Capítulo 2

Tarde del jueves 2 de mayo de 1641

El palacete de Rambouillet estaba situado en la calle Saint-Thomas-du-Louvre. El camino, hoy desaparecido, partía de la fachada del actual Palacio Real (entonces no era más que el Palacio del Cardenal) y se dirigía hacia el Sena adentrándose por un dédalo de casas construidas contra el Louvre; se hallaba, pues, aproximadamente en el emplazamiento de nuestra actual plaza del Carrousel.

En el lado situado hacia las Tullerías, la calle estaba constituida principalmente por dos grandes palacios particulares: el de Chevreuse y el de Rambouillet. Ambos edificios lindaban con el Hospicio de Ciegos y se contaban entre los más bellos de París. En la época de nuestra historia, el palacete de Chevreuse se hallaba vacío, pues la duquesa estaba en el exilio desde hacía algunos años.

La propia marquesa de Rambouillet había dibujado los planos de su residencia. El origen del edificio era muy curioso: Catherine de Vivonne-Savelli había llegado a Francia muy joven, con su esposo, el marqués de Rambouillet. Procedía, ya lo hemos dicho, de una familia principesca italiana, los Savelli, que la habían educado en un ambiente en que la belleza y la armonía eran valores esenciales.

Al llegar al Louvre, Catherine de Vivonne se había sorprendido, y luego ofendido, al descubrir que una de las bromas más refinadas e ingeniosas del círculo de allegados del Vert-Galant era vaciar aguamaniles de vino en el escote de las damas.

Juró entonces no volver jamás a la Corte, con estas palabras:

Porque en el Louvre está escrito

que más vale un dracma de desvergüenza

que los talentos de cien libros de ciencia.

Una vez tomada su decisión, había optado por disponer de su propia corte, a imagen de lo que había conocido en Italia. Para ello necesitaba un lugar de recepción excepcional.

Primero dibujó, y luego mandó construir, en un terreno que le pertenecía, un extraordinario edificio que pronto se conoció como «el palacio de la Maga». Era un magnífico palacete de vastas y luminosas piezas en crujía, con anchas puertas y ventanas que llegaban hasta el suelo: una innovación arquitectónica hasta entonces desconocida en Francia.

Y era allí, en la «Corte de la Corte», como se dio en llamar a este lugar mágico, donde la marquesa recibía a diario, desde hacía treinta años, a todos cuantos eran alguien en Francia.

Louis y Gaston, que venían del Marais, se dirigieron al palacete a caballo, pasando por la Cristalería, los Lombardos y finalmente por la calle Saint-Honoré. Eran las dos de la tarde. La lluvia había cesado, dando paso a un tiempo tormentoso y sobre todo a una espesa niebla negruzca, sutil mezcla de estiércol de caballo, de excrementos y de desperdicios diversos.

Los dos caballeros no lo padecían demasiado, y sólo sus altas botas de montar estaban manchadas de salpicaduras. Sin embargo, el olor cadavérico, fétido y a veces sulfuroso de aquella cochambre era casi irrespirable.

Al llegar a la ancha calle Saint-Honoré, totalmente adoquinada, nuestros amigos pudieron cabalgar el uno junto al otro y hablar con más comodidad.

—¿Conoces bien a la señora de Rambouillet? —preguntó Gaston tratando de no respirar por la nariz, lo que imprimía a su rostro una curiosa expresión y una extraña voz gutural.

Louis reflexionó un instante.

—Pues no… no mucho. En realidad, no he ido al palacio más que tres o cuatro veces… Pero me han recibido siempre con los brazos abiertos, pese a mi origen plebeyo. La marquesa es tan bondadosa, tan bella, inteligente y sensible, que cuando la hayas conocido no podrás olvidarla. Descubrirás, por cierto, el más bello palacio de París y el más confortable. ¿Sabes que disponen de agua corriente, llevada por canalizaciones subterráneas, con dos bañeras para lavarse enteramente?

—¿Bañeras? ¿Para lavarse?

Gaston miró a su amigo, un poco incrédulo.

—Sí. Deberías intentarlo, ¿sabes?

