Capítulo 5

Viernes 3 de mayo de 1641, al mediodía

La segunda visita de Louis y Gaston al palacio de Rambouillet sería oficial y harto embarazosa. Louis pensaba con aprensión en cómo explicar a la marquesa que poseía un objeto robado y que debía devolverlo. Teniendo en cuenta que el marqués y la marquesa eran universalmente respetados por su honradez y rigor moral, si semejante asunto llegaba a oídos de la gente podría ser piedra de escándalo y acarrear consecuencias nefastas.

Las hipotéticas repercusiones importaban bien poco a Gaston, acostumbrado a codearse con el mal, el crimen y el pecado, pero atormentaban a Louis, que tenía en gran estima a la marquesa y estaba persuadido de que se había visto comprometida únicamente por mala suerte y por la imprudencia de su notario.

Cuando hubieron dejado la carroza en el patio de honor del palacete y subido la escalinata, Gaston solicitó al señor Chavaroche una entrevista con la marquesa. Al cabo de unos minutos de espera en una fastuosa pieza de recepción, regresó el maestresala e hizo en silencio un signo indicando que lo siguiesen. Subieron al primer piso por la famosa escalera ideada por la marquesa y, tras pasar varias salas y llegar al extremo del edificio, fueron conducidos a la antecámara de un apartamento. Allí, Chavaroche les abrió la puerta de una inmensa cámara de gala donde dominaba el color azul y en la que penetraron por una puerta también azul.

Los techos estaban pintados de azur. De sus cornisas colgaban brocados de damasco con fondo azul y oro, salpicado de blanco. Las paredes lucían enormes cuadros de temas mitológicos y admirables espejos venecianos de cornucopia. Todo el entarimado estaba cubierto de alfombras orientales de seda, cuyo tono dominante era el azul. La pieza estaba magníficamente amueblada con camarines, veladores de ébano ricamente trabajado y consolas repletas de lámparas de aceite perfumado o de grandes canastillas de flores multicolores.

En el centro había un lecho con dosel, recubierto de satén azul pasamanado de oro y plata, rodeado de sillas de verdugado y taburetes; algunas de las sillas estaban vestidas de fundas de azur, y unas cuantas con fundas carmesíes. Al fondo de la pieza, anaqueles de columnas salomónicas servían de soporte a extraordinarios libros raros o antiguos. Dondequiera que la mirada alcanzase podían verse valiosísimas porcelanas, recuerdos excepcionales u objetos preciosos. Gaston jamás había visto lujo igual mezclado con tanta magnificencia.

Arthénice se hallaba sentada en un sofá brochado de oro y franjas de azur. Los estaba esperando y les hizo una amigable seña.

—Señores, os recibo en la cámara azul porque estoy fatigada y la vuelta del sol es nefasta para mi salud.

La marquesa, en efecto, no soportaba el calor, procediese del sol o de las llamas de la chimenea.

—Así que debo reposar —prosiguió—, pero sed bienvenidos aquí. Es mi universo. Ya veis, señor Tilly, no soporto el mundo exterior y su vulgaridad, de modo que me he construido aquí un mundo a mi medida.

Al mismo tiempo que se excusaba, paseaba su mirada en torno a la pieza.

—Un mundo muy bello, señora —asintió un Gaston galante y cortés.

La marquesa lo miró burlonamente y le respondió, irónica:

—Pero apuesto, señores, a que no habéis venido hasta aquí únicamente para intercambiar cortesías conmigo, y, a fuer de ser sincera, no esperaba una visita tan rápida…

Hizo una breve pausa para añadir enseguida con tono conmovido:

—El señor Chavaroche ha recuperado el cuerpo de nuestro pobre François Collet y las honras fúnebres tendrán lugar mañana en Saint-Germain-l’Auxerrois. ¿Cómo va vuestra investigación? ¿Tenéis alguna información sobre su asesino?

—¡Por desgracia no, señora! —respondió Gaston—. El motivo de esta visita es otro, y debo confesaros que el asunto que nos trae aquí es bastante desagradable…

»Se hizo el silencio durante unos segundos. La mirada ligeramente inquieta de la marquesa vagó de un lado a otro; luego Gaston de Tilly continuó:

—Tengo entendido que hace unos días el señor Chapelain os regaló una obra, los Anales de Tácito.

