Viernes 3 de mayo de 1641, por la tarde
Louis Fronsac ocupaba dos piezas que su padre tenía en la calle de los Blancs-Manteaux. No se trataba en absoluto de una posesión familiar: el apartamento en el que vivía formaba parte de una sucesión judicial aún no vista para sentencia. Habida cuenta del peligro que representaba dejar una residencia vacía —porque los salteadores podían entonces fijar allí su domicilio—, Pierre Fronsac había pedido a su hijo que ocupase la vivienda.
El inmueble estaba constituido por dos pisos y situado en un callejón sin salida a la calle principal. Esos callejones, muy frecuentes en París por entonces, servían de cortafuegos en caso de incendio.
El bajo de la casa estaba ocupado por un zapatero remendón que tenía su tienda al aire libre. Louis habitaba el primero, y un oficial de fielato encargado de visar las entradas de vino vivía en el segundo con su mujer y su hija única. El callejón, por supuesto, no estaba pavimentado, pero sí mucho mejor cuidado por sus ocupantes y desde luego menos sucio que la calle de los Blancs-Manteaux, salvo los días de lluvia, naturalmente, durante los cuales se transformaba en un muladar, como la mayor parte de las calles de la capital.
La casa no disponía de patio ni caballerizas, de modo que Louis tenía que dejar su caballo en el establo de una hostería próxima, cuyo rótulo, colgado encima de la puerta, anunciaba orgullosamente: La Grande Nonnain qui Ferre l’Oie. Es en esta hostería donde el joven notario solía comer.
Fronsac accedía a su vivienda por una estrecha escalera que daba directamente al callejón. La primera pieza de su alojamiento, bastante espaciosa, servía a la vez de salón, gabinete de trabajo, cocina y comedor. Estaba amueblada con una mesa, seis sillas y, en una de las paredes, un tapiz flamenco con motivos campestres que trataba de paliar el frío imperante. Una chimenea y una leñera se alzaban en el mismo lado que la puerta de entrada. La ropa blanca de la casa se guardaba en un armario de nogal de dos puertas, provisto de varios cajones, y un baúl contenía algunos legajos de trabajo, así como las armas indispensables para circular de noche por París. Veremos cómo esta distribución del espacio es importante en la sucesión de acontecimientos que seguirán a continuación.
Frente a la entrada se abría una puerta que daba a un exiguo cuarto amueblado con una cama de cortinilla y colchón de pluma, una mesita sobre la que descansan algunas cajas con peines, botones y cintas, un arcón y dos escabeles. Las paredes eran blancas y un único espejito veneciano con dos cornucopias decoraba el conjunto.
En el mismo lado que la chimenea y la puerta de entrada, y opuesta a ésta, se abría una segunda puerta que daba a un cuartucho sin luz, con un jergón donde dormía Nicolás.
El piso de madera de roble del apartamento estaba muy deteriorado, y la casa, tan vieja que en muchos lugares el suelo se había hundido, aunque, bien encerado, no desentonaba con el techo, asimismo de roble.
Las dos piezas poseían igualmente varias ventanas que permitían a la vez ventilar, iluminar, arrojar las basuras —deyecciones incluidas— y distraer a sus ocupantes con el espectáculo permanente de la calle.
Al entrar en casa, Louis comprobó que Nicolás estaba ausente. En realidad, rara vez necesitaba a su criado y, mientras el piso estuviese perfectamente abastecido de provisiones, agua y madera para calentar la casa, Louis lo autorizaba a trabajar en el mantenimiento de la notaría de los Fronsac o más frecuentemente a no hacer nada.
El joven notario se arrellanó en un sillón frente a la chimenea, apagada aquel día, para concentrarse en el estudio de los Anales. Conocía por supuesto el texto de Tácito, que había estudiado en el colegio de Clermont, pero ahora le interesaba, más que el contenido, el libro en sí.
Aquél, sin duda, era extraordinario. La cubierta, de cuero cordobés, estaba guarnecida de incrustaciones de oro, pero sobre todo llamaba la atención el texto, ilustrado con fantásticas miniaturas que representaban las principales escenas de la historia romana descritas por el autor: el asesinato de Postumus Agrippa, el triunfo de Germánico, la muerte de Libo Druso y muchos otros hechos señalados de la vida de los Césares. El espacio y la perspectiva eran tratados sin accidentes ni errores. Colores y matices habían sido elegidos con sorprendente acierto.