Gaston se quedó un rato pensativo. ¡Tomar un baño! ¡Qué ocurrencia! Alejando de sí tan espantosa pesadilla, continuó:

—Háblame más de su hija…

—¿De cuál de ellas? ¡Porque tiene cinco! Aunque supongo que te refieres a Julie d’Angennes.

—Por supuesto. De la que hemos hablado en la mesa. ¡La princesa!

—Pues… digamos que es… ¡diferente! Cuando la conozcas, tampoco podrás olvidarla. Pero prefiero no adelantarte nada y dejar que lo descubras por ti mismo.

No dijo más y, con una sonrisa en los labios, hizo trotar su caballo delante de la montura de Gaston, tratando de evitar el embotellamiento causado por una carreta de barricas bloqueada contra una de esas gruesas piedras que servían de guardacantones en las encrucijadas.

Viendo que no obtendría más información de su amigo, Gaston no insistió. De todas formas, prefería formarse una opinión directamente, y bastantes problemas tenía para guiar su montura en medio de aquellas calles, siempre obstruidas y atestadas de gente.

Una vez llegados ante el Palacio del Cardenal, torcieron a la izquierda y, casi inmediatamente, se hallaron delante del porche del palacete de Rambouillet. Era una inmensa construcción de piedra y ladrillo con tejados de pizarra. La mezcla armoniosa de los tres colores, rojo, blanco y gris oscuro, hacía de él un edificio de rara elegancia. Entraron por la puerta cochera y se detuvieron en el patio de honor, donde dejaron sus monturas a un palafrenero mientras un lacayo se acercaba acompañado de uno de los mayordomos del palacio.

Teniendo en cuenta sus botas hediondas y embarradas, el mayordomo les propuso pasar al jardín, situado a la izquierda del patio. Este espacio, plantado de árboles y parterres de flores, lindaba con el Hospicio de Ciegos. En el c entro se encontraba la famosa fuente edificada por Mansard y sobre la cual Malherbe, el poeta de Aix, había escrito este breve poema:

¿Ves, al pasar, cómo el agua fluye

y desaparece incontinente?

Así la gloria de este mundo huye,

y nada sino Dios es permanente.

Dirigiéndose allí, dieron su nombre y explicaron al mayordomo que deseaban ver a la marquesa. El fámulo les confirmó que se hallaba en palacio y les rogó aguardasen un momento en compañía del lacayo mientras él iba a avisarla. Les comunicaría enseguida si la marquesa aceptaba su visita.

Al cabo de un espacio de tiempo asombrosamente breve, Catherine de Vivonne-Savelli, marquesa de Rambouillet, bajó la escalinata que llevaba del primer piso al jardín. A sus cincuenta y tres años seguía siendo tan graciosa, radiante y resplandeciente como en su juventud, y los retratos que nos quedan de ella no son sino un pálido reflejo de su belleza. Reconoció inmediatamente a Louis, que, sin formal parte de los asiduos del palacete, había sido invitado algunas veces por Vincent Voiture.

La marquesa iba ataviada con un vestido de tafetán azul y blanco con botones de oro y cuello de encaje según la moda imperante. Una cascada de negros cabellos caía en espesos bucles sobre sus hombros. Saludó a Louis con una sonrisa socarrona, diciéndole con el tono alegre e irónico que tanto gustaba a sus amigos:

—¡Señor Fronsac! ¡Me han dicho que deseáis verme por un asunto personal, importante, delicado y que no admite demora! ¡Me muero de impaciencia por saber algo más!

—Sois muy amable al recibirnos, señora —dijo Louis inclinándose con su sombrero en la mano—. Permitidme que os presente a mi compañero de estudios y amigo: Gaston de Tilly. El señor de Tilly es comisario-investigador del Grand-Châtelet.

Ante estas palabras, la marquesa se puso ligeramente rígida y pareció más seria, más atenta. Su sonrisa se fue borrando progresivamente.

Louis notó esa transformación e intentó tranquilizarla.

—El señor de Tilly está aquí oficiosamente. Me ha pedido que os lo presente por un curioso asunto acerca del cual desea vuestra opinión. Pero insiste en que se trata de una investigación oficiosa y en que podéis perfectamente negaros a responder.

