Del lunes 20 de mayo al miércoles 22 de mayo de 1641
Desde primera hora de la mañana del lunes, Louis se encerró en su despacho. Se había propuesto reunir rápidamente varios papeles, escrituras y copias de documentos indispensables. El primer oficial, acompañado por los hermanos Bouvier, fue a buscar algunos al Grand-Châtelet y otros muchos a los despachos de distintos notarios. A medida que los hermanos que le servían de recaderos se los llevaban, Louis mandaba hacer copia de cada uno en la notaría de los Fronsac hasta que obtuvo cinco voluminosos legajos del mismo tamaño.
A las diez, por fin, finalizó su tarea. Presentó los documentos a su padre, recordándole cómo debería utilizarlos si su empresa fracasaba. A continuación, vestido con su traje negro, se dirigió a caballo al Palacio del Cardenal.
Ya en la calle, advirtió que el cielo amenazaba tormenta. Pese a ser media mañana, estaba casi tan oscuro como durante la noche. Gruesos nubarrones negros cubrían el cielo de París. La atmósfera, muy cargada, era opresiva. «Un tiempo muy acorde para este extraño día», pensaba Louis con buen humor, guiando su caballo por la calle del Temple. ¿Cómo acabaría aquella jornada? ¿Lograría vencer al Gran Sátrapa? Iba a enfrentarse a un duro adversario en una partida mortal.
La fachada del Palacio del Cardenal, que daba a la calle Saint-Honoré, estaba formada por un amplio frontispicio del que sobresalían pequeños pabellones rematados en galerías de factura triste y austera. La construcción databa de 1629. Richelieu había modificado los planos varias veces. Quiso conservar algunas partes del palacete de Angennes, rediseñó otras y el resto lo dejó en manos de los arquitectos. El resultado final era un disparate, un edificio sin gracia y, por añadidura, incómodo para sus ocupantes.
El porche de entrada daba a la calle Saint-Honoré, que se ensanchaba en una plazuela delante de un puesto de guardia de donde salía la calle Saint-Thomas-du-Louvre. Allí era donde las visitas dejaban sus vehículos o sus caballos. Traspasada la puerta de entrada, se accedía a un primer patio, y a continuación a otro, porticado, en cuyas jambas había esculpidas anclas y proas de barcos, recordando a todos que Richelieu también era superintendente de marina.
Las arcadas sostenían un piso adornado con columnas dóricas y, a cada lado, una elegante galería cubierta, la única parte del palacio que se podía considerar hermosa.
Al entrar en el primer patio interior, Louis se sintió perdido en medio de una barahúnda de coches, carrozas, equipajes, mulas y caballos. Decenas de mosqueteros, arcabuceros o arqueros vigilaban las entradas y salidas. Un tropel de magistrados, oficiales, empleados y gentileshombres —los únicos vestidos con trajes multicolores— iba y venía sin cesar. A aquella actividad febril se sumaban algunos pasantes, prelados y otros miembros de la Iglesia.
Toda aquella gente trabajaba allí o acudía a recibir órdenes. El palacio se había convertido en el centro de poder en Francia. El Louvre o el castillo de Saint-Germain quedaban reservados para residencia de la familia real.
Perdido en medio de aquella multitud, Louis abordó a un mosquetero que llevaba el uniforme del cardenal y le preguntó cómo podría hacer llegar un correo urgente a Su Eminencia. El guardia, servicial, le hizo una seña para que lo siguiese. Subieron por una de las largas escaleras de acceso a una galería. El hombre subía muy rápido, en medio de un desagradable ruido metálico de espuelas y entrechocar de armas. No dudaba en empujar de muy malos modos a todos cuantos encontraba a su paso, sobre todo si eran empleados. Su actitud no dejaba lugar a dudas: un mosquetero del cardenal tenía aquí plenos derechos.
Finalmente, el espadachín lo condujo ante su teniente, que estaba indolentemente arrimado a una balaustrada, charlando con un grupo de gentileshombres suntuosamente ataviados.
El mosquetero miró a Louis con cierta arrogancia no exenta de amabilidad. Con una mano alisaba las guías de sus largos mostachos y con la otra manoseaba su cinturón, del que colgaba una espada a la española de tamaño descomunal. Los hombres interrumpieron la conversación a la espera de que Louis justificase su osadía.
—Soy notario —dijo al teniente— y debo hacer llegar una carta urgente y confidencial a Su Eminencia. Espera este correo con impaciencia. ¿Podéis encargaros de ello? O, en caso contrario, ¿sabéis a quién puedo entregarla?
—¡Desde luego! Dádmela y yo me ocuparé —le aseguró el oficial emitiendo un suspiro—. Amigos míos —añadió, dirigiéndose a sus interlocutores con voz cansada—, ¡el deber me llama, nos veremos esta tarde!
Se irguió y Louis le entregó la carta. El teniente se hizo cargo de ella y se alejó, seguido por la mirada inquisitiva de Louis. Por fin, cuando tuvo la seguridad de que su correo llegaría a su destinatario, regresó a la notaría.
Ahora sólo quedaba esperar.
Pero dejemos allí a nuestro amigo y, sin salir del Palacio del Cardenal, entremos un momento en el amplio despacho de Richelieu.
El cardenal estaba sentado ante su espaciosa mesa de trabajo. El prelado, de cincuenta y seis años, extremadamente delgado a causa de la enfermedad y las intensas jornadas de trabajo a las que se sometía, aparentaba veinte más. Sus cabellos ralos estaban completamente blancos y los huesos le sobresalían bajo la apergaminada piel de su rostro. Unas semanas más tarde, Philippe de Champaigne pintaría el conocido retrato que muestra al ministro con aspecto cadavérico.
Richelieu sabía que los franceses lo odiaban y no se sentía orgulloso de ello, pero los objetivos que se había fijado primaban sobre una popularidad que, pese a todo, le habría gustado.
¿Cuáles eran los deseos de Armand du Plessis, primer ministro del reino?
