Capítulo 8

Sábado 4 de mayo de 1641, al comienzo de la tarde

Marion de Lorme vivía detrás del Palacio del Cardenal, en un vasto y lujoso apartamento de seis piezas que dejaría unos meses más tarde por la Plaza Real. Para ir a su casa, Louis debía costear el palacio que había hecho construir Richelieu en el lugar del antiguo palacete de Rambouillet —el palacio de Angennes—, que había comprado en 1624.

Armand du Plessis no sólo había destruido la mayor parte del palacete existente, sino que había obligado a los vecinos más próximos a que le cediesen sus casas para disponer de un vasto jardín. En 1641, los trabajos de embellecimiento del palacio no estaban totalmente terminados y todavía quedaban muchos andamiajes. Para evitarlos, Louis se vio obligado a pasar ante la sala de teatro que hacía construir el ministro.

Fue allí, en enero último, donde Richelieu había hecho representar Mirame, una tragedia de la cual afirmaba ser el autor, aunque nadie ignorase que sólo había propuesto la trama —los amores de Buckingham con Ana de Austria— y que luego fue escrita por sus plumíferos.

Y es que el Gran Sátrapa tenía veleidades de escritor. Por lo visto, en cierta ocasión había preguntado a uno de sus amigos:

—¿Cuál creéis que es mi mayor placer?

—¿Hacer la felicidad de Francia? —le respondió prudentemente el interpelado.

—¡En absoluto! ¡Hacer versos!

Mirame había sido representada durante los festejos organizados con ocasión del matrimonio del duque de Enghien con Claire-Clémence, la sobrina del cardenal. Todos le regalaron los oídos: Era la obra de un genio, la pieza superaba, ¡y con creces!, El Cid de Corneille.

Louis no podía dejar de sonreír pensando en ello. La «Corte de la Corte» había sido invitada a la representación y obligada a aplaudir. Pero el joven recordaba muy bien lo que se había dicho en el palacio de Rambouillet al día siguiente del aburrido espectáculo. Ni uno de los habituales de la casa había defendido la obra. Al contrario, todos se habían mofado del Gran Sátrapa, y únicamente sus extraordinarios decorados, traídos de Italia por ese Julio Mazarino, que ahora se hacía llamar Mazarin, habían sido calificados de admirables y deslumbrantes.

Con aquellos aplausos de complacencia, Richelieu se había convencido de que su gloria de dramaturgo haría palidecer la de Corneille. Sólo una sombra empañaba aquel cuadro idílico: durante el espectáculo, Armand du Plessis, que había vigilado la sala, había observado entre los espectadores a uno que no paraba de burlarse y carcajearse ruidosamente.

El caballero burlón era Louis d’Astarac, marqués de Fontrailles.

Louis no podía saberlo entonces, pero la sala en la que se estrenó Mirame no vería jamás otra representación bajo este reinado. Después de la muerte del ministro sería abandonada durante veinte años para ser finalmente reconstruida y entregada a Molière[24].

En las inmediaciones del palacio, Louis avanzaba cada vez más lentamente, pues debía colarse entre un ejército de mulas que llevaban a los magistrados al Palacio de Justicia, situado en la isla de la Ciudad. Debía evitar también las carrozas que, a duras penas, se dirigían hacia el Palacio del Cardenal, tratando de no volcar los puestos de los comerciantes, que invadían la calzada mucho más de lo que se les autorizaba.

A veces, el joven notario reconocía a algún personaje principal, que caminaba acompañado de un ruidoso séquito de gentileshombres, de pajes y de criados insolentes. Entonces la circulación se detenía, pues los curiosos y los mirones se quedaban inmóviles para aprovechar el espectáculo. Tanto es así, que un italiano de visita en París en aquella época llegó a afirmar: «La distracción favorita de los parisinos ha sido siempre mirar pasar a la gente».

El ajetreo comercial era agobiante: sombrereros, estañeros, guanteros, zapateros y otros comerciantes abrían los tejadillos de sus tiendas sobre la calle, sin contar a vendedores ambulantes y buhoneros, que ocupaban la mayor parte de la calzada levantando en ella caballetes, toldos e incluso tenderetes.

Había también toda clase de feriantes ofreciendo a los mirones loterías, rifas, baratijas, quincallería, juguetes o perendengues. En fin, que por todas partes se tropezaba con cómicos de la legua, titiriteros y comediantes que se instalaban en la primera plazoleta vacía que encontraban tocando el tambor de forma ensordecedora para anunciar su espectáculo de cuatro cuartos.

