Capítulo 1

Mañana del jueves 2 de mayo de 1641

La lluvia azotaba el ligero carruaje y la tormenta lo sacudía como una cáscara de nuez.

Aun yendo al abrigo y protegido, Louis Fronsac se estremeció. Iba transido de frío y tenía prisa por llegar a la calle Quatre-Fils, al despacho notarial de su padre, donde lo esperaba un buen fuego y comida caliente servida por sus solícitos criados.

Louis volvía de Anet o, más exactamente, del castillo del duque de Vendôme, en Anet.

Se removió en el asiento de crin, demasiado duro, intentando encontrar una postura confortable. Estaba cansado, sin pizca de energía después de tres largos días de viaje agotador y dos noches hospedado en posadas llenas de siniestros viajeros e infestadas de parásitos.

La víspera, incluso, había tenido que compartir un cuarto glacial y minúsculo con un desconocido, mientras su criado Nicolás dormía en el suelo en un incómodo jergón de cañas.

Pese al cansancio, sabía que no tenía derecho a quejarse, puesto que podía desplazarse en condiciones bastante más agradables que muchos otros, que iban a pie o a lomos de una mula. Para aquel viaje, su padre incluso le había prestado el nuevo carruaje que acababa de comprar: un coche tirado por dos caballos, no muy rápidos, es cierto, pero completamente cerrado, con portezuelas provistas de cristales y cuyos cojines, recubiertos de cuero rojo, amortiguaban parcialmente los duros baches del camino real.

De repente, la lluvia azotó el coche con tal fuerza que Louis creyó por un momento que iba a volcar.

Se agarró a la correa de la portezuela, pero Nicolás, su cochero, logró enderezar la carroza y salir airoso del trance.

Las sacudidas del vehículo se volvieron menos fuertes. Tranquilizado, Louis retomó el hilo de sus pensamientos. Meditaba desde la mañana sobre los resultados de su visita al antiguo castillo de Diana de Poitiers, que había encontrado casi desierto, ocupado solamente por unos cuantos criados.

En efecto, el duque de Vendôme acababa de huir vergonzosamente al extranjero después de las diligencias incoadas contra él por el rey.

¡Extraña huida!, pensaba Louis.

Todo había comenzado unos meses antes, en que un ermitaño, encausado por algún crimen depravado, había confesado —aunque ni siquiera se le había preguntado— que el duque de Vendôme, hermanastro del rey, le había propuesto asesinar al cardenal Richelieu.

El sujeto había nombrado entonces a todos los cómplices y, tras sufrir atroces suplicios, había dado detalles de una precisión alucinante sobre el proyecto criminal.

¿Detalles verdaderos? ¿O simplemente confesión imaginaria obtenida bajo tortura? El asunto apenas había interesado a Richelieu, habituado a tales tentativas, pero por el contrario había afectado profundamente al rey, que había exigido explicaciones al duque de Vendôme.

Hay que precisar que Luis XIII no había querido nunca a su hermanastro, fruto de los amores ilegítimos de su padre con una favorita a la que ya de pequeño él llamaba públicamente «la puta».

Preocupado por haber sido acusado injustamente, o realmente culpable y temiendo ser desenmascarado, César de Vendôme se había reunido precipitadamente con la reina madre, María de Médicis, en su exilio de Inglaterra.

Desde luego, el duque tenía serios motivos para temer al rey. Como hijo de Enrique IV y Gabrielle d’Estrées —a la cual el Vert-Galant[2] había prometido matrimonio—, César siempre había afirmado sus derechos al trono.

Dicha afirmación pesaba mucho en la Corte, pues él y su hermano Alexandre eran los mayores de la familia real. Fue después de la muerte de su madre Gabrielle cuando Enrique se casó con María de Médicis. Así pues, el rey actual, Luis XIII, era sólo su hermano pequeño y, desde niños, los dos bastardos se habían enfrentado y con frecuencia batido contra quien trataba a su madre de «puta» y a ellos de «¡perros sarnosos!».

Alexandre, gran prior del Temple, incluso se había implicado en la conspiración de Chalais, y el cardenal lo había hecho encerrar en Vincennes, donde había muerto en 1629.

Con la desaparición de su hermano, la inquina de César hacia el rey, su hermanastro, se había extendido al ministro. Sin embargo, aunque Richelieu fuese universalmente detestado, Vendôme no había encontrado amigos, ni siquiera aliados, en la Corte, tanto era el desprecio que inspiraba. Decían de él: «Es un villano, de conducta y gustos vergonzosos, y un cobarde, tanto en la guerra como en la Corte».

Después de la huida de César de Vendôme a Londres, el rey, secretamente satisfecho, había declarado sentenciosamente: «El proceder de nuestro hermano no nos ha sorprendido. Su ausencia hará ver a todo el mundo que la acusación que se le imputa es verdadera».

Inmediatamente, la familia de Vendôme, es decir, su esposa y sus dos hijos, los jóvenes duques de Beaufort y de Mercoeur[3], fue exiliada en Chenonceaux mientras una sala de lo criminal, presidida por el rey, se encargaba de juzgar al fugitivo.

El 22 de marzo, el tribunal, reunido en el gabinete real de Saint-Germain, ordenó la incautación de todos los bienes del duque. El arresto definitivo, sin embargo, no se efectuaría hasta dos meses más tarde, entre otras razones para disponer del tiempo necesario para la realización de un inventario notarial.

El encargo de dicho trabajo de inventario recayó en el despacho del padre de Louis, lo que explica su estancia en Anet, donde los Vendôme tenían su residencia habitual.

Louis Fronsac era notario jurado en el Grand-Châtelet e hijo de notario. De veintiocho años de edad —había nacido el 1 de julio de 1613—, era delgado y de estatura superior a la media. Llevaba sus cabellos castaños largos hasta los hombros y un fino bigote, que le llegaba hasta la barbilla, encuadraba una sonrisa frecuentemente irónica, acompañada de una penetrante mirada. Sobre la barbilla, una minúscula mosca de pelo ocultaba un coqueto hoyuelo.

Como todos los hombres de ley, vestía una simple camisa y un jubón de tela negra, acuchillado en las mangas. Su único lujo —y su única coquetería— lo constituían unas cintas de seda negra que llevaba anudadas en los puños. Dichas cintas, frecuentemente de colores, que se llamaban «lacayos», estaban de moda entre los que frecuentaban por entonces los salones literarios.

Louis dirigió negligentemente una mirada tras las cortinillas: la circulación era difícil, como siempre a esta hora, y la lluvia no hacía más que empeorarla. Acababan de pasar la puerta del Temple después de haber rodeado las antiguas murallas de París, para no tener que atravesar la ciudad.

Nicolás, su cochero, optó por tomar la larga calle de Sainte-Avoye[4] para volver al despacho, pero, a causa de la lluvia, la calle sin pavimentar —como la mayor parte de las arterias parisinas— era ahora un auténtico barrizal.

El lodo en el que se hundían las ruedas de su coche, una abominable mezcla de tierra, de basuras, de estiércol de caballo y de detritus, se adhería a los ejes y, frenando el vehículo, extenuaba a los dos caballos, que befaban y coceaban.

Por si esto fuera poco, la mezcla regular de ese fango desprendía un infecto olor que invadía la carroza.

Y avanzaban todavía más lentamente debido a las pesadas carretillas de materiales destinados a las nuevas construcciones del barrio del Marais, que, atascadas en las carriladas, bloqueaban el paso.

En efecto, treinta y cinco años antes, un promotor, Claude Charlot, había comprado al Temple —un enclave de la orden de los hospitalarios de la cual precisamente el hermano de Vendôme había sido gran prior— las huertas circundantes, a las que llamaban les marais, las marismas, los pantanos. Más de la mitad de los lotes puestos en venta habían sido ya edificados. Elegantes residencias, de fachadas ornadas y luminosas, alternaban ahora con las viejas casas de pisos de adobe y madera; y los palacetes particulares de piedra clara y ladrillo sustituían a los almacenes, a los viejos comercios o a las antiguas fortificaciones almenadas de la Edad Media. Incluso los conventos y las iglesias estaban siendo renovados y ampliados.

