Mañana del viernes 3 de mayo de 1641
Dieron las siete en el reloj de la iglesia de los Blancs-Manteaux. Nicolás, que había terminado de preparar el aseo para su amo, estaba poniendo la mesa. Además de la vajilla y los cubiertos, había dispuesto carnes asadas frías y confitura, así como ricos panecillos de Gonesse, blancos y perfumados, hechos con levadura que había ido a buscar a casa del repostero.
Mientras tanto, en su minúsculo cuarto, Louis acababa de vestirse: calzas, jubón de terciopelo negro de Flandes —uno de sus dos trajes— y medias ajustadas. En una mesa, al lado del lecho con dosel, se encontraba la bacía que acababa de utilizar, así como varios barreños y cántaros de agua que Nicolás había llenado la víspera. Se veían también afeites, toallas de lino y todo lo necesario para el aseo, junto con peines y brochas.
La jornada de trabajo de los magistrados y de los oficiales ministeriales comenzaba muy temprano por entonces; en contrapartida, acababa pronto. Los habituales del palacio, magistrados, abogados, procuradores y litigantes, solían llegar al amanecer; ciertos oficiales debían presentarse obligatoriamente a las cinco de la mañana. Los notarios, asimismo, empezaban temprano. Louis acostumbraba a prepararse a las seis, y hoy se le había hecho un poco tarde.
Entonces llamaron a la puerta. Nicolás fue a abrir: ante él se hallaba un arquero de la patrulla de vigilancia, rígido como la justicia a la que representaba, preguntando por Louis de Fronsac. El joven, que lo había oído, se acercó intrigado en mangas de camisa, pues estaba anudando sus galantes negros en los puños.
—El señor de Tilly tiene a bien comunicaros —declaró el arquero con un tono autoritario pero respetuoso— que el librero que vos sabéis está en este momento en el Grand-Châtelet; os ruega que paséis a verlo esta mañana.
—Desayuno y estoy con él —anunció Louis—. Decidle que llegaré allí dentro de una hora como muy tarde.
El arquero se inclinó ligeramente antes de irse. Louis pidió entonces a Nicolás que advirtiese a su padre de su ausencia en el despacho y tomó rápidamente su colación. Encasquetándose su sombrero de castor con torzal de seda —un sombrero usado pero todavía pasable—, salió apresuradamente para el Grand-Châtelet, tiempo que aprovechó Nicolás para poner en orden el cuarto y vaciar los recipientes por la ventana.
El establo de la vecina hostería guardaba su caballo; dudó un momento en cogerlo, pero estaba tan cerca del lugar de su visita y hacía tan buen tiempo ese día, que decidió ir a pie. Además, últimamente había viajado tanto en coche y a caballo que caminar le sentaría bien. La calle del Temple lo llevaría directamente al Ayuntamiento.
El edificio municipal, construido unos cien años antes en el emplazamiento de la Casa de los Pilares, estaba casi enfrente del Grand-Châtelet, al final del puente de Notre-Dame. Al otro lado del puente, en el seno de la isla de la Ciudad, tenía su sede el Parlamento en el Palacio de Justicia. Louis conocía bien el camino, pues una vez por semana, al menos, debía ir al Palacio para firmar escrituras y también frecuentaba el Châtelet, al que estaban vinculados los notarios de París.
Se anunciaba un día radiante. Las lluvias habían cesado, el cielo estaba despejado y no corría un soplo de viento. Louis lamentó muy pronto haber optado por hacer el trayecto a pie: la calle del Temple, que garantizaba el tráfico del Sena hacia el Marais, estaba atestada de carretones de piedras, ladrillos o madera, descargados de los muelles desde el amanecer por los barqueros. A veces, la calle quedaba bloqueada al cruzarse dos vehículos y el joven debía pegarse contra las mugrientas fachadas. Cuando tenían vía libre, las carretas avanzaban demasiado rápido y sus ruedas lo salpicaban de aquel lodo negro y nauseabundo que cubría el suelo de la capital.
En principio, desde las cinco de la mañana, femateros o esterqueros recogían las inmundicias y excrementos de caballo acumulados en el suelo, en grandes carretas que vaciaban a continuación en el Sena. Aquella mañana, sea porque la limpieza no hubiese podido hacerse, sea porque hubiese sido insuficiente tras las pasadas lluvias, las calles seguían cubiertas de un pestilente, espeso y pegajoso lodo. Pese a los esfuerzos desesperados para permanecer tan pulcro como había salido de casa, Louis ya había sido salpicado con churretones de fango por las carretas o los caballeros, indiferentes a sus protestas, ya fuesen a lomos de caballo, mula o asno. Incluso fue rociado por un cerdo que se resistía en el barro a que su amo lo llevase al matadero.