—Estoy dispuesta, caballero, a responder a todas vuestras preguntas —aseguró la marquesa con forzada jovialidad.

Sin embargo, la palidez de su rostro dejaba entrever que estaba muy turbada por la visita de un policía, y quizás no tan dispuesta como decía a responder a sus preguntas.

—Señora —empezó Gaston exabrupto, como era su enojosa y desagradable costumbre—, ayer uno de vuestros lacayos fue asesinado en plena calle.

El rostro de la marquesa adquirió una palidez de cera y se descompuso. Bruscamente, la atmósfera se volvió menos amistosa, menos confiada y, sobre todo, más tensa. Con una voz terriblemente afectada, la marquesa murmuró:

—Pues no estoy enterada. ¿Estáis seguro de ello?

Gaston asintió en silencio bajando la cabeza. La marquesa prosiguió entonces en tono más alto:

—Llamaré a maese Claude, es mi tesorero y tengo absoluta confianza en él. El sabrá lo que pasó.

Catherine de Rambouillet se volvió y entró unos minutos en su palacete. Louis supuso que se alejaba más para disimular su turbación que para buscar a maese Claude. Miró a Gaston en silencio, algo irritado con él. ¿Es que no podía ser más comedido, un poco más hábil? Pero esos reproches no hacían mella en su amigo, que permanecía imperturbable. Estaba sobre una pista, lo olía, lo sabía. Y ya nada lo detendría.

La marquesa volvió rápidamente, acompañada de un hombre muy mayor, aunque todavía vigoroso, que llevaba impresa en su rostro arrugado y coloradote toda la honradez del mundo.

—Maese Claude me confirma que en efecto François Collet, un lacayo a nuestro servicio desde hace casi veinte años, está ausente desde ayer por la mañana —dijo con voz velada.

—Pues ése es. Quizá maese Claude no tenga inconveniente en presentarse en el Grand-Châtelet para reconocer el cuerpo —sugirió Gaston a la marquesa.

Y sin aguardar respuesta, se dirigió directamente al tesorero de la señora Rambouillet:

—¿Sabéis lo que hacía François Collet fuera, ayer, a las diez de la mañana?

—El caso es que —lo interrumpió la marquesa— François Collet está más bien al servicio de mi hija, Julie d’Angennes, que se halla en palacio en este momento. Y puedo mandar a maese Claude a buscarla.

«Y también a prevenirla», se dijo Louis para sus adentros.

—Muchas gracias, señora, así podremos cerrar este asunto de una vez y dejar de importunaros —declaró Gaston amablemente.

Claude se fue y la conversación languideció durante unos instantes con cumplidos banales pero deslavazados sobre el jardín y la fuente. La marquesa estaba visiblemente preocupada y distraída. Era evidente que la visita de los dos amigos la había perturbado, tal vez incluso trastornado, pero lograba dominar su emoción. Louis la observaba discretamente. Adivinaba que la marquesa sabía ciertas cosas, que suponía o sospechaba otras, y que esos secretos no debían de ser agradables para ella y para su familia. Sabiéndola de salud delicada, le propuso entrar.

—No —contestó sonriendo, conmovida por su delicadeza—. Lo que no soporto es el sol, pero, a Dios gracias, hoy las nubes me lo ocultan.

Por fin llegó Julie y la señora de Rambouillet pareció tranquilizarse un poco.

No hace falta presentar a Julie d’Angennes. Claude Deruet ha hecho un fiel retrato de la joven vestida de Astrea[9] con una corona de flores en la mano que recuerda la famosa guirnalda[10] de la que volveremos a hablar. Menos graciosa que su madre, su altivo porte y su mohín insolente trataban de afirmar su alta cuna. No era tan hermosa como la marquesa de Rambouillet. Tenía una nariz demasiado grande y una barbilla demasiado pequeña, dos signos hereditarios de los Angennes.