En esta mitad de siglo, la vieja ciudad de París desbordaba sus antiguos límites, demasiado estrechos. Por todas partes se demolía para construir y embellecer. Sin embargo, a través de la ventanilla del coche, dando tumbos en las rodadas llenas de inmundicias, Louis seguía viendo las sórdidas callejuelas transversales donde el sol no penetraba jamás. En aquellos lúgubres pasadizos, en aquellos callejones sin salida, sin aire ni luz, flanqueados de sucios y miserables cuchitriles, vivía la hez del pueblo que él prefería ignorar. Conocía por experiencia los peligros que entrañaba adentrarse en el callejón del Pet-au-Diable, atravesar la callejuela Tire-Boudin o pasar por la calleja Fosse-aux-Chiens.

Pensó un momento en el agradable panorama del que había podido disfrutar una hora antes, durante su viaje fuera de París. ¡El campo era tan bello, y los olores de la hierba húmeda tan entrañables y dulces! Por todas partes se sucedían fértiles llanuras, campos cultivados, huertas y viñedos. Y tan pronto como atravesó las viejas fortificaciones parisinas, aquel panorama había dado paso al sórdido espectáculo que tenía ante sus ojos.

Si algún día llegase a ser rico —¿por qué no?—, se juró comprar una residencia en la bella campiña de París. ¡Y dejar por fin aquella ciudad infernal!

Louis fue arrancado de sus sueños y de sus proyectos por un brutal frenazo del coche.

Sorprendido, abrió la puerta para constatar que toda la calle estaba bloqueada por pesadas carretas de materiales. A unos pasos, un carretero interpelaba a un cantero que le impedía avanzar. Más lejos, los aguadores sorteaban coches y caballos con grave riesgo de atropello y, por todas partes en torno a él, mozos de cuerda, lisiados y falsos mendigos intentaban distraer la bolsa o las joyas al incauto despistado o a la burguesa demasiado coqueta. En cuanto a la caterva de desvergonzados lacayos, no dudaban en propinar bastonazos a diestro y siniestro para despejar el camino a su amo.

Y todas aquellas gentes gritaban, vociferaban y se insultaban a base de bien.

—¡Salgamos de este infierno! —gritó Louis a su cochero.

Nicolás fustigó a los animales, pero el coche no se movió. Parecía atascado en una rodada. Louis se giró y percibió, a través del cristal trasero, a unos cuantos arrapiezos subidos en los soportes de los ejes de las enormes ruedas para hacerse transportar a pie enjuto. Louis les mostró un puño amenazador y los chiquillos saltaron al suelo dispersándose. El coche se puso de nuevo en movimiento.

Con mucha destreza, prestando atención a aquella muchedumbre que en un abrir y cerrar de ojos podía despedazar a un cochero imprudente, Nicolás logró deslizar la carroza entre dos vehículos detenidos, para al fin girar en la calle Quatre-Fils, donde se encontraba el despacho y la vivienda de Pierre Fronsac, el padre de Louis.

Pierre Fronsac era uno de los ciento cuarenta y cuatro notarios de París. Él y su familia vivían, si no con lujo, al menos muy confortablemente: la notaría era entonces una floreciente actividad e indispensable tanto en la vida privada como pública, aunque no siempre fuese tenida en gran estima.

Y en aquel siglo XVII se podía levantar acta notarial de todo, ya se tratase de escrituras habituales como de escrituras infrecuentes. Las primeras se parecían bastante a las que nosotros conocemos hoy, como arrendamientos, contratos de matrimonio, donaciones e incluso testamentos. Por el contrario, las no habituales eran más sorprendentes: se encontraban entre éstas los acuerdos editoriales que mencionaban los derechos de los autores, las promesas de matrimonio, o incluso de noviazgo, compromisos y contratos menores, como los de dar clases de danza, de música o de comportarse en buena vecindad, o incluso las promesas de indemnización, como consecuencia de crímenes, delitos o simples perjuicios.

Y por supuesto, los inventarios, fuesen o no judiciales.

El despacho de los Fronsac se había especializado en las escrituras poco habituales y había registrado más de mil quinientas el año pasado. Varios tenedores trabajaban allí de la mañana a la noche, porque los notarios debían no sólo conservar las escrituras, títulos, contratos o testamentos que manejaban, sino también las copias de todos aquellos documentos procedentes de otros notarios.

Ello explica el tamaño de la residencia de los Fronsac, que ocupaba una gran parte de la calle Quatre-Fils. La casa, totalmente de piedra, se distinguía, por su evidente solidez, de la mayor parte de las viviendas situadas en la misma acera. Estas últimas estaban construidas con una mezcla de arcilla y paja reforzada con madera para el entramado. Con sus pisos en voladizo, irregulares y estrafalarios, daban la impresión de que iban a desplomarse en cualquier momento (¡cosa que sucedía mucho más frecuentemente de lo que podáis imaginar!).

Del otro lado de la calle, por el contrario, no había más que construcción reciente, al levantarse allí el nuevo palacete de Guisa, que contrastaba extraordinariamente con la casa de los Fronsac.

En efecto, la fachada del despacho estaba constituida por un antiguo muro de recinto que ocultaba por completo el gran patio interior. Éste daba a la residencia el aspecto austero de una alquería fortificada, precisamente lo que había sido en la época en que se hallaba extramuros de la capital. En el propio patio se podía comprobar que la vieja fortificación tenía muy pocas ventanas y que las pocas que había eran estrechas y estaban protegidas con gruesos y sólidos barrotes de hierro o con postigos de roble.

Aquella arquitectura defensiva tenía una ventaja y un inconveniente. La ventaja estribaba en la seguridad de sus habitantes. Mientras cada noche en París muchas casas eran asaltadas y desvalijadas por bandas de ladrones de una audacia infernal, que aterrorizaban, torturaban y violentaban sin piedad a sus habitantes, los Fronsac podían dormir tranquilos.

El precio pagado por su seguridad era evidentemente la falta de luz. A pesar del formidable consumo de aceite de naveta en las lámparas, así como las candelas de sebo, o incluso, más raramente, las bujías de cera, el interior de la casa estaba perpetuamente sumido en una penosa oscuridad, agravada por el infecto olor del aceite o del sebo.

Pese a la presencia de sus ricos y poderosos vecinos de enfrente —la familia de los Guisa era una de las más acaudaladas de Francia—, el señor Fronsac no se avergonzaba en absoluto de su vivienda. Su casa era sólida y, sobre todo, le pertenecía, lo que era muy raro en una época en que muy poca gente era propietaria.

Así pues, el coche costeó un momento el palacio de Guisa para entrar luego en el patio de los Fronsac por la ancha puerta cochera, abierta durante el día pero cerrada a cal y canto a partir de la tarde por un portal de roble macizo claveteado.

El carruaje se detuvo delante del cuerpo de la vivienda principal, que comprendía tres pisos: abajo y a la izquierda se hallaban la gran cocina, la antecocina, el maduradero (el lugar en donde se conservaba la fruta), el lavadero, así como una sala común; a la derecha, se entraba en la cochera para la carroza, las caballerizas y el granero de heno; bajo el conjunto, se situaban las bodegas donde se guardaban las barricas de vino.

En el primer piso se alineaban las salas de recepción y la notaría propiamente dicha: un largo vestíbulo sin luz donde trabajaban cuatro calígrafos bajo la dirección de Jean Bailleul, el primer pasante. Un amplio gabinete, que lindaba con esa especie de galería, constituía el despacho personal del señor Fronsac. Al fondo de éste, una estrecha escalera de husillo llevaba hacia varios cofres y armarios de hierro para la protección de documentos. Allí, en un reducido espacio contiguo, se hallaban los dominios de Louis.