Uno de sus adversarios, el duque de la Rochefoucauld, nos lo ha explicado con claridad:
El cardenal poseía una mente aguda y penetrante, el humor agrio y difícil… quería imponer la autoridad del rey y la suya propia para derrotar a los hugonotes y a las grandes casas del reino, para atacar después a la casa de Austria y humillar su temible poder.
En efecto, Richelieu se había propuesto tres objetivos: derrotar al partido hugonote para evitar el repunte de la guerra civil, aplastar a los grandes de Francia —es decir, a la alta nobleza— que preferían un reino en caos permanente, y, por último, sustituir en Europa la hegemonía de los Borbones por la de los Habsburgo.
Estos objetivos habían variado muchas veces, y en ocasiones incluso eran completamente contradictorios. Así, para derrotar a los Habsburgo, el cardenal había tenido que apoyar la Reforma en Europa y, por lo tanto, ¡respaldar en ciertas ocasiones al partido hugonote en Francia!
Sin embargo, en 1641, la derrota militar de los protestantes franceses era un hecho. Richelieu los aplastó en La Rochelle (1628), y más tarde en las Cévennes (1629). Con todo, y pese a sus victorias, el cardenal no deseaba la desaparición de los reformados y les concedió libertad de culto mediante la paz de Ales. Por otra parte, el duque de Rohan, el prestigioso cabecilla de los hugonotes, pese a haber sido condenado a muerte por el Parlamento de Toulouse, obtuvo el perdón a condición de que abandonase Francia.
Instalado en Venecia, el duque se alió con el ministro para sublevar a los protestantes del Tirol en favor de Francia. Halló la muerte al servicio del cardenal durante la batalla de Rhinfeld. Tras aquella honrosa muerte, a nadie se le habría ocurrido negarles a los protestantes franceses su lugar en el reino.
Pero los nobles, duques, pares y príncipes de sangre no habían corrido la misma suerte. Algunos, como Montmorency, fueron decapitados (en el sentido literal del término); otros, como Vendôme, tuvieron que exiliarse, y finalmente, otros como el príncipe de Conde, volvieron al redil. Quedaba la facción de Soissons, Bouillon y los Guise, de los que ya hemos hablado. Y, desde luego, monseñor, el hermano del rey, que, por suerte ahora, estaba quieto.
Gaston Jean-Baptiste, duque de Orleans, parecía el polo opuesto de su hermano. Protector de artistas y escritores, era el mecenas del reino, un benefactor de las artes que, al contrario que Richelieu, nunca pedía nada a quienes estaban bajo su protección.
Aristócrata cultivado y agradable, tenía un carácter dulce y bonachón, como se desprende de esta anécdota: uno de sus cortesanos le dijo que acababan de robarle el reloj, y le propuso que registrasen a todo el mundo para encontrar al culpable. Entonces, el duque dijo a todos los presentes: «¡No, por Dios! ¡Marchaos enseguida, si el reloj empieza a sonar, cogerán al ladrón!».
Pero aquel hombre amable, al que nada gustaba más que dar paseos por el parque de su castillo de Luxemburgo silbando y luciendo sus gafitas rosas, era también un hombre débil.
Por tedio y melancolía, conspiraba regularmente contra su hermano, y luego buscaba su indulgencia denunciando o abandonando a sus cómplices, que, por lo general, acababan decapitados. ¡Gaston se arrepentía sinceramente de aquel derramamiento de sangre y pedía una y otra vez perdón a su hermano!
Tras la muerte de su esposa en el parto de su hija, la futura Gran Señorita[27], quiso contraer matrimonio con Marie de Gonzague. Sin embargo, cambió de opinión en el último momento y se casó inesperadamente, sin el consentimiento del rey, a raíz de lo cual ambos hermanos se enemistaron.
El único príncipe de sangre real fiel a Richelieu era Enrique de Condé, hijo del primo de Enrique IV. En la Corte le llamaban «el príncipe».
Este Borbón era un libertino cruel y rapaz. Había muy poca gente que no lo odiase. Sobre sus orígenes pesaban serias dudas, pues decían que era hijo de un paje con el que su madre había tenido algunas atenciones. Por su parte, el príncipe había afirmado hacía tiempo que el divorcio de Enrique IV y la reina Margot no era válido y que, por lo tanto, él, legítimo heredero de los Borbones, era también el legítimo heredero al trono de Francia.
Encarcelado varias veces por conspiración, se une finalmente al rey y, en el momento de nuestra historia, acababa de entrar en la familia de Richelieu, ya que su hijo, el duque de Enghien —el futuro Gran Condé—, había contraído matrimonio con una plebeya, la sobrina del cardenal, Claire-Clémence de Maillé-Brézé.
En realidad, el príncipe de Condé se había vuelto pragmático con los años al darse cuenta de que Luis XIII, cuya salud era frágil, moriría pronto, dejando a dos hijos todavía jóvenes. Si sufrían un accidente, su hijo Enghien se convertiría en rey, ya que monseñor no tenía hijos varones.
Así pues, sólo era cuestión de esperar. Es más, le interesaba luchar al lado de Richelieu contra los otros grandes del reino, y en particular contra Soissons, que también era un Borbón y un temible pretendiente al trono.
Pero volvamos ahora al despacho de Richelieu, en el que se hallaba el cardenal leyendo una carta junto con Léon Bouthillier, su secretario de Estado —Bouthillier era el hijo menor de un viejo amigo del ministro—, y, en un rincón, discreto y en silencio, Denis Charpentier, su secretario particular, llamado de la main[28], encargado de escribir el correo de Richelieu.
La variopinta y barroca coalición de los protestantes Soissons y Bouillon con el católico Guisa provocaba pesadillas al ministro. Además, sobre la mesa del cardenal había un ultimátum dirigido a Soissons, listo para ser firmado y enviado. La orden terminante, redactada por Léon Bouthillier, conde de Chavigny, conminaba al conde a dejar Sedán y regresar a Francia.
Armand du Plessis estaba leyendo un correo que le había enviado el arzobispo bígamo por el que le comunicaba que no pensaba renunciar a sus mujeres ni a su título episcopal ni a sus rentas eclesiásticas.
