Capítulo 9

Del viernes 17 al domingo 19 de mayo de 1641

En el pequeño gabinete contiguo al despacho de su padre Louis lidiaba con una donación especialmente delicada, cuando el señor Fronsac penetró de repente en la pieza. Su padre parecía algo nervioso.

—Louis, ¿puedes venir un momento? —le preguntó—. ¡Tengo aquí un visitante que te contará una noticia increíble!

Louis lo siguió en ascuas. El visitante era el señor Boutier, procurador del rey y primer oficial del canciller Séguier. Era el encargado de instruir el proceso del duque de Vendôme. Louis lo conocía bien, pues su padre y Boutier eran viejos amigos y el procurador, que además era su padrino, visitaba con frecuencia su casa para informarlos de las novedades judiciales concernientes a la Corte.

Boutier, un hombrecillo bajito y rechoncho y casi calvo, estaba vestido con un simple traje negro, como todos los procuradores, pero las bocamangas de seda roja quitaban al magistrado toda apariencia seria y hablaban de su carácter eternamente jovial. Estaba sentado y saludó amistosamente a su ahijado con un ademán. Louis se sentó a su vez, mientras su padre volvía a su lugar en su mesa de trabajo atestada de documentos. Pierre Fronsac tomó entonces la palabra dirigiéndose a su hijo en tono solemne:

—El tribunal se ha reunido hoy, y sabiendo que nosotros éramos responsables del inventario de los bienes de Vendôme, nuestro amigo Boutier, que estaba presente en la audiencia, ha venido en cuanto ha podido a contarme lo que se ha dicho allí. Y ahora le cedo la palabra.

—Se produjo, en efecto, un acontecimiento extraordinario hoy, Louis —comenzó Boutier en un tono de evidente nerviosismo—. El tribunal se ha reunido esta mañana bajo la presidencia de Su Majestad. Para todos, la suerte de Vendôme estaba echada y la confiscación de sus bienes era segura. De repente, en plena sesión, entregaron al canciller Séguier una carta del cardenal. Se celebró entonces un coloquio en voz baja entre Su Majestad, el canciller y los secretarios de Estado Bouthillier y Noyers; luego, nuestro rey tomó la palabra y declaró al tribunal:

»Señores, el cardenal nos ruega que perdonemos al señor de Vendôme. No estamos de acuerdo con monseñor. Damos nuestra protección a quien nos sirve con afecto y fidelidad, como lo hace el propio cardenal, y si no extremamos nuestro celo en castigar las maniobras que se hacen contra su persona, será difícil encontrar ministros que lleven nuestros asuntos con el mismo valor y fidelidad que muestra nuestro amado Richelieu. Sin embargo, hemos propuesto al señor canciller un expediente de suspensión del juicio definitivo y, según como se conduzca el señor de Vendôme para con nuestra persona, le perdonaremos.

—O sea, ¡que Su Eminencia quería absolver al duque! —exclamó Louis asombrado—. ¡Y por una vez sería el rey quien se opondría a sus deseos!

—Pero ¿por qué ese perdón? —preguntó el notario frunciendo el ceño—. ¿Cómo se explica? ¡Vendôme no merecía ninguna indulgencia!

—Desde luego es bastante incomprensible —respondió Boutier afirmando con la cabeza—. Sin duda las pruebas del complot no eran muy firmes y el cardenal habrá optado por ser práctico…

—¡Quia! —exclamó Louis alzándose de hombros—. ¡La falta de pruebas no ha sido nunca un impedimento para el cardenal! ¿Acaso no declaró cínicamente después de haber organizado el proceso de Marillac: «Jamás habría creído que hubiese argumentos para condenar a muerte al mariscal»?

El señor Fronsac aprobó discretamente a su hijo con un signo de cabeza y abundó:

—Louis tiene razón, Su Eminencia no nos tiene acostumbrados a semejante clemencia. Richelieu nunca ha hecho gala de misericordia o mansedumbre. Al contrario, persigue a sus enemigos con saña incluso después de haberlos vencido, ¡a veces incluso después de su muerte! No, verdaderamente nada puede explicar una actitud como ésa.

