Capítulo 7

Viernes 3 de mayo de 1641, al anochecer

Louis acompañó a Julie hasta el palacio de Rambouillet. Las calles de París no eran seguras, ni siquiera por la mañana, y al anochecer, y con dos enemigos como Richelieu y Cinq-Mars, de ningún modo podía dejarla ir sola.

Sin embargo, la verdadera razón para escoltarla era simplemente permanecer el mayor tiempo posible en su compañía.

Hicieron el trayecto en el carruaje de los Rambouillet, que esperaba en el patio de La Grande Nonnain. Sentados uno frente al otro, Louis fue hablando de su familia y de su trabajo de investigador en la notaría de su padre. Julie, a su vez, del fallecimiento de su padre, Henry de Vivonne, muerto de un arcabuzazo en el sitio de Arrás en julio del año pasado. Su padre era teniente de una compañía de la caballería ligera y ese aciago día llevaba asistencia al grupo de gentileshombres voluntarios que se habían batido al lado del duque de Enghien contra los españoles. Los llamados «Corneta Blanca»[23].

Había entregado su vida para salvarlos.

Su padre, Henry, le explicó Julie, era un simple caballero, e hijo único de Robert de Vivonne, el hermano pequeño de Jean, marqués de Pisany y padre de la marquesa de Rambouillet. Mientras Jean de Vivonne llevaba una vida de aventuras en Italia con el duque de Guisa, y luego en Francia junto a Carlos IX, Robert, su hermano menor, se quedaba en oscuro oficial. Los hermanos se querían poco y se veían menos. Jean, convertido en caballero del Saint-Esprit, volvió enseguida a Roma como embajador; allí debía casarse con la princesa Giullia Savelli, cuyos orígenes se remontaban a Alba, la mítica rival de Roma.

A su muerte, Robert no dejó a su hijo Henry más que una pequeña casita en la tierra de Vivonne, cerca de Poitiers, y muchas deudas.

Henry no buscó ninguna relación con su tío Jean y prosiguió la oscura carrera de su padre. Se murió dejando a su hija Julie sola con su madre en condiciones difíciles, cercanas a la pobreza.

La señora de Vivonne decidió entonces, por el bien de su hija, que era hora de pedir ayuda a la familia de su marido.

—Y ésa es la razón —concluyó Julie— de que la marquesa me haya acogido en su casa.

En Poitiers no tenía ninguna posibilidad de encontrar marido, si es que no era ya demasiado tarde para eso, sobre todo si tenemos en cuenta que la joven no iba a aportar al matrimonio ninguna dote. Pero añadió bromeando:

—De todas formas, no pienso casarme.

Louis descubrió, maravillado, que Julie aceptaba esa condición sin amargura, sin resentimiento y sin pena. La observaba a hurtadillas: no era tan bella como Julie d’Angennes, pero era mucho más sensata y voluntariosa, más dulce y agradable, sin por ello carecer de orgullo.

El camino se les hizo muy corto, y casi sin darse cuenta se hallaban en el palacio de Rambouillet donde Louis debía dejarla.

—¿Qué vais a hacer ahora? —le preguntó Julie bajando a su vez del coche—. ¿Estáis seguro de que no queréis devolverle esos documentos a la marquesa?

—Sí, totalmente seguro. Y deseo que vos le expliquéis mis razones. Temería demasiado por vos y por ella si los conservaseis. Mientras yo los tenga, soy vuestro escudo, pues Richelieu no puede nada contra mí. No olvidéis que soy notario; legalmente, estos documentos pertenecen a la señorita de Lorme, yo sólo los tengo en depósito. En guardia y custodia. Tan pronto como me sea posible, se los haré llegar a ella, y estaré a mi vez fuera de peligro, pues ¿qué podrían reprocharme?

Julie esbozó una mueca de escepticismo y replicó:

—Entonces adiós, caballero.

Louis no percibió ni emoción ni pena en su voz. La siguió con la mirada mientras se dirigía hacia la escalinata del palacio.

—¿Volveré a veros? —logró preguntar, muy nervioso por su atrevimiento.

Julie no respondió de inmediato. ¿Sorpresa? ¿Duda? Hasta que por fin se volvió y le dijo abruptamente:

—Os escribiré… y mi tía estará encantada de volver a veros. Hasta pronto, caballero.

Lo miró largamente y se fue. Desde lo alto de la escalera se giró de nuevo y le hizo una última seña, amistosa esta vez. Luego desapareció en el interior del palacio.