—En efecto —reconoció la marquesa con una expresión inquisitiva, pero su mirada y su actitud testimoniaban al mismo tiempo que se mantenía extrañamente alerta—. ¿Tiene ese regalo algo que ver con vuestra visita anterior?

—No, no, en absoluto. Nada que ver, podéis estar tranquila —le aseguró Louis amistosamente, aunque turbado por esa relación que él intuía, pese a todo, inconscientemente—. Sólo se trata de una coincidencia. Veréis, esa obra con la que el señor Chapelain os obsequió de buena fe es un libro robado que pertenece al duque de Vendôme.

—¿Robado? ¿Al duque?

La marquesa se había levantado bruscamente, su rostro había adquirido una palidez mortal. Era tal la sorpresa, que a duras penas podía contener su turbación. Caminó hasta la primera ventana, dándoles la espalda un momento, sin duda para recobrarse y evitar que viesen su rostro. Luego se giró riendo nerviosamente.

—¡Me estáis tomando el pelo! ¡Habéis organizado todo esto con el señor Chapelain!

Louis se dio cuenta enseguida del origen de la confusión. Voiture le había contado que poco tiempo antes Chapelain había prestado un valioso libro a la marquesa, una obra que ella ya tenía pero en muy mal estado. La marquesa le había devuelto la obra deteriorada, en lugar del original, a través del poeta Conrart, uno de los habituales del palacio. Ante el estado lamentable del libro, Chapelain, furioso, había mascullado: «¡No sé adónde vamos a parar si hasta la señora de Rambouillet deja de ser cuidadosa! ¡Un libro tan valioso! ¡Devolvérmelo así!».

Conrart, muerto de risa, confesó entonces la verdad, pero a Chapelain no le había hecho ninguna gracia la broma. Luego todos se burlaban cruelmente de él cuando acudía con algún libro, y el hombre había jurado vengarse ferozmente.

Louis se acercó a la marquesa y le dijo apenado:

—Os ruego que nos escuchéis, señora; desgraciadamente, esto no es una broma. Veréis, en calidad de notario me han encargado del inventario de la fortuna del señor de Vendôme, puesto que, como seguramente sabréis, hay una orden de confiscación de sus bienes. Con tal motivo he tenido que inventariar, entre otras cosas, la biblioteca que el duque había comprado al mariscal de Bassompierre. Había una lista adjunta en la que se consignaba el valor de ciertas obras, entre ellas los Anales de Tácito, cuyo precio se estimaba en la fabulosa cifra de ocho mil libras. Ahora bien, ¡faltaba el libro! No queriendo difundir el asunto, le pedí a mi amigo Gaston de Tilly que llevase a cabo una discreta investigación entre las personas que pudiesen haber hurtado esos volúmenes. Se halló rápidamente al culpable, que confesó haber vendido los Anales a micer de Mas, vuestro notario, y cuñado del señor Chapelain.

»Micer de Mas quería haceros un presente para agradeceros vuestra mediación en la concesión de la pensión al hermano de su esposa e ignoraba evidentemente el aspecto delictuoso del asunto. Ahora ya lo sabéis todo. Esa obra debe serme devuelta. Yo me ocuparé de su restitución y nadie sabrá que ha pasado por vuestras manos, pero comprenderéis que debe volver al inventario. Creedme si os digo que me ha sido muy penoso venir a molestaros con todo esto, pero he pensado que más valía arreglar rápidamente este asunto antes de que se hiciese público.

La señora de Rambouillet, que había escuchado con mucha atención, se había recobrado; meditó un rato y luego propuso:

—¿Podría mandaros la obra por un propio, señor?

Louis no pudo disimular un gesto de disgusto.

—Lamentablemente, me veo en la obligación de desatender vuestra petición. En primer lugar, hay riesgo de que se pierda entretanto, y es a mí a quien amonestarán. Luego, mi amigo el señor de Tilly está aquí oficialmente. Le reprocharán que se haya ido sin el objeto delictuoso. Sin embargo, si no tenéis el libro, podemos acudir nosotros allí donde se encuentre en este momento y reclamarlo.

La duda y, sobre todo, el embarazo eran perceptibles en la actitud de la marquesa. Finalmente, retomó la palabra con un tono bastante seco, muy raro en ella.

—No, señor, vuestro libro está ahí.

Se giró hacia los plúteos que había a su espalda y cogió un grueso volumen encuadernado en cuero amarillo que tendió a Gaston. Al mismo tiempo, hizo sonar la campanilla que había en un velador para llamar al maestresala, que entró en la cámara inmediatamente.