En el segundo piso había tres aposentos reservados para el notario y su esposa. Uno era su alcoba, otro la antecámara y el tercero un saloncito. Louis no vivía con ellos desde hacía varios años, y su hermano Denis estaba interno en el colegio de Clermont. El resto del piso, o sea, otras dos grandes piezas, albergaban respectivamente los apartamentos del administrador y del primer pasante, que vivían allí estrechamente con sus familias.

Por último, en los desvanes, en una especie de tercer piso, amontonados en zahúrdas sin luz, vivían el portero y el guardián, así como dos doncellas que compartían el mismo jergón.

Al igual que todas las viviendas burguesas de la época, o incluso los palacetes particulares, la casa parecía inmensa, pero como estaba ocupada por una población numerosa, una sola pieza constituía a menudo un apartamento completo para toda una familia, que dormía apretujada en el mismo lecho.

En los desvanes, precisamente, se alojaban, ya lo hemos dicho, el portero y el guardián. Antoine Mallet era el portero titular, aunque en realidad, como todos los hombres de la casa, hacía un poco de todo. Su esposa se ocupaba de los servicios de la mesa y dirigía a las dos doncellas. Jacques Bouvier era el principal guardián y se ocupaba también de las caballerizas y del abundante avituallamiento. Era él quien acompañaba, todos los miércoles y los sábados, a su esposa Jeannette —la cocinera— al mercado de las Grandes Halles o al del cementerio de Saint-Jean, detrás del Ayuntamiento, para hacer la compra. Un hombre era imprescindible en esta tarea, y a veces incluso dos, tanto para transportar los cestos, que eran pesados y numerosos —había que alimentar a una veintena de personas—, como para ahuyentar a los picaros y ladronzuelos habituales de esos lugares.

El hermano de Jacques Bouvier, Guillaume —que era además el padre de Nicolás, cochero y criado de Louis—, ocupaba con su esposa dos minúsculas piezas en otra vivienda de la calle, una de esas casas de adobe que amenazaban ruina. La madre de Nicolás ayudaba en trabajos de mantenimiento del despacho y en la limpieza del patio, del que había que retirar continuamente las deyecciones de los caballos de los visitantes, estiércol que a continuación era llevado por Guillaume y vendido fuera de la ciudad.

En fin, puesto que ya hemos presentado a todos los habitantes de la casa, ha llegado el momento de decir unas palabras sobre Claude Richepin. Era a la vez maestresala y administrador, el encargado de dirigir a todos los criados y el que ayudaba a la señora Fronsac en el gobierno cotidiano de la casa.

La posición de Louis en este vasto despacho era un tanto especial. Por supuesto, trabajaba allí como notario asociado, pues, tras sólidos estudios en el colegio de Clermont, su padre había adquirido para él una notaría. Sin embargo, Louis no ejercía la actividad habitual de los notarios, es decir, recibir a los clientes y preparar las escrituras, un trabajo pesado y monótono que a él, por otra parte, nunca le había gustado.

Louis tenía en realidad un trabajo más interesante y también más difícil.

Un notario debía dedicarse a menudo a largas y penosas investigaciones para los que acudían a consultarle. Para llevarlas a cabo se solía utilizar agentes o delegados que cobraban a destajo. Pero generalmente carecían de competencia y honradez. Un día, harto de los errores y torpezas cometidas por su agente habitual, Louis propuso a su padre dedicarse él mismo a dichas investigaciones. El primer pasante, Jean Bailleul, podía reemplazarlo perfectamente como notario. Y como investigador, él era desde luego mucho más eficaz que los oscuros individuos que contrataban.

En un primer momento, Pierre Fronsac se había opuesto frontalmente a tan escandalosa proposición. Pero Louis no dio su brazo a torcer y, finalmente, su padre había cedido.

Los resultados de tal elección habían sido inesperados.

Con Louis Fronsac como agente, la notaría se había granjeado una extraordinaria reputación de eficacia para tratar y desarrollar los asuntos más complejos y delicados del reino. Numerosos eran, por otra parte, los grandes de Francia que le confiaban sus asuntos molestos, difíciles o embarazosos. Louis era discreto y no emitía ningún juicio de valor. Se le podía contar todo. Ya fuesen problemas financieros, adulterinos u otros más graves, Louis Fronsac hallaba siempre una solución y se encargaba de redactar las actas jurídicas adecuadas.

La reputación del despacho se había extendido rápidamente al Parlamento de París y a las instituciones de justicia, ya fuesen civiles, financieras o incluso criminales. Ésa era la razón por la cual Louis había sido encargado del inventario de bienes de Vendôme. Y por ello, volvía de Anet con los elementos necesarios para realizar dicho inventario.

Cuando bajó del coche, los dos hermanos Bouvier estaban limpiando el patio del lodo y los excrementos dejados por los numerosos visitantes que llegaban tanto en coche como en mula o a caballo.

Jacques Bouvier lucía un largo mostacho y Guillaume una poblada barba. Era el único medio de diferenciarlos, pues, de espaldas, sus siluetas eran totalmente idénticas. A ambos exsoldados —habían participado en el sitio de Casal unos años antes— no les gustaba mucho trabajar, y Richepin se quejaba de ellos continuamente ante la señora Fronsac. Sin embargo, ésta no les hacía ningún reproche, pues la presencia de los dos hermanos se explicaba sobre todo por su pasado de hombres de armas. Eran los únicos capaces de asegurar la protección de la gente de la casa, una protección muy necesaria en aquellos rudos tiempos.

Louis los saludó con todo el afecto que les profesaba. Eran ellos quienes de niño le habían enseñado a defenderse. No con una espada —Louis había sido siempre mediocre en la esgrima—, sino con pistolas, mosquetes y arcabuces.

Gracias a ellos, ninguno de aquellos ingenios tenía secretos para él. De pequeño, los Bouvier le habían enseñado el arte del tiro y la mecánica de las armas de fuego; había aprendido a desmontar una rueda de arcabuz, una cazoleta, un gatillo, una contracazoleta o un martillo. Louis conocía todas las diferencias de los mecanismos de percusión: la «llave española de miguelete o de patilla», el «miguelete alemán» y la «llave a la francesa».

Pero, sobre todo, jamás había olvidado la principal recomendación de los dos hermanos: «Louis, si un día te ves obligado a pelear, no olvides nunca que en las batallas no hay honor. Cualquier medio es bueno. Procura matar tú primero; si no, te matarán a ti».

Alejó tan funestos pensamientos de su mente. En sus investigaciones notariales jamás había tenido que combatir sino contra la mentira, la malevolencia, la trapacería o el engaño. Y eran enemigos a los que él era capaz de vencer.

Vio a su madre examinando el aljibe situado en el extremo del patio en compañía de Claude Richepin, el administrador. La señora Fronsac había visto llegar el coche y lo esperaba brazos en jarras. Louis fue corriendo junto a ella.

—Hijo mío, me parece que no nos va a faltar el agua —le anunció ella abrazándolo con cariño.

Louis bajó los ojos: en efecto, ¡el aljibe desbordaba! El depósito, colocado en las bodegas, aflorando al nivel del patio, recogía el agua de los tejados por canales de desagüe y de canalones mañosamente dispuestos. Aseguraba así cuanta agua sana y limpia necesitaban y, gracias a eso, los Fronsac estaban considerablemente mejor aseados que sus vecinos y amigos.

Por aquel entonces la falta de agua era la mayor complicación en la vida de los parisinos, pues menos de trescientas viviendas recibían agua corriente. Es verdad que algunas casas tenían un pozo, pero solía estar sucio por las infiltraciones de purín. En la ciudad, desde luego, había bastantes fuentes, pero había que hacer cola y la espera era terriblemente larga.