Louis volvió pensativo al despacho de los Fronsac, adonde llegó una hora más tarde muy sucio y con los pies doloridos por los adoquines irregulares de las calles. Por supuesto llevaba con él el arma misteriosa, guardada en la amplia bolsa donde se encontraban también los Anales de Tácito. Y en una carterita disimulada entre sus ropas estaban apretujados los documentos de Cinq-Mars, así como la asombrosa confesión escrita por Rochefort.

La cena no se servía hasta un poco más tarde y Louis tuvo tiempo de contar a su padre los extraordinarios acontecimientos surgidos sucedidos durante los dos últimos días. El hecho de que su colega micer de Mas, con quien firmaba la mayor parte de sus actas notariales, estuviese mezclado en esta asombrosa historia había desconcertado extraordinariamente al notario. El papel de la señora de Rambouillet y de su hija lo había dejado perplejo a continuación, pero la aparición de Su Eminencia en el drama lo había angustiado definitivamente.

—Creo que debemos ser muy prudentes —susurró de forma casi inaudible a su hijo, como si varios agentes del cardenal se encontrasen ya en su despacho, ocultos detrás de los tapices de Flandes.

Louis asintió con la cabeza.

—Tenemos que hacer dos cosas sin pérdida de tiempo, padre. Guardar en un armario, junto con los otros, este libro tan valioso. Así, todos los bienes de Vendôme estarán inventariados al completo y podremos esperar a la sesión del 17 con tranquilidad.

»Dejaréis también a buen recaudo en vuestro cofre el epistolario del señor Cinq-Mars. Me encargaré de devolvérselo mañana a la señorita de Lorme. En cuanto a la confesión del señor de Rochefort, la guardaré conmigo. Es mi salvoconducto.

Louis cenó con sus padres, no en el gran comedor sino en su apartamento del segundo piso. La señora Mallet llevó las bandejas, que tuvieron tiempo de enfriarse durante el traslado desde la cocina. En particular la guarnición y la salsa que acompañaba el capón asado, que estaban tibias, pero Louis no les prestó ninguna atención, por hallarse demasiado ocupado hablándole de Julie a su madre.

Hacia las ocho, dejó el despacho para volver a su casa. Sus padres querían que los hermanos Bouvier lo escoltasen, pues la ciudad era mucho más peligrosa de noche, pero Louis les explicó que todavía había luz y que tampoco iba tan lejos, sólo tenía que atravesar dos calles. Lo acompañaría Nicolás, que había comido en la cocina con el resto de los criados. En su opinión, era más que suficiente.

Se abrigó con una amplia capa española, un vestimenta sin mangas con pasamanería de seda que su madre le había hecho, y conservó por prudencia su mosquete en la mano. Nicolás iba armado con una simple daga. Le parecían algo exageradas tantas precauciones, pero en París de un tiempo a esta parte se cometían unos crímenes tan extraños que prefería ser prudente.

Tan pronto como llegaron a la calle, el tío de Nicolás cerró la gran puerta tras ellos y colocó un sólido travesaño de roble en los batientes.

Torcieron a la derecha, hacia la calle Chaume, y pasaron ante las dos torres góticas del palacete de los Guisa, entonces en obras de ampliación. El palacio no estaba habitado por el duque, que se encontraba Dios sabe dónde, en todo caso fuera del alcance de un Richelieu hostil. La calle estaba aún muy animada y en parte iluminada por los escasos faroles que no habían tapado los andamiajes de los albañiles.

Tras caminar unas cien toesas, llegaron a la calle de los Blancs-Manteaux, que aparecía en cambio tenebrosa y desierta. La cadena que impedía a los carruajes circular por la noche ya estaba tendida a través de la vía. Caminaban en silencio por la escarpa, es decir, la pequeña banda de calzada situada al pie de los inmuebles. La parte central estaba ocupada por un arroyo que a aquella hora transportaba un caudal viscoso y fétido.

Por aquel entonces las calles no se formaban por alineamiento de casas, como ocurre hoy; bien al contrario, cada construcción se había levantado según las conveniencias y caprichos de sus propietarios. Un batiburrillo de viejos edificios rodeados de vigas pintadas se aplastaba, se empujaba, se deslizaba entre los palacetes más recientes. Torretas, retranqueos, ángulos, esquinas, vuelos, recovecos y aguilones inverosímiles podían esconder sabe Dios qué y a quién e impedían divisar nada a lo lejos. A menudo, incluso, gruesos pilares sostenían las fachadas y formaban oscuras galerías que albergaban profundos pasadizos.

