Capítulo 4

Viernes 3 de mayo, final de la mañana

—Me estabas hablando de Voiture —dijo Gaston, ávido de detalles que podían ayudarle a comprender un medio que no frecuentaba—. ¿Lo conoces bien? ¿Cuáles son sus relaciones con la señora de Rambouillet?

—Ayer viste a la marquesa con un mal día. Jamás la había visto comportarse así. La señora de Rambouillet es todo lo contrario, es una persona muy bromista e ingeniosa a la que hasta hoy he visto siempre rebosante de alegría. ¡Hombre, a propósito! Puesto que estamos en un asunto de libros, déjame contarte una pequeña historia que puede aclararte…

Gaston se arrellanó en el asiento, dispuesto a saborear la anécdota.

—… Voiture había escrito un soneto para Arthénice y se lo había ofrecido. La marquesa, a la que le encanta hacerlo rabiar, se hizo entonces con un viejo libro de poesía y pagó un dineral para que compusiesen el soneto en papel de la misma calidad que el libro, y con los mismos caracteres tipográficos. Luego encargó a un hábil encuadernador que lo insertase en la obra. Unas semanas más tarde, un día en el que debía recibir a Vincent, lo hizo esperar en un saloncito en el que suele exponer algunos de sus objetos preciosos, entre los que se contaban ciertos libros antiguos. Y en un atril había colocado maliciosamente la obra falsificada, abierta por la página de marras.

Louis saboreaba aquella historia, que le encantaba. Se detuvo un instante para prolongar el placer y continuó hablando en un tono más voluble:

—Voiture llegó a la hora prevista y esperó a que lo recibiesen. Como la marquesa había previsto, examinó los objetos expuestos y el opúsculo atrajo inmediatamente su atención. Se acercó y leyó el soneto. Una vez…, dos…, tres veces…, cogió el librito y miró el nombre del autor: ¡un desconocido! Se ruborizó, convencido de que había escrito el soneto inspirándose inconscientemente en el que tenía bajo sus ojos. Tan avergonzado y molesto estaba, que no acertaba a discernir lo que debía hacer. ¿Marcharse? ¿Excusarse?

—¿Pero cómo sabes tú eso? —lo interrumpió Gaston.

—Espera, que no te lo he dicho todo: durante ese tiempo, la marquesa y algunos íntimos observaban la escena detrás de una cortina y, finalmente, no logrando contener más la risa, rompieron a reír a carcajadas. Voiture, atraído por el jolgorio, corrió la cortina, y el poeta, que adora divertirse, pero únicamente a expensas de otros, descubrió furioso a todos los asiduos del palacio muertos de risa a su costa.

Gaston celebraba la anécdota riéndose ruidosamente, una enojosa costumbre que no corregía. Cuando hubo recobrado la respiración, aprobó a Louis, pero esta vez en serio.

—Tienes razón, no debemos enojarnos con ellos. Pero lo que me cuentas confirma desde luego sus preocupaciones actuales. Ayer la señora de Rambouillet no tenía ganas de gastar bromas después de nuestra visita.

—Es cierto —dijo Louis pensativo—. Creo que necesita ayuda.

El diálogo tuvo que interrumpirse: el cochero había detenido el vehículo delante del antiguo despacho de Sébastien Chapelain.

—La hostería que hay unas casas más abajo, frente al cruce, se ocupa de los caballos de los visitantes —explicó Louis al cochero, señalándole el edificio con el letrero Cheval qui pioche—. Podéis esperarnos ahí. No tardaremos demasiado.

Se bajaron del coche. La calle estaba tan llena de inmundicias como las otras. Sorteando las más gruesas deyecciones, penetraron en el despacho por una puerta cochera que llevaba directamente al interior de un vasto y sombrío porche abovedado. Allí se encontraron con un criado de cabello pajizo y aire necio. De esta sala, que contenía una silla de manos, partía una gran escalera, a la derecha, que subía hacia los pisos y, frente a éstos, una doble puerta que daba al despacho. Louis, que conocía al criado, natural del Limusín, le preguntó:

—Pequeño Jean, ¿puedes decirme si está micer Mas en casa?