Al final de una calle, cuando trataba de evitar una carreta, su cabeza chocó con uno de los numerosos letreros colocados demasiado bajo para los paseantes y su sombrero rodó una vez más en el arroyo central. No le quedó otro remedio que abandonar, no sin pena, el chambergo empapado. En cuanto a sus zapatos —no se había puesto botas—, habían sido engullidos formando una especie de escarpín de ese mefítico légamo parisino que ascendía hasta las calzas.
Louis suspiró. ¡Y eso que había evitado los callejones tortuosos y pútridos por los que podría haber atajado pero que lo habrían convertido en un mendigo!
Tras rodear la plaza de la Grève, donde operaba Jehan Guillaume, el ejecutor de las sentencias criminales del cuerpo de policía militar —un hombrón que desempeñaba a conciencia su trabajo en la rueda, aplaudido y aclamado por la multitud—, tomó una calle transversal y esquivó —solamente en parte— un cubo de aguas menores arrojado por una ventana. En principio, los vecinos debían gritar: «¡Agua va!», antes de arrojar sus deyecciones a la calle, pero muchos lo gritaban al mismo tiempo, o a veces justo después, para gozar del espectáculo regocijante del transeúnte empapado.
Por supuesto, todo el mundo sabe que cuando se habla de aguas menores, no se trata en realidad de agua, sino del contenido de las bacinillas. Cuando a un pobre viandante le caía encima una de ellas, ya podía despedirse de sus ropas y su sombrero, echados a perder definitivamente; sobre todo, si tenemos en cuenta que las bacinillas no eran vaciadas hasta que no hubiesen sido utilizadas por toda la familia y por tanto se hallasen bien llenas.
En ese periplo infernal, lo más penoso no eran sin embargo los olores, ni el lodo, ni los excrementos: era el ruido. Un barullo ensordecedor y perpetuo, insoportable ya a primera hora de la mañana. Cada comerciante que se instalaba en la calle pregonaba su mercancía a gritos: los marineros, sus arenques y sus pescadillas; los pescadores de caña, su pesca de agua dulce; los criadores de aves, sus ocas y pavos… Vendedores de huevos, de miel, de habas o de ajos se desgañitaban para vender sus productos. Los fruteros, sus frutas, y los vinateros, su purrela a tres perras chicas la pinta. Cuanto más diferentes, variados y discordantes eran esos clamores, más sordo dejaban al indefenso viandante: algunos mercaderes ambulantes gritaban maullando, otros graznaban, había también lúgubres alaridos, gritos lastimeros, roncos rugidos, jijeos y agudos chillidos. A todos ellos se sumaban los chirridos de las ruedas de las carretas, el estrépito de los cascos de los caballos, la vocinglería de las riñas y, sobre todo, el incesante carillón de las campanas de infinidad de iglesias convocando a los fieles a todas horas.
Al llegar al Grand-Châtelet, Louis, además de sucio, embarrado, hediondo, dormido y aturdido, se hallaba furioso. Se detuvo un momento sin aliento ante la siniestra fortaleza para recuperar un poco de equilibrio, sacudiendo como pudo sus ropas para tratar en vano de devolverlas a su estado inicial.
El Grand-Châtelet, la ciudadela construida por Carlos el Calvo, tenía en su origen la misión de proteger la ciudad. Más tarde, bajo Felipe el Hermoso, se instaló en ella un tribunal de justicia criminal. También tenía su sede allí el prebostazgo de París. Y en él se celebraban numerosas audiencias penales. Además, era el lugar donde estaban encerrados, provisionalmente, los prisioneros pillados en flagrante delito a la espera de instrucción y juicio. No es de extrañar que, dado lo vetusto del caserón y su proximidad con el río, todo estuviese mugriento y rezumase humedad.
Gaston trabajaba allí en un pequeño gabinete, pues, aun dependiendo del comisario de barrio, que tenía un despacho en el Ayuntamiento, era aquí donde instruía los delitos y los casos de homicidio de su barrio antes de enviarlos a las jurisdicciones competentes.