Ese día Julie estaba vestida con un traje de satén rojo y oro estampado de flores, adornado con pasamanería también de oro. Calzaba medias de seda y zapatos a juego. Completaban el conjunto un par de zarcillos de oro y un collar de bonitos dijes. Maravillosamente peinada, hacía gala de un mohín de enojo que adoptaba con las gentes de condición inferior.

Louis sabía que había cumplido los treinta y cuatro años, pero los disimulaba muy bien bajo la espesa capa de licites que cubrían su rostro.

Julie no había venido sola. La seguía otra joven de rasgos parecidos, aunque carentes del hastío y descontento de la futura duquesa de Montausier. La muchacha, aunque pasaba de los veinte, era mucho más joven que la hija de la marquesa. Iba vestida con un sencillo traje de terciopelo azul —que avivaba el brillo de sus ojos, del mismo color—, cuyo único adorno consistía en un simple cuello de encaje. Su rostro dejaba adivinar un carácter dulce y atento, aunque enérgico y voluntarioso.

—Mi hija Julie y su prima, que también se llama Julie —las presentó la marquesa sonriendo—. Señor Fronsac, vos conocéis a mi hija, según creo, pero seguro que no conocéis a su prima, la señorita de Vivonne. Es la nieta del hermano menor de mi padre. El caballero de Vivonne —el padre de Julie— murió en Arrás el año pasado y su madre nos la ha confiado para que no se quede en la provincia.

La marquesa hizo una pausa para continuar, dirigiéndose esta vez a su hija:

—Julie, el señor de Tilly, a quien no conoces, es oficial de policía. Acaba de anunciarnos una triste noticia: la probable muerte de François Collet.

—¿Cómo? ¿François… muerto?

La joven se quedó de una pieza, y su rostro, hasta ese momento malhumorado, se había vuelto tan pálido y tenso que pudieron notarlo aun bajo el maquillaje. Louis observó que apretaba con todas sus fuerzas el pañuelito de encaje que tenía en su mano.

—Fue asesinado ayer por la mañana en extrañas circunstancias, señora —dijo Gaston, brutal como de costumbre—. Un disparo de pistola, sin duda. Tal vez vos sepáis a dónde iba. O mejor de dónde venía o lo que hacía…

Hablaba sin dejar de observarla con una mirada tan desagradable como punzante. Frente a aquella avalancha de preguntas indiscretas, Julie se volvió hacia su madre con aire compungido. La marquesa permaneció impasible. No encontrando la ayuda esperada, Julie d’Angennes optó por bajar la mirada para ponerse a hablar, lenta y entrecortadamente:

—Ayer… efectivamente… le ordené llevar una carta… pero ese recado no creo que tenga relación con su… muerte. Sin embargo… me parece que… aún no ha vuelto.

Levantó al fin la cabeza e interrogó a Claude con la mirada.

Maese Claude permaneció asimismo silencioso e inexpresivo.

Se produjo un molesto e indeseado silencio, roto rápidamente por Gaston, que quería aprovechar su ventaja.

—Sin ánimo de ser indiscreto, señora, ¿a quién iba dirigida esa carta?

Aquella pregunta la descompuso. Tan sorprendida como humillada porque la interrogasen de forma tan dilecta y autoritaria, Julie miró a Gaston de hito en hito durante un momento y luego le respondió fríamente en tono muy seco y cortante:

—Se trata de un asunto personal, que de ninguna manera puede tener relación con ese asesinato.

Se hizo de nuevo el silencio, ahora francamente hostil y demasiado penoso dado lo insatisfactorio de la respuesta. Gaston retomó entonces la iniciativa:

—Muy bien, señora —hizo una inclinación de cabeza. Comprendo… ¿Se os ocurren otras razones que podrían justificar la muerte de vuestro criado? ¿Qué sé yo…, tal vez algún enemigo? ¿Algún marido celoso?

Hizo un gesto vago con la mano.

Julie ni siquiera respondió, volviendo a adoptar su aire ceñudo y obstinado, una actitud que en ella no hacía presagiar nada bueno. Para evitar males mayores —un estallido de ira o una pataleta de su hija—, la marquesa decidió finalmente acudir en su ayuda.