La mayor parte de los habitantes de París se abastecían con alguno de los veinte mil aguadores que distribuían a domicilio el agua corrompida del Sena.

En esas condiciones poca gente podía permitirse el lujo de ser limpia. ¡El agua costaba demasiado para ser utilizada en el aseo personal!

Después de haber cambiado unas palabras con su madre acerca del viaje, Louis se dirigió a la escalera para subir al despacho mientras Nicolás desenganchaba el coche e iba a cepillar y almohazar los caballos.

Al entrar en el despacho de su padre —una vasta pieza adornada con cuatro tapices de Flandes que representaban plantas y figuras humanas—, Louis descubrió con alegría la presencia de su amigo Gaston de Tilly. Este último interrumpió la conversación con el señor Fronsac para arrojarse en brazos de su amigo, al que casi ahoga con sus efusiones.

—¡Louis! ¡Tu padre me aseguró que regresarías esta mañana, pero empezaba a dudarlo!

Gaston y Louis eran viejos amigos. Habían hecho juntos sus estudios en el colegio de Clermont, el famoso establecimiento regentado por los jesuitas. Clermont estaba reservado a la aristocracia y a la alta burguesía, pues la enseñanza y la pensión eran harto costosas pese a las condiciones de estudio, terriblemente duras. Los alumnos, en pie desde las cuatro de la mañana, trabajaban hasta las ocho de la tarde el latín, el griego, las lenguas extranjeras, la filosofía, el derecho y las matemáticas, con una misa como única distracción. La falta de calefacción y la parca cantidad de alimento se completaban con feroces maestros armados de látigos.

Aunque Louis había trabajado el derecho por obligación, se había aficionado a las matemáticas por inclinación natural. Había tenido de maestro a un alumno de Philippe Lansbergius, el matemático alemán defensor de Copérnico y de Galileo. Dicho maestro, que no utilizaba el látigo, le había hecho amar la lógica y le había revelado que poseía ese espíritu de geometría que permite hallar las soluciones exactas a un problema de cuyas premisas correctas no se dispone.

Ese talento, poco frecuente, le era particularmente útil en su trabajo actual de investigación.

En el colegio de Clermont, Gaston y Louis, preteridos por los alumnos más ricos o más nobles que ellos, habían simpatizado entre sí. Louis, que amaba las matemáticas, no hacía buenas migas con los hijos de los hombres de ley, y a Gaston, el benjamín de una familia venida a menos, sus compañeros aristócratas le habían hecho el vacío.

Mientras que el futuro de Louis Fronsac estaba perfectamente trazado —sería notario—, no era éste el caso de su compañero. Gaston había sido enviado a Clermont para hacerse clérigo. Era una decisión asombrosa de su tutor, teniendo en cuenta que el joven detestaba la comunidad de los futuros eclesiásticos presentes en el colegio, el más brillante de los cuales era el abad de Buzay, que tenía incluso la misma edad que ellos[5].

A nadie le sorprendió, pues, que al término de sus estudios Gaston rechazase la tonsura y el traje talar que le esperaban. Por otra parte, habría hecho un mal servicio a la Iglesia, dado su carácter agresivo y su brutal franqueza. Independientemente de ello, tampoco tenía las maneras ni el físico de un cura.

En efecto, el exfuturo abad, aunque de estatura media, tenía el cuerpo achaparrado, una anchura de espaldas vigorosa y un robusto cuello de toro coronado por una cabeza cuadrada, poblada de abundante cabellera rojiza que crecía derecha como la mala hierba.

A primera vista podía tomársele por un patán. Sin embargo, un observador atento se habría fijado rápidamente en los ojos, vivos y penetrantes —aunque demasiado saltones para su rostro—, y, tras intercambiar unas cuantas palabras con él, habría descubierto también que aquel tosco gañán leía a Virgilio en latín y conocía todas las sentencias del Parlamento de cien años atrás.

Pero el amigo de Louis no sólo tenía el físico de un toro, sino también su carácter corajudo, belicoso, tenaz y coriáceo. Gaston bajaba la testuz y embestía contra todas las dificultades que encontraba, sin abandonar jamás.

Ya lo hemos dicho: al finalizar sus estudios había rehusado —¡con violencia!— el sacerdocio. En consecuencia, sólo le quedaba la posibilidad de incorporarse al ejército, en el que, por razón de su nacimiento, podía llegar a suboficial pero seguir siéndolo toda su vida.

Sea como fuere, Louis y Gaston se habrían separado.

Louis explicó a su padre la situación de su amigo y éste le propuso una solución que permitiría al joven sin fortuna quedarse en París. Le sugirió hacer carrera como agente municipal en la policía.

Digamos unas palabras acerca de la organización policial de la época en París, de la cual se puede asegurar, sin exageración alguna, que era particularmente confusa.

Durante mucho tiempo el responsable de la seguridad en París había sido el preboste —el llamado vizconde de París—, el cual estaba asistido por el lugarteniente civil, encargado de la policía general, y por el lugarteniente criminal, garante de los asuntos judiciales. Estos dos magistrados residían en el Grand-Châtelet.

El preboste y el lugarteniente civil disponían, para garantizar la seguridad de la ciudad, de la patrulla real, una tropa de arqueros a pie y a caballo dirigida por el caballero de la patrulla, así como de un regimiento de soldados que más tarde se convertirían en la guardia francesa.

Pero el preboste también debía compartir su autoridad con gran número de jurisdicciones o de prebostazgos secundarios salidos de señoríos diversos, como el del Temple, o eclesiásticos, como los que dependían de abadías o del arzobispado. Además, cada barrio —había dieciséis correspondientes a sendas parroquias— estaba dirigido por un comisario que en algunos casos dependía del Grand-Châtelet pero que en otras ocasiones recurría a una milicia —la patrulla burguesa— que dependía de los magistrados del Ayuntamiento.

Tan confusa organización favorecía evidentemente a los criminales. Desde la Liga la ciudad se había convertido en una inmensa guarida de truhanes: salteadores, descuideros, rameras, desertores, mendigos y busconas pululaban por calles estrechas y sombrías en las que los paseantes eran asaltados, cuando no algo peor. La frase que más se oía en estos casos era: «Un paseante distraído es un paseante muerto». Mucho más grave era el hecho de que auténticas bandas organizadas allanasen durante la noche las casas burguesas e incluso los palacetes nobles, sometiéndolos a pillaje, degollando a hombres y niños, forzando a sus mujeres e hijas.

La milicia burguesa y la patrulla real casi nunca se arriesgaban a atacar a tan temibles bandas armadas, en tanto que ellas mismas no estaban exentas de todo reproche: ¡los propios arqueros de la patrulla real no dudaban a veces en asaltar a los burgueses!

En 1637, harto de estos desórdenes, el rey había nombrado preboste y lugarteniente civil de la capital a Isaac de Laffemas. Laffemas, exactor, exconsejero del Parlamento, exintendente de justicia en Picardía, era un hombre de probada integridad pero de una severidad y —hay que decirlo— una crueldad despiadadas.

Era también el brazo armado de Richelieu, del cual había recibido la orden de restablecer la seguridad en París a cualquier precio. Bajo su dirección actuaba Jehan Guillaume, el verdugo del prebostazgo y vizconde de París. Tan siniestro personaje se había enriquecido mucho merced a cada ejecución capital, que, fuese en la rueda o en la horca, le reportaba veinticinco libras. Eso sin contar los latigazos, las marcas al rojo vivo, la picota y los arrancamientos de lenguas, que se convirtieron en el pan nuestro de cada día para los bribones.