Sin articular palabra, pero sonriendo como un pasmarote, el buen hombre señaló la escalera con su mano derecha. Eso significaba que el notario estaba en su despacho.

Louis estaba acostumbrado a esta clase de diálogo. Bajó la cabeza gravemente y se encaminó hacia la escalera explicándole a Gaston:

—Mas tiene su despacho arriba, en el primer piso, justo al lado de sus apartamentos. El segundo piso está reservado para Chapelain hijo, y los cuartos abuhardillados son los destinados a los criados.

En el rellano, presidido por una bonita banqueta, se abrían tres anchas puertas de madera labrada de nogal. Louis llamó a la que estaba situada más a la izquierda.

—Ésa da al despacho de los empleados —explicó Louis a Gaston señalando la puerta central.

Invitados a entrar, penetraron en el despacho. Era una vasta pieza de paredes recubiertas de obras de derecho y de expedientes atados con cuero de los que emanaba un dulce pero penetrante olor a cera. Sobre la pared de enfrente un tapiz representaba a Teseo y el Minotauro. Delante, sentado a una gran mesa, se hallaba Jean de Mas. El notario iba vestido a la antigua usanza, con pantalones bombachos de sarga turquí y un jubón negro con cuello de encaje. Sus ojos azules, muy claros, su mirada dulce y viva, su larga barba gris, su cráneo despoblado y brillante le conferían una sólida impresión de bondad, de gentileza, pero también de seriedad, rigor y competencia. Al verlos entrar, se levantó y rodeó rápidamente su mesa, yendo a su encuentro.

—¡Louis! ¡Qué agradable sorpresa! —exclamó—. ¿Me has traído los expedientes?

—No, señor —respondió el aludido cortésmente, avanzando a su vez—. En realidad, vengo por un asunto más delicado.

—Vaya, vaya, me encantan los asuntos delicados. Sentaos, tú y tu amigo, ¿que se llama?

Volvió a saltitos a su sitio.

—Gaston de Tilly —respondió directamente el aludido.

—¿Sois también notario? No creo conoceros —interrogó Jean de Mas, enarcando las cejas.

—No. Soy oficial de la policía municipal.

—¡Caramba, caramba!, espero no haber hecho nada reprensible.

Su mirada iba de Louis a Gaston, curiosa pero de ningún modo inquieta.

—No, perded cuidado —dijo Louis sonriendo—. Os explicaré lo que nos ha traído aquí.

A una indicación del notario, se sentaron frente a él en los dos grandes sillones tapizados. Bajo sus pies, Gaston notó la espléndida alfombra turca. «Decididamente, los notarios se ganan bien la vida», se dijo con cierto despecho mientras Louis tomaba la palabra.

—Os supongo enterado de que me ocupo del inventario de los Vendôme.

El notario asintió con la cabeza. Había unido ambas manos, que descansaban bajo su mentón, y apoyado los codos en la mesa. Louis prosiguió:

—Al hacer el inventario, pude constatar que habían desaparecido varios libros de gran valor. Los he encontrado con la inestimable ayuda de mi amigo Gaston; os ahorraré los detalles…

—Salvo uno, ¿no? —afirmó Jean de Mas con los ojos chispeantes levantando el dedo índice.

—Bien, veo que habéis comprendido lo que nos trae aquí. ¿Sois vos quien ha comprado el libro que falta?

—¡Hum! Sabía que el libro tenía valor, pero desde luego ignoraba que se hubiese «extraviado». Lo he pagado bastante caro, por cierto…

—¿Cuatro mil libras, verdad? —intervino Gaston, soltando la bolsa que había cogido en casa de Belleville y tendiéndosela al notario. Aquí tenéis vuestro dinero.