Y por todas partes bullía un hervidero de gente formado por la multitud del pueblo llano, andrajoso y miserable. El notario se cruzó con lisiados de guerra, descargadores y ganapanes que alquilaban su fuerza bruta, mendigos y ladrones, prostitutas y cantoneras en busca de clientes y, sobre todo, criados desocupados que en cualquier momento podían jugarte una mala pasada.

Louis pensó en François Collet, caminando entre aquella multitud: en medio de aquel barullo, y con la misteriosa arma de aire, había debido de ser muy fácil matarlo. Rochefort se habría acercado a él por la espalda para dispararle derecho al corazón, a bocajarro. Y nadie había visto u oído nada.

¿Cuántas muertes como ésa tenía en su haber el espadachín? Aquel crimen le trajo a la memoria el poema de Guérart:

Si camináis por París, llevad los ojos alerta,

mirad aquí y allí, y abrid muy bien las orejas,

si no lo hiciereis así, os van a empujar o a herir.

¡Pobre Collet, qué poco alerta estuvo!

Finalmente, y no sin dificultad, el joven notario llegó ante el inmueble donde vivía Marion. Un amplio patio delantero permitía a los visitantes dejar sus caballos y carrozas. Louis le dio una moneda de veinticinco céntimos al pilluelo andrajoso encargado de vigilarlos.

Una escalinata de varios peldaños daba acceso al vestíbulo, donde un altivo lacayo, ricamente ataviado, lo recibió con altanería. Louis le pidió cortésmente que anunciase su visita a la dueña de la casa.

Marion de Lon, o de L’Orme, como se hacía llamar, aunque todo el mundo la llamaba de Lorme, había nacido en 1613 de un padre barón, tesorero general de Hacienda, que tenía otros doce hijos. Contaba, pues, veintiocho años de edad y había elegido libremente vivir como cortesana.

Sin embargo, no era una prostituta corriente: sus amantes eran todos famosos. El más conocido, sin duda, Richelieu. O el propio Cinq-Mars, como hemos dicho. Pero la ruptura con el caballerizo mayor parecía definitiva desde hacía unos meses.

Y aunque a los notarios no se les solía hacer esperar, sin embargo Louis tuvo que aguardar pacientemente unos minutos en un admirable recibidor. Espejos y cuadros italianos cubrían las paredes, proclamando la riqueza de la señorita de Lorme.

Una monumental escalera con pasamanos de hierro forjado subía hacia los pisos y, probablemente, hacia los lugares de trabajo de la joven, de donde llegó para reunirse con Louis.

Era muy bella, de rostro afable y dulce. Vestía con elegancia, pero también con modestia y sencillez. Un gran cuello de encaje ocultaba su opulento pecho. Sus cabellos, finamente rizados, dibujaban un óvalo perfecto en torno a su cabeza. En fin, que nada en ella revelaba el oficio que ejercía.

Marion lo hizo pasar, con un gesto, a un saloncito donde ambos permanecieron de pie.

Louis expuso entonces los hechos que lo habían llevado allí, sin ser interrumpido, aunque en varias ocasiones la expresión del rostro de la joven reveló su sorpresa, su temor o más raramente su satisfacción. Luego se hizo un silencio. Marion se quedó pensativa y Louis notó que parecía tener escrúpulos para hablar.

—Señor —preguntó finalmente retorciéndose las manos—, ¿habéis traído los documentos de los que acabáis de hablarme?

—No, señora. Se hallan en nuestro despacho, adonde podéis venir a buscarlos, tras firmar un comprobante, el día y hora que os convengan.

Louis observó cómo la cortesana se mordía ahora el labio inferior, dividida entre el deseo de recuperar rápidamente sus cartas y el de recibir un consejo. Y la presencia de un notario era realmente tentadora. Finalmente, se decidió.

—Señor Fronsac, creo que si habéis venido a verme para contarme todo esto, y si estáis dispuesto a devolverme los documentos, es porque sois un hombre honrado. Estoy segura de que puedo confiar en vos, y, en ese caso, os debo algunas explicaciones. Sentaos, os lo ruego.

Ella misma se acomodó en una confortable banqueta tapizada e hizo una señal a Louis para que se sentase a su lado, cosa que el joven notario hizo.

—Vos no me debéis nada, señora —precisó Fronsac.