Louis reflexionaba. Aquella decisión, totalmente inesperada, era en efecto desconcertante. El cardenal actuaba siempre racionalmente, y sólo era irracional en la venganza: no indultaba jamás. Su aforismo preferido era: «¡Cuantos más muertos, menos enemigos!».

Se hizo un profundo silencio en la estancia. Cada cual ponía en orden sus ideas para encontrar una razón verosímil a la actitud del primer ministro y considerar las consecuencias de su decisión.

Quizá haya una explicación, pensó entonces Louis mordiéndose una uña.

Se volvió de pronto hacia el procurador para indagar:

—Supongo que ahora la confiscación de bienes queda en suspenso.

—Exactamente —convino Boutier—. La cancillería os pagará vuestro trabajo, pero el inventario ya no tiene razón de ser.

Louis bajó lentamente la cabeza. Había, pues, una justificación lógica a la extraña decisión del Gran Sátrapa. Interrogó de nuevo a Boutier:

—Si nosotros poseemos, por ejemplo, bienes pertenecientes al señor de Vendôme, supongo que deberíamos remitirlos a la cancillería.

—Por supuesto. ¿Y es así?

—En efecto. Se había extraviado un libro de gran valor —intervino el notario— y Louis lo ha encontrado. Lo tengo aquí junto con otros. El cardenal está, no obstante, al corriente de todo.

—El señor Séguier mandará a buscarlo sin duda —afirmó Boutier.

—Y seguramente —insistió Louis— Richelieu podrá consultar esa obra, si lo desea, ¿verdad? Mientras que si hubiese habido confiscación, las obras permanecerían precintadas, ¿no es así?

Boutier lo miró sorprendido. Luego asintió con la cabeza.

—Desde luego. Todo eso es evidente. ¿Hay algún problema?

—No. Ningún problema, pero creo haber comprendido por qué el cardenal ha ejercido su perdón —aseguró Louis—. Mi padre os lo explicará…

Pierre Fronsac asintió con aire enterado. También él había entendido el ingenioso proceder del Gran Sátrapa. Le contó entonces al asombrado procurador la historia del libro y los documentos ocultos en su interior. En cuanto hubo terminado, un profundo silencio se adueñó de la estancia. Boutier sopesaba ahora la importancia de la decisión del primer ministro. Al cabo de un momento de reflexión, interrogó prudentemente a Louis:

—Querido ahijado, ¿pensabais darle esas cartas a Su Eminencia?

—No —replicó Louis con un tono seco y categórico—. Richelieu tendrá el libro, no lo dudo. Pero las cartas no son de Vendôme. La señorita de Lorme debe venir dentro de dos días a buscarlas. Faltaríamos a nuestra palabra si actuásemos de otra forma.

El señor de Fronsac asintió con un movimiento de cabeza. Era la reputación de su despacho lo que estaba en juego.

El procurador cerró los ojos un momento uniendo las yemas de los dedos. Jurídicamente, la posición de los Fronsac era correcta y sólida. Pero no era defendible. Conocía las reacciones violentas del cardenal.

Boutier se levantó finalmente y, sacudiendo la cabeza para mostrar que desaprobaba totalmente su actitud, les advirtió:

—¡Jugáis a un juego muy peligroso! Si Su Eminencia quiere esas cartas, las tendrá. ¡Con o sin vuestro consentimiento! Creedme, no intentéis luchar contra él. Es demasiado fuerte.

—El cardenal no tiene todas las bazas —lo tranquilizó Louis, levantándose a su vez—. No debéis temer por nosotros.

Acompañaron a Boutier hasta el patio donde lo esperaba su carroza. Al subir, el procurador les dijo con una débil sonrisa:

—Si tengo nuevas informaciones, os las traeré al momento, podéis estar seguros de ello. Y tened cuidado, por favor.

La carroza partió y los Fronsac volvieron a su trabajo en silencio.

Al día siguiente por la mañana, muy temprano, dos arqueros del Palacio de Justicia se personaban en la notaría de los Fronsac para llevarse «unas obras pertenecientes al señor duque de Vendôme y que debían serle devueltas».