La ancha y alta fachada de piedras negras estaba flanqueada por varias torres. La de la izquierda, la más grande, coronada por una batayola y un tejado apuntado, albergaba en el segundo piso el despacho de Gaston. Carecía de ventanas, excepto en la parte superior de un porche oscuro y repugnante. Se trataba, en realidad, de una profunda bóveda que atravesaba el edificio de parte a parte y que conducía a una minúscula calle hoy desaparecida: la calle Saint-Leufroy. Esta callejuela desembocaba a su vez en un puente provisional, de madera, sobre el Sena, que suplía las funciones del puente del Change, en proceso de reconstrucción pero casi terminado[11].
A lo largo de ese sombrío pasaje se instalaban algunos comercios sórdidos que exponían una mercancía poco atrayente sobre unos tenderetes bamboleantes. A mano izquierda, y en el interior del porche, una reja y un portillo conducían por una angosta cuesta al vasto patio occidental donde se dejaban los coches y los caballos. Desde allí, una gran escalera permitía acceder al despacho de los ujieres y, a continuación, a un vestíbulo largo y estrecho, ocupado por los arqueros de patrulla y los carceleros encargados de vigilar las distintas puertas que se abrían en la estancia. Algunas llevaban a las mazmorras y calabozos, y otras, a los tribunales de justicia criminal.
Louis atravesó ese vestíbulo y se dirigió hacia la escalera que subía a los pisos. Un corredor rodeaba un segundo patinillo que daba al depósito de cadáveres, donde debía de hallarse el cuerpo de Collet, y desembocaba luego en una pequeña galería. No era la primera vez que venía a ver a Gaston, y los guardias, que lo habían reconocido, lo dejaron pasar sin interrogarlo, aunque se mostraron sorprendidos por la suciedad de sus ropas y el olor que despedía.
En torno al primer piso, distribuido por una galería de forma irregular, se encontraban las oficinas de los oficiales importantes. Es aquí en donde trabajaba el temible lugarteniente civil Isaac Laffemas. El lugar no era evidentemente tan febril y ruidoso como el Palacio de Justicia de la Ciudad, con su trajín de negocios, abogados, pasantes y ujieres circulando por todas partes. Había sin embargo mucha gente, sobre todo agentes, que le recordaban al visitante que se hallaba en la sede de la policía y la justicia criminal.
Louis atravesó la galería que permitía acceder a la torre de ángulo, saludando a hurtadillas a todos los conocidos que lo miraban con severidad al percibir sus efluvios. Sacudiendo una vez más sus calzas cubiertas de excrementos, subió rápidamente al segundo piso de la torre hasta el despacho de Gaston, al que encontró en plena discusión con su escribano. Su amigo le lanzó una curiosa mirada y se llevó dos dedos a la nariz:
—¿Te has caído en una fosa de retrete? —preguntó con voz gangosa y una mueca de asco.
La fosa de retrete, construida en los muros de una casa, recibía —como el lector habrá adivinado— las materias fecales de sus ocupantes. Esas fosas, raramente vaciadas y limpiadas, iban dañando progresivamente los muros, además de lo que apestaban. A veces perforaban las paredes y su contenido se vaciaba alegremente sobre los viandantes. Empezaban a estar prohibidas por ser causa de grandes epidemias.
Louis, habitualmente pulcro y elegante, era el más avergonzado por su estado, pero prefirió no replicar.
—Bueno —prosiguió Gaston irónicamente con su voz habitual—, ya que no quieres defenderte, pasemos a asuntos más serios. La situación es la siguiente: Morgue Belleville fue arrestado ayer noche en su tienda del barrio de Saint-Germain. Todavía no ha sido interrogado. He dado órdenes de que lo pongan en una celda particular e ignora todavía los motivos de su arresto. No te preocupes, al cabo de unas cuantas horas de meditación todos están listos para hablar. Sígueme, vamos a verlo.
Tomó su sombrero y de los documentos se encargó el escribano que los acompañaba. Bajaron los tres a la sala de guardia de la planta baja.
Caminando por aquellos oscuros corredores cubiertos de salitre, Louis se sentía desagradablemente culpable por haber encargado a Gaston aquel asunto. Después de todo, pensaba, el librero tal vez fuese inocente y no merecía ser tratado como un criminal. Pero una vez que la justicia se había hecho cargo de él, nada ni nadie —ni siquiera el propio Louis— podría detenerla.
Descendieron al primer sótano precedidos de un corchete. El lugar era más lúgubre si cabe, peor iluminado, más húmedo y sucio que el resto del edificio. Las paredes se hallaban corroídas por el moho. Gaston, viendo que Louis se estremecía, trató cínicamente de tranquilizarlo.