—Ojalá fuese así, pero…, el caso es que esta historia tal vez no se ha acabado todavía, y creo que voy a necesitar un hombre de leyes para registrar ciertos hechos. Las explicaciones que voy a daros me gustaría que las recogieseis en un acta notarial que me remitiréis con los documentos. Os pagaré, por supuesto, vuestros honorarios por este trabajo de hombre de ley que sois.

—Como gustéis, señora. Estoy a vuestra disposición.

Louis sacó una pluma de la bolsita que llevaba consigo a todas partes junto con una pequeña escribanía plegable. Marion lo observó un instante y tomó la palabra de nuevo:

—Veréis, señor —empezó—, yo no tengo protector… pero tengo una protectora.

Señaló con una sonrisa la pluma que había en un pequeño escritorio situado ante ellos, en un ángulo de la pieza.

—Los que desean mis favores me olvidan tan pronto los han obtenido, así que yo no dudo jamás en pedirles que declaren su ardor por escrito. Si quieren mi cuerpo, deben expresar su amor por mi corazón. Incluso el cardenal tuvo que pasar por eso.

Sonreía pensando en la grotesca carta que Richelieu le había hecho llegar.

—Esas cartas —prosiguió— las guardo en un cofre secreto. Sé que un día pueden serme útiles. Pero jamás las utilizaré por iniciativa propia, y mucho menos en mi propio beneficio. Digamos que son un arma defensiva. Por lo que respecta al señor de Cinq-Mars, sabéis que era mi amante desde hace un año y que me había hablado de matrimonio. Me sentí traicionada cuando me enteré de que proyectaba sus esponsales con Marie de Gonzague —dijo entre dientes estas últimas palabras.

»Rompí inmediatamente toda relación con él. No pudo soportarlo y volvió a mí contrito y arrepentido, asegurándome que jamás había contemplado la posibilidad de semejante alianza y que Marie Gonzague le horrorizaba. Que, en realidad, todo aquello formaba parte de un plan para engañar al rey, según me explicó. Quien desposase a Marie de Gonzague tenía que ser duque y par. Luego Su Majestad no tendría nada que reprocharle, puesto que acababa de obtener el cargo de caballerizo mayor, en perjuicio del duque de Bellegarde. Presionando al rey, estaba seguro de lograr su objetivo, ser nombrado par de Francia. Cuando eso ocurriese, actuaría como Gaston d’Orleans: se haría el remilgado y, en el último momento, rechazaría el matrimonio con la Gonzague.

Al llegar a este punto del relato, la cortesana exclamó:

—¡Y entonces se casaría conmigo! ¡Y yo, Marion de Lorme, me convertiría en duquesa de Cinq-Mars! A fin de cuentas, no haría ningún casamiento desigual, puesto que yo ¡soy hija de un barón!

Louis casi no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. A nadie en su sano juicio se le habría ocurrido semejante maquinación. Había posado su escribanía y miraba a Marion con la boca y los ojos abiertos como platos. El artificio le parecía absolutamente inverosímil.

La cortesana prosiguió imperturbable, sin darse cuenta siquiera de la actitud de Louis. Su rostro se había transformado. Toda dulzura y modestia habían desaparecido para dar paso a una dureza y vanidad increíbles. Estaba verdaderamente exaltada, y más que con Louis, parecía hablar consigo misma, como si intentase convencerse de lo que decía.

—Os lo concedo, era un plan audaz. ¡Pero qué revancha! Todos los que se burlaban de mí, los que me despreciaban y estaban deseando acostarse conmigo, estarían a mis pies. ¡Sería igual a la reina!

Se calló un instante. Los ojos brillantes miraban fijamente a Louis para obtener su aprobación. El joven notario no sabía cómo reaccionar.

Dándose cuenta de la actitud más que reservada del notario, Marion de Lorme se levantó y continuó con una voz más mesurada:

—¿Pero podía creerle? ¡El marqués me había engañado tantas veces! Así que le pedí una prenda, una prueba de su amor, ¡y él me la dio! Es esa promesa de matrimonio que uní a las cartas que me enviaba regularmente declarándome su amor y burlándose del rey y del Gran Sátrapa. Y héteme aquí que, tres días después de haber recibido ese correo, el 16 de octubre exactamente, mi cofre era forzado y los documentos sustraídos. Nunca supe por quién.

Volvió a sentarse. Agotada por su discurso, cogió la cabeza entre sus manos y se echó a llorar nerviosamente.