Louis les entregó los libros a cambio de un comprobante por escrito. Acto seguido, dejó el despacho. Tenía que llevar bastantes actas para que micer de Mas las firmase, y pasar luego por el Palacio de Justicia, en la isla de la Ciudad, donde se juzgaba un asunto de herencia en el que su despacho había intervenido. Volvió a última hora de la tarde, pues debía cenar con sus padres en compañía de Gaston de Tilly, con quien se había cruzado en el Palacio, y del procurador Boutier, a quien su padre había invitado con ocasión de su visita.

El gran comedor había sido suntuosamente dispuesto por la señora Mallet. Sobre la mesa rectangular, recubierta de un magnífico mantel de damasco, habían sido colocadas hermosas piezas de orfebrería: candelabros, saleros, vinajeras y frascos de vino. Las bujías de cera casi lograban iluminar correctamente la pieza, hasta el punto de que a veces se llegaba a distinguir el contenido del plato de loza.

Nicolás Bouvier desempeñaba muy serio el papel de sumiller, y tan pronto como un vaso quedaba vacío, lo llenaba con vino de Borgoña. Los platos eran solemnemente llevados por Guillaume y depositados en línea recta en el centro de la mesa. Una vez bendecida la mesa, se sirvieron dos sopas seguidas de cuatro entradas constituidas por carnes asadas de formas diferentes, cada una presentada con una salsa de distinto color. Los invitados se servían con los dedos, y sólo el señor y la señora Fronsac utilizaban cubiertos italianos. Los comensales se enjugaban en aguamaniles los dedos sucios y coloreados por las salsas, o simplemente se los limpiaban en la ropa.

Louis contó una vez más su pelea con Fontrailles. Boutier, todavía inquieto y malhumorado, escuchaba en silencio. Por fin, tomó la palabra y explicó a los demás comensales:

—Fontrailles está en el centro de los conflictos que agitan actualmente la Corte. Pero es un hombre prudente que jamás comete errores. Richelieu no logra pillarlo en flagrante delito de complot y, sin embargo, ¡Dios sabe que le tiene ganas! El marqués de Fontrailles fue durante mucho tiempo un hombre de Soissons, antes de serlo del duque de Orleans, y ahora de Don Mayor. Dicen que sigue manteniendo vínculos con Sedán, en donde actualmente hay un verdadero nido de conspiradores en torno a Bouillon. Es un hombre que por desgracia tiene múltiples amigos en la Corte. Es incluso muy estimado por gentes irreprochables como el señor de Marcillac[25]. En pocas palabras, Fontrailles es a la vez temible e intocable.

Gaston asintió a aquellas palabras del procurador y añadió dirigiéndose a Louis:

—No sé si lo sabrás, pero se ha confirmado: el duque de Guisa se ha refugiado también en Sedán. Por eso el palacete frente a vuestra casa está siempre desierto.

Boutier tomó de nuevo la palabra después de asentir con la cabeza:

—La situación es más grave todavía; el cardenal decidió incoar un proceso criminal al fugitivo y Guisa estaría dispuesto a exiliarse en los Países Bajos, pues teme no estar seguro en Sedán. Y ya se habla de confiscarle todos sus bienes.

Como hemos dicho, la querella respondía al interdicto que hacía el cardenal al duque de Guisa, arzobispo de Reims, por estar casado con la hermana de Marie de Gonzague y con la condesa de Bossut. Casos semejantes habían sido tolerados en el pasado, pero en 1641 ya no era aceptable.

En efecto, esta primera mitad del siglo XVII estaba marcada por lo que después se dio en llamar la Contrarreforma. En Francia, los católicos reanudaban la ofensiva contra los reformados. El movimiento de la Congregación del Oratorio en torno a Vicente de Paul proponía una Iglesia católica cercana al pueblo, que aliviase la miseria, ayudase a los enfermos y evangelizase pueblos. Todo muy alejado de los excesos de los siglos precedentes. La aristocracia era la primera en dar ejemplo: las conversiones e ingresos en los conventos como resultado del resurgimiento de las vocaciones eran numerosos; así, tres de las hijas de la señora de Rambouillet habían profesado. La duquesa de Aiguillon, sobrina del cardenal, renovaba sus votos todos los años y ayudaba a Vicente de Paul, quien a su vez era sostenido por la señora de Gondi, madre del abad de Retz. Y por todas partes surgían nuevas congregaciones, como la de las Hijas de la Caridad.