Cuando terminó de leer la carta, Richelieu cogió otra que le tendió Chavigny. Ésta procedía de Sedán. Al finalizar su lectura, el Gran Sátrapa, en un acceso de ira, arrojó el papel al suelo, con un rictus malévolo.
—¡Así que Bouillon quiere la guerra! ¡Pues la tendrá! Y, por lo que respecta a Guisa, lo haré ejecutar públicamente si no renuncia. ¡Y Soissons lamentará no haber entrado en mi familia como su primo Condé!
Ya hemos hablado de la duquesa de Aiguillon, señora de Combalet, sobrina de Armand du Plessis y su amante ocasional. Richelieu llevaba diez años empeñado en casarla con un príncipe de sangre real, pero no había nadie dispuesto a tal sacrificio, porque la consideraban una beata.
—No disponemos de tropas fiables ni suficientes, Eminencia —observó juiciosamente un impasible Chavigny—. Nuestros mejores regimientos son masacrados al norte del país. Y tampoco tenemos dinero para reclutar nuevas tropas. Desde que habéis puesto al mariscal de Châtillon al mando del ejército contra Bouillon, no hace más que quejarse de falta de medios.
Richelieu se encogió de hombros.
—¡Ya se las arreglará Châtillon, y el dinero no es problema! Si es necesario, cobraremos más impuestos. A primeros de julio debemos estar preparados para derrotar a esos traidores.
—¡Hmm! Una cosa más…
Chavigny dudaba ante la fiera mirada del cardenal. Por fin, reunió el suficiente valor y simuló hablar consigo mismo mirando fijamente a la pared que tenía enfrente.
—Châtillon, sin duda, es valeroso, pero ¿es el hombre que nos conviene? Soissons y Bouillon son unos brillantes estrategas.
Chavigny ponía el dedo en la llaga.
Gaspard de Coligny, hijo menor del almirante y mariscal de Châtillon, era un hombre indeciso y veleidoso, un general mediocre e imprevisible, excepto cuando se trataba de sitiar ciudades o plazas fuertes, su especialidad. Era un optimista incurable, sobre todo en la derrota, su vieja camarada; hombre eternamente pagado de sí mismo, estaba convencido de que la suerte acabaría siéndole favorable, como había ocurrido (muy pocas veces) en el pasado. Todos estaban convencidos de que frente a Soissons, intrépido capitán admirado por sus tropas, no daría la talla.
—¡Es el único que tenemos! —bramó Richelieu, con los ojos fuera de las órbitas—. Châtillon sabrá cumplir con su deber y, si fracasa, ya sabe el castigo que le espera. ¡Jamás perdono a los traidores!
Chavigny no insistió. El cardenal no dudaba en emprenderla a puñetazos con sus ministros cuando le llevaban la contraria. En una ocasión había llegado a atacar a Bullion, el superintendente de Hacienda, con unas tenazas al rojo vivo, gritando: «¡Voy a estrangularlo!».
Chavigny, aunque todavía era joven, ya no tenía edad para recibir golpes. Y además, era la elegancia personificada, y el Gran Sátrapa podría estropearle el traje de seda que tanto dinero le había costado.
Pensó con tristeza en el pobre Châtillon. Richelieu no amenazaba en vano: cinco años antes, el comandante de la plaza fuerte de Corbie se había visto obligado a rendirse a un enemigo muy fuerte. El cardenal lo condenó a ser descuartizado vivo y él y su familia fueron desposeídos de sus títulos de nobleza. No contento con eso, arrasó su casa y confiscó sus bienes.
Armand du Plessis cerró los ojos un momento. Sabía que Châtillon no era un buen general, pero no tenía otros. ¡Estaba harto de tener que tomar siempre las decisiones! ¡Todo el mundo estaba contra él, y eso resultaba agotador! Incluso parecía haber perdido el favor del rey.
Tras un largo silencio, el purpurado prosiguió:
—Mis espías me han advertido de que Bouillon y Soissons van a recibir tropas imperiales, con un nutrido contingente de españoles. Os lo repito una vez más: ¡Debemos estar preparados!
En realidad, los espías no eran otros que monseñor, que informaba en secreto al ministro.
En ese momento, sonaron unos golpes. La llamada procedía de una puerta minúscula que había en un extremo de la pieza. Charpentier fue a abrir enseguida. El secretario salió un momento, y entró al cabo de poco tiempo. Richelieu lo miró irritado, alzando las cejas inquisitivo.
—¿Qué ocurre ahora?
—Una carta, Eminencia. La persona que la envía ha dicho que es urgente —respondió Charpentier con tono neutro—. Un notario, creo.
—Ya nos ocuparemos de ello más adelante —replicó el cardenal, iniciando un ademán que no terminó.
Súbitamente, su mano se inmovilizó y se le vio cambiar de opinión, mirando a Charpentier de un modo extraño.
—¿Notario, habéis dicho? ¡Dadme esa carta, rápido!
Se la arrebató de las manos, la abrió y procedió a su lectura. En la pieza volvió a reinar un pesado silencio. Todos los presentes se habían percatado de la transformación que había sufrido el rostro del Gran Sátrapa.
Cuando hubo leído la carta, el amo de Francia alzó la vista y miró primero a Chavigny y luego a Charpentier con una expresión de incredulidad rayana en la demencia. Sus manos huesudas temblaban. De repente, pálido de rabia, con una voz ronca, irreconocible, dijo a Charpentier:
—¡Que venga Rochefort inmediatamente!
El secretario salió en el acto, muerto de miedo. En cuanto a Chavigny, conocía muy bien los accesos de furia del cardenal y se abstuvo de intervenir o preguntar nada. Se quedó quieto, sin respirar, observando a Richelieu por el rabillo del ojo. Con las manos unidas sobre la carta, el Gran Sátrapa parecía meditar.
