumpió la conversación. Hizo una seña a Louis y dejaron de hablar mientras proseguía la representación.
Finalizado el espectáculo, se separaron. Louis volvía siempre andando. Vivía cerca del teatro y le gustaba aquel paseo solitario por París al atardecer. Y además, era temprano para tener ningún encontronazo con nadie. Los demás regresaron en carroza al palacete de Rambouillet.
El tiempo pasaba y el invierno se acercaba. Los dos amantes se veían menos. El trabajo de la notaría no hacía más que aumentar y, aun encima, el mal tiempo hacía que las visitas se espaciasen. Mientras tanto, se intercambiaban cartas y se enviaban billetes galantes; con la moda de las relaciones largas, a menudo fuera del matrimonio, a nadie ofendía esta correspondencia.
Louis había conocido en el palacete de Rambouillet a Madeleine de Scudéry, autora de El gran Ciro. Para esta mujer poco agraciada, a quien los hombres no deseaban, una intriga amorosa debía ser eterna y sobre todo platónica: Julie d’Angennes y el marqués de Montausier eran un ejemplo de ello. Louis también debía seguir aquella regla. De todos modos, la situación de los dos amantes era mejor que la de muchos a los que habían casado contra su voluntad, como el duque de Enghien. Ellos por lo menos tenían libertad de elección.
«Yo no busco el matrimonio ni lo deseo —le había confesado Julie—; ¿qué es una esposa sino la sirvienta principal del hogar, la encargada de que reine el orden y el bienestar? Y el resto del tiempo es madre, lo que supone un trabajo agotador. Es una existencia con más obligaciones que placer. Encuentro mayor satisfacción en la lectura o la música. En cuanto a los goces del corazón, me basta con vos y no deseo a ningún otro». En enero, hubo de nuevo ruido de sables: Luis XIII planeaba invadir España para anexionar Cataluña. Gaston, que había pasado el invierno en París, tuvo que partir con su regimiento.