Los suplicios de timadores y rufianes, después de una justicia expeditiva, duraban a veces tres días consecutivos delante del Ayuntamiento, bajo los aplausos, pitos, abucheos y gritos de cólera o de admiración de los espectadores.

El propio Laffemas elegía a sus oficiales, sus comisarios, sus sargentos y sus agentes en el Grand-Châtelet, atendiendo ante todo a su integridad moral, su honorabilidad, sus cualidades y su competencia. Pierre Fronsac lo sabía y, en su calidad de notable respetado y escuchado por los magistrados municipales, había pedido a la municipalidad que Gaston fuese propuesto como comisario-investigador encargado de la policía junto a uno de los comisarios de barrio. Dichos comisarios, llamados también comisarios del Châtelet, no tenían puesto fijo y ayudaban a los comisarios de barrio, así como al lugarteniente civil.

Agregado a Laffemas, Gaston llevaba a cabo su trabajo con indudable eficacia e inmejorables resultados.

Cuando hubo liberado de su abrazo a Louis, el joven oficial de policía que con tanta impaciencia lo esperaba exclamó:

—¡Amigo mío! Esta vez necesito más que nunca tu ayuda.

—¿Mi ayuda? —protestó bonachonamente Louis—. ¡Cómo podría yo ayudarte a capturar truhanes y criminales si ni siquiera sé sostener una espada!

Naturalmente era una broma, puesto que Louis sabía disparar perfectamente una pistola, pero es cierto que no veía cómo podría asistir a su amigo en sus tareas de policía, tareas que, por otra parte, no le interesaban lo más mínimo…

Gaston meneó la cabeza e hizo una mueca de disgusto. Louis no insistió, sabiendo que ese gesto significaba que estaba realmente preocupado.

—En realidad, te necesito para una investigación. Pero déjame que te cuente antes el curioso asunto que acaba de producirse…

Se sentaron los tres. El señor Fronsac a su mesa de trabajo, y los dos amigos en sendos sillones de alto respaldo tapizado. Gaston empezó su relato:

—Ayer, a primera hora de la tarde, vinieron a buscarme por un crimen que acababa de cometerse en plena calle, entre el Louvre y el Palacio del Cardenal. El hombre abatido —pues era un hombre— vestía de librea y ahora sabemos que se llamaba François Collet.

Gaston, como quien desea producir algún efecto retórico, hizo una breve pausa que Louis aprovechó para meter baza:

—¿Desde cuándo un comisario-investigador se interesa por la muerte de un criado? —Apartó las manos en señal de impotencia y aventuró—: Sin duda es el crimen de cualquier truhán, de los que por lo visto hay más de veinticinco mil en París. A no ser que se trate de una pelea de borrachos. De todas formas, los lacayos son unos pendencieros que se divierten provocando a la gente pacífica; se lían a puñetazos por un quítame allá esas pajas y se divierten provocando a la patrulla…

Con un gesto de impotencia, se dirigió especialmente a su padre:

—Salen frecuentemente armados, aunque les esté prohibido, so pretexto de defender a su amo, y se aprovechan de ello para asaltar a los paseantes. Éste no sería distinto de los otros. Simplemente habrá recibido un mal golpe de un comparsa.

Se volvió luego hacia Gaston y concluyó con filosofía:

—Creo que pierdes el tiempo interesándote por una historia semejante.

—¡Quia, quia! Ya sé todo eso —le respondió Gaston, molesto por ver arruinado su golpe de efecto—. Me sé de memoria la ordenanza de Laffemas sobre la prohibición de llevar armas, en particular los criados. En circunstancias normales, no habría habido investigación, pero el caso es que las condiciones de ese crimen son muy extrañas…

—¿Ah, sí? ¿Tu relato va a volverse interesante? Explícate entonces…

—A eso voy, ¡si me dejas hablar de una vez! —exclamó el pelirrojo algo irritado.

Unió las yemas de los dedos y adoptó un aire serio.

—Como te decía, François Collet era un lacayo y llevaba la librea del palacio de Rambouillet. Y habida cuenta de la importancia del marqués, debemos al menos fingir que nos ocupamos de este crimen. Pero ésa no es la razón principal de mi investigación. Permitidme que os narre los hechos exactos tal como se han desarrollado: el hombre atravesaba la plazoleta que separa el Palacio del Cardenal de la calle Saint-Thomas-du-Louvre, sin duda para llegar al palacete de Rambouillet, ubicado, como sabes, en esta calle. Eran las once de la mañana y la plazuela estaba muy concurrida, como siempre a esa hora. Y de repente se desplomó. Según los testigos presenciales, no se oyó ningún ruido de arma de fuego.

Se detuvo, una vez más, para recalcar las palabras siguientes con un efecto teatral:

—¿Lo habéis oído? ¡Ningún ruido!

Dejó transcurrir unos segundos de silencio y prosiguió muy despacio:

—Sin embargo, una herida clara y precisa se apreció de inmediato en su espalda…

Esta vez, Louis lo interrumpió encogiéndose de hombros:

—Un navajazo dado por un viandante que desapareció entre la multitud… O, ¿por qué no?, un cuadrillo de ballesta.

En el rostro de Gaston se dibujó la típica mueca desdeñosa del maestro frente a la ignorancia.

—Entonces habríamos encontrado el cuadrillo, y no es el caso. ¡Fue una bala lo que lo mató!

—Hay ballestas de balas. Catalina de Médicis tenía una —afirmó Louis, en absoluto desalentado por los aires de superioridad de su amigo.

—Lo sé, lo sé. Las conozco, pero son armas de caza menor —explicó Gaston con forzada mansedumbre—, y sólo sirven para aturdir. En nuestro caso, ¡la bala atravesó el corazón! Y luego… —reflexionó un segundo— una ballesta es visible y voluminosa, abulta mucho; alguien forzosamente tenía que haberla visto —concluyó encogiéndose de hombros a su vez.

Parecía como si Louis hubiese decidido contrariar a su amigo, porque replicó, levantándose para ocultar su nerviosismo, ya que el asunto empezaba a interesarle:

—No necesariamente. Hay ballestas de cranequín cuyo arco es minúsculo…

Meditó un instante y añadió, más complaciente:

—… Sin embargo, en lo de la bala tienes razón, no habría podido penetrar profundamente.

—Convendrás conmigo en que, ya sólo por esas circunstancias, esta muerte sería bastante sospechosa, porque ¿cuál puede ser la razón de un asesinato tan extraño? Pero, además, el cuerpo fue transportado de inmediato al domicilio de un médico, a unas cuantas casas del crimen, y al examinar la herida el galeno encontró esto…

Gaston tenía en su mano una curiosa y minúscula bolita medio hueca que le pasó a su amigo. Louis la examinó con atención, y luego se la tendió a su padre, quien miró inmediatamente a Gaston con interés.

—Estoy de acuerdo contigo: esto no es una bala de ballesta. Se parece mucho más a una bala de pistola. ¡Qué raro! Conozco muy bien las armas de fuego y sin embargo no veo pistola o mosquetón que pudiese utilizar un proyectil como éste. ¿Quieres que llame a los hermanos Bouvier? Nos darán su opinión…

—No. Ya lo han hecho mis expertos en el Châtelet. Nadie ha visto jamás una bala de este tamaño. Y además, no olvidéis la ausencia de ruido: ¡no se oyó ningún disparo! Lo verifiqué in situ, nadie vio ni oyó nada.

»A continuación volví al Grand-Châtelet, donde tengo mi despacho, como sabes. El comisario de barrio me estaba esperando. Ya lo conoces: Philippe de Boyé es un hombre honrado, pero no está para historias, y mucho menos para molestias. Acababa de recibir un despacho relativo a esta agresión: la investigación sobre el asesinato no correría a cargo de la policía municipal, sino del lugarteniente civil, el propio Isaac de Laffemas. Y todas las piezas concernientes a la investigación debían ser remitidas a continuación a Su Eminencia. En otras palabras, esto significa lisa y llanamente que me apartan de la investigación, y me da la impresión de que tratan incluso de cerrar el expediente.