Al cabo de unos minutos espantosamente largos, entró Rochefort. Fue como si entrase un herrero en la estancia: de su cintura colgaban diversas armas que, al entrechocar, armaban un estruendo terrible. Vestía de negro de la cabeza a los pies. El cardenal, todavía pálido, lo miró de un modo extraño. Sus ojos centelleaban con un brillo feroz y un rictus espasmódico hacía temblar su labio superior. Sin decir palabra, le tendió la misiva. Rochefort la leyó en voz alta:
Monseñor:
Me siento extremadamente confuso al enviaros esta carta, pero la situación en la que me habéis puesto me obliga a ello. Alguien ha entrado en nuestra notaría desde la casa vecina y ha robado ciertos documentos. La investigación policial ha demostrado que el contrato de alquiler de la casa había sido firmado esa misma mañana ante el señor notario Bellechasse. He obtenido una copia de dicho contrato. El arrendatario no ocultó su identidad: se trata del señor Rochefort, gentilhombre de Vuestra Eminencia. El mismo Rochefort que me escribió y firmó la confesión cuya copia os adjunto. Declara que asesinó, por orden vuestra, a un lacayo del señor de Rambouillet. Por ello, monseñor, suplico humildemente a Vuestra Eminencia tengáis a bien devolvernos dichos documentos, cuya propietaria es la señorita de Lorme, a la que le serán devueltos. Si no lo hacéis antes del mediodía, las copias de todos estos documentos serán enviadas al señor Omer Talon, abogado general del Parlamento, así como al canciller Séguier, al duque de Orleans y al propio rey, que se enterará de unos hechos sobre los que no se le ha querido informar hasta el momento.
En el deseo de que Vuestra Eminencia, prefiriendo la tranquilidad a la ventaja contra el señor de Cinq-Mars, evite la cólera del rey, que sólo puede perjudicarnos, quedo, Eminencia, vuestro más humilde y seguro servidor.
Louis Fronsac, notario del Grand-Châtelet.
En la pieza volvió a reinar un silencio opresivo. Finalmente, Richelieu miró a Rochefort y, con un desprecio infinito, exclamó:
—¡Inútil!
Rochefort no respondió. El cardenal prosiguió, con rabia:
—¡Tenía todos los cabos atados! ¡Effiat estaba vencido! ¡Y un notario de tres al cuarto me da jaque mate!
—Detengámosle —replicó Rochefort, muy tranquilo, con la mano sobre uno de los cuchillos que le colgaban de su pecho. En menos de una hora, lo encerraré en La Bastilla. Y dentro de tres días, nadie se acordará de él.
—¡No! ¡No! ¡Ya habéis cometido demasiados errores! Es a vos a quien habría que encerrar en La Bastilla.
Fuera, había descargado la tormenta. Los truenos hacían temblar los cristales de palacio y los relámpagos iluminaban intermitentemente la estancia. Aquel tremendo espectáculo produjo un efecto tranquilizante en el amo de Francia. La violencia de los elementos mitigó su ira. Respiró hondo varias veces. Al cabo de unos minutos, recuperado por completo, esbozó una sonrisa ladina y tomó otra vez la palabra:
—¡No siempre se puede utilizar la fuerza! ¡Ese notario tiene todas las bazas a su favor! De acuerdo, perdí esta mano, pero la partida no ha hecho más que empezar. ¿Quiere devolverle los documentos a Marion de Lorme? ¡Pues muy bien! Que se los devuelva, porque robárselos a ella será pan comido para nosotros.
Al cabo de un rato, añadió en voz baja:
—Pero, en lo sucesivo, debemos mantener alejado a Fronsac.
El cardenal dirigió una mirada escrutadora a Charpentier.
—Comprobad si Laffemas sigue aquí.
Charpentier dio media vuelta y se fue.
Esa misma mañana, Richelieu había mantenido una conversación con el lugarteniente civil sobre la forma de condenar a Guisa. Tal vez Laffemas se hallase todavía en palacio.
El primer ministro prosiguió su conversación con Rochefort, que no se había movido del sitio:
—Ya que estáis aquí, hablemos de los otros asuntos que nos conciernen. ¿Cómo va lo de Fontrailles?
En efecto, Rochefort se encargaba de vigilar al jorobado, sospechoso de facilitar la alianza entre los rebeldes de Sedán con el marqués de Cinq-Mars y el duque de Orleans.
—Un emisario de Soissons se puso otra vez en contacto con Cinq-Mars por medio de Fontrailles. Pero, por lo visto, Don Mayor se niega a unirse a su complot. ¡Prefiere que siga reinando el monarca actual y ocupar un día vuestro puesto! —añadió, riéndose.
Richelieu hizo caso omiso del comentario. Los conjurados de Sedán habían planeado derrocar a Luis XIII, y eso, evidentemente, no convenía a Cinq-Mars.
—Guardaos vuestras opiniones para vos. Cinq-Mars conseguirá aliar a esos imbéciles, y, cuando eso ocurra, los aplastaré a todos. Seguid vigilando. También quiero saber si la reina y Marie de Gonzague forman parte del complot.
Gaston d’Orleans ya me tiene al corriente de todas las ocasiones en que se ha reunido con ellos.
Rochefort sonrió burlonamente. Sabía cuánto despreciaba Richelieu al hermano del rey, traidor a todas las causas a las que se había adherido.
En ese momento, entró Laffemas con su habitual expresión severa.
Isaac de Laffemas pertenecía a la baja nobleza. Su padre había sido ayuda de cámara de Enrique IV. Primero actor y después abogado, más tarde procurador del rey y magistrado, en 1639, por último, se había convertido en lugarteniente civil tras haber demostrado sus dotes como administrador de justicia. Tenía cincuenta y cinco años y concitaba el odio de todos. Estaba entregado en cuerpo y alma al servicio del cardenal, y las malas lenguas decían que se alimentaba de sangre.
El verdugo de Richelieu, sobrenombre por el que era conocido, estaba encantado con aquella falta de popularidad: un hermoso día, antes de asistir a una ejecución, dijo: «¡Bonito día para ahorcar a alguien!».
Pero a pesar de aquellos defectillos, era un policía eficaz y competente.
Richelieu se volvió hacia él.
—¿Conocéis a un tal Gaston de Tilly, oficial de policía municipal?