«¡Evidentemente!», pensaba Louis. Los documentos de Cinq-Mars permitían un chantaje fuera de lo común para quien tuviese conocimiento de ese plan. Ahora era él quien se levantaba a su vez para caminar por la habitación sin dejar de hablar:

—Ahora ya lo sabéis, señora. ¡No podía ser otro que Vendôme! Al parecer, el duque proyectaba asesinar al cardenal el pasado otoño. Si Cinq-Mars se convertía en jefe del Consejo, el que tuviese a Don Mayor tendría al rey. Queda evidentemente una parte de misterio… por ejemplo, ¿cómo supo Vendôme que vos teníais esos documentos? Probablemente Cinq-Mars fue lo bastante estúpido como para jactarse de ello. Sea como fuere, el complot de Vendôme era perfecto, y desde luego mucho más inteligente de lo que pensaban Su Majestad y Su Eminencia.

Siguió caminando por la pieza a grandes zancadas. Marion lo seguía fascinada con la mirada.

El joven abogado veía ahora con claridad la concatenación de los hechos.

—Vendôme, llamado a París por el rey, sabía que las acusaciones de un ermitaño medio loco, sobre todo después de haber hablado bajo tortura, no representaban ningún peligro para él. Por el contrario, debió de pensar que las confesiones de Cinq-Mars habían llegado a oídos del cardenal. En ese supuesto, las acusaciones contra él tomaban otro peso. Y, sintiéndose irremisiblemente perdido, prefirió huir.

»Pero, en realidad, ¡Richelieu no sabía nada! Nosotros descubrimos el complot únicamente porque su autor creyó que había sido descubierto. ¡Qué ironía!

Todo aquello era muy complicado para Marion. Pero ahora que los documentos habían sido encontrados, había recuperado su sangre fría. Su proyecto de matrimonio volvía a ser posible, probable incluso. Se levantó a su vez y tomó la palabra para preguntar:

—¿Podéis redactar un acta con lo que os he dicho?

—Sí, claro… Mañana estará lista —le aseguró Louis un poco a regañadientes—. Puedo remitírosla con vuestros documentos. ¿Qué preferís? ¿Que os los traiga yo o venís a buscarlos al despacho?

Marion meditó un rato para responderle finalmente:

—Iré yo. Pero no mañana. Dejo París durante unos días. Estaré en vuestra casa el 19 de mayo a las seis de la tarde.

—Muy bien. Estoy a vuestro servicio y todo se hará según vuestros deseos.

Louis dejó rápidamente a la cortesana y volvió al despacho, donde lo esperaba su trabajo. Tenía que clasificar todos los documentos disponibles sobre el inventario de Vendôme, mandar hacer copias de ellos y preparar los expedientes para la sesión del tribunal prevista para el 17 de mayo. Preocupado por lo que acababa de saber y contrariado por tener que seguir interviniendo, no se fijó en la persona que lo seguía como si fuese su sombra.

Por la tarde, mientras Louis estaba trabajando en su gabinete, Jacques Bouvier le anunció una visita de campanillas.

—Que entre —respondió Louis.

Un joven gentilhombre de cabello ensortijado, muy elegantemente vestido, con un fino mostacho y una corta perilla, como estaba de moda en la Corte, penetró en la estancia, que se llenó de repente con su perfume. Louis no le conocía y lo hizo sentar. El joven se presentó:

—Me llamo François de Thou y soy consejero del Parlamento de París. He sido encargado de una misión delicada por un amigo.

Fronsac, como todo el mundo, sabía que De Thou era el amigo íntimo, confidente y consejero de Cinq-Mars, de modo que no le costó trabajo imaginar lo que oyó a continuación.

—Os escucho, caballero —le dijo fríamente.

—Iré al grano. Un querido amigo ha escrito ciertas cartas que, tras haberse extraviado, han llegado a vuestras manos. Está dispuesto a comprároslas al precio que vos pongáis. Este amigo tiene mucho poder. Puede hacer lo que quiera por vos y por vuestra familia. No discutirá el precio. Y si es cierto que le gusta hacer el bien… es también capaz de hacer el mal…

Louis entendió perfectamente la amenaza. Pero permaneció imperturbable. Hizo un gesto vago con la mano.

—No estoy seguro de que vuestro amigo pudiese actuar como desea —suspiró—. Y creo que vuestro amigo, el marqués de Fontrailles, así como la persona que lo acompañaba, otro amigo, seguramente, se dieron cuenta, muy a su pesar, ayer por la noche…

El señor de Thou palideció. Abrió desmesuradamente los ojos y balbuceó:

—¿Qué queréis decir?