—Señor, no es nuestra costumbre inmiscuirnos en los asuntos personales de nuestros criados. Estoy convencida de que Julie os ha dicho todo lo que sabía.

De nuevo se hizo un silencio. Tanto Louis como Gaston miraban a Julie d’Angennes, que permanecía con los ojos obstinadamente bajos. Pero la entrevista había terminado y ya no podrían obtener nada más. Tras un breve momento de duda, Gaston se inclinó, contrariado. Estaba momentáneamente vencido. Julie saludó a su vez a los dos hombres y se fue con su prima, a la que Louis no había quitado ojo durante la entrevista y que no había cesado, también ella, de mirarlo.

—Nuestro administrador, Chavaroche, a quien maese Claude tendrá la amabilidad de ir a buscar, os acompañará. Después se presentará en el Grand-Châtelet para reconocer y, si fuera el caso, hacerse cargo del cuerpo. Nos ocuparemos de las exequias —decidió la marquesa, visiblemente aliviada.

Y, dirigiéndose particularmente a Louis, le habló con mucha dulzura:

—Señor Fronsac, estoy desolada por haberos visto en estas circunstancias. Confío en que sabréis disculpar mi recibimiento. Estoy muy fatigada y debo dejaros. Hasta pronto.

Ya se iba cuando Louis avanzó un paso.

—Señora, aguardad un momento, y os pido excusas de antemano por mi impertinencia. Os lo ruego… sed prudente. Este asunto me parece muy grave y… peligroso en extremo.

La marquesa lo miró de hito en hito. ¿Estaba asombrada por el tono de alarma de Louis? Si era así, desde luego no dejó traslucirlo. Sin añadir una palabra más, se dio la vuelta y los dejó. Pero no entró en sus aposentos. Subió rápidamente al segundo piso, el que ocupaba su hija, pues ahora era ella quien necesitaba explicaciones de la conducta de Julie d’Angennes. Y del papel desempeñado por François Collet en esta historia.

Al mismo tiempo, los dos amigos ganaban lentamente el patio donde esperaban sus caballos.

—Bueno, ¿qué te ha parecido el palacio de Rambouillet? —preguntó Louis al policía mientras se alejaban en dirección a la calle Saint-Honoré.

—No me ha gustado nada —respondió Gaston, que no acostumbraba a disimular lo que pensaba—. La señora de Rambouillet y su hija me han parecido terriblemente desagradables. ¡Lo que debes de aburrirte en tus visitas! Ahora entiendo que ya no las frecuentes.

—¡En absoluto! —protestó Louis con vehemencia—. ¡El palacio de Rambouillet es el lugar más divertido de Francia! Hay entretenimientos para todos los gustos y puedes solazarte con juegos de sociedad o escuchar música y poesía. Arthénice, que es el sobrenombre de la marquesa, y Mélanide, su hija Julie, son únicas organizando divertimentos.

—Entonces han cambiado mucho desde tu última visita —sentenció lúgubremente Gaston.

—Es cierto —aprobó pensativamente Louis—, tienes razón. Y por eso estoy seguro de que la marquesa no nos ha dicho todo lo que sabía. Y lo que es más, Julie d’Angennes nos ha mentido: sabe mucho más de lo que quiso reconocer. Tanto sus expresiones como su manera de comportarse lo decían a las claras. Tengo la sensación de que incluso apareció con su prima únicamente para evitar preguntas demasiado concretas por nuestra parte… ¿Qué quiere ocultar?

Gaston opinó con autoridad.

—Comparto tu opinión, y ahora ¿me vas a decir de una vez lo que tú conoces y yo ignoro sobre esa señorita de Angennes que tan mal miente?

—Nada que no sepas. Se habla de casarla desde hace diez años…

—¡Diez años! ¡Qué barbaridad! Mira, comprendo que su prometido dude. ¿Quién querría casarse con semejante gallina?

—No creas. Hace unos años iba a casarse con el barón Héctor de Montausier; el pobre murió en 1635, en la batalla de Bormio, y es su hermano, Charles, el joven Montausier, como lo llaman algunos, quien lo sucedió en los esponsales. Es marqués y sólo tiene veinticinco años, o sea, nueve menos que su Dulcinea.