—Sí, Eminencia —replicó Laffemas sorprendido—. Es un joven oficial, brillante y con mucho futuro. Está conmigo en el Grand-Châtelet. Nunca deja un asunto sin resolver. A veces llega a ser molesto. Es el hijo pequeño de la familia y éste es el único empleo que ha podido conseguir, pero todo el mundo lo aprecia por su eficiencia y su conocimiento del derecho.
—¿Eficiente? —Armand du Plessis hizo un gesto despectivo—. ¿Y cómo podemos librarnos de él?
La pregunta, salida de los labios del Gran Sátrapa, sonó brutal, seca y, sobre todo, mortal. Laffemas se quedó tan desconcertado que farfulló:
—Eso… creo que es imposible…, mon… monseñor, Tilly es muy conocido. Y… no hay nada que reprocharle. Detenerlo sería un escándalo. El… Parlamento, sin duda, intervendría, así como los regidores municipales. ¡El asunto incluso podría llegar hasta el rey!
Ahora, el cardenal miraba pensativamente a Laffemas, tableteando con impaciencia sobre la mesa.
—Está bien —admitió—. Por suerte, hay muchas maneras de librarse de una persona molesta. Necesito información sobre Gaston de Tilly: quiénes son sus padres, sus estudios, su posición. Averiguadlo y volved dentro de una hora.
Laffemas se inclinó y salió, seguido de Rochefort, a quien Richelieu había hecho una seña para que se fuera. El cardenal siguió trabajando con Chavigny y Charpentier.
Un poco antes del mediodía, el teniente de mosqueteros que Louis había visto en el Palacio del Cardenal entraba en el despacho de Pierre Fronsac, en donde también se hallaba Louis. El hombre los saludó con respeto. Su actitud hacia Louis Fronsac había cambiado radicalmente y ahora lo miraba con la consideración que merece un hombre que trata de igual a igual con el Gran Sátrapa. Tendió al notario un paquete junto con una carta lacrada con el sello del cardenal, cuyo contenido era el siguiente:
Señor,
No sé cómo ni por qué estos papeles han llegado a mi gabinete. Puesto que son vuestros, os los devuelvo.
París, 20 de mayo.
Armand du Plessis,
cardenal de Richelieu.
Pierre Fronsac cerró los ojos emitiendo un hondo suspiro de alivio y dando, en su fuero interno, gracias a Dios. ¡Ayer no estaba muy convencido de que la estrategia de Louis funcionase!
Pese a todo, habían ganado. Tendió la nota a su hijo, que ya había adivinado su contenido. Abrió rápidamente el paquete que contenía las cartas. Evidentemente, el cardenal las había leído, pero, ¿qué importancia podía tener eso?
El teniente se despidió y Louis contempló de nuevo los documentos de Cinq-Mars.
—Padre, ¡estos documentos no deben permanecer aquí ni un minuto más! Le pediré a Nicolás que vaya a ver si la señorita de Lorme está en casa y, si es así, iré a llevárselos inmediatamente, escoltado por los hermanos Bouvier.
Dos horas más tarde, los documentos eran devueltos a Marion a cambio de un comprobante firmado.
Cuando hubo vuelto de casa de la cortesana, Louis se sintió liberado de un peso infinito. Ahora estaba tranquilo.
La tormenta había pasado y en el cielo volvía a brillar el sol. «¿Por qué no ir a ver a Gaston? —se preguntó—. ¡Me queda de camino y podríamos ir juntos a beber una botella de vino a una taberna!» Rodeó el Louvre y se encaminó hacia el Sena, que cruzó para ir al Grand-Châtelet.
Al finales del siglo XVI, los muelles, tal como los conocemos hoy en día, no existían prácticamente. Al río se accedía por torrenteras invadidas por las aguas cuando llovía. A orillas del río habían sido construidas innumerables casuchas que a cada tanto se inundaban y eran arrastradas por las crecidas. Para evitar tales desastres y facilitar la carga y descarga de los barcos, Enrique IV, y más adelante el rey actual, habían iniciado la construcción de diques de sillares, sobre todo a lo largo del Louvre hasta el Châtelet. Louis se internó por uno de aquellos caminos en obras.
No tenía prisa y dejaba que el caballo, que iba al paso, lo llevase, observando lo que sucedía a su alrededor, sin ninguna finalidad concreta ni apremio. En las orillas del río reinaba una actividad febril: los aguadores llenaban sus cántaros; barcos de todas formas y tonelajes descargaban carbón, forraje, grano o barricas; las carretas que se alejaban rechinando iban atestadas de mercancías o materiales, y las que volvían lo hacían vacías.
Todo el mundo estaba atareado: marineros, oficiales, funcionarios, vendedores, menesterosos, mendigos, canteros y albañiles, aprovechando que el buen tiempo había llegado de nuevo.
Colándose dificultosa y lentamente en medio del bullicioso gentío, Louis llegó por fin al Grand-Châtelet.
Tras dejar el caballo en el patio, subió la escalerilla por la que se accedía al despacho de Gaston. Su amigo no estaba allí. Louis bajó al primer piso, donde había, ya lo hemos dicho, una amplia galería en la que podría preguntar. Nada más llegar al corredor, vio a su amigo saliendo de una de las piezas que comunicaban con el gran vestíbulo. Le hizo una seña, pero el oficial de policía ya lo había visto y fue a su encuentro con la preocupación reflejada en el semblante.
—Subamos a mi despacho —le dijo Gaston—. ¡Tengo graves noticias que comunicarte!
Cuando estuvieron dentro, con la puerta bien cerrada, Gaston siguió hablando, tendiéndole un pliego a su amigo:
—Laffemas me mandó llamar para que acudiese a su despacho. Me ha dado este documento de parte de Su Eminencia.
Louis cogió la carta y la leyó:
Señor,
Me han hablado de vuestra persona con tanto aprecio que he propuesto a Su Majestad que os recompense. Así pues, Él os ofrece, pagando de su bolsillo, un cargo de teniente en el nuevo cuerpo que está formando en este momento el mariscal de Châtillon. Os adjunto vuestro nombramiento. Debéis incorporaros de inmediato a vuestro puesto.
París, 20 de mayo.