Los jesuitas se introducían incansablemente en distintos ámbitos, intentando modificar las estructuras de la sociedad. En fin, en torno al monasterio de Port-Royal un nuevo movimiento se estaba desarrollando, al principio cercano a la Congregación del Oratorio, un movimiento organizado en torno a las propuestas del Agustinus, todavía más crítico con el laxismo no sólo de un cierto sector del clero, sino también de los jesuitas. Dicho movimiento empezaba a hacerse temer, y, en ese año de 1641, el abad de Saint-Cyran, el principal propagador de las nuevas ideas, acababa de ser preso en Vincennes por orden de Richelieu. Es ahí donde dos años más tarde prepararía la obra publicada por Antoine Arnauld: De la comunión frecuente, que se convertiría en el texto de referencia de los futuros jansenistas.

En esas condiciones, era evidente que, para evitar una grave crisis religiosa, el duque de Guisa debía ser severamente castigado.

—Entonces, ¿cómo justifica el duque su actitud? —preguntó el señor Fronsac volviéndose hacia Boutier.

—Todo el mundo sabe que Guisa está loco. Dicen que desea conservar a sus dos esposas, pero renunciaría gustoso a su arzobispado con tal de que sus cargos eclesiásticos permaneciesen en su familia. El cardenal se opone, como es lógico, a esa solución, que no le reportaría nada. Richelieu desea tanto la fortuna de los Guisa como la pureza de la Iglesia de Francia.

—Pero ¿creéis que el duque está dispuesto a unirse a hugonotes tan rigurosos como Bouillon? Y además, su familia se ha apartado de los complots; desde el asesinato de «Caracortada»[26] el poder no puede quejarse de los príncipes de Lorena. Y han sacado buen provecho de ello.

Boutier sacudió la cabeza negativamente:

—¡No creáis! Su Eminencia sabe que el conde de Soissons, so pretexto de que el rey no le ha abonado las fuertes indemnizaciones que debía haber recibido por abandonar el anterior complot, pretende arrastrar a Bouillon y a Guisa, por muy hugonotes y católicos que sean, a una alianza secreta con España.

—¡Pero eso sería traición! —se indignó el señor Fronsac con un tono brusco.

Como cualquier burgués de París, Pierre Fronsac detestaba a Richelieu aun aprobando su política de sometimiento de la casa de Austria. Que los grandes del reino quisiesen desembarazarse del Gran Sátrapa, de acuerdo. Pero que España viniese a dirigir el país, a eso sí que se oponía rotundamente. El movimiento ultramontano tenía pocos adeptos entre la burguesía parisina.

Boutier le dirigió una mirada llena de lucidez.

—¡Por desgracia, sí! Y hay algo más grave todavía —añadió con tono del que sabe mucho más de ello pero no puede contarlo—: Si las negociaciones entre Soissons, Bouillon y Guisa, de una parte, y el emperador de España, de la otra, llegan a buen término, la guerra estallará forzosamente y tendrá lugar en nuestro suelo.

Un profundo silencio acogió esta revelación. Desde luego, la guerra seguía vigente —la victoria de Arrás el año anterior afortunadamente había puesto a Francia en posiciones de fuerza—, pero las batallas se desarrollaban en las fronteras, entre ejércitos franceses y extranjeros. Mientras que si los grandes se alineaban con los españoles, sería una guerra entre franceses, como en los tiempos de la Liga. Es decir, una guerra espantosa, atroz.

—Sin embargo, nuestros ejércitos son muy superiores al que podrían reunir Bouillon y Soissons —objetó el señor Fronsac frunciendo el ceño—. España no podrá proporcionarles demasiadas tropas.