Ello explica que, sin que se diesen cuenta, pues no podían verlos, Louis y Nicolás fuesen bruscamente detenidos por dos desconocidos armados, camuflados en un recoveco oculto por un pilar de ladrillo.

—Señores, no tengo dinero —afirmó Louis reculando un poco—, sólo seis escudos que con mucho gusto os entregaré.

Empezaba a oscurecer, pero, al hablar, todavía podía distinguir a los salteadores. Las ropas bordadas que lucían no casaban con su profesión. ¿Eran auténticos rateros? El primero tenía en su mano una larga y amenazadora daga. Su rostro no le decía nada a Louis. El segundo era muy bajo, grueso y deforme y empuñaba una espada. Un amplio sombrero negro cubría su cabeza e impedía distinguir su rostro. Fue el que habló con una voz chillona:

—Caballero, queremos ciertos papeles que obran en vuestro poder. Entregádnoslos inmediatamente.

—¿Y si lo hago…? —preguntó Louis con fingida inocencia.

—Me temo que de todas formas sabéis demasiado —susurró el hombre, con una voz algo más ronca y haciendo gala de una ironía que Louis consideró fuera de lugar.

Nicolás no se movía, aterrorizado con la idea de su muerte próxima. Louis apretó en la mano el mosquete de aire disimulado bajo su capa. De repente, levantó una punta del arma y disparó a bulto hacia la cabeza del hombre de la daga, el más cercano a él.

No se oyó ruido alguno y sin embargo el desconocido se desplomó. La daga que había caído de su mano resonó en el pavimento con un tintineo claro. El embozado se quedó mudo por el incomprensible incidente. Bajó los ojos hacia su compañero y vio la sangre y los sesos deslizándose lentamente hacia el arroyo hasta mezclarse con los excrementos.

—¿Qué ha sido eso? —chilló al fin la voz quebrada por el nerviosismo.

—Soy yo el que hace las preguntas —respondió Louis fríamente—. Me queda todavía una bala —añadió acercando el mosquete a la cabeza del desconocido—. Dejad vuestra espada y destocaos si no queréis acabar como vuestro compañero.

El sujeto obedeció. La espada cayó con un ruido metálico y se hundió en el fango. El hombre se sacó el sombrero, que ocultaba un rostro repelente de nariz aplastada, brillantes ojillos hundidos en las órbitas y boca deforme llena de dientes cariados, en una piel blancuzca picada de viruelas.

Louis retrocedió ante el horror que tenía ante sus ojos.

—¿Quién sois? —preguntó.

El desconocido no respondió. Sus ojos malévolos, inyectados en sangre, miraban fijamente el arma de Louis, inmóviles en un semblante impasible.

Louis, aunque armado, fue presa de un repentino temor. Solo quería una cosa: que aquel monstruo desapareciese de su vista.

—¿No queréis responder? Pues allá vos. Después de todo, me trae sin cuidado. ¡Largo de aquí! —añadió.

El abominable ser retrocedió lentamente, y luego huyó dando grotescos saltitos hacia la calle Chaume. Llegado allí, se volvió y gritó levantando el puño izquierdo:

—¡No hemos acabado todavía, señor Fronsac! Y…

Louis hizo amago de apuntarle. El otro, prudente, olvidó sus amenazas y dobló precipitadamente la esquina de la calle. Nicolás estaba petrificado.

—¡Ánimo, Nicolás, que ya se acabó todo! —declaró Louis tocándole el hombro. Podemos volver. Recoge esa espada, que tiene pinta de ser muy cara, y procura no mancharte mucho.

Nicolás obedeció, cogió el arma por la guarda y, arrodillado junto al cadáver, la limpió en la capa del muerto. Tenía una lámina ancha y cincelada. Al lado se hallaba la daga del compinche, una simple pieza de acero sin valor alguno que el criado despreció.

—¿Y ése? —preguntó luego levantándose y señalando el cuerpo tumbado en el suelo.

—Por mí, podemos dejarlo aquí. No creo que vaya a ir muy lejos.

Fue su única oración fúnebre.