Jean de Mas se arrellanó en su sillón y los miró de hito en hito, visiblemente molesto. A Louis no le pasó inadvertido que no adelantaba la mano para coger el dinero.

Luego, el cuñado de Chapelain esbozó una mueca. Con tono lento, a la vez ceremonioso y aburrido, les dijo:

—El caso es que ya no tengo el libro…

—¿Cómo que no tenéis el libro? —se inquietó Louis frunciendo el ceño—. ¿Pero entonces dónde está?

El notario parecía ahora muy nervioso y violento, hasta el punto de mordisquear algunos pelos de la barba:

—¿Necesitas encontrarlo de verdad? —preguntó a Louis con tono afligido.

—Digamos que si no lo encuentro, tarde o temprano habrá una investigación oficial, y acabará llegando aquí. Y eso no sería bueno para nadie.

—Sí, indudablemente —murmuró micer de Mas, con un semblante cada vez más contrariado y preocupado—. Bueno, entonces os explicaré por qué compré el libro.

»Conoces a mi cuñado, Jean, cultivado, brillante, pero muy remiso al notariado. Se dedica a la literatura, contra mi parecer; pero, por suerte, no le ha ido mal. De hecho, ¿sabes que quizá se convierta en el secretario de Mazarino?

Louis asintió.

—Pero a lo que voy… cuando empezó a escribir, recibió ayuda de la señora de Rambouillet; ya sabes que soy su notario…

Louis y Gaston intercambiaron una mirada, molestos por la aparición de la marquesa en el relato. Micer de Mas no pareció darse cuenta y prosiguió con su relato:

—Hace ya algún tiempo, la marquesa medió con sus buenos oficios para obtener una pensión para mi cuñado. Ya sabes que es muy difícil. Nuestro rey no gusta de los escritores, los poetas o las gentes de letras, y sistemáticamente se niega a conceder dones y pensiones.

El notario se detuvo un instante, enfrascado en sus pensamientos. Después continuó:

—Sí, está el cardenal. Su Eminencia contribuye generosamente a ayudar a los autores, pero todo se paga, por desgracia, y Jean Chapelain no está dispuesto a venderse.

Louis sonrió para su coleto. Sabía a Chapelain capaz de cualquier cosa para granjearse el favor del ministro. Ya formaba parte de la famosa Academia (la futura Academia francesa), nacida del grupo de autores que se reunían en casa de Conrart y en la cual Richelieu imponía sus reglas sobre la lengua, la gramática y la organización teatral. Voiture le había contado cómo por orden de Richelieu él mismo estaba obligado a asistir a las enojosas sesiones.

Jean de Mas proseguía con su perorata, ahora entusiástica:

—¡Pero entonces apareció ella! En fin, ¡que el futuro de Jean estaba asegurado! Y yo, su cuñado, estoy muy contento de no tener que preocuparme por él. De acuerdo con mi esposa, su hermana Marie, le aconsejé hacerle un regalo a la marquesa. Pero Jean dudaba. Quizá no lo sepas, pero Jean es muy, muy parco…

Separó las manos abochornado. Louis asintió con una sonrisa irónica. Jean Chapelain no era parco, ¡era avaro hasta la roñería! El escritor vestía a diario un viejo traje desde hacía diez años, y la misma peluca astrosa bajo un sombrero informe. Su casaca de tafetán —que no había cambiado desde tiempo inmemorial— brillaba por el uso, y cuando el escritor entraba en el salón de la marquesa de Rambouillet, provocaba invariablemente las risas y burlas del marqués de Pisany y de Voiture, sus dos enemigos íntimos.