—Nos quedaremos en este nivel, que es el más seco. Aquí se encuentran las celdas reservadas a los casos dudosos o a las personalidades destacadas. En el piso de abajo, y más todavía en el tercer sótano, los calabozos están a veces cubiertos de agua. Es el caso de la Chausse d’Hypocras[12], donde los prisioneros no pueden permanecer de pie. Sólo las ratas son felices allí. Créeme, tu librero no tiene nada que temer, conozco a otros muchos que cambiarían su mazmorra por esa celda.
A lo largo de un sombrío corredor, apenas iluminado por oscuros tragaluces y humeantes tederos, se alineaban varias puertas que daban a las celdas reservadas generalmente a las personas importantes. El policía se dirigió a uno de los carceleros sentado ante una mesa medio coja, que jugaba solo a los dados. Louis observó su aspecto embrutecido, su gruesa nariz enrojecida, su cráneo despoblado y sus párpados tumefactos. Se le ocurrió que cualquiera que viviese allí durante todo el día no podía sino parecerse a ese guardián.
Curiosamente, el carcelero comprendió lo que se quería de él, se levantó con dificultad y, con paso inseguro, los condujo en silencio a una puerta, que abrió con la ayuda de una de las llaves colgadas de su cintura.
Entraron los tres en la celda, que, para sorpresa de Louis, era bastante amplia. Abovedada en ojiva, disponía de una alta y estrecha ventana que aportaba la débil luz procedente del patio exterior. Un lecho que parecía bastante confortable, una mesa con una jarra de agua, un par de taburetes y un cubo para sus necesidades constituían todo el mobiliario del calabozo. A pesar de que la chimenea empotrada en la pared estaba encendida, el aire era húmedo y gélido.
Tan pronto como reconoció a Louis, Morgue Belleville, un hombrecillo obeso, calvo, de barba rala y mirada huidiza en sus ojillos de lechón, se dirigió enseguida a él levantándose del camastro donde estaba tumbado:
—¡Señor Fronsac, vos aquí! ¡Alabado sea Dios! ¡Ayudadme! ¡Me han traído aquí como un vulgar ladrón! ¡Vos me conocéis! ¡Decidles que soy un honrado librero!
Pero Fronsac no respondió, incómodo por participar en aquella sesión que, sin embargo, había propiciado y cuyo único responsable era él. Gaston tomó entonces la palabra; había elegido adoptar un aire particularmente temible:
—Señor, debo leeros un extracto de la ordenanza de 1535 que motiva vuestro arresto:
«Cuantos fueren debidamente acusados et convictos por la justizia de haber, por insidias et agresiones, conspirado e salteado de noche en las ciudades, e cuantos hubieren entrado en las casas, aquestas forzaren e asaltaren, llevando los bienes que hallaren, sustancias e riquezas preciosas o la mayor parte de aquestas, serán castigados de la forma que sigue, que es a saber: les serán quebrados los brazos e rotos por dos lugares, tanto en lo alto como en su parte inferior, xunto con riñones, piernas e muslos, et puestos en una rueda plantada et elevada, el rostro mirando al cielo, en donde permanecerán vivos para facer allí penitencia durante tanto tiempo como a Dios pluguiere dexarlos por muertos o fuere ordenado por justizia».
Belleville palideció visiblemente al oírlo.
—Pero… yo no he agredido a nadie… lo juro…
—Quizá —declaró Gaston con una voz tan fría como el aire del calabozo—, pero habéis robado bienes de gran valor en casa del duque de Vendôme, lo cual se aviene perfectamente con la ordenanza de 1535.
Louis estaba perturbado e impresionado. Observaba a Belleville, cuyo semblante ceniciento estaba a punto de descomponerse. El notario no había querido nada de esto.
Su intención era otra. ¿Y si aquel hombre era inocente? ¿Y si todo aquello era un terrible error de juicio por su parte?
Belleville farfulló un momento con su voz de falsete. Se había vuelto completamente inaudible. Se hundió de repente y se puso a sollozar, arrojándose a los pies de Gaston:
—¡Piedad! ¡Piedad! No he querido perjudicar al señor duque. Vendôme me debía dinero. Lo puse en relación con el mariscal de Bassompierre, tenía que pagarme y no lo hizo. Huyó… y yo necesitaba ese dinero para ayudar a mi hija a establecerse. Os lo diré todo. Devolveré el dinero y será fácil encontrar los libros.