Armand du Plessis,
cardenal de Richelieu.
—¡Felicidades! —le dijo Louis sinceramente, ¡un cargo de teniente ofrecido por el rey! Es un cargo de veinte o treinta mil libras como mínimo. ¡Serás un hombre rico!
Pero Gaston lo miraba disgustado, con una expresión de ansiedad dibujada en el rostro.
—Tal vez, pero tengo la impresión de que es un modo sutil de mantenerme alejado de París mientras el cardenal trama algo contra ti.
Louis se alzó de hombros.
—Escucha, he recuperado los documentos y se los he devuelto a la señorita de Lorme. ¡No arriesgo nada, y tú tampoco! Creo sinceramente que Su Eminencia se ha dado cuenta de que no teníamos nada que ver en este asunto. Y seguramente es su manera de disculparse.
—El nerviosismo de Laffemas cuando me dio la carta y el nombramiento me hacen dudar de tu explicación; además, ha ocurrido algo imprevisto: ¡Belleville ha sido asesinado esta noche!
Louis se quedó desconcertado durante unos instantes.
—¿Belleville muerto? Pero ¿por qué? ¿Quién iba a desear su muerte?
Luego añadió, con algo de inquietud:
—¿Y a su hija, le ha pasado algo?
Si se tratase de un crimen crapuloso, luego de desvalijar la casa, como suele suceder, la hija de Belleville sufriría los peores ultrajes.
Gaston le tendió el memorándum que acababa de redactar.
—Está todo escrito ahí. Ha sido su hija, precisamente, quien ha descubierto el cadáver esta mañana. Por suerte, la joven pasó la noche en casa de su tía; de lo contrario, habría corrido peor suerte. Belleville fue degollado, después de ser torturado atrozmente. Su tienda fue registrada y saqueada.
—¿Pero, quién? ¿Quién ha podido cometer semejante crimen? Richelieu no tenía ningún interés en esa muerte, ni siquiera Cinq-Mars. Por otra parte, los dos saben quién tiene ahora los documentos…
—Yo opino lo mismo. Es algo incomprensible. Pero ahora eso ya no es asunto mío.
Gaston metió unos documentos en un cofre y otros en una cartera de cuero negro. Louis lo miraba hacer en silencio, desconcertado. Trataba de reconstruir las piezas del rompecabezas que faltaban. Si Belleville había sido torturado, era muy probable que hubiese hablado antes de morir. Por lo tanto, quien hubiera cometido el crimen sabía a quién dirigirse para encontrar los Anales. ¿Quién era el responsable de esta muerte? Por más que tratase de convencerse de que era imposible, Louis lo había adivinado.
Bruscamente, Gaston lo sacó de sus pensamientos apretándole el brazo:
—Esta tarde iré a reunirme con el señor Châtillon. Pase lo que pase, te escribiré. Pero, ya que no voy a trabajar más aquí, te acompaño, de camino paramos en alguna taberna y me cuentas cómo has pasado este bonito día. Mañana estaré en el ejército.
Para olvidar los extraños sucesos que habían vivido, se dirigieron a la taberna de la Croix de Lorraine, lugar donde se encontraban habitualmente los hombres de letras y de teatro.
Al día siguiente, Louis acompañó a Gaston hasta su regimiento, que estaba acampado al norte de las murallas de París.
Gaston había dejado la ciudad la víspera y, el miércoles por la tarde, vestido con un traje de raso que le había costado cincuenta libras, medias de seda, una camisa limpia con sus lacayos negros perfectamente anudados y calzado con unas botas de piel de vaca, Louis se dirigió en una carroza conducida por Nicolás al palacete de Rambouillet.
No podía permitirse el lujo, como hacían otros, de llegar completamente embarrado y cambiarse de zapatos y medias allí mismo.
El patio del palacete estaba atestado de coches y caballos. En la residencia ya reinaba una gran animación cuando lo introdujeron en la cámara azul. Una vez allí, la sorpresa lo paralizó impidiéndole dar un paso: nunca había visto el vasto salón tan lleno de gente.
Louis buscó con los ojos a la marquesa, que no parecía encontrarse allí; sin duda, descansaba en su oratorio. Solía aparecer al final de la velada.
Mesas y viandas habían sido dispuestas contra las paredes y una gran cantidad de criados ofrecía a los invitados frascos y cubiletes llenos de clarete de Bezons o vino de Beaune.
Louis se acercó a saludar al marqués de Rambouillet, que estaba conversando con el marqués de Montausier y con Chapelain. El hijo del notario, ahora hombre de letras, hizo como si no conociese a Louis, molesto por la presencia de otro miembro del notariado.
Fronsac se alejó entonces en dirección a los dos grupos de jóvenes ruidosos que llamaron su atención.
El primer grupo era conocido como «La banda de los señoritos», cuyo cabecilla era Louis de Borbón, duque de Enghien, hijo del príncipe de Conde. El duque estaba precisamente allí rodeado de todos ellos.
Louis lo observó a hurtadillas, pues sólo lo había visto una vez. El duque tenía veinte años. De su rostro sólo destacaba una nariz ganchuda que le confería un perfil de buitre. Enghien era horrorosamente feo y estaba orgulloso de ello. Aquella tarde lucía una sonrisa que era al mismo tiempo desdeñosa y melancólica, pero, al fin y al cabo, una sonrisa de depredador.
Louis sabía que había recibido una educación propia de un rey en el colegio de Santa María, con los jesuitas de Bourges, que hablaba y escribía en latín como un clérigo, que podía leer y comprender cualquier tratado de matemáticas o de filosofía y que acababa de salir de la Academia militar real.
Sin embargo, pese a su sabiduría, Enghien había sido refractario a una enseñanza fundamental: la moral. Si bien el duque era cultivado, inteligente y perspicaz, también era arrogante, brutal, orgulloso y, sobre todo, libertino.
Proclamaba a gritos que no creía en Dios ni en el diablo y se consideraba un ser superior. Todo en él revelaba ya el gran general que llegaría a ser, pero ¡ay!, en ocasiones, de pésimas causas.