—Los señores Tilly y Fronsac se marchan —le dijo—, haced el favor de acompañarlos.

Y como para asegurarles que, pese a todo, no les guardaba rencor, les dirigió una encantadora sonrisa. De sobra sabía Louis que ese testimonio de simpatía era forzado. ¿A qué venían esas reticencias a entregar el libro? ¿Por qué retrasar la entrega? El libro estaba allí, en la estancia, detrás de ella, y, sin embargo, había dudado en devolverlo. Un comportamiento incomprensible. ¿Qué podía significar?

Louis siguió maquinalmente a Gaston y al lacayo que los acompañaba, tratando de ligar aquellos hechos. Casi sin darse cuenta, se encontró en el patio del palacete.

Mientras los conducían a su coche, nuestros dos amigos asistieron a un curioso espectáculo: una lujosa carroza tirada por cuatro caballos blancos cruzó la puerta, seguida por seis gentileshombres armados y a caballo. Picados en su curiosidad, Gaston y Louis esperaron unos segundos para saber quién se presentaba con tan magnífico cortejo en casa del marqués de Rambouillet.

Después de que el cochero hubiese colocado bajo la puertezuela del coche una minúscula escalera de caoba, un joven de unos veinte años descendió del vehículo. Iba vestido a la última moda: guantes de ante con franjas de oro, sombrero de pluma de garza fijada con broches de diamantes, traje de seda gris, camisa orlada de oro y plata e inmensas botas de cabritilla bordadas y trenzadas. El rostro, increíblemente maquillado, no los miró, y penetró en el palacio con exagerada familiaridad, haciendo tintinear a propósito sus espuelas de oro.

Louis se sorprendió admirando la facha del recién llegado, él, que no poseía más que dos trajes, uno de sarga gris y otro de terciopelo negro; él, ¡que no tenía más que un par de botas! Haciendo esa observación desengañada a Gaston, miraba maquinalmente sus tristes lacayos negros anudados en los puños.

—¡Pues claro que tiene más botas que tú! —le aseguró el policía sin disimular la repugnancia que sentía hacia el visitante—. ¡Se habla incluso de cincuenta pares! Hasta el rey le ha reprochado tanta prodigalidad.

—Pero ¿quién es ese personaje? ¿Lo conoces?

—¡Pues quién va a ser! ¡Serás ignorante! —se burló Gaston con una sonrisa sin alegría—. ¡Acabas de ver al mismísimo Don Mayor!

El pretencioso visitante que acababa de entrar en el palacete de Rambouillet era en efecto el marqués de Effiat, también llamado Cinq-Mars, caballerizo mayor, guardarropa mayor del rey y favorito oficial de Su Majestad.

—¡Qué raro! ¿Y qué viene a hacer aquí el marqués? —se preguntó Louis a media voz—. No es de los habituales del palacio de Rambouillet ni amigo de la marquesa. Muy al contrario. Su hija lo detesta. No pinta nada aquí…

—Buenas o malas, me temo que nos quedaremos sin saber las razones, amigo mío —replicó Gaston, muy poco interesado en chismorreos—. Lo que importa es que hayas encontrado tus libros y resuelto tus problemas.

—Sí, claro… desde luego —murmuró Louis subiendo al coche—. Lo que no quiere decir que no desconfíe de las coincidencias, y esta historia de los libros robados ocurrió, no lo olvides, al mismo tiempo que tu crimen no elucidado. Y luego tenemos esta entrevista, que ha sido muy curiosa, ¿no? De nuevo estoy seguro de que la marquesa no nos ha dicho todo lo que sabe. Tengo la sensación de que no nos quería devolver el libro. Habrá que mirar esta obra atentamente…

—¡Venga, hombre! ¡Déjate de novelerías! Que esto no es La Astrea[19]. Te llevo a casa y pasaré a verte mañana o pasado —replicó Gaston pidiendo a su cochero que tomase la dirección de la calle Saint-Honoré.

Al mismo tiempo que nuestros amigos se despedían, Cinq-Mars era recibido en la cámara azul por la señora de Rambouillet, que le hizo tomar asiento a su lado. Por supuesto, era a la marquesa a quien había ido a ver.

—Señora, no he recibido vuestra carta hasta esta mañana. Me hallaba con Su Majestad de caza en Saint-Germain. He venido tan rápido como he podido.