—Es cierto —suspiró el procurador—, sólo que olvidáis que el descontento cunde por doquier. Estallan revueltas por todo el reino y Su Eminencia las reprime con mucha severidad. Todo el mundo está cansado de la guerra y su cortejo de cadáveres. Hay demasiados impuestos, demasiada miseria y demasiada injusticia. Los campos están vacíos, agotados. El comercio y la industria son estrujados al máximo. El descontento es todavía mayor en el ejército. ¡Quién sabe si los oficiales serán fieles! ¿Hasta dónde se puede extender el complot de los duques? Nadie lo sabe. Incluso me han dicho que el abad de Retz estaría tratando de reunir a una parte de la Iglesia y levantar París cuando las tropas de Soissons se acerquen.

»Se rumorea también —añadió en voz baja— que sería el encargado de ¡tomar La Bastilla, así como el Louvre! Soissons se presenta a todos como el que quiere liberar a Francia de Richelieu. Asistimos en verdad a una auténtica cruzada contra el cardenal. Me atrevería a decir —aunque la palabra parezca muy fuerte— ¡a una revolución! Que, por otra parte, es lo que desea el marqués de Fontrailles.

Añadió con una voz todavía más baja:

—La policía del cardenal se habría enterado de que la propia reina ha sido informada y ha aprobado el proyecto de alianza con España. Cinq-Mars también habría sido tentado, pero habría rehusado formar parte del proyecto, siguiendo los consejos de Fontrailles. De hecho, d’Astarac espera a ver cómo van evolucionando los acontecimientos; propondrá a continuación a Cinq-Mars aliarse con los vencedores. Y ahora todos se preguntan: ¿cuál es el papel del hermano del rey en esta empresa?

La crisis era mucho más grave de lo que pensaba Boutier: la reina formaba parte de un vasto complot en el cual estaba también implicado Gaston d’Orleans, el real hermano. Mas, para evitar comprometerse demasiado, el duque de Orleans informaba también al cardenal del avance de la conspiración. Así, estaría siempre en el campo del vencedor, o eso creía él.

El objetivo de los conjurados era ahora deponer al rey y, una vez puesto bajo tutela, Soissons tomaría enseguida el lugar de Richelieu para convertirse en regente del reino. En cuanto al cardenal, ¡simplemente debía desaparecer!

Ahora todos comían en silencio, ansiosos y alarmados, no por el contenido de su plato, que no lograban distinguir muy bien, sino por el futuro que les esperaba. ¿Qué cambios acaecerían en los próximos meses? El recuerdo de la guerra civil, desde la muerte de Enrique IV, seguía presente en la mente de todos, con su cortejo de horrores para los parisinos: hambruna, masacres, dictadura feroz de algunos jefes de bandos. Una cosa era desear el fin del cardenal y otra muy distinta ver desaparecer todo orden público y asistir al triunfo de la anarquía.

—El cardenal ya ha reprimido tantas intrigas y conjuras… Y ésta sólo es una más. Tampoco triunfará —decidió Louis con fingida despreocupación, dirigiéndose a su madre para tranquilizarla.

—Puede ser —admitió Boutier—. Pero los tiempos cambian. El cardenal ha hecho mucho por la grandeza de Francia: Arrás y Artois son nuestras, Casal también; y pronto lo serán el Rosellón y Cataluña. Nuestra marina es una de las más fuertes de Europa. Nos extendemos hasta Canadá. Hoy Francia domina el mundo. La casa de Austria está definitivamente humillada, si no vencida. Inglaterra está en plena anarquía y no nos molesta. Los grandes del reino y los hugonotes han sido debilitados y domados.

»El cardenal ha triunfado en todo cuanto ha emprendido. Pero el precio ha sido terrible. ¡Demasiado terrible! No, creedme, ha sembrado tanto odio, tanta animosidad, sangre y lágrimas en ese combate que muchos de sus amigos lo han abandonado. Ya sabéis lo que ha dicho el Papa de él: «¡Si Dios existe, pagará!». Incluso el rey está harto de Richelieu.

Boutier había soltado esta última revelación algo a regañadientes.

—¿También el rey? —repitió aterrado el señor Fronsac—. ¿Estáis seguro de lo que decís?

—Seguro, seguro… Pero ha corrido el rumor. Y cuando el río suena… En todo caso, la desconfianza reina entre los dos. Cinq-Mars ha repetido a quien quiere oírlo que Su Majestad desea desembarazarse de Su Eminencia, ¡y que sólo estaría esperando un Ornano para actuar!