Aquellos ingenuos dibujos realizados por los monjes, probablemente trescientos años antes, parecían en perfecto estado. El satinado, el relieve, el brillo y frescura de las pinturas eran asombrosos para un libro tan antiguo. La obra podía ser la joya de una biblioteca real, y el notario entendía por qué Bassompierre —otro enamorado de los libros— lo había pagado tan caro.
Enfrascado en su lectura, Louis no observó la puerta de entrada entreabrirse. De pronto, fue consciente de una presencia a su lado y levantó la mirada del libro.
Un hombre imberbe, vestido con un jubón guateado de búfalo negro —más parecido a una coraza que a otra cosa—, se hallaba ante él. Pero lo que sorprendió inmediatamente a Louis no fue su indumentaria, sino el arma que el individuo tenía en la mano: una especie de pistolón o mosquete corto. El artefacto estaba constituido por una extraña jeringa, rematada en dos cañones amenazadores.
—¡Qué casualidad, señor Fronsac! —susurró dulcemente el visitante—. En vuestras manos está el objeto que vengo a buscar. Tened la amabilidad de dejarlo delicadamente en el suelo y retroceded enseguida hasta esa puerta que tenéis a vuestras espaldas y que podéis abrir. Luego, entráis en el cuarto y me olvidáis. Si todo ocurre según mis instrucciones, seguiréis vivo, cosa que no pueden decir, para su desgracia, muchos de los que se cruzan en mi camino.
La voz era grave, lenta y persuasiva. El espadachín parecía muy acostumbrado a aquella clase de cosas. Louis sintió un hormigueo en sus brazos. Tragó saliva lentamente y decidió obedecer, sobre todo teniendo en cuenta que ya conocía a aquel individuo y su temible reputación. Dejó, pues, el libro en el suelo y se levantó lentamente.
El hombre de negro avanzó unos pasos para coger la obra. Debido a ese desplazamiento, no oyó la puerta abrirse a su espalda. Decididamente, se dijo Louis, tendré que recompensar a Nicolás por lo bien que engrasa los goznes.
El joven notario reconoció entonces a Julie de Vivonne, que entraba a su vez en el cuarto. Permaneció impasible, aunque interiormente no salía de su asombro. Por la expresión de la joven, Louis comprendió que se había hecho cargo al momento de lo que sucedía. Julie buscó con la mirada cualquier arma u objeto que le permitiese intervenir.
—Os lo repito, abrid esa puerta y entrad en la habitación —ordenó el quídam, ignorante de lo que ocurría a sus espaldas.
Con su arma señalaba el cuarto de Louis, mientras Julie acababa de fijarse en la leñera. Sin hacer el menor ruido, agarró un pesado leño, lo levantó y golpeó violentamente la cabeza que tenía delante. El matón se desplomó sin un suspiro, soltando el arma, que hizo un ruido sordo al caer al suelo.
—Gracias, señora —saludó Louis acabando de levantarse—. ¡Me da la impresión de que acabáis de sacarme de un serio aprieto!
E inmediatamente y sin perder tiempo se acercó al cuerpo tendido en el suelo.
—Yo no quería matarlo —murmuró Julie.
Louis, de rodillas, examinaba al hombre inconsciente: la víctima respiraba. Levantó los ojos hacia la joven.
—No os preocupéis. Está vivito y coleando. Tiene la cabeza muy dura —afirmó.
Desató entonces un cordón de su propia indumentaria y ató a conciencia a su visitante de pies y manos. Luego justificó su premura:
—No tardará en recobrar el conocimiento y prefiero que no se mueva al despertar.
Julie, todavía temblorosa, se sentó mientras Louis actuaba con su proverbial sangre fría.