Entonces Louis se levantó y declaró iracundo:

—Que he reconocido perfectamente al señor de Fontrailles. Que intentó matarme delante de un testigo y que este asunto deberá ser elevado ante el lugarteniente civil. Ya hay un informe listo para el señor de Laffemas. Fontrailles tendrá que explicarse; por otra parte, olvidó su espada que obra ahora en mi poder. Si esta información llega a oídos del cardenal, quedará muy satisfecho. Si os dirigís a mí como lo hizo ayer vuestro amigo, también tendréis que explicaros. Y vuestro otro amigo, el señor Cinq-Mars, lo mismo. Entonces, quizá tenga que hacer públicos ciertos documentos y cartas que obran en mi poder.

Thou estaba ahora mortalmente pálido. Se había procurado el odio del cardenal desde que había prestado dinero a Ana de Austria, cuatro años antes, para ayudar a la señora de Chevreuse a escapar de Richelieu a raíz de la anterior intriga de la diabólica duquesa. En la actualidad era doblemente detestado por su amistad con Cinq-Mars. Y ahora, con estas amenazas, sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. Tragando con dificultad un poco de saliva, acabó preguntando con mansedumbre:

—¿Qué deseáis por vuestro silencio?

—Nada en absoluto —respondió Louis secamente—. Que Don Mayor me deje en paz. No deseo perjudicarlo. Los documentos que busca han sido devueltos a la señorita de Lorme, que es su propietaria. Y hará con ellos lo que desee. He creído entender que tenía relaciones… íntimas con el señor marqués de Effiat. Que ellos arreglen su problema juntos y que me olviden. Para siempre.

Thou se dirigió hacia la puerta y la abrió, dando a entender que la entrevista había terminado.

El magistrado se levantó entonces y, avanzando hacia él, le estrechó la mano efusivamente.

—Gracias, señor, mereceríais ser gentilhombre. —Repetid eso al señor de Astarac. Y decidle que la justicia puede perseguirlo en cualquier lugar.

Thou se fue. «Tan desagradable visita tenía algo positivo —pensó Fronsac—. Así Cinq-Mars sabrá que no le quiero ningún mal y me dejará tranquilo. He conseguido amordazar a mis dos enemigos». Desgraciadamente se equivocaba.

Algo más tarde, ya de noche, cuando todavía estaba trabajando, recibió una misiva llevada por un lacayo que lucía la librea del palacio de Rambouillet. Abrió la nota, cuyo texto era el siguiente:

Señor Fronsac,

Mi sobrina Julie me ha contado vuestras valerosas proezas. Sería para mí una satisfacción recibiros el 22 de mayo en el palacio de Rambouillet con ocasión de la festividad de Santa Julia. Decidle a vuestro amigo el señor Voiture que lo echamos de menos y que su presencia es necesaria.

Catherine de Vivonne-Savelli,

marquesa de Rambouillet

Louis no cabía en sí de gozo. Todos sus enojos habían sido olvidados. Primero, porque la marquesa de Rambouillet le mostraba que no le guardaba rencor por las dos desagradables visitas que acababa de hacerle; luego, porque volvería ver a Julie de Vivonne, a la que había escrito sin obtener respuesta. Quedaba todavía convencer a Voiture, pero estaba seguro de que eso no sería difícil. No era demasiado tarde, y, con un poco de suerte, lo encontraría en casa.

Bajó corriendo al establo y pidió a Nicolás, que haraganeaba por allí, que le ensillase un caballo y advirtiese a sus padres que no regresaría. Tan pronto como el animal estuvo aparejado, se fue.

Voiture vivía frente al palacio de Rambouillet, en la calle Saint-Thomas-du-Louvre, y en aquel momento del día al notario le hizo falta más de media hora para llegar allí.

El poeta era relativamente rico y disponía de un apartamento en una casita con patio que alquilaba por el módico precio de setecientas libras. Podía permitírselo: al servicio de Gaston d’Orleans desde 1627, era desde hacía seis años maestresala de la marquesa, ¡con una pensión de diez mil libras!

Louis dejó su caballo en el patio y, tras subir de cuatro en cuatro los escalones del piso, llamó a la puerta del primer rellano. Barrois, el ayuda de cámara del poeta, le abrió.

—¿Está el señor Voiture? —preguntó un jadeante Fronsac.