«Ornano había matado a Concini por orden de Luis XIII, treinta años antes. ¿El rey volvería a hacerlo? —se preguntaba Louis—, ¿y con su mejor ministro? ¿Podían haber llegado a ese extremo los dos hombres que gobernaban Francia desde hacía veinticinco años? ¡No! Aquello parecía imposible». En esas reflexiones estaba cuando intervino Gaston, hablando con la boca llena:

—¿Y si simplemente se muriese de enfermedad? Según me han dicho, está bastante mal.

—Es cierto. El cardenal está agotado. Cada vez que lo veo lo encuentro más débil —confirmó el procurador—. Pero lo peor es que el rey también está enfermo. Según algunos médicos que los han tratado, no les queda mucho tiempo de vida. Y el delfín sólo tiene tres años. ¡Dios proteja a Francia! Entre la posible regencia de Gaston o la de Ana de Austria, toda la obra del cardenal desaparecerá tan rápidamente como la excelente comida que acabamos de tomar esta noche.

Boutier esbozó una sonrisa satisfecha que se borró enseguida de su rostro al añadir:

—El pequeño Louis-Dieudonné corre el riesgo de quedarse sin reino sobre el que reinar.

—Pero bueno, ¿es que no hay nadie que pueda reemplazar al cardenal? —preguntó el señor Fronsac enérgicamente golpeando la mesa con vigor—. ¿El Estado no tiene más que Soissons, Bouillons y Guisas?

Boutier asintió con un gesto afirmativo a las palabras de su anfitrión.

—Hay alguien, desde luego, pero ¿lo aceptarán los franceses?

—¿Quién? —preguntó Pierre Fronsac padre enarcando las cejas.

—Julio Mazarino, el antiguo nuncio apostólico —respondió Boutier con voz grave—. Es el hombre de las negociaciones de Richelieu. Es diestro, brillante, competente, sutil, y da la impresión de ser dulce, bondadoso y apocado. Pero no hay nada de eso. No puede ser más orgulloso. Detrás de esa máscara de comedia es valiente, cínico y eficaz. Contrariamente al cardenal, no lo mueve la crueldad, porque en su opinión todos los hombres son codiciosos. No mata jamás, compra. No devuelve el servicio, paga. No negocia, compra. No se venga, soborna. Es un hombre de una voluntad de hierro y se siente más francés que todos nosotros juntos. Está al corriente de todo lo que hace, proyecta o decide Richelieu, y sólo él podría proseguir su obra.

»En su favor, se puede decir que todo el mundo lo quiere, aunque desgraciadamente nadie lo respeta, pues su origen es más que humilde: es hijo de un criado. Pero, sobre todo, es italiano, y, desde Concini, Francia no quiere ni ver delante un ministro trasalpino. Y por si fuera poco, ¡es la criatura de Su Eminencia! Para ocupar el lugar de su amo, ¿en quién se apoyaría? ¿En el rey? ¿En el duque de Orleans? ¿En la reina Ana? No tiene, en realidad, ningún sostén, ningún amigo. Probablemente desaparecerá con el cardenal.

El tono era fatalista, desengañado y, sobre todo, afligido.

De nuevo se hizo el silencio, tratando de medir cada uno la importancia y gravedad de los acontecimientos que podían producirse en los meses siguientes. Louis intentaba poner en orden sus ideas. La conjura de Vendôme le parecía ahora clarísima, incluidos sus elementos menos visibles. Hasta entonces no había sospechado que pudiese tener otras ramificaciones con aventuras más políticas. Sin embargo, había un hilo conductor en las conspiraciones de Sedán: Cinq-Mars y Fontrailles. Y, según Boutier, Soissons era mucho más peligroso que Vendôme. Y respecto a él, Louis Fronsac, ¿cuál era su papel en aquel enredo? Creía haber atado cabos con aquel expediente, pero ahora se le abrían nuevas perspectivas: si Soissons triunfaba, Cinq-Mars, el cardenal e incluso el rey serían barridos. Entonces las cartas del favorito no tendrían ninguna importancia. Esa perspectiva era la más favorable para él, pero el período de confusión que seguiría no aconsejaba desear semejante desenlace. Por el contrario, si el cardenal era eliminado, Cinq-Mars podría convertirse en el centro del poder apoyándose en el rey. ¿Cuál sería su actitud entonces frente a los Fronsac? Es cierto, Louis podría aducir que había evitado un chantaje odioso, pero ¿bastaría con eso? Definitivamente, la continuidad del cardenal representaba para él la situación más segura.