Al día siguiente, Louis se dirigió al Grand-Châtelet, a caballo en esta ocasión, pues no quería volver a pasar por la humillante experiencia de la víspera. Fue recibido al momento por Gaston de Tilly, a quien relató los acontecimientos de la noche, describiéndole pormenorizadamente a los personajes que habían intervenido: Julie, Rochefort y el extraño enano chepudo.

—Tu última historia es asombrosa —dijo Gaston frotándose la nariz maquinalmente—. Si no te conociese, pensaría que mientes. Sabes que por la mañana temprano los barrenderos de los servicios municipales de limpieza pasan por las calles con sus carretillas y recogen a espuertas el limo y las inmundicias de la víspera. Y, si se da el caso, se llevan también los cadáveres de cuantos han sido atracados y nos los traen. Mira, consta todo en este cuaderno. Pues esta noche no trajeron a nadie; nadie fue encontrado en la calle de los Blancs-Manteaux. Me habría fijado, desde luego, sabiendo que vives allí.

Meditó durante unos segundos.

—Eso significa que tu amigo el enano, con la ayuda de algunos cómplices, volvió a buscar el cuerpo de su compinche, probablemente para que no pudiéramos identificarlo. Descríbeme un poco mejor a tu amigo el embozado.

Louis lo hizo con detalle, pero cuando hubo acabado el rostro del policía sólo reflejaba insatisfacción.

—¡Humm! No es suficiente. ¿No recuerdas otros detalles que puedas proporcionarme?

Louis le tendió entonces la espada que había llevado consigo. Era una espada de las que se llevaban al costado, de acero esculpido y parcialmente damasquinado en oro. Una espada española. Su amigo la examinó con atención y dijo finalmente frunciendo el ceño:

—¡Pues sí que…! Desde luego, no paras de hacer amigos.

—¿Conoces a ese hombre? —preguntó Louis inquieto.

—Mira, fíjate en los escudos de armas grabados aquí —contestó Gaston, señalando la parte superior del arma—. Con eso y tu descripción, no hay error posible: te has enfrentado a Louis d’Astarac, marqués de Fontrailles, corcovado delante y detrás y particularmente feo de rostro —afirmó Gaston.

»Aunque pertenece a la más rancia nobleza del Languedoc, es un demonio tanto física como moralmente. Y además odia al cardenal. A propósito, te contaré una anécdota que le ocurrió con Su Eminencia: un día en que Richelieu visitaba a un embajador, se encontró en la antecámara a Louis d’Astarac. El cardenal se dirigió entonces a él en estos términos: «¡Largaos, al embajador no le gustan los monstruos!».

—¡Qué bajeza!

—¡Desde luego! Por supuesto, el marqués de Fontrailles está decidido a vengarse. Y si hay un hombre capaz de asesinar al cardenal, es él, cosa que, por otra parte, ya ha intentado —añadió Gaston en voz baja.

—¿Qué?

—Chist… Las paredes oyen… Sé de muy buena tinta una cosa que muchos ignoran —prosiguió Gaston en voz más baja si cabe—: Hace cinco años, Soissons, Gaston de Orleans, Fontrailles y el conde de Montrésor habían decidido matar al ministro. El asesinato debía tener lugar cerca de Amiens, pero en el último momento ninguno de los conjurados se atrevió a empuñar la daga.

»El cardenal se enteró y, desde entonces, los vigila. Si te cuento esto es para decirte que Fontrailles es un temible adversario. Para Richelieu, por supuesto, pero sobre todo para ti.

—Pero ¿por qué atacarme a mí? ¡Al fin y al cabo yo soy también un enemigo del cardenal! —se defendió Louis.

Gaston adoptó un tono profesoral.

D’Astarac formó parte hace mucho de la camarilla de Gaston de Orleans, y después perteneció a la del conde de Soissons, pero luego, pasado un tiempo, se acercó al que estaba en ascenso: Cinq-Mars.

»Junto con François de Thou, se convirtió en confidente y consejero del marqués de Effiat. No me sorprendería que fuese él quien inculcó la idea en el caballerizo mayor de ocupar el puesto del cardenal. Fontrailles es hombre de intrigas diabólicas y en ellas se mueve como pez en el agua. Es él el que está detrás de la mayor parte de las conspiraciones de Gaston d’Orleans y el conde de Soissons. Pero no hay que tomarlo por un vulgar conspirador; es un hombre de una inteligencia extraordinaria y me pregunto si en realidad no trabajará para sí mismo…

Gaston se interrumpió un momento y añadió en tono confidencial:

—Dicen que es republicano y, más allá de las intrigas de la Corte, lo que desea es simple y llanamente abatir a la realeza para instaurar una república. Pese a tales pretensiones, sigue siendo intocable, pues conoce bien a los pares del reino y, sobre todo, sus secretos más inconfesables. Es amigo íntimo del príncipe de Marcillac, que, dicho sea de paso, es pariente de tu Julie de Vivonne.