—¿Qué clase de hombre es?

—Es el gobernador de la Alta Alsacia y se cree un poeta. ¡Le escribe versos a su musa desde hace años sin ser correspondido! Sin embargo, creo que la ama sinceramente.

—¿Y eso es todo? ¿Nada más?

—También sé que es amiga de la duquesa de Aiguillon, la sobrina —aunque las malas lenguas dicen «la amante»— de Richelieu.

—¿Y Chavaroche? ¿Y maese Claude? ¿Qué sabes de ellos?

—Casi aseguraría que no tienen nada que ver en este asunto. Jean Chavaroche era el preceptor del marqués de Pisany, el hermano de Julie. ¡Está en su familia desde hace muchos años! El único reproche que se le puede hacer es el de estar, también él, enamorado de Julie d’Angennes, y debido a ello detestar a mi amigo Voiture. Antes o después acabarán batiéndose, estoy seguro. En cuanto a maese Claude, es el marido de la nodriza de la marquesa, un hombre insobornable.

—¿Y Julie de Vivonne? —preguntó Gaston mirando a Louis socarronamente por el rabillo del ojo.

Al policía no se le había escapado el interés de su amigo por la joven.

Louis no contestó enseguida. Al cabo de un rato, declamó en un tono inimitable, mirando al frente:

Tan radiante llegó mi Ninfa adorada

con su traje de flores en noche cerrada,

de su tez y sus ojos el brillo esplendente,

que todos la toman por la aurora naciente.

—¡Bravo! —dijo Gaston, impresionado—. ¡No conocía tus dotes de poeta, amigo mío! Si no tuviese que sujetar las riendas de mi caballo, te aplaudiría.

Louis se encogió de hombros, haciendo caso omiso de la ironía.

—No es mío, sino de Vincent Voiture. Has pedido mi opinión y no veo mejor manera de expresarla.

Se callaron un rato, sumidos en sus pensamientos. Fue Louis quien rompió el silencio:

—Lo que me preocupa de la entrevista que acabamos de mantener son las mentiras, esas expresiones huidizas de inquietud, de miedo, de pánico incluso, que tenían la marquesa y su hija. Parecían aterrorizadas, y no creo que tú fueses la causa. ¿Quién o qué puede inquietar hasta ese extremo a gentes tan importantes como los Rambouillet?

Gaston dirigió una penetrante mirada a su amigo. Era una pregunta retórica. No tenía que responderla. Se habían entendido perfectamente.

Desde hacía veinticinco años se sucedían las intrigas en la Corte. Aquellas maniobras, organizadas en general por los grandes del reino, es decir, por la alta nobleza, apuntaban a la política de Richelieu y casi siempre estaban financiadas por la casa de Austria.

Nunca antes tantas conjuras, conspiraciones y complots se habían desplegado en Francia para derrocar al primer ministro. Las maquinaciones se encadenaban, siguiendo generalmente los mismos pasos, y abocaban en el mismo fin. En muchas de ellas estaban implicados los favoritos del rey.

Por lo general, éste era el proceso seguido: Luis XIII, personaje complejo y atormentado, se quejaba amargamente del cardenal a su favorito; algunos grandes del reino pensaban que era el momento oportuno para actuar; organizaban —a veces con el sostén de un país tercero— rebeliones en el reino; los rebeldes aseguraban al rey su fidelidad: sólo pedían el fin de la dictadura del Gran Sátrapa.

¡Craso error! Nunca —que se sepa— el rey había querido desembarazarse de su ministro. Y entonces sobrevenía el trágico desenlace: el exilio, la prisión y las ejecuciones capitales.

Muchas de aquellas aventuras habían acabado en el cadalso, con la muerte de los conjurados o con éstos en el fondo de los calabozos de Vincennes. «La clemencia es inhumana», le gustaba repetir a Richelieu. Y nadie que de cerca o de lejos hubiese participado en un complot contra él o contra su rey lograba escapar a la venganza del ministro.

En esto los Rambouillet eran como los demás.

Finalmente Gaston hizo la pregunta que le quemaba la lengua.