«¡De modo que yo tenía razón!», pensó Louis, cuyos temores y remordimientos acababan de desvanecerse como por ensalmo. Miró al pobre Belleville, que permanecía de rodillas y temblaba de frío tanto como de miedo.
Desde luego, se decía, la amenaza de la ordenanza de 1535 no era como para tomársela a broma. Él había asistido ya a una condena en la rueda, y ante los gritos del condenado, al que le rompían los huesos con una pesada barra de hierro o con una maza, no le quedaban ganas a uno de violar la ley. O por lo menos de ser hecho prisionero. Miró luego a Gaston, que seguía con cara de comehombres. Le dio la impresión de que su amigo había sabido siempre que Belleville era culpable.
Ahora obtendrían una confesión completa, después de lo cual les sería muy fácil encontrar las obras que faltaban. Gaston continuó:
—Os escucho. El escribano forense aquí presente tomará nota de vuestra confesión.
Belleville tomó de nuevo la palabra con voz entrecortada y ojos llorosos:
—Veréis… todo empezó hace unos años, con el encarcelamiento del señor de Bassompierre. Está en La Bastilla desde hace diez años y completamente arruinado, pues ha sido desposeído de todos sus cargos. Ahora bien, sus gastos en prisión siguen siendo onerosos, pues se hace llevar la comida, tiene visitas… así que, al final, sólo le quedaba su biblioteca para obtener dinero.
Se dirigió entonces a Louis, con la mirada implorante:
—¿Sabíais que poseía una de las bibliotecas más ricas de París? Para un particular, se entiende: más de dos mil volúmenes de todos los temas, así como preciosos incunables. Yo le había conseguido muchísimas obras raras; entre otras, siete códices de la abadía de Saint-Germain… y, naturalmente, acudió a mí para que le encontrase un comprador. Yo sabía que el duque de Vendôme quería tener una biblioteca en Anet, más bien de adorno, pues él apenas lee… Y los puse en contacto a ambos.
Louis no pudo evitar que una sonrisa acudiese a sus labios. En efecto, Vendôme no tenía una reputación de hombre cultivado precisamente, y sus dos hijos, el duque de Beaufort y el duque de Mercoeur, todavía menos. ¡Se murmuraba incluso que no sabían leer ni escribir! Animado por esa sonrisa, Belleville prosiguió:
—Habíamos acordado que el señor de Vendôme me entregaría tres mil de las cien mil libras del precio de la operación. Yo hice el trabajo solicitado y aseguré la transferencia, así como la colocación de las obras. Pero Bassompierre no recibió la suma total prometida y yo no vi un céntimo. Vendôme me daba largas diciendo que esperaba recibir una fuerte suma de dinero. Luego huyó y me enteré de que sus bienes habían sido confiscados. Entonces pensé en los libros. Siete de ellos abultaban lo que un grueso volumen y valían de veinte a treinta mil libras. Pensé en revenderlos, cobrar mis honorarios y hacer la liquidación al señor de Bassompierre. Vendôme jamás habría osado reclamar y el mariscal quedaría satisfecho. Creí actuar bien. Logré vender un libro, pero los otros están todavía en mi casa.
El hombre parecía sincero, pensó Louis observándolo, y, a su modo, honrado. Aunque fuese un auténtico idiota o un inconsciente. Quizá Vendôme no habría podido reclamar, pero habría hecho una investigación, recuperado sus libros y castigado al culpable con saña. Era un bruto. En cierto sentido, él y Gaston habían intervenido a tiempo. Y, dirigiéndose a Belleville, le preguntó:
—¿Qué obra habéis vendido y a quién?
—Una de las más bellas, los Anales de Tácito, por la que obtuve doscientos luises de oro de un notario que buscaba una obra especial para un regalo. Me enteré por uno de mis colegas…
—¿Su nombre?
—Micer de Mas.
Si el demonio hubiese aparecido en medio del glacial calabozo, no habría sorprendido más a Louis. ¡Micer de Mas era uno de los notarios asociados a su padre para la firma de escrituras importantes! Pero eso no era todo lo que había desconcertado a Louis: Jean de Mas se había casado veinte años antes con Marie Chapelain, la hija del notario Sébastien Chapelain, de cuyo despacho se había hecho cargo en 1630. ¡Y qué casualidad! ¡Sébastien Chapelain, y por tanto ahora micer de Mas, era el notario de la familia Rambouillet!
¡Extraña y sorprendente coincidencia!
Gaston, que no se había dado cuenta de nada, seguía interrogando a Belleville:
—¿Qué habéis hecho con el dinero?