El cuñado de Chapelain continuó impasible:

—De modo que Marie y yo consideramos conveniente agradecérselo a la marquesa por nuestra cuenta. Ya sabes que la señora Rambouillet es italiana, por lo que pensé en un hermoso libro, antiguo y raro, sobre Roma, por ejemplo. Hablé de ello con varios libreros, entre otros con Belleville —no sé si lo conoces, tiene tienda en la calle Dauphine—, quien me propuso una obra extraordinaria de Tácito. Creo que es la que buscas. En pocas palabras, que le ofrecí el libro a la señora de Rambouillet, y como comprenderás no puedo pedirle que me lo devuelva.

«¡Vaya si lo comprendía! En efecto, ¡caramba, caramba! Un asunto bien embarazoso», se dijo Louis pensativamente.

Presentarse la víspera en casa de la marquesa por un crimen y volver para tratarla de encubridora lo indispondría definitivamente con ella. ¡Pero cómo iba a quedarse de brazos cruzados! Si no hacía nada, tarde o temprano la marquesa se vería comprometida públicamente. Lo mejor sería actuar con prontitud. Podía explicarle que había tratado de evitar un escándalo… Sí, era factible.

—¿Qué pensáis hacer? —preguntó micer de Mas, esta vez con tono desesperado.

Louis le explicó su punto de vista, y el notario admitió que actuando así se evitarían rumores perjudiciales para los protagonistas.

—Propongo que vayamos allí enseguida —declaró impaciente Gaston, dinámico y audaz como de costumbre—. Guardad este dinero y enviadme un recibo. Al Grand-Châtelet. Os pediré también un informe de nuestra visita, que archivaré.

Se levantó bruscamente, seguido por Louis.

—Lo haré ahora mismo —le aseguró el notario un tanto sorprendido, haciéndose cargo del dinero y depositándolo en una cajita de hierro—. No me queda más remedio que excusarme con la marquesa ¡y encontrarle otro regalo!

Los acompañó hasta la escalera. Una vez abajo, Tilly preguntó a Louis:

—¿Qué hacemos? ¿Seguimos lo que yo propuse y vamos al palacio de Rambouillet? Cuanto antes acabemos…

—Son más de las doce. Te propongo que vayamos a comer a la hostería donde nos espera tu cochero y luego nos encaminemos a casa de la marquesa. Es inútil molestarla a esta hora…

Gaston aceptó a regañadientes. Fueron caminando hasta el Cheval qui pioche. La hostería abría sus puertas en la esquina de las calles Saint-Merry y Saint-Martin. Desde el cruce, se penetraba por un vasto porche a un patio lleno de caballos y de coches. Dos peldaños permitían descender al enorme salón comedor, siempre gélido pese al alegre fuego crepitante en la chimenea que ocupaba un lienzo entero de la pared. A aquella hora, el establecimiento estaba lleno hasta los topes. Les costó trabajo encontrar dos sitios libres en una gran mesa a la que se sentaban una veintena de clientes.

Una fuente colectiva de la que se servían habas todos los comensales estaba posada en ella. Un jarro de vino de Anjou alegraba el humilde alimento. Las habas eran nutritivas, y no hablaron durante el almuerzo, pues toda su atención la aplicaron a la masticación del feculento manjar. Pero mientras se atiborraban de habas escuchaban la conversación de los demás comensales. No había más que un tema de conversación: la guerra.

Mientras nuestros amigos recobran fuerzas, disponemos de un ratito para daros, queridos lectores, algunas explicaciones sobre la situación de Francia con relación a sus vecinos.

En 1641, la guerra castigaba sin consideración a toda Europa desde hacía un cuarto de siglo, concretamente desde la defenestración de Praga (1618), un motín de los húngaros protestantes contra los imperiales austriacos que querían imponerles la religión católica.

Por aquel entonces, el centro de Europa —o sea, Alemania— estaba constituido por ciudades y pequeños principados que elegían colectivamente un emperador. Algunos eran católicos y otros protestantes. Durante mucho tiempo, gracias al compromiso de Augsburgo, concertado por Carlos V, la paz había reinado entre las dos comunidades, respetando cada una la religión de la otra. Pero los Habsburgo, es decir, la casa de Austria, o, lo que es lo mismo, España, querían imponer en todas partes la religión católica.