—¿Por qué esa advertencia a la marquesa antes de irnos? ¿De verdad crees que corre algún peligro? —Louis se tomó su tiempo para contestar. No sabía cómo explicar lo que no era más que una conjetura.

—Supongamos —aventuró finalmente— que Collet llevaba una carta al Palacio del Cardenal y que lo hubiesen asesinado saliendo de allí, como tú dices. Caben dos posibilidades: que el cardenal sea el responsable o que no tenga nada que ver, pero, en este último caso, ¿no habrían debido remover Roma con Santiago para encontrar a los asesinos del mensajero? Ahora bien, tú me has dicho que Laffemas no parecía deseoso de proseguir las investigaciones. Y Laffemas es su verdugo, ¿no? Es evidente que la responsabilidad del ministro está comprometida…

—Es en efecto lo que me temo… sigue con tu idea…

Louis continuó fría y metódicamente:

—¿Qué ocurrirá ahora? Supongamos que Richelieu hubiese matado a Collet para que el contenido de la carta y la diligencia hecha a través del criado se mantuviesen en secreto. Ineluctablemente, hará desaparecer a todos los que conozcan esta historia. Incluida la marquesa, su hija y, tal vez, la señorita de Vivonne. Así como a los que investigan contra su voluntad —añadió mirando a Gaston.

El comisario no había pensado en esas consecuencias, pero Louis tenía razón. ¿Hasta dónde podía llegar? Debía extremar su prudencia.

En realidad, Louis estaba más preocupado de lo que parecía. En su fuero interno, no pensaba que la marquesa pudiese estar implicada en un complot, fuese cual fuere. Ella y su esposo eran leales al rey. Pero ¿Julie d’Angennes? ¿Hasta dónde podía arrastrarla su temperamento? Y ahora que había conocido a Julie de Vivonne, de ningún modo iba a permitir que la joven se comprometiese en un asunto peligroso con su desagradable prima. Así pues, no tenía elección: debía secundar a Gaston en sus investigaciones, pese a los riesgos y, quizá, los peligros. Sin embargo, aunque su decisión estuviese tomada, ¿hacia dónde debían dirigirse para desentrañar la muerte de Collet?

Cabalgaban en silencio. Abrirse camino por la calle Saint-Honoré reclamaba toda su atención. Si en las oscuras y sucias callejuelas del barrio de las Halles era necesario extremar las precauciones para esquivar los lanzamientos de basura, aquí era la densidad de la multitud la que exigía un permanente y penoso esfuerzo de concentración.

En la calle, atestada de transeúntes, carruajes y caballos, se veían obligados a practicar un difícil paso en medio de un sinfín de comercios, puestos callejeros y tenderetes ambulantes de mercaderes de buñuelos, de aguardiente, y hasta de escribientes públicos. En torno a las tiendas, a menudo bien surtidas y siempre llenas de clientes, bullía una caterva de mozos de cuerda, mendigos, ganapanes, prostitutas y lacayos insolentes. En cualquier esquina se podían tropezar con menestrales ejerciendo su oficio: cuchilleros afilando tijeras, guarnicioneros reparando bocados y estribos, lapidarios ofreciendo sus piedras raras. Había carretones, carretas, carretillas y carrozas tropezando por doquier, enganchándose entre sí con un ruido infernal, molestándose, entorpeciéndose, ya fuesen para el transporte de toneles, de heno, de carbón, de agua, de lavandería, de materiales o simplemente de personas. Todos aquellos vehículos se cruzaban, se detenían, se acercaban con un ruido infernal amplificado por los gritos, aullidos e insultos de sus conductores.

Como todos los que circulaban a caballo, Gaston y Louis avanzaban precavidamente, pues deslizarse entre los obstáculos requería una vigilancia extrema para evitar herir a alguien. En efecto, el menor accidente podía acarrear consecuencias dramáticas, pues la multitud se volvía airada contra los caballeros responsables.

«Un día habrá que reglamentar esta circulación —pensaba Gaston—, o esta ciudad será un infierno; quizás habría que imponer franquicias en las encrucijadas. Hablaré de ello con Laffemas…» Estaban llegando al Grand-Châtelet y Louis consideró que era el momento de hablar a su amigo de otro problema. Un asunto más personal.