—Pero ¿por qué yo? ¿Por qué atacarme? —repitió Louis.

Cinq-Mars, que no le oculta nada, le habrá hablado de los dichosos papeles. Es consciente de que puedes perderlos y Fontrailles se habrá ofrecido a recuperar las cartas, después de matarte, ¡o a la inversa, como prefieras! Aunque conociendo a Astarac, me inclino a pensar que se guardaría los documentos para chantajear él mismo al favorito.

Louis no respondió. Pensar en la torva mirada del jorobado todavía le producía escalofríos. Ya iba siendo hora de desembarazarse de los comprometedores papeles. Rompió el silencio que se había establecido para declarar a Gaston:

—Tengo algo más para ti. Ésta es el arma de la que me he servido. Se la quité a Rochefort.

Sacó el mosquete de aire de la bolsa de cuero que había llevado consigo.

Gaston lo cogió intrigado y lo examinó detenidamente.

—¡Pero si es el famoso mosquete del padre Diron! —exclamó emocionado.

—¿Conocías este artilugio?

—Jamás lo había visto, pero he oído hablar mucho de él. Se trata de un objeto fabricado en el convento de los mínimos por un fraile matemático. Un día, Laffemas me habló de él, pero no pensé que se tratase de un arma de verdad.

Estudió de nuevo el mosquete. Cuando hubo terminado, Louis lo recuperó y le dijo:

—Te enseñaré cómo funciona.

Y, acto seguido, hizo una demostración disparando sobre un viejo baúl de madera, situado en un rincón del despacho, donde Gaston guardaba sus expedientes.

—Es el arma con la que mataron a François Collet —añadió orgullosamente Fronsac.

Gaston, preocupado, se acercó al baúl que la bala había atravesado. Levantó la tapa del arca y echó mano del primer expediente que halló en su interior: había sido perforado de parte a parte. Detrás, incrustado en la madera, estaba el proyectil, que extrajo de allí. Volviendo a su escritorio, abrió una cajita de la que cogió el que había matado a François Collet. Comparó durante un rato las dos balas, pero era evidente que eran idénticas. Entonces murmuró entre dientes:

—¡Conque era el cardenal!

Louis se alzó de hombros. Él lo había sabido siempre.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Primero mandar que copien de nuevo este expediente —replicó secamente Gaston mostrándole el legajo perforado de parte a parte—. ¡Como vuelvas a destruir mi material…! Y luego no sé… Conocemos la solución, pero creo que el asunto se acaba aquí. ¿O crees que puedo ir a ver a Laffemas, al piso de arriba, y pedirle que arreste a Su Eminencia por asesinato?

—¡No, claro! Pero puesto que debes informar de los pasos que has seguido y los progresos en este crimen, quizá podrías redactar un informe completo. El cardenal comprenderá que lo sabes todo y de esa forma lo inmovilizaremos.

Gaston reflexionaba en la propuesta de Louis paseando desde la mesa hasta la ventana de su despacho. Finalmente, manifestó su conformidad:

—Puede ser una solución. Aunque tengo mis dudas. Tarde o temprano, Laffemas adivinará lo mismo que yo he deducido.

Se volvió hacia Louis:

—Hasta ahí muy bien, pero ¿y tú? ¿Qué ocurrirá contigo? Cinq-Mars seguirá persiguiéndote.

Louis negó con la cabeza enérgicamente.

—Las cartas pertenecen a Marion de Lorme. Iré a verla para devolvérselas. Acto seguido, haré saber a Richelieu y a Cinq-Mars que es ella quien las tiene. Luego es cosa de esa dama hacer lo que le plazca; ése no es asunto mío, ni de los Rambouillet.

—Bueno, pues tenme al corriente —concluyó Gaston acompañando a Louis hasta la puerta—. Y, sobre todo, ¡sé prudente!

Cuando su amigo hubo dejado el despacho, añadió en voz baja:

—¡Buena suerte!

Louis iba a necesitarla. Se había olvidado de que otros, además del favorito y el ministro, deseaban encontrar las cartas.