Se hallaba en estas reflexiones cuando su madre reanudó la conversación. Era evidente que deseaba abordar un tema menos grave.

—¿Sabéis que nuestros vecinos los Jouy se han ido? Han dejado precipitadamente su casa esta mañana, nada más venderla. Me han dicho que les habían hecho una oferta tan astronómica que no habían podido rechazarla.

Los Jouy eran ricos sombrereros que ocupaban la vieja casa de sillarejo lindante con la de los Fronsac. Vivían allí desde hacía cuarenta años y su marcha precipitada era harto sorprendente. El ceño fruncido del señor Fronsac testimoniaba su asombro. El acontecimiento parecía totalmente inesperado.

La señora Fronsac no cabía en sí de gozo. Por una vez era ella la que tenía a todo el mundo en ascuas. Por desgracia para los más curiosos, no sabía gran cosa y tuvo que interrogar a la señora Mallet, que les contó con voz aguda:

—Se han ido como alma que lleva el diablo. Las carretas estuvieron yendo y viniendo toda la mañana para recoger sus cosas. Como si todo estuviese previsto desde hace tiempo.

—Sí que es desconcertante una marcha tan repentina —apostilló el señor Fronsac—. ¿Y conocemos a los nuevos vecinos?

—No, señor. No he visto a nadie, aparte de la cuadrilla de obreros que ha estado trabajando durante toda la tarde. No han parado de picar, cavar y tapar todo el día, pero vos, con lo distraído que sois, ¡seguro que no os habéis enterado!

—Mañana me informaré —decidió el notario—. Es bueno conocer a nuestros vecinos, y me gustaría oír hasta la última palabra de esa extraña historia.

Louis no lo escuchaba. Preguntaba en voz baja a Gaston sobre el tal Mazarino, del que algo había oído hablar en el palacio de Rambouillet, pero su amigo no sabía nada del italiano.

La comida finalizó con un dulce postre de cocina que el procurador Boutier, particularmente goloso, se comió casi entero, felicitando a la señora Fronsac con la boca llena. Empezaba a hacerse tarde y Gaston propuso acompañar al procurador; sería más seguro para él, habida cuenta de la inseguridad de la ciudad. Él mismo había acudido acompañado de un arquero, que comía como un tragaldabas en la cocina, y dar una vuelta por el domicilio de Boutier no le causaría molestia alguna.

El domingo por la tarde, Marion de Lorme se hizo anunciar. Pierre y Louis Fronsac la recibieron como la futura duquesa de Effiat que esperaba llegar a ser. Vestida con un traje de verdugado de color azur con pasamanería de plata que realzaba su figura, irradiaba belleza y elegancia.

—Señora, os acompañaremos a los cofres donde guardamos vuestros documentos —declaró el notario con deferencia—. Vuestro paje puede esperar aquí.

Saliendo de la sala por una puerta del fondo, subieron los tres una escalera de husillo que llevaba al piso. Marion tuvo dificultades con su vestido. Por fin, llegaron a una salita donde tres gruesas puertas de hierro de tres pies de alto y dos de ancho ocupaban toda la pared. El espacio contenía por todo mobiliario tres sillas, una gran mesa y un aparador. El notario explicó doctamente:

—Los cofres están empotrados en el grueso muro de esta casa, y sólo mi hijo y yo tenemos las llaves. Sin ellas, no pueden ser abiertos y mucho menos forzados, ¡el hierro tiene tres pulgadas de espesor!

Metió la mano en un bolsillo inferior de su camisa, sacó un juego de tres llaves e introdujo una en la cerradura del cofre del medio, que se abrió con un desagradable chirrido.