—Gaston, nada me agrada más que proseguir nuestra investigación juntos, pero antes tengo que pedirte un favor…

—De sobra sabes que estoy a tu disposición, sobre todo después de la ayuda que acabas de prestarme. —Hizo una pausa y luego prosiguió con lo que rumiaba desde hacía rato—: Todavía no sé lo que ha ocurrido en el palacio de Rambouillet, pero estoy seguro de que se ha producido un suceso enojoso. Adivino también que la marquesa y su hija están implicadas en el asunto. Así las cosas, de momento no veo lo que puedo hacer para ir más lejos. Me tienes a tu entera disposición.

—¿Te ha explicado mi padre para qué fui unos días a Anet?

—Sí, claro, el inventario Vendôme… estoy enterado del problema.

—Bueno… El inventario no ha sido un problema, había un administrador para ayudarme. El caso es que tenían en un cuarto una magnífica biblioteca. Ya sabes cuánto me interesan los libros, y el administrador me explicó que se trataba de una adquisición reciente. Me enseñó las escrituras. La biblioteca había sido comprada al mariscal de Bassompierre, que sigue en prisión en La Bastilla. La escritura incluía la lista de las obras, pero sobre todo su precio, y el valor del conjunto ascendía a ¡cien mil libras!

Gaston miró a Louis con incredulidad y exclamó:

—¡Imposible! ¡Unos simples libros no pueden tener tanto valor!

—¡Y tanto que sí! Te explicaré por qué: entre esos libros se encuentran siete obras compradas por el mariscal de Bassompierre al abad de Saint-Germain, una de las cuales vale cerca de ocho mil libras. Se trataba de los Anales de Tácito, ilustrado con pinturas únicas que se remontan al siglo XIV. Conociéndome, puedes imaginar que ojeé en la biblioteca para consultar semejante tesoro. Pues bien, la obra no estaba allí. De hecho, faltaban los siete volúmenes. El administrador y yo buscamos por todas partes. Ni rastro. ¡Habían desaparecido!

—Ya entiendo. Y se te ocurrió que para mí era pan comido descubrir al autor de un robo que tuvo lugar hace varias semanas a veinte leguas de aquí, ¿no?

—Tranquilo —sonrió Louis ante la ironía del amigo—, el favor que te pido es más sencillo. La biblioteca fue vendida por Morgue Belleville, un librero de Saint-Germain, que puso en relación a Bassompierre con Vendôme, de modo que ese hombre conoce perfectamente el valor de las obras. El administrador me habló de una visita que el librero había hecho a Anet algún tiempo después de la huida del duque, pretextando una búsqueda documental en ciertos volúmenes que le había vendido. El administrador no vio inconveniente alguno en permitírsela.

»Ahora bien, supongamos que Morgue Belleville hubiese sustraído los libros —cosa que muy bien podría haber hecho—: la desaparición estaría entonces elucidada. Era sencillísimo para él. Debió de pensar que Vendôme no volvería jamás, o que tardaría muchos años. Conocía el valor de las obras y podía revenderlas fácilmente.

—En efecto, pero ¿cuál es exactamente mi papel en este asunto?

—Verás, es inútil que yo me presente en casa de Belleville; no tengo ningún medio de presión contra él, incluso puede hacer desaparecer todas las obras para que no se las encuentre jamás. Tú, en cambio, ¡eres la ley!

Gaston no lo dudó. Por otra parte, un robo, cometido por un ladrón que vivía en París, era de su competencia. Y él detestaba a los ladrones.

—De acuerdo, de acuerdo, me das sus señas y ya me ocupo yo. Tendrás noticias mías rápidamente —le aseguró.

Habían llegado al Grand-Châtelet. Louis acompañó a Gaston a su despacho y le proporcionó todas las informaciones necesarias, después de lo cual volvió a la notaría. Le quedaba todavía una larga jornada de trabajo para preparar los inventarios de Vendôme. Todo debía estar terminado en menos de diez días.