Praga había sido la primera en volverse contra aquella tiranía religiosa que acabaría arrastrando a toda Europa.

Al comienzo del conflicto, Suecia tomó partido por los protestantes invadiendo Alemania. Francia, cercada por la casa de Austria, se alió naturalmente con Gustavo Adolfo, el rey de Suecia y adalid de la Reforma.

Aunque aplastada en un primer momento, España se rehízo a partir de 1635. Los protestantes y los suecos fueron entonces derrotados, y Gustavo Adolfo, muerto. Desde 1636, Francia se encontró, pues, en primera línea en el conflicto.

Y fue precisamente en 1636 cuando el enemigo entró en Francia después de una serie de derrotas muy humillantes para los franceses. Los ejércitos austríacos y españoles marcharon entonces sobre la capital. Un terror indescriptible se abatió sobre París, que en pocas horas se vació de sus habitantes.

El rey, pese a sus muchos defectos, era sin embargo un soldado valeroso. No perdió su sangre fría y, con la ayuda de su hermano, que le entregó parte de su fortuna, en unos cuantos días armó un nuevo ejército para enfrentarse a las tropas extranjeras.

Ante esto, el enemigo había reculado y vuelto a Corbie, un pueblo que había tomado unas semanas antes. Tan rápida victoria se le debía, pues, a monseñor, el hermano del rey, y a su primo, el conde de Soissons, al mando de las tropas.

Louis de Borbón, conde de Soissons, al que llamaban «El señor conde», tenía sangre real. (Su padre, muerto en 1612, era primo del rey Enrique IV.) Hombre vanidoso y ambicioso, aunque «con buena facha, valiente, serio y buen general», en opinión de La Rochefoucauld. Como buen protestante, detestaba a Richelieu y esperaba una recompensa por haber rechazado al enemigo. ¡Quia! En pago, el cardenal, que desconfiaba de él, le había retirado el mando del ejército. ¡Peor aún! El ministro había intentado arrebatar a los dos príncipes —al hermano del rey y al conde de Soissons— la gloria del triunfo de las armas.

Ambos decidieron vengarse y en Amiens intentaron, sin éxito, eliminar al Gran Sátrapa.

Enterado Richelieu de dicha tentativa, Soissons juzgó prudente huir para refugiarse en Sedán, una plaza perteneciente al duque de Bouillon.

El duque, también protestante, era hijo de un compañero de armas del bearnés: Henry de la Tour, vizconde de Turenne[16]. Se había convertido en príncipe de Sedán, una ciudad independiente de Francia, y luego en duque de Bouillon al casarse con la princesa Charlotte de La Marck.

Su hijo, el joven duque, era un hombre lleno de cualidades: valeroso, elocuente, brillante, amable con los demás; sólo tenía dos defectos: era imprudente y demasiado temerario.

Como su padre, Bouillon había estado involucrado en todas las conspiraciones contra el rey y ayudaba cuanto podía a algunos hugonotes que seguían en lucha contra Richelieu[17].

Para todos los franceses, el conde de Soissons era el jefe de la oposición a Richelieu, encabezada desde hacía mucho tiempo por el príncipe Condé; pero una vez que este último se había acercado al rey y al cardenal, la plaza estaba vacante para este otro príncipe de sangre real: el señor conde.

El conde de Soissons pasaba por un liberal: proclamaba su deseo de restaurar las libertades confiscadas por el dictador, proponiendo también otro gobierno, menos brutal y menos derrochón. El pueblo y la burguesía, esquilmados por el Gran Sátrapa, lo ponían, como es lógico, por las nubes.