—Señora, este granuja va a recobrar el sentido; es más prudente que no se entere de vuestra intervención. Voy a interrogarlo. ¿Podéis pasar a ese cuarto y esperarme ahí? —le preguntó, señalando su habitación—. No tardaré mucho… Os lo ruego…
Julie hizo lo que le pedía. De todas formas, estaba demasiado nerviosa para rehusar. Cuando hubo cerrado la puerta de la habitación, Louis fue al baúl de nogal y sacó de allí una pistola de dos cañones fabricada por Marin, armero del rey, que su padre le había regalado hacía unos años. Era un arma de sílex, con un mecanismo de alta calidad. Los hermanos Bouvier —sus profesores de tiro— le habían enseñado a desconfiar de las llaves de una pistola de rueda. Sin duda eran elegantes, pero se encasquillaban fácilmente. No existía ese problema con los nuevos mecanismos de sílex. Louis comprobó rápidamente que el arma estaba cargada, y a continuación sacudió al individuo, que recobraba poco a poco el sentido, diciéndole:
—El que acaba de atizaros es mi criado, señor esbirro, que se ha ido a buscar al comisario de barrio. Supongo que sabéis lo que os espera.
Louis aguardó un rato, pero, viendo que el hombre no respondía, continuó:
—Os habéis colado en mi casa para matarme y robarme. Matar a un notario es un crimen muy grave. El comisario os llevará al Grand-Châtelet, donde el lugarteniente criminal os administrará la cuestión previa[21]. Primero os aplicarán la «cura del agua», ya sabéis: después de meteros una toca hasta la garganta, os harán tragar tres o cuatro litros de agua hirviendo. Si ello no bastase, el jefe de tormentos os aplastará las piernas en unos bonitos borceguíes de madera. Al parecer, es muy doloroso y desde luego muy desagradable cuando las cuñas provocan el estallido de los huesos y la salida de la médula por las incisiones.
El hombre gimió ligeramente y Louis se dio cuenta de ello. Continuó, pues, en el mismo tono indolente:
—Después de eso seréis apaleado en la plaza de la Grève. A Isaac de Laffemas no le hacen ninguna gracia los malandrines como vos. En castigo por ladrón, el ejecutor de la alta justicia, Jehan Guillaume, os cortará los pies y las muñecas, y luego, con una pesada barra de hierro, y jaleado por la concurrencia, os partirá en vivo piernas, muslos, brazos y riñones. Vuestros huesos saltarán hechos pedazos. A continuación os colocará en la rueda de Santa Catalina para que expiréis allí hasta que Dios quiera llamaros a su lado. Es lento y desagradable.
Se produjo un silencio. Finalmente, Louis añadió:
—Claro que, antes, yo os habré roto las dos rodillas con esta arma. ¿Os habéis fijado en esta pistola de dos cañones?
El hombre se estremeció. Louis lo miró con desprecio y luego bajó tristemente la cabeza.
—Temo que Su Eminencia no esté muy contento con vos, señor. Vuestro arresto y vuestra ejecución lo pondrán en una situación muy incómoda. Y en estos momentos no es lo mejor para él.
Esta vez el hombre se sobresaltó y se decidió por fin a hablar:
—¿Me conocéis? ¿Cómo sabéis que estoy con el cardenal?
—¡Oh, sí! Tengo un amigo que, un día en que nos cruzamos, me dijo: «Ése es Rochefort, ¡el hombre de los asuntos sucios de Su Eminencia!».
De nuevo se hizo el silencio durante un buen rato. Finalmente, Louis, considerando que Rochefort había tenido tiempo suficiente para pensar, prosiguió:
—Sin embargo, puedo proporcionaros una salida honrosa.
El individuo alzó la cabeza y frunció su negro entrecejo. Ahora parecía interesado y él mismo sugirió:
—El cardenal puede daros dinero, una recompensa…
Louis negó con la cabeza enérgicamente.
—¡No! Me escribiréis una confesión explicando quién os envía y por qué. Luego la firmaréis. Con eso me bastará. Dispondré de protección suficiente.
—Me niego —dijo el esbirro con un rictus—. Luego utilizaréis ese documento contra mi amo.
—Os doy mi palabra de honor de que no lo haré. No olvidéis que soy notario. Me limitaré a conservarlo. Mientras me dejéis en paz, tanto vos como el cardenal, no lo utilizaré.
El hombre reflexionaba sin responder. Louis aprovechó su ventaja y, encogiéndose de hombros, con una expresión de indiferencia que estaba muy lejos de sentir, añadió:
—De todas formas, no tenéis elección. Esa confesión la redactaréis probablemente durante la cuestión previa, no os quedará otro remedio. Y entonces, será pública.
Rochefort suspiró e hizo una mueca de disgusto, pero en realidad ya había tomado una decisión.
—De acuerdo, soltadme.