El año anterior había estado al mando de la toma de Arrás, hecho que no había dejado dudas de que un día Francia y su rey deberían contar con él.
Sin embargo, pese a sus éxitos y su arrogancia, hacía varias semanas que el hijo del príncipe de Condé no era más que la sombra de sí mismo. Exactamente, desde que lo habían casado, en contra de sus deseos, con la sobrina de Richelieu: Claire-Clémence de Brézé, persona enfermiza, demasiado fea para su gusto y, según decían, rematadamente tonta.
Para el joven duque, nieto de San Luis, que ya soñaba con reinar en Francia, semejante casamiento con una plebeya, la hija de un picapleitos, era más que una humillación: era una afrenta a su origen.
¡Una vejación, por cierto, que reportaba más de medio millón de escudos a su padre!
Y además, el corazón de Enghien ya tenía dueña: estaba locamente enamorado de la hermosa Marthe du Vigeant, amiga de su hermana y de Julie d’Angennes.
Para consolarlo, todos sus amigos habían acudido desde las fronteras del norte con ocasión de la festividad de Santa Julia, pero ni todas sus burlas y sus chascarrillos lograban sacarlo de su melancolía.
Junto a él y al duque de Nemours se hallaban el príncipe de Marcillac, el marqués de Pisany —hijo de la señora de Rambouillet—, el marqués de Andelot —hijo del mariscal de Châtillon—, así como su hermano Coligny. También estaba el encantador Chabot, futuro heredero de los Rohan, y La Moussaie, su ayuda de campo, así como Henry de Grammont y Louis de Saboya. Y había otros que Louis no conocía.
Todos ataviados con sus trajes más lujosos. Los jubones eran de fina piel de gamuza con pasamanería de oro y calzas de seda color marfil, carmesí o violeta, calzados con grandes botas con vuelta de cuero de Rusia. Las camisas, que sobresalían de la cintura de los jubones, estaban adornadas de lacayos multicolores.
Louis examinó su indumentaria y experimentó un repentino sentimiento de vergüenza. No podía mezclarse con aquellos jóvenes. No pertenecía al mismo mundo que ellos.
Entonces se dio la vuelta y un grupo de muchachas jóvenes atrajo su mirada: era la pandilla de las damiselas dirigida por la hermana del duque de Enghien: Anne-Geneviève de Borbón. Era la primera vez que Louis la veía. Se acercó y, durante un instante, no pudo apartar su mirada de la joven, tan hermosa le pareció.
El amante oficial de Geneviève había sido durante mucho tiempo el joven duque de Beaufort, hijo mayor del duque de Vendôme. El heredero de los Vendôme, bello como un dios y tan valiente como Enghien, habría podido ser un buen partido, pero la desgraciada situación de su familia y los planes hipócritas del cardenal empujaban ahora a la joven a una alianza con los príncipes de Lorena. Se murmuraba que el afortunado sería el viejo duque de Longueville.
La futura duquesa escuchaba con arrobo a Voiture, su autor preferido, leerle un poema en el cual se burlaba de los andrajos con los que se vestía Chapelain. Todos rompieron a reír a carcajadas cuando terminó la lectura y Louis se sumó a la hilaridad general. Chapelain, famoso por su sórdida tacañería, era objeto de irrisión permanente.
Junto a Geneviève, Louis vio a Marthe du Vigeant y a la mordaz Isabelle-Angélique de Montmorency, prima de Enghien, que se casaría —unos años más tarde— con Andelot y se convertiría así en duquesa de Châtillon. En este grupo, la riqueza de los trajes era todavía mayor que en la pandilla de las damiselas. Sobre el satén de los vestidos había profusión de encajes y pasamanería de diamantes, los refajos eran de tafetán y seda recamados de oro y plata, los verdugados remataban en puños coloreados y los pechos, ampliamente escotados, estaban cubiertos de joyas y perlas.
El silencio se hizo bruscamente.
La señora de Rambouillet acababa de entrar en la cámara azul, seguida de las dos Julie, hija y sobrina. Los señores de Rambouillet y de Montausier se acercaron a la primera, a la que adoraban, uno como hija y el otro como futura esposa.
Julie d’Angennes tenía en la mano un librito forrado de tafilete escarlata. La joven hizo un gesto que pretendía ser gracioso y dijo en tono insulso dirigiéndose a los dos hombres y al resto de la concurrencia:
—Doy las gracias a todos los que me han dedicado sus versos.
Montausier no ocultó su decepción. Habría deseado más calor, algo más de entusiasmo, si no de amor. Porque era él quien acababa de ofrecer el libro a Julie. Se trataba de un ramillete de sesenta y seis madrigales, escritos por los habituales del palacete de Rambouillet: Maleville, Chapelain e incluso Scudéry. Y, claro está, Montausier y el padre de Julie.
El trabajo había supuesto años de esfuerzo y la miscelánea había sido bautizada como La guirnalda de Julie.
A pesar de lo parco de sus agradecimientos, Julie d’Angennes se sentía visiblemente halagada, pero no deseaba mostrarlo en público. El príncipe de Marcillac, tomándole las manos entre las suyas, declamó un extracto en voz alta con profusión de reverencias:
Permitid, Julie esplendente, mezclar mis vivos colores al de las extrañas flores con que adornáis vuestra frente. |
Durante aquel tiempo, Louis había podido acercarse discretamente a Julie de Vivonne, que se había mantenido apartada. Celebraba también su onomástica, desde luego, puesto que se trataba de la festividad de Santa Julia, pero la joven sabía que los asistentes sólo habían venido por la princesa Julie. La tomó gentilmente del brazo y la condujo junto a Voiture.
El poeta se mantenía alejado de los aduladores de Julie d’Angennes porque no habían pedido su opinión para la elaboración de la guirnalda. Solo en un rincón, disimulaba mal su disgusto y su amargura.
—¡Poetastro! —soltó entre dientes cuando Marcillac hubo concluido su elogio.
Louis estaba molesto y divertido al tiempo, porque no compartía el punto de vista de su amigo. Por suerte, la señora de Rambouillet, que se unió a ellos, lo libró de llevarle la contraria al poeta.