La marquesa asintió con la cabeza y adoptó un aire severo uniendo las yemas de los dedos.

—Señor, os debo algunas explicaciones, a riesgo de parecer desagradable, pero os aseguro que no tengo nada que ver con ellas. Éstos son los hechos tal como se me han impuesto.

»El primero de mayo último recibí aquí mismo, como de costumbre, a algunos queridos amigos. Estaban, entre otros, los señores Chapelain, Voiture, Guez de Balzac, Corneille, Cramoisy y, por supuesto, mi hija Julie con el marqués de Montausier. Si soy tan precisa es para que sepáis que había testigos del hecho, de modo que, si lo deseáis, podréis encontrarlos. El señor Corneille había venido a hacernos una lectura de la pieza que está escribiendo en este momento, Polyeucte, y la conversación derivó naturalmente hacia la historia de Roma.

Mientras la señora de Rambouillet hablaba, Cinq-Mars cruzaba y descruzaba las piernas haciendo resonar estrepitosamente sus espuelas de oro. La cortesía no era una de sus cualidades y quería mostrar que aquella historia le hacía perder el tiempo.

La marquesa continuó, sin embargo, imperturbable, haciendo caso omiso del grosero comportamiento de Don Mayor.

—Se suscitó entonces una controversia, no recuerdo acerca de qué tema, y el señor Chapelain propuso contrastar el hecho controvertido en los Anales de Tácito. Como quizá no ignoréis, obtuve para el señor Chapelain una pensión, en mi opinión muy merecida, que se empeñó en agradecerme —cosa que de todas formas ha sido inútil— ofreciéndome una obra rara y valiosa. Se trataba precisamente de los Anales. De modo que saqué el libro y circuló entre todos los presentes que pudieron admirarlo, pues era un regalo verdaderamente principesco.

»El señor Cramoisy —que es librero— lo examinó detenidamente y descubrió que la cubierta estaba algo abombada; en efecto, contenía un sobre, que extrajo hábilmente y me entregó acto seguido diciéndome: «¡Señora, este libro contiene un secreto!».

»Aunque todos los presentes querían abrir el misterioso sobre, yo me opuse, pues un documento oculto con tanto celo podía contener algún mensaje o correspondencia privada. Por la noche, sin embargo, en mi gabinete, pude conocer los documentos ocultos en la encuadernación.

Y al decir esto, la marquesa lo miró severamente. Tras una pausa, continuó:

—He olvidado su contenido, pero me acuerdo de que vos sois el autor. Volví a colocar el sobre en el libro y os escribí para que vinieseis a buscarlo. Yo no tenía ningún interés en conservar tales cartas.

—¿Teníais, señora? ¿Eso significa que ya no tenéis esas cartas? —la interrumpió Cinq-Mars levantándose bruscamente.

La marquesa lo miró, sumamente irritada por la interrupción. Haciendo un enorme esfuerzo de voluntad, reanudó sin embargo sus explicaciones.

—En efecto. Y desde hace bien poco, por desgracia. Seguramente os habréis cruzado al entrar con dos personas, una de las cuales era un oficial de policía. La otra, Louis Fronsac, es un reputado notario. Venían justamente a buscar los Anales; esa obra había sido robada, junto con otras, de casa del duque de Vendôme. He tenido que devolvérsela para evitar un escándalo.

—¡Vendôme! ¡Así que era él! —masculló Cinq-Mars con un horrible rictus—. ¿Pero el sobre, señora? ¡No le habréis entregado el sobre con los documentos! —preguntó gritando como un energúmeno.

Entonces la marquesa no ocultó su malestar frente a la grosera actitud del favorito del rey. Su tono se volvió glacial.

—¿Qué podía hacer? ¿Qué debía hacer? Vuestro precioso sobre estaba en el interior. ¡El libro estaba en este cuarto! ¡En esas estanterías! Intentar escamotearlo habría atraído su atención. Y aun así, no me habría quedado más remedio que entregárselo.

»No tenía elección. Lo más probable es que no hayan abierto el libro y vuestro sobre esté seguro. Ese libro forma parte de los bienes confiscados al duque de Vendôme. Tratad de comprarlo.

Cinq-Mars logró dominarse y prosiguió más fríamente:

—¿Qué otras personas conocen la existencia de esos documentos, señora?

La marquesa de Rambouillet dudó un segundo y declaró elípticamente:

—El libro no salió de esta pieza, señor.