—¿Me creéis tan ingenuo? Os he atado las manos hacia delante, lo cual no os impide escribir.
Louis alzó la mano sin dejar de apuntarlo con la pistola.
—Esta arma está cargada y tengo buena puntería. Podéis arrastraros hasta la mesa. Hay papel y pluma. Ya sé que tenéis las manos atadas, pero intentad escribir con claridad. Se puede hacer perfectamente. He practicado ese juego muchas veces en el colegio.
El desconocido reptó hasta la mesa y, pese a sus piernas atadas, logró enderezarse y sentarse.
Se puso a escribir con dificultad.
Louis lo vigilaba. Presa de una repentina intuición, añadió indolente:
—Y que no se os olvide lo de la muerte de François Collet. También estoy enterado de ese crimen…
Hablaba al azar, y sin embargo Rochefort le lanzó una mirada indiferente y siguió escribiendo. Se oía el rasgar de la pluma en el silencio del cuarto. La redacción de la confesión duró unos diez minutos.
Finalmente, Rochefort posó la pluma y dijo:
—Ya está. Podéis soltarme.
—Doblad el papel y tirádmelo —replicó Louis.
El esbirro del cardenal cumplió la orden. Louis recogió la hoja y la leyó, sorprendido pese a todo de su contenido.
—Bien. Seguid sentado y no os mováis. No olvidéis lo que tengo en la mano.
Rodeó la silla en la que se sentaba su visitante. Al pasar delante del baúl, cogió con la mano izquierda una larga daga cincelada. Su mano derecha seguía empuñando la pistola.
Cuando juzgó que estaba bastante cerca del matón a sueldo, se inclinó con prudencia, cortó las ligaduras que retenían los tobillos del prisionero y retrocedió de inmediato.
—Ahora podéis iros. Levantaos, salid por esa puerta y desataos vos mismo las ataduras de las muñecas.
El hombre se irguió y mostró con la cabeza su arma, todavía en el suelo.
—Señor, ese mosquete de aire lo ha inventado el padre Diron, del convento de los mínimos, para Su Eminencia el cardenal Richelieu. Os ruego que me lo devolváis, porque no me pertenece.
—Botín de guerra, señor —repuso Louis—. Las armas se las queda siempre el vencedor. ¿El cardenal no os ha enseñado eso?
Mortalmente pálido y derrotado, Rochefort salió de la casa. Louis fue a la ventana y lo vio alejarse hacia La Grande Nonnain qui Ferre l’Oie, donde pediría seguramente ser liberado de sus ataduras. Echó el cerrojo a la puerta y se dirigió hacia la habitación en la que aguardaba Julie.
—Señora, sois libre.
La joven se reunió con él. El nerviosismo había desaparecido de su mirada. No quedaba más que un rostro serio.
—Os debo algunas explicaciones —afirmó.
—Quizá vos sepáis más cosas que yo sobre este curioso asunto —le sugirió Louis prudentemente—. Sentaos y contadme lo que tengáis derecho a revelar.
Julie se acomodó en una de las sillas y dijo:
—No sé por dónde empezar. Veamos… La señora de Rambouillet os ha dicho que el libro se lo había regalado Chapelain, ¿verdad?
—Exactamente.
—Hace ocho días, Corneille vino al palacio a leernos algunos fragmentos de su próxima obra, Polyeucte. ¿Os acordáis de la controversia del Cid, hace cuatro años? Chapelain se había puesto a la cabeza de los críticos; según él, la obra no era conforme a las reglas ni al decoro. Después Corneille fue mucho más cuidadoso y, con Cinna, estrenada el año pasado, evitó cualquier ataque. Pero Chapelain no cejó en sus críticas: durante la lectura protestó sentenciosamente sobre un punto histórico menor. Siguió un vivo debate y Chapelain propuso comprobar el hecho controvertido en los Anales de Tácito, obra que casualmente había regalado él a la marquesa. En mi opinión, sólo se trataba de un pretexto para mostrar su regalo y paliar su anterior humillación a raíz de la broma del libro deteriorado que le había devuelto la marquesa.
Louis bajó la cabeza en señal de asentimiento, mostrando con ello que estaba al tanto de la anécdota.
—El libro pasó de mano en mano, y uno de los presentes, no sé quién, descubrió un sobre oculto en la encuadernación. Si me dais la obra, os lo mostraré.