—Todavía lo tengo y puedo devolveros los libros. No he gastado ni un céntimo.
—Veréis —le explicó Louis en un tono más amable que el de su amigo—, esos libros son ahora propiedad de la Corona. Debo recuperarlos.
—Vamos a dejaros para discutir un momento vuestra suerte, señor Belleville —dijo Gaston pensativo, intercambiando una mirada con su amigo.
Hizo una seña a Louis y al escribano forense para que lo siguiesen y salieron los tres de la celda. Una vez en el pasillo, Gaston tomó la palabra dirigiéndose a su amigo:
—¿Y qué hacemos con él ahora? Después de todo, es tu culpable, decide tú…
Louis movió la cabeza de derecha a izquierda.
—El miedo que ha pasado me parece suficiente castigo. Yo no soy policía, pero al fin y al cabo no hubo violencia, y quizá creyó que actuaba correctamente. De todas formas, Vendôme no me es especialmente simpático. Si por mí fuese, devolveríamos a este infeliz a su casa, cogeríamos los libros que ha guardado, y aquí paz y después gloria. Es un buen librero, y su muerte o la tortura no aportará nada a nadie.
Al mismo tiempo que hablaba, Louis miraba al escribano, que parecía aprobar con la mirada. Gaston reflexionaba. Hasta el momento, el asunto no estaba bajo su jurisdicción. No había advertido ni al procurador del rey ni a su comisario de barrio. Todo podía quedar así. Y Belleville le estaría muy agradecido. Por su oficio de policía, Gaston tenía siempre necesidad de informadores; Belleville podía ser un buen informador: los libreros se enteraban de muchas cosas. Desde luego, le sería más útil vivo que muerto o en galeras.
—Espérame en mi despacho —le sugirió a Louis—; enseguida iremos a buscar esos libros. Pero antes quiero hablar con él.
Entró de nuevo en la celda con su escribano mientras Louis volvía al piso, aliviado por dejar aquellos siniestros lugares.
—Señor Belleville —empezó Gaston—, Louis Fronsac me pide que no actúe contra vos si devolvéis todos los libros en buen estado y reembolsáis a micer de Mas.
Belleville se echó a llorar. Entre sollozos, dio las gracias a Gaston y a Louis. Jamás había pasado tanto miedo en su vida.
Gaston aprovechó la ocasión para decirle:
—Eso no es todo. Firmaréis la escritura de la entrevista, redactada por mi escribano. De momento, daremos carpetazo al asunto. Espero por vuestro bien que no cometáis ninguna otra falta. En el futuro, necesitaré de vuestros servicios. Quedáis, por tanto, a mi entera disposición.
—Acepto gustoso, señor oficial. Y os quedo eternamente agradecido. Pedidme lo que queráis.
El escribano le tendió la pluma junto con el texto que había redactado rápidamente. Belleville firmó sin leer siquiera el documento.
—Perfecto —aprobó Gaston—, os acompañaremos y nos devolveréis las obras del señor duque, así como el dinero que os ha dado micer de Mas. Después, podréis reanudar vuestra actividad, pero sabed que quedáis bajo mi vigilancia y, sobre todo, a mis órdenes.
El librero asintió de nuevo, contento por salir tan bien librado del asunto.
En su calidad de oficial de policía, Gaston de Tilly disponía de un coche de dos caballos que esperaban en el patio del Châtelet. Unos minutos más tarde, Belleville, Tilly y Fronsac —a quien el escribano había ido a buscar— se acomodaron un tanto apretujados y el coche se dirigió hacia el Puente Nuevo, pues la librería de Belleville se encontraba en la calle Dauphine, la vía que había sido abierta por Enrique IV en honor de su hijo, el delfín Luis, en la otra orilla del Sena.
Atravesar el puente se les hizo, como de costumbre, interminable. El lugar era cita obligada para toda clase de faranduleros. Bufones, domadores de osos, músicos, comediantes e incluso sacamuelas se repartían todos los rincones del puente. Una población hormigueante de curiosos —¡decididamente los parisinos nunca tenían nada que hacer!— asistía a esas diversiones impidiendo a los coches y a sus ocupantes avanzar o cruzar el puente.
Durante el trayecto, Belleville preguntó temerosamente a Louis:
—¿Cómo debo actuar ahora con el mariscal de Bassompierre?