Se hizo un momento de silencio, esta vez mucho más penoso. Louis se atusaba pensativo el bigote, un gesto maquinal que lo ayudaba a reflexionar, mientras que Pierre Fronsac abría unos grandes ojos de asombro que iban de su hijo a Gaston.

Si había alguien capaz de causar ese efecto, era el cardenal Richelieu. A menudo se piensa que el cardenal era temido sólo por sus famosas ejecuciones públicas de opositores o de conspiradores: Chalais, Montmorency, Bouteville, Marillac y muchos otros. Era verdad para los grandes del reino, pero no para el pueblo llano o para la burguesía. Éstos eran simplemente esquilmados por medio de impuestos y tasas. Sabían, por otra parte, que la menor protesta significaba la prisión, el azote público, las galeras y, con frecuencia, la muerte.

En efecto, los gastos del Estado casi cuadruplicaban los ingresos. Para compensar el déficit, los impuestos eran cada vez más gravosos, lo que provocaba miseria extrema en un país donde la guerra, que causaba estragos en Europa desde hacía más de veinte años[6], resultaba terriblemente costosa.

La burguesía tampoco se libraba de aquel furor de impuestos y así, algunos años antes, le había sido infligida una nueva contribución obligatoria: el impuesto sobre la clase acomodada.

Para evitar toda oposición a sus actos, Richelieu había organizado una feroz política de terror. Incluso conminó al Parlamento a dejar de quejarse. Pese a todo, desde hacía un tiempo las revueltas campesinas estallaban por doquier. Tan terribles insurrecciones eran inevitablemente seguidas de atroces represiones.

En 1639, por ejemplo, nuevas tasas habían sido recusadas en Normandía, donde incluso los oficiales reales se habían puesto en huelga. El Parlamento de Rouen rechazó entonces los nuevos impuestos y los campesinos masacraron a los representantes del rey. La revuelta derivó rápidamente en una sedición general con un mítico cabecilla: Jean Pied-Nu. El contraataque de Richelieu fue fulminante y despiadado. Cuatro mil dragones, a las órdenes de Jean de Gassion, ocuparon Normandía y no perdonaron nada ni a nadie, quemando los lugares de culto y violando y matando a un número incalculable de pobres gentes. Los cabecillas de la revuelta, una vez presos, fueron despedazados vivos, y durante semanas colgaron de los árboles los cadáveres de cientos de ahorcados.

El cardenal había quedado muy satisfecho con ello. La ciudad de Rouen, desposeída de todos sus derechos, había tenido que pagar una multa exorbitante. Fue entonces, ante tanto desamparo, cuando Corneille escribió Cinna, en un intento vano de obtener la clemencia del rey. Richelieu se mostró inflexible, como de costumbre, y el rey aprobó la despiadada acción de su ministro.

La intervención del «Gran Sátrapa» —como se llamaba entonces irónicamente a Armand du Plessis— en el asunto de Gaston era, pues, más que extraña: era inquietante, sobre todo conociendo a Isaac de Laffemas, al que los parisinos apodaban «el verdugo de Richelieu».

—Pero ¿qué interés puede tener Su Eminencia en un crimen ordinario, tal vez depravado? —preguntó Louis, más para sí mismo que para los demás.

—Pues verás, tengo una pequeña idea —explicó Gaston—. No olvides que el asesinato tuvo lugar entre el Palacio del Cardenal y el de Rambouillet…

—Es poco probable que el asesino proceda del palacete de Rambouillet —afirmó Louis—. Conozco perfectamente a la marquesa de Rambouillet y a su familia. Esa gente es incapaz de semejante villanía. Por otra parte, el marqués tiene tanto miedo a verse comprometido en cualquier asunto, que cuando se le pregunta la hora no responde y enseña su reloj. En cuanto a su esposa, es la virtud personificada.

»Cosa que no se puede decir precisamente del cardenal…

—Ni una palabra más, Louis —le cortó secamente el señor de Fronsac, quien, sin ser tan prudente como el marqués de Rambouillet, no quería oír nada contra el hombre que dirigía el país con sangrienta mano de hierro—. Ya sabes que las paredes oyen…

—Es cierto, padre —murmuró su hijo, lanzando una mirada maquinal alrededor de la estancia. Luego, girándose hacia Gaston, lo interrogó de nuevo—: Entonces, ¿para qué necesitas mi ayuda? Tú mismo acabas de decirlo: la investigación está cerrada… para ti, al menos.

—¡No soporto que las investigaciones finalicen así, de manera que he decidido seguir para llegar al fondo de la cuestión! —exclamó Gaston con indisimulada cólera—. Y si eso molesta a Laffemas, tanto peor para él.

Cuando se hubo calmado un poco, prosiguió:

—Y ahora viene mi pregunta. Acabas de recordarnos que conoces a la marquesa de Rambouillet, ¿aceptarías presentármela para que le haga unas cuantas preguntas sobre Collet? Preguntas oficiosas, por supuesto.

Louis reflexionó un instante. Sin embargo, no lo dudó mucho; le gustaba resolver enigmas, y puesto que le proponían uno…

—Desde luego… ¿por qué no iba a aceptar? ¿Cuándo quieres ir?

Louis habría debido figurarse la respuesta.

—Me habría gustado ir esta mañana, pero se ha hecho tarde, de manera que… ¿por qué no después de comer? Ya sabes que no me gusta perder el tiempo, y la marquesa tal vez ignore que su criado ha muerto. Me gustaría comunicárselo y observar su reacción.

—Bueno, pero como es mediodía, te quedarás a comer con nosotros. Así nos amenizarás el almuerzo hablándonos de alguna de tus más recientes investigaciones. Avisaré a mi madre.

Louis se levantó y salió.

Aprovechemos para presentar rápidamente a la familia de los Rambouillet, de la que Louis y Gaston han hablado.

Acabamos de explicar que en esta mitad de siglo la miseria y la indigencia golpeaban atrozmente la campiña y las ciudades de Francia; paradójicamente, el país asistía a una verdadera explosión cultural, artística y científica que constituía el preludio del Gran Siglo. Pintura, escultura, teatro, novela, poesía, arquitectura, matemáticas: todas las artes veían nacer nuevos talentos.

El propio Richelieu favorecía esta evolución, pero no era el impulsor: durante el reinado de Luis XIII el centro de la vida intelectual y artística de Francia no fue ni el Louvre ni el Palacio del Cardenal, sino el palacio de Rambouillet; «la Corte de la Corte», como se le llamaba.

El palacio de Rambouillet era un círculo social, un salón donde las personas más distinguidas se encontraban a diario. Este salón no era el único de París; también estaba el de la señora des Loges o el de la señora d’Auchy; y, más tarde, el de la señora de Lafayette. Pero el salón de la marquesa de Rambouillet fue único y excepcional: entre 1613 y 1664 —¡durante más de cincuenta años!— todo el que era alguien en el reino de Francia, por su nacimiento, belleza, talento, inteligencia o virtud, iba a encontrarse en el palacete de la calle Saint-Thomas-du-Louvre.

Citemos sólo a algunos de los asiduos del palacete para ilustrar nuestras palabras: Richelieu, por supuesto; el duque de Enghien, el futuro Gran Condé; La Rochefoucauld; Mazarino, que no era todavía más que el pequeño Mazarini; La Valette, hijo del duque de Èpernon, valido de Enrique III; la señora de Combalet, sobrina del cardenal; el duque de Nevers y su hija, Marie de Gonzague; Anne-Geneviève de Borbón, hermana de Enghien, así como su futuro marido, el duque de Longueville; el mariscal de Bassompierre… sin olvidar a la señora de Chevreuse. Y entre los hombres de letras o de ciencia, podemos citar nada menos que a: Malherbe, Racan, Vaugelas, Honoré d’Urfé, Chapelain, Voiture, Corneille, Madeleine de Scudéry, Ménage, Scarron, Malleville, Tallemant des Réaux, la señora de Sévigné, la señora de Lafayette, Molière, Bossuet… ¡Uf! ¡La lista es interminable!