Louis obedeció, recogió el libro del suelo y se lo tendió a la joven. Julie deslizó hábilmente una solapa de la encuadernación y extrajo un sobre con la mano.
—Aquí está. Todo el mundo quería abrirlo para conocer el posible secreto guardado con tanto cuidado, y no faltó quien creyese que se trataba de un juego nuevo. Pero la señora de Rambouillet sabe bien que ciertos documentos pueden ser comprometedores y se negó a abrirlo. Volvió a colocarlo en el libro declarando que miraría el documento más tarde con su esposo.
»Se quedaron todos muy decepcionados, pero el asunto fue olvidado rápidamente, pues Conrart propuso entonces jugar al corazón robado[22]; creo que había adivinado hasta qué punto la marquesa estaba molesta con el hallazgo de aquel sobre.
»Pero todavía se disgustó mucho más por la noche, cuando leyó el contenido.
—¿Que es…?
—Leedlo vos mismo, señor —invitó Julie—. Con lo que ha pasado, tenéis todo el derecho de hacerlo.
Louis, algo turbado, abrió el sobre que contenía varias cartas y un documento firmado cuyo texto era el siguiente:
El señor Cinq-Mars, sintiendo una estima inimaginable por la señorita de Lorme, desea ardientemente desposarla. Por la presente da su palabra de matrimonio, que ya considera celebrado ante Dios. Cualquier otro proyecto que tuviere quedaría anulado.
En París, a 26 de noviembre de 1640.
Henry de Ruzé d’Effiat.
A continuación, Louis abrió la primera carta:
Marion, vida mía,
Os escribo esta nota por temor a que estéis dolida conmigo por haberos dejado tan temprano esta mañana y por ocultarme para ir a veros. Sabéis que únicamente por vos trabajo al lado del viejo que me da náuseas. No puedo soportarlo, pero estoy obligado a jugar este juego. Seguramente bailaré el día de su muerte.
En Saint-Germain, el 1 de diciembre de 1640.
Vuestro esposo ante Dios,
Henry de Ruzé d’Effiat
Louis iba de la estupefacción a la incredulidad. Hojeó rápidamente las otras cartas. Los textos eran similares: Cinq-Mars se burlaba continuamente del rey, a veces de Marie Gonzague, o incluso del cardenal, y hablaba de ocupar el lugar de ministro. Semejantes documentos significarían con toda seguridad el fin de Don Mayor si tales papeles cayesen en manos de Richelieu. Podían también ser un instrumento de chantaje implacable.
Lo más sorprendente para Louis era que las misivas databan sólo de unos meses antes; ahora bien, la relación entre Cinq-Mars y Marion de Lorme, que había sido la comidilla de la Corte durante semanas, parecía terminada desde hacía mucho tiempo.
Todo había ocurrido en efecto hacía dos años, poco antes de que el marqués de Effiat fuese nombrado caballerizo mayor. Fue entonces cuando Cinq-Mars sedujo a Marion. No es que hubiese tenido muchas dificultades, puesto que la dama comerciaba con sus encantos y era la cortesana más famosa de París, pero había logrado arrebatársela al cardenal, que deseaba convertirla en uno de sus agentes secretos.
Durante un año y medio, Cinq-Mars y Marion fueron los amantes más célebres de la Corte. Richelieu, despechado, alimentó su odio. Y luego, durante el otoño del año anterior, Cinq-Mars cayó repentinamente enamorado de la más rica heredera de Francia: Marie de Gonzague, la cual, después de haberlo rechazado, había sucumbido a sus encantos y veía ahora en él a un nuevo Celadón platónico enamorado, del cual ella era su Astrea.
Louis comprendía así que los proyectos de matrimonio de Cinq-Mars con la heredera del ducado de Gonzague no eran sino una engañifa. ¡Como se enterase Marie, ya podían ir despidiéndose de unas cuantas alianzas en la Corte!
—¿Qué ocurrirá ahora? —se preguntó Louis cautivado por la historia.
—La señora de Rambouillet no quiso en modo alguno verse mezclada en este asunto. Escribió esa misma noche a Don Mayor para que fuese a buscar sus papeles.
—¿No escribió al cardenal?
—No, ella nunca haría eso.
Julie esbozó una expresión mezcla de seriedad e impaciencia.