—Vuestra historia es inverosímil —concluyó finalmente Cinq-Mars todavía furioso—. ¡Esto parece un cuento chino! Sin embargo, quiero creeros de momento. Así pues, intentaré encontrar esos documentos por mi cuenta.

Tomó su sombrero, que había dejado a su lado, y se lo encasquetó insolentemente en su cabeza.

—¿Que-réis cre-er-me? —articuló lentamente Arthénice con ojos desorbitados.

La marquesa retrocedió alejándose de Cinq-Mars como si pudiese contagiarla de una enfermedad repugnante para soltarle a continuación en tono mordaz:

—Tengo entendido que sois de nobleza reciente, señor, e ignoráis sin duda los usos de este estamento que tan mal conocéis. ¡Yo soy una princesa Savelli! ¿Creéis que una Savelli se rebajaría a mentir a un pequeño Effiat? Mi antepasado Hugues de Vivonne estuvo en las Cruzadas hace seiscientos años. ¿Y el vuestro dónde estaba?

Diciendo esto, agitó la campanilla que tenía en su mano y Chavaroche entró como por ensalmo.

—El señor Chavaroche os acompañará, señor Effiat. Se volvió sin saludarlo y se retiró al oratorio anexo a la cámara azul. La entrevista había terminado.

Nunca Cinq-Mars había conocido tal humillación desde su ascenso. Reprimió, sin embargo, su ira y salió temblando. Tenía que encontrar ese libro a toda costa, y para ello primero tenía que encontrar al notario.

En el segundo piso del palacio, detrás de una ventana, Julie d’Angennes y su prima habían visto llegar, y luego partir, a Louis y Gaston. Poco después, asistían a la marcha iracunda de Cinq-Mars.

En su retiro, la marquesa dio unos pasos arriba y abajo para calmarse.

¿Qué debía hacer? ¿En quién confiar? ¿Cómo olvidar el terrible contenido de las cartas de Cinq-Mars?

Pensó largo rato en los complots que se sucedían desde hacía años. Con el tiempo, el cardenal se parecía más a un verdugo que a un hombre de Iglesia.

Todos los habitantes del palacio de Rambouillet se hallaban en peligro de muerte.

Repasó mentalmente a los asiduos de la cámara azul. La aristocracia era allí numerosa, pero ¿quién sabría protegerla de Richelieu o de Cinq-Mars?

¿Guisa? Estaba casi escapado en Sedán.

¿La Valette? Huido a Londres desde que lo habían acusado, injustamente, de cobardía y traición.

¿Nevers? ¡Él y sus aires de grandeza! Con esa manía que le había dado de descender de los emperadores bizantinos. En cuanto a su hija Marie de Gonzague, ¡había que hacer lo posible para que ignorase el contenido de esas misivas!

¿Condé? Por el matrimonio de su hijo con la sobrina de Richelieu, Marie-Clémence de Maillé-Brézé, en febrero, se había convertido en el hombre de confianza del cardenal. Y Enghien, el joven duque, no tenía ningún poder.

Quedaban sus amigos los escritores y los poetas, pero apenas contaban, no por falta de valor; al contrario, solían mostrar más que los grandes del reino, pero frente a Richelieu…

Se acordó entonces del prelado servil, untuoso, amable y dulce que venía a veces al palacio. ¿Cómo le llamaban? —todos tenían su apodo en la casa—. «Colmardo», ¡no! «Colmarduccio»[20], ¡eso es! El hombre tenía una reputación de fino diplomático y de haber salido triunfante de misiones imposibles que le había confiado el cardenal. Eso es al menos lo que su marido, diplomático también, le había asegurado. En la residencia de los Rambouillet, Colmarduccio era encantador, divertido, afectuoso y sumiso, pero Arthénice había observado, bajo la imagen que quería dar de sí mismo, una ambición desmesurada, una voluntad férrea y una inteligencia prodigiosa.

Sí, Colmarduccio, es decir, Julio Mazarino —ahora se hacía llamar Mazarin, que sonaba mucho más francés— podría ayudarla. Trabajaba estrechamente con Richelieu y, además, ¡era italiano como ella! Chapelain le había hablado mucho de este diplomático, encargado de dirigir la representación francesa en Colonia, porque precisamente Mazarino le había pedido al escritor que lo acompañase.