—Después de la confiscación de los bienes de Vendôme, cabe la posibilidad de que sus compromisos sean pagados. Solicitad que el mariscal os prepare un memorial precisando el montante de la deuda del duque. Haced una copia también para vos y remitídmelo todo rápidamente. La uniré al inventario que preparo. Sin embargo, si no hubiere lugar a la confiscación de los bienes —lo que parece improbable—, tendríais que actuar por la vía de la justicia contra Vendôme. Conozco un abogado que podrá asistiros. Os anotaré sus señas.
Llegaron a la calle Dauphine. La librería de Belleville no estaba en ninguno de los barrios típicos de libreros e impresores: el de la plaza Maubert, con su centenar de tiendas, o el de la calle Montaigne Sainte-Geneviève. Tampoco en la galería comercial[13] del Palacio de Justicia, donde se habían instalado los famosos libreros e impresores Augustin Courbé, Antoine Sommerville, Pierre Rocolet y Guillaume Loyon. Porque Belleville vendía sobre todo libros de ocasión, bibliotecas enteras, y podía quedar fuera de los circuitos habituales ligados a la impresión. Louis conocía bien ese medio, en primer lugar porque se interesaba por los libros y la bibliofilia, pero también porque su despacho se había especializado en los contratos entre libreros y autores, que permitían a estos últimos obtener rentas por sus escritos. Corneille había sido uno de los primeros en firmar dichos contratos con las compañías que representaban sus obras.
En este siglo, el rey era demasiado tacaño para ayudar a los escritores, y, exceptuando a Richelieu o a Gaston de Orleans, escaseaban los mecenas.
El coche se detuvo delante de la tienda situada al fondo de un callejón sin salida. El negocio estaba abierto. Una joven morena de unos veinte años, de rostro poco agraciado, se ocupaba del comercio. Tan pronto vio descender del coche al librero, se precipitó hacia él y se arrojó en sus brazos. Su rostro anguloso estaba desencajado por la inquietud:
—¿Qué ocurre, padre? ¿Quiénes son estas gentes?
Miró a Gaston y por su severa expresión se temió lo peor.
—¿La policía? ¿Has vendido una obra prohibida?
La joven tenía motivos para preocuparse, pues la publicación y venta de obras sediciosas eran entonces las principales causas de arresto de los libreros. Y el castigo solía estar a la altura del crimen: las galeras eran entonces una de las más benignas sanciones.
—No, no es nada. Ya pasó. Les entrego a estos señores unos libros que están en mi poder y todo habrá terminado. No te preocupes —contestó el anciano dulcemente.
Pidió a Gaston y a Louis que lo siguiesen al piso superior. La tienda ocupaba el bajo de una vieja casa. Al fondo, oculta por una cortina, se abría una escalera. El lugar era pobre, oscuro, casi miserable, si bien es cierto que se hallaba limpio y cuidado.
«¡Qué diferencia —pensaba Louis— entre un Morgue Belleville y un Augustin Courbé, también librero, pero al servicio del duque de Orleans!» En el primer piso, compuesto de una única estancia, hacían vida padre e hija. Encima se hallaba el cuarto del padre, y algo más alto, y en el sobradillo, el de su hija. Llegado a su cuarto, Morgue Belleville levantó unas tablas del suelo y descubrió las seis obras entre una docena de libros. Se excusó:
—Aquí es donde escondo mis objetos de valor.
Extrajo luego del mismo lugar una cajita de hierro y de ella una bolsa de cuero:
—Aquí están los doscientos luises (cuatro mil libras) que me entregó micer de Mas en pago por el libro —les dijo.
Se alzó del suelo y, con los ojos bajos de vergüenza, devolvió humildemente los objetos. Louis los tomó en silencio y los dos amigos volvieron al coche sin añadir nada.
—¡Gracias, Dios mío! —murmuró Belleville al verlos subir al vehículo.
Su hija, a su lado, le apretó la mano con todas sus fuerzas.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Gaston, que había recobrado su jovialidad.
—¿Puedes llevarme al despacho? Dejo allí los libros, me cambio de zapatos, hago que me cepillen la ropa y luego podremos ir a ver a micer de Mas juntos, ¿te parece bien?
—Muy bien, porque, tal como estás, se negaría, y con razón, a recibirnos.
Louis se encogió de hombros y no devolvió la pulla. Así pues, Gaston ordenó al cochero que los llevase a la calle de los Quatre-Fils. Enfilaron el puente Saint-Michel, pasaron delante del Parlamento y a continuación atravesaron el puente del Change todavía en obras. Se hallaban de nuevo frente al Grand-Châtelet. El cochero ganó enseguida la calle del Temple por las calles de la Jabonería y la Cristalería. El trayecto fue interminable por unas calles tortuosas y abarrotadas de gente.