—Dejadme continuar. Mi prima también quería conocer el contenido del sobre. Por la noche se introdujo en la cámara azul, ya sabéis que no es sólo un salón de recepción. La marquesa de Rambouillet dispone de una antecámara anexa, una alcoba y un oratorio. La cámara azul queda vacía de noche y Julie pudo averiguar sin dificultad el contenido de las cartas…
—Adivino lo que sigue. Corregidme si me equivoco —la interrumpió Louis acercándose a la ventana—: Vuestra prima se dio cuenta de que tenía entre sus manos un arma terrible contra Cinq-Mars. Al fin podía impedir ese matrimonio del que tanto abominaba, ese casamiento desigual, que le repugnaba, entre el marqués de Effiat y la princesa de Gonzague… Y escribió al cardenal…
—¿Cómo sabéis que Richelieu estaba al corriente?
—Porque dos y dos son cuatro, y porque acabáis de golpear a uno de sus secuaces: Rochefort.
—¿Ése era Rochefort? ¡Dios mío! ¡He levantado la mano contra un hombre del cardenal!
—¡No temáis! —bromeó Louis—. El pobre sólo dormía el sueño de los justos. Continuad, por favor…
—¿Sabíais que Julie d’Angennes ya había prestado algunos servicios a Su Eminencia?
—Ni la menor idea. Sólo sé que es una gran amiga de la duquesa de Aiguillon, la sobrina de Richelieu.
—Efectivamente. Hace tres años acompañó durante el verano a la señorita de Combalet, duquesa de Aiguillon, al castillo de Blois, a casa del príncipe de Orleans. Algunos decían que el cardenal quería casar a su sobrina con el hermano del rey. Pero luego no hubo matrimonio y ese fracaso afectó mucho a Julie, que pensaba ejercer de intermediaria entre el duque de Orleans y Su Eminencia. Con los documentos de Cinq-Mars esperaba convertirse, ¡al fin!, en un agente secreto del primer ministro…
Julie hizo una pausa para insistir de nuevo, afirmando enérgicamente con la cabeza:
—… Sí, fue Julie d’Angennes quien escribió al Gran Sátrapa.
Sonrió tristemente y luego continuó:
—En su carta informaba a Richelieu de la existencia de papeles comprometedores para el favorito y de que se hallaban en un libro de Tácito, en el palacete de Rambouillet. Le proponía a Richelieu que comprase la obra, pensando en lo bien que le vendría el dinero a su padre, el señor de Rambouillet, que está siempre sin blanca. Le pareció que era todo muy sencillo y que no habría el menor problema. François llevó la carta…
—Y el cardenal lo mandó matar —la interrumpió Louis sacándole las palabras de la boca—. Nadie debería estar al corriente de que la marquesa poseía esos documentos…
Louis hizo una pausa, dándose cuenta del peligro que había corrido la familia Rambouillet. Ahora él acababa de reunir todas las piezas. Siguió hablando, más para sí mismo que para Julie:
—El secreto debía ser absoluto. Y la marquesa de Rambouillet, Julie y vos misma habéis estado durante algún tiempo en una situación muy delicada. Quizá vos misma lo estéis todavía. No sé cómo pensaba recuperar el libro el cardenal, pero no creo que tuviese intención de comprarlo. Os vigilaba, o tiene espías en vuestra casa. Ha debido de hacernos seguir cuando se enteró de que mi amigo Gaston proseguía su investigación. Sus agentes habrán visto que yo partía con el libro y han avisado a Rochefort.
Julie asintió con un ligero movimiento de cabeza.
—Sin duda. Pero eso no es todo. Después de vuestra partida, Cinq-Mars llegó al palacio…
—¡Ah sí, es verdad! Lo había olvidado: nos cruzamos con él. Acababa de recibir la carta de la marquesa, ¿verdad?
—Exactamente. Y se fue furioso. Ahora seguramente se dirigirá a vos. Y si hay que hacer caso de lo que se dice de él, actuará de modo brutal. Sabe que arriesga su posición y quizá su vida si el rey se entera de su felonía.
Louis hizo una mueca.
—¡Menudo día! ¡Acabo de procurarme como enemigos a dos de los hombres más poderosos de Francia!
Hizo una breve pausa para poner en orden sus ideas.