Sí, el palacio de Rambouillet fue durante cincuenta años el lugar más divertido, agradable, inteligente y cultivado de París. La marquesa, hija de un embajador de Francia en Roma y de una princesa italiana, y a la que sus íntimos se referían con el sobrenombre de Arthénice[7], recibía todos los días en veladas de tarde y noche.

Organizaba también en su palacio fiestas, banquetes, concursos, ballets y juegos. Su salón era el centro del buen gusto y de la inteligencia, y de entonces data este dístico:

Si la gran Arthénice da su parecer,

los sabios no tendrán nada que hacer.

Con la marquesa, y por primera vez en el Antiguo Régimen, dos mundos hasta entonces totalmente extraños —el de la Alcurnia y el del Talento— iban a encontrarse, codearse, compararse y, a veces, mezclarse.

Es a ese lugar excepcional al que Louis había aceptado guiar a su amigo policía.

El almuerzo fue servido en el gran comedor de los Fronsac, una oscura pieza mal iluminada por cuatro candelabros de plata y amueblada únicamente con una gran mesa de nogal, así como un macizo aparador con celosía donde la señora Fronsac apretujaba vasijas, fuentes, cubiletes, aguamaniles y platos de estaño. De las paredes colgaban algunos tapices, en un intento vano de calentar más que de alegrar la pieza. Afortunadamente, una hermosa chimenea revestida de madera, en la que crepitaba un buen fuego, era más eficaz. Algunos oscuros cuadros y espejos completaban la decoración de la sala.

La mesa rectangular, que ocupaba la mayor parte de la pieza, estaba rodeada de diez escabeles y seis sillas tapizadas.

Contrariamente a lo que había sugerido Louis, los convidados no hablaron de asuntos policiales. A la señora Fronsac le interesaba sobre todo lo que pasaba en la Corte, y aunque Gaston conocía mejor a los bribones que a los grandes del reino, estaba también al corriente de gran cantidad de anécdotas y rumores. Contó, pues, a la señora Fronsac los últimos acontecimientos divertidos o picantes ocurridos en el Louvre.

Eran cinco a la mesa, pues el primer oficial de la notaría comía con ellos. Las bandejas eran subidas de la cocina y servidas por la señora Mallet, una mujer de rostro seco, rodeado de cabellos de un rubio pajizo que le daban aspecto arisco.

La señora Mallet no ocultó su malhumor por el aumento de comensales. Ese día, en honor de Gaston, al que adoraba como a un hijo, la señora Fronsac había sacado la vajilla de loza. Era sobre todo ese despliegue, en su opinión excesivo, lo que contrariaba a la señora Mallet.

Haciendo caso omiso del silencioso reproche, Gaston se dirigió a su anfitriona:

—Señora, no estoy seguro de que deseéis que os hable de Su Eminencia. Os propondré, si os parece, un tema más ligero: el complot de la señorita de Angennes contra Don Mayor.

Louis, sorprendido, levantó la cabeza del plato.

—¿Julie d’Angennes? —preguntó—. ¿La hija de la marquesa de Rambouillet? ¿Pero qué interés tiene por el marqués de Effiat?

Henry de Ruzé d’Effiat, marqués de Cinq-Mars —el nuevo favorito del rey—, era en efecto llamado «Don Mayor» desde que había obtenido el cargo —¡y vaya con el cargo!— de caballerizo mayor.

El rey Luis XIII, de cuarenta años, tuberculoso, atrabiliario, neurasténico, cruel, hipócrita, holgazán, avaro, celoso y desconfiado, apodado «Luis el Tartamudo» por sus dificultades de elocución, no podía en efecto vivir sin favoritos o favoritas.

Desde el duque de Luynes, habían sido varios los agraciados con dicho privilegio. La afección del rey había acabado matándolos o arruinando sus vidas. El año anterior la favorita titular era Marie de Hautefort, una amiga de la reina. Semejante elección no convenía a Richelieu, de modo que el retorcido cardenal había colocado al lado del rey a un joven inconsecuente de dieciocho años, hijo de uno de sus amigos: el marqués de Effiat.

Primero observado, y después amado por el rey, el marqués había recibido rápidamente altos y sorprendentes cargos. Y así, de capitán de la guardia se había convertido en caballerizo mayor. Sin embargo, todos en la Corte lo consideraban fatuo, presuntuoso y sinvergüenza.

Era también de una ambición sin límites, y se le había metido en la cabeza convertirse en duque, par, condestable y, ¿por qué no?, ¡primer ministro!

Cuando el cardenal se dio cuenta de aquella disparatada ambición, era demasiado tarde, porque el favorito se había vuelto indispensable para el rey.

En cuanto a Julie d’Angennes, Louis la conocía poco y la apreciaba todavía menos. Mientras que su madre, la marquesa de Rambouillet, suprimía fácilmente las barreras del nacimiento para valorar sólo las del talento, su hija era despectiva y arrogante con los que no eran nobles. Recordaba siempre sus ilustres orígenes principescos y no dudaba en humillar públicamente a los que no eran de rancio abolengo.

Su víctima preferida y blanco de sus burlas era Vincent Voiture, un amigo de Louis de origen modesto —su padre era comerciante de vinos— pero convertido, merced a su talento de poeta, en maestresala de la duquesa de Orleans. Voiture estaba enamorado de Julie, a la que él llamaba con admiración «princesa Julie». Un día, para burlarse de él, su princesa había hecho que le cayese encima, desde lo alto de una puerta, un aguamanil lleno de agua. Comoquiera que él se quejase de ello, Julie le recordó su condición asegurando que su inteligencia y su talento jamás podrían compensar la bajeza de su nacimiento.

—¡Espera, Louis! —lo interrumpió la señora Fronsac, ávida de detalles y anécdotas que su vida de esposa de notario no podía darle—. Entonces, ¿esa señorita de Angennes es la hija de la señora de Rambouillet a la que tú has visitado en alguna ocasión?

—Exactamente —respondió su hijo—. La marquesa es una de las mujeres más bellas que he conocido. Pero es también inteligente, espiritual, modesta, exquisita. En verdad, posee todos los talentos imaginables, que se completan con un estricto rigor moral trufado de humor, de prudencia y serenidad.

—Sin embargo, últimamente no frecuentas su casa observó la señora Fronsac.

Louis asintió algo apenado.

—Es verdad. Sólo acudo allí con Vincent Voiture, y como él está ahora mismo disgustado con la marquesa y su hija, no me atrevo a presentarme allí solo, cosa que lamento. De todas formas, haré una excepción esta tarde por Gaston.

—Voiture es un ilustre poeta —aseguró el señor Fronsac—. ¿Cuál es el origen de su desavenencia con los Rambouillet?

—La desavenencia obedece a dos motivos —aseguró Louis—. En primer lugar, hace algún tiempo mi amigo Voiture se enamoró locamente de la «princesa Julie» y se atrevió a pedir su mano. A cambio, recibió de ella dos sonoras bofetadas.

La señora Fronsac se mordió la lengua para no reír mientras Gaston se reía a carcajadas haciendo además un ruido ensordecedor al golpear la mesa con ambas manos. Louis tuvo que esperar pacientemente a que se calmase para continuar.