Impasible, el hombre no respondió más que con un cabeceo y le hizo una señal para que lo siguiese a una habitación donde Vincent, todavía en camisa, se cubría el rostro de ungüentos y de pomadas varias.

Voiture era bajito, pero bien formado y muy coqueto: se pasaba las horas preparándose con afeites y peinando sus largos cabellos. Al ver a Louis, se precipitó a su encuentro.

—¡Benditos los ojos! ¿Qué noticias me traes, amigo mío? —Y, sin esperar respuesta, añadió suspirando con tono melancólico—: ¡Llegas justo cuando me iba! Me preparo para ir a pasar la velada a casa de la señora de Auchy, puesto que ahí enfrente no quieren saber nada de mí.

Y, con lúgubre expresión, se acercó a la ventana y señaló con el índice la fachada cercana del palacete de Rambouillet.

Charlotte des Ursins, vizcondesa de Auchy, tenía una academia literaria, unánimemente considerada como un salón de pretenciosos. El salón se había vuelto célebre por frecuentarlo Malherbe, entonces amante de la anfitriona, quien lo había apodado Calixto. Pero de eso hacía treinta años, y la gloria había pasado. La alcoba de la Auchy había declinado. Para ponerla de nuevo de moda, la vizcondesa había fundado una academia donde mujeres de una cierta edad actuaban como jueces de los oradores, a los que proponían discursos filosóficos o teológicos. En pocas palabras, la señora de Auchy representaba el movimiento precioso en su faceta más ridícula.

—¡Puedes dar por terminado tu exilio, amigo mío! —exclamó Louis sonriendo—. Arthénice me ha escrito una carta y desea, mejor dicho, ¡ordena!, recibir tu visita el día de Santa Julia. Estás definitivamente perdonado. Como tú dirías: «¡Qué buena añada!».

Tan divertido como satisfecho por la alusión al poema de marras, Voiture se mesó el bigote con suficiencia, para decir después de un breve silencio:

—¡En fin, ya era hora! ¡Pero cuéntame más! ¿Por qué te ha escrito la marquesa?

—Asuntos notariales muy cargantes, y aburridos a más no poder. No vale la pena entrar en detalles.

—Bueno, bueno, ya veo que no quieres hablar de ello. Oye, acabo de acicalarme y me voy a mi velada. Te vienes conmigo y conoces… a la señora de Auchy. —Y añadió con un guiño cómplice—: Ella sí que es cargante, pero me han dicho que allí las mujeres no son tan ariscas.

—Lo siento, amigo mío, mi corazón está preso en el palacio de Rambouillet.

La inquietud y los celos asomaron al rostro de Voiture.

—¡Cómo! ¡No será Julie!

—Sí, pero no d’Angennes —replicó Louis riéndose.

—¡Oh! ¡Oh! ¿La prima?… Te compadezco.

El tono del poeta era ahora afligido:

—Conocerás como yo las angustias del amor imposible.

Y luego añadió en un tono de voz inimitable:

—No olvidéis vuestro nacimiento…, como diría la princesa Julie. Te lo aseguro, un notario jamás desposará a una señorita de Vivonne. La conozco muy bien: su padre no era más que caballero, pero ella pertenece a la familia de Vivonne-Pisany, y con eso está todo dicho. Nunca harán casamientos desiguales. ¡Que yo sepa, tus antepasados no estuvieron en las Cruzadas! Abandona esa idea descabellada y vente conmigo. A propósito, ¿sabes que la otra rama de los Vivonne acaba de dar una esposa al príncipe de Marcillac?

Louis suspiró para replicar:

—¡Princesa Julie, a fe mía, amaros es gran folía!

»La última vez que fui al palacio de Rambouillet contigo, ¿no propusiste un juego sobre el tema: Es el matrimonio compatible con el amor?

Voiture retrocedió un paso y exclamó con aire falsamente alarmado:

—¡Tocado! Decididamente, eres demasiado peligroso para mí. Y ocuparás rápidamente mi puesto si no vuelvo al salón de los Rambouillet. ¿Estás seguro de que no quieres acompañarme? Te hablaré de los encantos de mi Julie y tú de los de la tuya.

—Gracias, amigo mío, pero he venido únicamente a transmitirte la invitación. Y yo no hablo de Julie con nadie. Hasta pronto, en casa de la marquesa.

Louis dejó a Voiture con sus abluciones y sus preparativos y volvió a su casa temprano, sin conocer a la señora de Auchy ni a sus amigas, cosa que no lamentó en absoluto.