Un espectáculo extraordinario se ofreció entonces a sus ojos: ¡el fondo del cofre no era más que un agujero rodeado de cascotes! Se veían las paredes desiertas de una de las habitaciones de la vivienda vecina, la casa de los Jouy. El espacio delante de ellos estaba completamente vacío.

¡Les habían robado! ¡Los habían desvalijado!

El corazón del señor de Fronsac se puso a latir aceleradamente. Tuvo que sentarse de inmediato en una de las sillas agarrándose el pecho. Un suceso como aquél nunca se había producido en casa de ningún notario. Y acababa de ocurrir en su casa. ¡Su despacho jamás se recuperaría de algo así!

Louis había entrado resueltamente en el cofre y, agachándose, pasó a la casa vecina por el agujero practicado en la pared. Allí, tirados por el suelo, se hallaban todos los expedientes del despacho.

—¡Padre! —gritó—. ¡Nuestros documentos están aquí!

Empezó a recoger hojas y se las fue pasando a su padre, que se había levantado y acercado a la puerta. Todo aquello sucedía ante una asombrada Marion de Lorme, que abría los ojos como platos. Poco a poco, el notario iba cogiéndolas y depositándolas en la mesa. Louis se reunió con él al cabo de unos instantes y se puso a ayudarlo. Efectuaron una verificación rápida: no parecía faltar nada. Claro que sólo un registro exhaustivo permitiría estar seguro de ello.

Louis se volvió hacia Marion y luego dirigió una mirada sobre la mesa. Acababa de darse cuenta de que, pese a todo, faltaba algo.

—Padre —dijo con la voz quebrada—, ¡las cartas de Cinq-Mars no están!

Realizaron un nuevo registro, pero Louis sabía que era inútil. Marion también. Ahora tenía un aspecto desesperado y se mordía los labios de angustia.

Louis se volvió hacia ella.

—Señora —le dijo, pálido de rabia—. Averiguaré quién ha hecho esto. Y creedme, será castigado. Encontraré ese expediente cueste lo que cueste.

Se volvió hacia su padre.

—Padre, excúsame. Acompañarás tú a la señora. Yo me voy con Gaston. Esta noche sabremos quién ha alquilado esta casa.

Cuando volvió, era ya muy tarde. Se encontró a su padre ordenando todos los expedientes con el primer oficial. El notario estaba abrumado.

—Efectivamente, no falta nada, Louis, excepto el expediente de Cinq-Mars. Estamos deshonrados para siempre.

—¡No! Yo sé quién nos lo ha robado —le replicó un Louis más que furioso sentándose—. Nada más avisarlo, Gaston me hizo el favor de acompañarme junto con dos arqueros a la casa de los Jouy. No había ni un alma. Ni el menor indicio que pudiera hablarnos de lo ocurrido. En cuanto a los vecinos, no sabían nada. Entonces, recordé que un día el señor Jouy, con ocasión de la boda de su hija, me había hablado de su notario: Émile Magne; sabes que su despacho no está muy lejos, en la calle Saint-Denis. Nos fuimos allí inmediatamente. ¡Imagínate cómo iríamos! Los viandantes, desde luego, no estaban muy contentos. Los arqueros a caballo los apartaban sin miramientos.

Esa afirmación hizo aflorar una triste sonrisa al rostro del señor de Fronsac. Louis continuó:

—El señor Magne había sido cofirmante de la escritura de venta. Se acordaba muy bien de ello. La operación había tenido lugar en casa del notario Bellechasse. Según él, el señor Jouy parecía violento, pero la casa había sido comprada por cuarenta mil libras, que sobrepasa con creces su precio real. En cuanto al comprador…

El notario dio muestras de impaciencia e interrumpió a su hijo:

—¿Quién es? ¿Lo conocemos?

—Mira, he mandado hacer copias de la escritura.

Le tendió un papel que el notario leyó rápidamente.

—¡Rochefort!

—Sí, Rochefort; no ha debido de tener tiempo de cambiar de identidad, no todo está perdido. Verás lo que haré…

Las explicaciones de Louis fueron bastante prolijas y su padre propuso algunas modificaciones a su plan. El primer oficial tomaba notas. Una ruda y peligrosa partida iba a entablarse.