En Sedán, Bouillon y Soissons esperaron en vano recibir la visita y la ayuda del duque de Orleans, el hermano del rey, pero monseñor, prudente —o temeroso—, los había abandonado. Finalmente, en agosto de 1637, Soissons y Richelieu alcanzaron un compromiso: el conde podría quedarse durante cuatro años en Sedán, a partir de los cuales debería volver a Francia para solicitar el perdón u optar por el exilio definitivo.

Estamos en 1641: el año del vencimiento del plazo. Durante los cuatro años de pausa, los rifirrafes fueron continuos entre el señor conde y el cardenal. Por ejemplo, Richelieu quería que su sobrina, la señorita de Combalet, se desposase con un príncipe de sangre real. Y había intentado —sin éxito— interesar a monseñor en dicho matrimonio. En última instancia, había propuesto a la señorita de Combalet a Soissons, quien la había rechazado.

Otro motivo de fricción entre ambos procedía del hecho de que el conde no recibiese ciertas pensiones prometidas: Louis de Borbón conservaba innumerables cargos en la Corte, así como algunos gobiernos provinciales. Pues bien, el cardenal intentaba retirarle los cargos y títulos que reportaban mayores beneficios.

Eran demasiadas humillaciones para el conde de Soissons. Se acercó entonces de nuevo a los hugonotes, en rebelión contra el cardenal, reunidos en torno al duque de Soubise —hermano del duque de Rohan—, que había dirigido la revuelta en La Rochelle.

No obstante, sin dinero y sin ejército, el señor conde no tenía nada que hacer frente al cardenal. Un inesperado acontecimiento debía sin embargo intervenir en su favor: el sostén del duque de Guisa.

Los Guisa constituían la principal rama católica de los grandes del reino. No conspiraban desde la Liga, habiendo preferido enriquecerse. Su jefe, el duque Carlos de Lorena, durante un tiempo gobernador de Provenza, era uno de los hombres más ricos de Francia. Había amueblado su residencia de la calle Chaume como un palacio, donde exhibía alfombras, orfebrería y magníficas joyas para que se pudiese juzgar la riqueza y pujanza de su familia. También selló alianzas con los enemigos de antaño: uno de sus hermanos, Claude de Lorena, príncipe de Joinville y duque de Chevreuse, se había casado con Marie Rohan, hija de un primer matrimonio de Hercule de Rohan, duque de Montbazon y gobernador de París[18].

Carlos de Lorena, que tan bien había gobernado su casa, había muerto en septiembre de 1640, y su hijo Henry, arzobispo de Reims, se había convertido en el nuevo duque.

Pero Henry estaba loco. Aun siendo arzobispo, se había casado en secreto en 1638 —o 1639, no se sabe exactamente— con Anne de Gonzague, la hermana de Marie de Gonzague, hija del duque de Nevers. Había reincidido con contumacia, casándose —parece que en noviembre de 1640— con una condesa flamenca, y seguramente sin que su primera esposa lo supiese. Se había convertido, a la sazón, en el único caso de arzobispo bígamo de la historia de Francia, cosa que divertía bastante a los franceses.

Sin embargo, el que un arzobispo se hubiese casado, aunque fuese en secreto, y sobre todo dos veces, constituía un hecho lamentable, tanto para la Iglesia como para Francia. Tan pronto como se enteró de la grotesca noticia, el cardenal ordenó a Guisa que renunciase al estado eclesiástico.

Pero abandonar dicho estado significaba perder los beneficios de ricas abadías cuyas rentas daban la vida al príncipe. Guisa jugó a dos bandas durante mucho tiempo, hasta que decidió por fin ponerse fuera del alcance del ministro arrimándose a Bouillon y a Soissons.

Como católico, les propuso la ayuda de España.