—Después de esto, Vincent —para vengarse— escribió un poema muy ligero que no ha gustado a la marquesa. El caso es que ella tiene cinco hijas muy castas, tres de las cuales están en sendos conventos: Claude-Diane es abadesa de Yerres, Louise-Isabelle es coadjutora y Catherine-Charlotte está también en Yerres. En cuanto a Julie d’Angennes, nadie duda de su virtud, y su prometido, el señor de Montausier, espera desde hace diez años poder desposarla.

—¿Cuál es ese poema, Louis? —preguntó su madre en un tono de indiferencia desmentida por unos ojillos brillantes de curiosidad.

—¡Hum! No me acuerdo de todo el poema, pero creo que podré recitar la primera estrofa:

Las señoritas de estos instantes

han desde ha poco muchos amantes;

dicen que a nadie falta de nada,

¡qué buena añada!

La señora Fronsac se ruborizó ligeramente, y Gaston dejó el trozo de carne que se disponía a engullir y se puso a aplaudir, salpicando a sus vecinos con la salsa pardusca del asado. En cuanto al señor Fronsac y a su primer oficial, mostraron su desaprobación adoptando un gesto ceñudo.

—Volvamos a vuestro complot, amigo mío —pidió Louis a Gaston, dando un hábil giro a la conversación al ver la severa actitud de su padre.

—¡A eso voy! ¿Sabéis que al señor de Effiat se le ha metido en la cabeza desposar a Marie de Gonzague?

La noticia, que la señora de Sévigné habría calificado si hubiese empezado a escribir sus cartas, lo que no era el caso, pues entonces sólo tenía quince años, como la más sorprendente, asombrosa, inaudita, singular, extraordinaria, increíble e inesperada, era ahora vox pópuli: desde el pasado otoño, Cinq-Mars había abandonado a Marion de Lorme, la célebre cortesana de la que era amante titular pese a los celos de Richelieu, que había obtenido los mismos favores, pero al precio de cien doblones, la había abandonado, digo, por Marie de Gonzague.

Pero aunque el marqués de Effiat se hubiese declarado enamorado de una de las más ricas herederas del reino —y, dicho sea de paso, mucho mayor que él—, nadie ignoraba que había una distancia infinita entre una princesa de Gonzague y un marqués de Effiat. Y precisamente para reducir ese abismo, Cinq-Mars ambicionaba convertirse en duque, par y condestable de Francia.

Sin embargo, Richelieu, que ahora desconfiaba de él, cuando había sido el artífice de su fortuna, se había opuesto en estos términos: «No creo que la princesa Marie haya olvidado su origen hasta el punto de querer rebajarse con tan pequeño compañero».

Marie de Gonzague no sólo era la nieta de la célebre duquesa de Nevers, que había embalsamado la cabeza de su amante Coconas después de la noche de San Bartolomé, sino también la heredera del rico ducado de Mantua: un bastión formidable de Francia contra la casa de Austria.

En efecto, su padre, el duque de Nevers, había heredado este ducado italiano unos años antes. En aquel entonces los derechos del duque habían sido impugnados por España. Francia había respondido ocupando la ciudad de Casal, así como el Piamonte.

Luego, Marie de Nevers se había convertido —con el nombre de Marie de Gonzague— en el más bello partido de Francia. Ese encumbramiento se le había subido a la cabeza y Richelieu la había hecho apresar en 1629, para recordarle que, por muy duquesa que fuese, le debía obediencia.

A continuación, la joven había intentado casarse con Gaston, el hermano del rey, lo que habría podido convertirla en reina de Francia, pero este último finalmente la había rechazado.

En el momento de nuestra historia, con veintinueve años cumplidos, todavía no se había casado y execraba del Gran Sátrapa, el único responsable, según ella, de su soltería.

Se rumoreaba, además, que para contrariar a Richelieu no rechazaría a Cinq-Mars.

Sin embargo, si Richelieu se resistía al matrimonio de la princesa con Effiat, no era por razones de casamiento desigual; él mismo había casado a su sobrina, Claire-Clémence, nieta de un oscuro abogado, con el duque de Enghien, ¡un príncipe de sangre real![8] No, la verdadera razón era que temía una coalición entre la princesa, que lo odiaba —y que era también la favorita de una reina que lo detestaba—, con un marqués de Effiat, favorito del rey. Un favorito que publicaba a los cuatro vientos que, una vez duque, no le importaría ocupar el lugar del actual primer ministro.

—Tengo entendido que el cardenal se opone a esa unión —observó prudentemente el señor Fronsac.

En realidad, estaba muy bien informado de lo que se decía en la Corte sobre ese particular.

—Y no es el único. Julie d’Angennes, que es asimismo la mejor amiga de Marie de Gonzague y que se considera también ella princesa italiana por su madre, se ha declarado humillada y despreciada al saber que un Effiat picaba tan alto. Y parece ser que dijo: «No podemos aceptar un casamiento tan desigual».

»Y que hasta osó amenazar: «Impediré ese matrimonio. Pediré ayuda al diablo, si hace falta, ¡e incluso a Su Eminencia si es necesario!».

Estas últimas palabras atrajeron bruscamente la atención de Louis, que, conociendo la historia, escuchaba sólo a medias.

«¡Vaya! ¡Esta sí que es buena! ¡Qué extraña alianza entre el palacio de Rambouillet y el Palacio del Cardenal!», se dijo para sí mismo.

La conversación, algo ociosa, continuó por los mismos derroteros durante el resto del almuerzo, con la señora Fronsac reclamando continuamente precisiones para poder repetirlas luego a sus amigas, que se morirían de envidia.

Louis no se interesaba ya en ella, sino que reflexionaba ahora en la muerte de François Collet: lo cierto es que había muchos lazos que vinculaban esta muerte al cardenal. La cuestión era: ¿debía mezclarse él en ese asunto? Desde luego, el extraño enigma lo atraía, pero ¿no eran los riesgos demasiado grandes y, sobre todo, inútiles? Miró un momento a su padre, que charlaba con el primer oficial en voz baja. ¿No se arriesgaba él a arrastrar a su familia a una desagradable historia? Finalmente, mientras llegaba la fruta y el pastelón —un pastel de hojaldre relleno de crema—, tomó su decisión.

El almuerzo terminó con una discusión sobre la reciente inauguración del teatro del Palacio del Cardenal; Louis ya no participó en ella, impaciente por quedarse a solas con Gaston.

La señora Fronsac se levantó al fin para dar algunas instrucciones a la señora Mallet. En cuanto a Pierre Fronsac y su primer oficial, volvieron a sus respectivos despachos de la notaría y Louis y Gaston se quedaron por fin a solas.

—¿Sigues pensando en presentarme en casa de la marquesa, Louis? —preguntó Gaston, enarcando las cejas y un poco inquieto por que su amigo hubiese podido cambiar de parecer.

—¡No lo dudes! Sobre todo después de lo que nos has contado durante la comida —afirmó Louis—. De todas formas, me gustaría hacerte una pregunta. Has dicho que a François Collet lo habían matado cuando se dirigía hacia el palacio de Rambouillet. ¿Por qué no yendo hacia el Palacio del Cardenal? ¿Cómo puedes estar tan seguro?

—En realidad, no lo sé —reconoció Gaston—. Sin embargo, se encontró la bala en el corazón de Collet y le habían disparado por la espalda. En la plaza situada a la entrada del palacio hay dos edificios con ventanas desde donde habría podido partir el tiro: el cuerpo de guardia, enfrente del porche, y el propio palacio. Me parece inverosímil que le hayan disparado desde el cuerpo de guardia, pues ¿cómo iban a saber que Collet pasaría por allí? Por el contrario, si Collet había ido al palacio —llevando un documentó o un objeto, por ejemplo—, podían matarlo perfectamente cuando salía de él, una vez entregado. En este supuesto, habría sido muerto camino del palacete de Rambouillet.

—Bien razonado —aprobó Louis pensativo—. La historia me intriga realmente. Y, desde luego, me gustaría descubrir la solución.