Louis, que no parecía molesto por el retraso, aprovechó el tiempo para explicarle a Gaston quién era Jean de Mas.
—Verás, los notarios están obligados a firmar conjuntamente las escrituras importantes dirigidas a sus despachos. Una vez firmadas por ambos, dichas escrituras dobles son conservadas en cada despacho, y Jean es el cofirmante habitual de mi padre. Como antes lo fue Chapelain, al que ha sucedido. Por cierto, que, indirectamente, gracias a él fui invitado a frecuentar el palacio de Rambouillet.
—¡Cuéntame eso. Ardo en deseos de saber cómo el hijo de un notario llega a ser recibido por una marquesa!
—Puedes burlarte cuanto quieras, pero hay un precedente: el hijo de Chapelain es también un asiduo de los Rambouillet.
—Es verdad, he oído hablar de él, pero el hijo de Chapelain escribe y tú…, digamos que lo que tú escribes ¡no es precisamente literatura!
Gaston se rió de su propia ocurrencia.
—Cierto, pero a veces es muy útil. Vayamos a las circunstancias de mi primera visita a casa de la señora de Rambouillet. Hará unos tres años micer de Mas se presentó en nuestra casa para firmar, junto con mi padre, la escritura de cesión de un terreno. Estaba con el comprador, un tal Vincent Voiture, un hombre muy agradable de unos cuarenta y cinco años. Voiture, hijo de un mercader de vinos, era ya un famoso poeta, perteneciente a la casa de monseñor[14].
Un bache sacudió el coche. Louis se interrumpió un momento y luego continuó:
—Una vez firmada su escritura, Voiture admiró nuestra biblioteca y felicitó por ella a mi padre. «No es a mí a quien debéis cumplimentar —le respondió él—; es mi hijo el aficionado a los libros raros en la familia».
Voiture era un avezado bibliófilo y, algún tiempo después, le conseguí ciertas obras valiosas que él buscaba desesperadamente. Fue entonces cuando me propuso introducirme en el palacio de Rambouillet. En un primer momento rechacé su ofrecimiento por no ser ése mi mundo; pero, finalmente, insistió tanto, que acepté. Y tenía razón, la nobleza que lo frecuenta jamás hace valer su origen —excepción hecha de Julie d’Angennes, desde luego—, y son muchos los que allí son recibidos únicamente por su talento. Allí encontré a muchos libreros, como Cramoisy y Toussaint du Bray, e incluso escritores y filósofos. ¡Hasta he visto allí a Jean Chapelain! Un hombre erudito, sin duda, aunque desgraciadamente va siempre vestido como un mendigo y domina el arte de provocar bostezos con sus pesados discursos. ¿Sabes que es miembro de la Academia[15] que ha creado Su Eminencia?
Gaston giró los ojos como un pasmarote, lo que provocó la risa de Louis.
—Afortunadamente, cuando la conversación de Chapelain se vuelve insufrible, tenemos a Voiture. Vincent es un hombre divertidísimo, siempre dispuesto a organizar juegos, a recitar estrambotes o a remedar a los pelmazos. A veces va demasiado lejos y la marquesa se enfada gentilmente.
»Y todo se hace sin mucha ceremonia, en general al atardecer o por la noche. Los asiduos invitan a los amigos que consideran interesantes. Y luego no se habla sólo de literatura, sino también de ciencia, de música, de religión o de educación.
Acababan de entrar en el patio de la casa de los Fronsac y Louis se interrumpió para ponderar el palacio de los Rambouillet.
—Espera un momento. Vuelvo enseguida —dijo a Gaston bajando del vehículo.
Como su padre estaba ausente, confió los libros al primer oficial para que los guardase a buen recaudo en uno de los armarios de hierro del despacho. A continuación fue en busca de la señora Mallet y le entregó sus ropas para que las limpiase enseguida. Aprovechó para ir a casa de sus padres, en el segundo piso, donde acabó de cambiarse y lavarse sumariamente. Cuando se reunió con Gaston, estaba limpio e irreconocible. ¡Incluso había anudado nuevos lacayos negros en sus puños!
—¡Y ahora ya podemos irnos a casa de micer de Mas! —exclamó alegremente.
Louis dio al cochero la dirección del despacho, que no estaba muy lejos, en la esquina de las calles Saint-Merry y Saint-Martin. No tenían más que bajar la calle del Temple, al final de la cual se hallaba la calle de Saint-Merry.