La guerra con los Habsburgo españoles nunca se había interrumpido. Francia combatía además en las fronteras del norte, en Alsacia y en el Midi. Pequeñas derrotas y mediocres victorias se sucedían año tras año, y nada era definitivo, de modo que la casa de Austria alimentaba la discordia nacional en su propio beneficio. El rey de España sabía que si, por complot o sedición, se llegaba a abatir a Richelieu, la partida sería ganada por él. Y puesto que el conde de Soissons reclamaba dinero a Luis XIII, le hizo saber que él podía dárselo, así como a sus amigos Bouillon y Guisa. Y también que podía proporcionar tropas para arrollar al cardenal.

Desde ese momento, ya no se trataba de un rifirrafe entre pares del reino, sino de una rebelión armada contra Luis XIII, el rey de Francia. Se asistía a una situación de insurrección idéntica a la de Montmorency en 1633.

Era el trono de Francia lo que, por otra parte, estaba en juego.

En aquel mes de mayo de 1641, las dos preguntas que se hacían los parisinos que habían conocido la alerta de 1636 eran muy sencillas: ¿Estaba el duque de Guisa en Sedán? ¿Podrían Soissons y Bouillon, con la ayuda de un ejército español, liberar a los franceses de la tiranía del Gran Sátrapa?

—¿Y tú qué opinas, Gaston?

Era Louis quien preguntaba después de haber escuchado a sus vecinos de mesa y tragado el último bocado de habas.

—¡Que son unos completos imbéciles! —profirió Gaston en voz alta—. ¿Qué se creen, que España no va a pedir nada a cambio de su ayuda? ¿Se creen que los españoles serán mejores amos que Richelieu? ¿Acaso no saben cómo se las gasta la Inquisición allí abajo?

Varios de los presentes habían escuchado a Gaston y, por la expresión hostil de sus rostros, se adivinaba que no aprobaban, en absoluto, ese discurso, por lo demás tan sensato.

—Vámonos —propuso Louis, dándose cuenta del cambio de atmósfera que se había producido entre los clientes—. Me temo que aquí no gustan mucho tus ideas.

Arrojó unos céntimos sobre la mesa y salieron seguidos por muchas miradas de odio. Una vez fuera, Louis añadió:

—Los franceses apoyarán cualquier disparate con tal de deshacerse de Richelieu. Y el cardenal lo sabe. También él utilizará todas las armas de que dispone para permanecer en el poder y abatir a sus enemigos. Incluido el crimen.

Gaston se detuvo un momento y miró a su amigo:

—¿Tratas de decirme algo, Louis? ¿Estás pensando en la muerte de Collet?

—Quizá —respondió Fronsac preocupado—. Quizá…

—A propósito, me había olvidado de comentarte que el señor Chavaroche se pasó por el Grand-Châtelet. El cuerpo era efectivamente el del criado de Julie.

Louis no estaba sorprendido en absoluto.

—¿Qué vas a hacer?

Gaston levantó los brazos en señal de impotencia.

—No lo sé. Le he preguntado, pero parece no saber nada. Estoy seguro de que las respuestas que busco están ligadas a la carta que Julie mandó llevar al Palacio del Cardenal. ¿Cuál era su contenido? ¿Y quién era su destinatario? ¿Cómo averiguarlo?

—Richelieu —murmuró Louis.

—Tú sigues en tus trece, ¿verdad? Bueno. Podría ser. Pero, en ese caso, ¿por qué él? ¿Y quién lo ha matado? Y, sobre todo, ¿cómo?

Louis no contestó inmediatamente. Tenía muchas ideas al respecto, pero prefería callárselas. Al menos, de momento.

—¿Y Laffemas qué ha dicho?

—Me ha pedido que lo deje. Que ya era suficiente con haber identificado al muerto. Y puesto que los Rambouillet no insistían en identificar al asesino…

—Esa petición de abandono confirma que el cardenal está al cabo de la calle, si no es el responsable del crimen. Te lo repito: temo por los Rambouillet y por los que viven bajo su techo.

La conversación se detuvo ahí y volvieron al coche en silencio, enfrascado cada uno en sus pensamientos hasta la calle Saint-Thomas-du-Louvre.