—Es cierto que si el cardenal obtiene esas cartas, manejará a Cinq-Mars como a un pelele. Al pobre no le quedará otro remedio que obedecer. Es gente dispuesta a todo para hacerse con los documentos.
—Por eso estoy aquí. Cuando Cinq-Mars se fue, la marquesa se vio perdida con este nuevo enemigo. Ya se había dado cuenta del peligro mortal que esas cartas hacían correr a la familia después de que Julie le hubiese confesado que había escrito a Richelieu. Ahora están las dos aterrorizadas. Al cardenal no le hacen ninguna gracia las bromas a su costa de la cámara azul, aunque las tolere. Pero ya mandó a Voiture al exilio una vez, hace ocho años. Si no se le envía el libro, es capaz de todo. En cuanto al marqués, en calidad de miembro del Consejo Real, puede hacer lo que le plazca, incluido ordenar que nos detengan a todos.
Se retorció las manos con nerviosismo.
—La señora de Rambouillet teme que atenten contra vuestra vida, y yo le he propuesto venir para contároslo todo y recuperar las cartas. He ido al despacho de vuestro padre en el carruaje de la marquesa y desde allí me han enviado aquí. Tan pronto como tenga los documentos, la marquesa los remitirá a Richelieu, que es el más peligroso. ¡Que Dios nos proteja!, y os proteja a vos también, de Cinq-Mars. Esperemos que el cardenal pueda dominar al favorito.
Louis sopesó un momento todas esas informaciones y luego sacudió negativamente la cabeza. Julie lo miró con expresión inquieta.
—Richelieu no consentirá que nadie sepa que ejerce chantaje sobre Cinq-Mars. Os hará desaparecer a todos.
La dejó meditar un instante en esta evidencia.
—Hay, sin embargo, otra solución… gracias a esta notita que ha tenido a bien escribirme Rochefort, nada tengo que temer del cardenal.
Le tendió el documento a Julie.
—Y todo lo concerniente a Cinq-Mars es ya asunto mío. Después de todo, soy notario y puedo conservar esos papeles sin riesgo para él, salvo si la señorita de Lorme quiere recuperarlos. Tengo que pensar en esta idea.
Al tiempo que hablaba, y mientras Julie leía la confesión del espadachín, Fronsac se inclinó para coger el curioso arcabuz que aún seguía en el suelo. El cañón era triple: dos cañoncitos superiores coronando uno más grueso, que recordaba una jeringa. Del extremo de esta pieza partían dos largas empuñaduras, una especie de trinquetes para amartillar el arma, como el cranequín de una ballesta. En el otro extremo había un mango y dos piezas de metal, obviamente necesarias para descargar el tiro.
—Curiosa arma, la probaré en ese leño.
Y, diciendo esto, Louis cogió un grueso leño cerca de la leñera, el mismo que había utilizado Julie contra Rochefort, y lo arrimó a la pared. Luego se colocó en el otro extremo del cuarto, apuntó y presionó las dos piececitas de metal. No se produjo ningún ruido, pero el leño se estremeció dos veces. Julie y Louis se acercaron: dos balas habían penetrado hasta el fondo en la madera. Con la daga que había utilizado para soltar a Rochefort, extrajo uno de los proyectiles y lo examinó.
—Ahora sé cómo murió François Collet —le dijo a la joven—. Mirad: la bala que lo mató era idéntica a ésta. Y el arma que ahora tengo en mi poder pertenece al cardenal. Esto, junto con la confesión de Rochefort, confirma lo que yo pensaba.
La jeringa se había alargado sensiblemente; le pareció que algún tipo de resorte permitía comprimirla. Tras un par de tentativas infructuosas, y apoyando firmemente en los dos largos tiradores del arma como lo haría en una ballesta, Louis logró recargarla.
—Es un arma de aire —afirmó—. Pero ¿dónde hallar las balas correspondientes?
Estudiando detenidamente el mosquete, descubrió enseguida que la empuñadura estaba hueca y podía abrirse como una caja de píldoras: un centenar de balas de plomo se alojaba en su interior. Se deslizaban éstas por un ingenioso orificio situado encima de los cañones.
Volvió a amartillar el arma y la deslizó en una bolsa de cuero, que mostró a Julie, y, oprimiéndole la mano, sin que ella se opusiese, le dijo:
—Os acompañaré al palacio de Rambouillet. Con esto no corremos ningún riesgo.