La marquesa se acordó entonces de que Colmarduccio, con ocasión de una de sus visitas, se había puesto a su disposición. Tal vez fuese el momento de aceptar aquel ofrecimiento. Al cabo de unos minutos de reflexión fue a su secreter, sacó pluma y papel y escribió.

Terminada la carta, llamó a su maestresala:

—Señor Chavaroche, ¿podéis llevar en mano esta carta al señor Mazarino, al Palacio del Cardenal? Esperad el tiempo que haga falta pero no se la entreguéis sino a él personalmente.

Chavaroche se inclinó, tomó la carta y se fue.

Sin embargo, por desgracia, lo que la marquesa ignoraba era que Mazarino estaba en misión en Saboya desde hacía varios meses y que ya no regresaría a París hasta junio.

Catherine de Rambouillet se retiraba a descansar cuando las dos Julie, hija y sobrina, entraron en la estancia.

—Madre, hemos visto partir a los señores de Tilly y Fronsac, y luego a Cinq-Mars. ¿No habrá malas noticias?

La marquesa esbozó una triste sonrisa.

—Por desgracia, sí, hijas mías —la marquesa consideraba a Julie de Vivonne como su hija—, acabo de enterarme de que el dichoso libro había sido robado y…

—¿Robado? —la interrumpió Julie d’Angennes, que parecía más desconcertada que consternada.

—Sí, robado al duque de Vendôme. El señor de Tilly ha encontrado al ladrón y ha venido a recuperar la obra. El señor Fronsac es el encargado del inventario de los bienes del duque. Eso explica sin duda la existencia de ese sobre. Probablemente un chantaje contra el marqués de Effiat, el cual acaba de irse furioso contra mí por haber devuelto los Anales y su contenido a un policía. ¿Pero qué otra cosa podía hacer?

Hizo un gesto de disgusto al acordarse de la penosa situación que acababa de vivir. Las dos primas escuchaban esta avalancha de noticias, a la vez estupefactas e incrédulas.

—¿Qué pasará ahora, madre? —se inquietó Julie d’Angennes.

—¡Os aseguro que no lo sé! Podemos mofarnos gentilmente del cardenal, burlarnos incluso de su política, él lo permite. Sabe que sólo somos el centro del ingenio y de la elegancia, pero no me extrañaría nada que nos temiese y nos vigilase. Aunque, por otra parte, no ignora que los Rambouillet siempre han sido leales a su rey. Sin embargo, no podemos atraernos su hostilidad o, peor, su inquina.

Su tono cambió.

—El conoce, hija mía, por vuestra deplorable misiva, que ya ha causado la muerte del pobre Collet, el contenido del sobre oculto en ese libro. ¿Qué haremos si nos lo reclama? En cuanto a Cinq-Mars, está dispuesto a todo para recuperarlo. Temo que el señor Fronsac caiga en una trampa de la que no sea capaz de salir. Tendrá contra él al asesino de nuestro criado, al cardenal y al favorito del rey. Es mucho para un pequeño notario.

—No podemos abandonarlo —declaró Julie de Vivonne con voz firme—. Es una cuestión de honor para nosotros.

—¿Y qué sugieres tú? —la interpeló Julie d’Angennes con un tono desagradable y pérfido.

La joven detestaba que se le diesen lecciones, y en su opinión era lo que su prima estaba haciendo.

—Advertirle, al menos, de los peligros que corre. Ayudarlo si es posible. Salvarlo si es necesario —replicó Julie tranquilamente pero con firmeza—. Estoy segura de que él habría hecho otro tanto en nuestro lugar.

La señora de Rambouillet no decía nada. Observaba a las dos jóvenes, que se desafiaban con la mirada. Luego su atención se centró en Julie de Vivonne. La princesa Savelli estaba molesta consigo misma por haber dejado ir a Fronsac sin advertirle. Había cometido una falta imperdonable. No, una indignidad.

Bajó lentamente la cabeza, asintiendo.

—Tenéis razón, Julie, lamento haber actuado así con el señor Fronsac. ¿Qué se os ocurre?

—Puedo ir yo misma a su despacho y contárselo todo. Es inútil que mi prima venga conmigo. Así, vos no estaréis directamente comprometida.

—De acuerdo —aprobó la marquesa—. Tomad nuestra carroza. Los Fronsac tienen su despacho en la calle Quatre-Fils. El cochero conoce el camino. Contadle todo a ese joven y volved enseguida a decirnos lo que haya decidido.