—Mi hija tiene mucha suerte —suspiró—. Me habría encantado recibir un homenaje tan hermoso.
Catherine de Vivonne se había acercado ahora a Louis y, llevándolo aparte, le dijo en voz baja:
—¿Tenéis noticias de nuestro asunto, amigo mío?
Louis, sin alzar la voz, le contó los últimos acontecimientos. Acabó tranquilizándola: sus problemas habían terminado y ya no tenía nada que temer. La marquesa le tomó entonces la mano afectuosamente y se la apretó.
—Gracias, señor, gracias por todo. Os dejo con Julie.
La obra circulaba de mano en mano. Louis también la cogió. Su título era el siguiente:
La guirnalda de Julie, para la señorita de Rambouillet, Julie-Lucine d’Angennes.
El libro estaba decorado con flores, y el frontispicio, constituido por una guirnalda multicolor.
Voiture se acercó, más enfurruñado que antes.
—Palabra de honor que pareces celoso —no pudo evitar susurrarle Louis, sonriendo.
—¡En absoluto!
El poeta adoptó primero una expresión severa, luego de enfado y, finalmente, de indignación. Luego siguió hablando en tono ácido:
—Podría añadir al frontispicio de esta obra lo que Malherbe escribió para completar el título de un poema particularmente malo dedicado al rey: ¡Para limpiarse el culo con él!
Louis estalló en carcajadas. Voiture, con el rostro empolvado, estaba graciosísimo.
—¿Qué tal la velada en casa de la vizcondesa d’Auchy? —preguntó.
Voiture ahora estaba enfadado.
—Fue grotesca. Asistí a una conferencia sobre Aristóteles declamada por un fatuo ignorante al que al final hubo que mandar callar porque no terminaba nunca. La señora de Auchy es muy vieja, y los que la rodean, también. Me suplicó que volviese, pero me excusé con elegancia: ¡Mi caballo no soporta su cuadra y no quiere volver!
El poeta se alejó para quejarse en otros corrillos y Louis, por fin, se quedó solo con Julie. Sin embargo, no le pasaban inadvertidas las miradas que algunos de los presentes le dirigían. Los rumores habían corrido como la pólvora. Algunos sabían, sin conocer los detalles, que se había enfrentado al Gran Sátrapa y también a Don Mayor, ¡y seguía vivo! Al día siguiente, algunos lo admirarían y otros preferirían evitarlo.
La gente se iba marchando a medida que avanzaba la velada. Louis también estaba pensando en volver a su casa cuando Julie d’Angennes se acercó a la pareja con aire desdeñoso.
—Prima, ¿puedes dejarme con el señor Fronsac un momento? —preguntó altiva.
Haciendo gala de muy mala educación, y sin esperar respuesta, se llevó a Louis aparte, junto al vano de una ventana.
—Señor —prosiguió la joven, con tono glacial—, siento una gran admiración por vos. Para ser notario, sois valiente, leal e inteligente.
Louis hizo una leve inclinación de cabeza, esperando a que continuase, no sin inquietud.
—Mi madre también os admira mucho. Demasiado, diría yo. Y también mi prima. Pero…
—¿Pero?
—Pero no olvidéis que nuestra posición y nuestros orígenes son muy distintos. Una unión con los Vivonne es imposible. Sin duda sabéis que una prima de Julie ha contraído matrimonio con el señor de La Rochefoucauld. Un príncipe…
Así fue bruscamente llamado al orden Louis: no podía haber una relación duradera entre la hija de un caballero de Vivonne, compañero del duque de Enghien, muerto en Arrás, y el hijo de un notario del Grand-Châtelet. Rojo de vergüenza, no respondió. Julie ya se había alejado sin esperar una explicación que había juzgado inútil de antemano.
Cuando volvía con Julie al encuentro de la señora de Vivonne, con el corazón encogido y humillado, fue abordado por el marqués de Pisany, que salió del círculo del duque de Enghien.
El marqués era de baja estatura, de una fealdad espantosa y ligeramente chepudo. Su nodriza lo había maltratado de niño. Era célebre por su prodigioso valor en combate, y todos se maravillaban porque desconocía el miedo por completo. Sin embargo, era mucho más querido por su bondad e inteligencia, heredadas de su madre. Además, odiaba al cardenal. Esta animadversión era mutua, y Richelieu nunca lo invitaba a ninguna fiesta de la Corte. Como era un gran amigo de Voiture, Louis pensó que le iba a hablar del poeta. Pero no era de eso de lo que quería hablarle.
—Señor Fronsac, mi madre me lo ha contado todo —empezó alegremente—. Sé lo que habéis hecho por mi familia. A mí también me habría gustado desafiar al Gran Sátrapa. A cambio, sólo puedo proponeros una cosa: mi amistad. Os ofrezco mi mano, mis bienes, mi tiempo y mis amigos.
Hizo un gesto en dirección a Enghien, que se apartó y lo saludó con una amistosa inclinación de la cabeza.
—Queda todo a vuestra disposición. Servíos como y cuando os plazca.
Louis no esperaba oír semejantes palabras. Estaba paralizado por la emoción. Él, un modesto notario plebeyo, ¡amigo del marqués de Pisany! ¡Y del duque de Enghien, un príncipe de sangre real! Decididamente, los hijos de la marquesa no se parecían nada. Estrechó la mano que le tendían, la suya estaba helada. Farfulló:
—Gracias, señor. Tal vez necesite…
—Una cosa más, señor Fronsac —añadió el marqués de Pisany dirigiendo una larga mirada a su prima de Vivonne—, seguid los consejos del señor Corneille…
Louis se quedó desconcertado un buen rato, hasta que Enghien terminó la frase de Pisany, dirigiéndole una afectuosa mirada:
—… Deja actuar al tiempo, a tu paciencia… y a tu rey.
Y tras estas misteriosas palabras, se alejaron.
Louis volvió a reunirse con Julie. Pero no le contó la conversación que había mantenido con su prima de Angennes, pues, observando el aspecto melancólico de la joven, comprendió que era inútil y que la muchacha había adivinado el enojoso asunto.