Capítulo diecinueve

Oksana no se marchó enseguida de la fortaleza sita bajo la montaña. Hacía muchos años que no visitaba el Clan del Cielo Nocturno. Desde que era una moza, y Boris el Atronador ostentaba el liderazgo. Esa noche, había estudiado absorta el tapiz de la cámara de audiencias durante el tiempo que Korda Laszlo la había hecho esperar. El Atronador, uno de los personajes más importantes de los Señores de la Sombra, había ejercido de beta para un Colmillo Plateado, Corazón de Furia, antes de apoderarse del túmulo para los Señores y regresar al suyo para proclamarse alfa. Seguro que Laszlo, con todos sus aires de superioridad, conocía la historia.

Los ecos del pasado se unieron a los de las pisadas de Oksana a medida que proseguía su camino con paso firme hacia los aposentos privados. Sus primeros recuerdos incluían aquellos pasillos de piedra, antes de que su madre y ella hubiesen sido expulsadas para formar parte del mundo de los humanos… el susurrado mundo de la Parentela. A menudo, escuchaba voces por la noche, visitantes invisibles que hablaban con su madre… y los pájaros. En más de una ocasión, Oksana se había despertado aterrorizada en mitad de la noche por el repiquetear de unas alas contra las ventanas de su hogar, de unos espolones que arañaban la repisa. Su madre siempre la había recriminado por ser una cría paranoica y llorona, antes de enviarla de nuevo a la cama.

Pero, por la mañana, Oksana descubría las plumas. Fuera, bajo las ventanas. Plumas de cuervo, negras como una noche sin luna. Las había recopilado y tejido entre sí. No fue hasta años más tarde cuando descubrió el poder de aquel fetiche de su niñez.

Tras elegir su ruta con cuidado, se detuvo frente a una sólida puerta de madera. Las indicaciones que había seguido eran exactas. El Cuervo de la tormenta de Laszlo no era el único pájaro espíritu que la visitaba. Hizo una pausa para estudiar las fibras de la puerta. Pensó que resultaba extraño que la hubiesen hecho venir tras tantos años de exilio. Incluso después de su primer cambio la habían enviado a otra manada para aprender las costumbres de los Garou, ahora vagos recuerdos de sus años de juventud. Los Cuervos de la tormenta no tardaron en visitarla a ella en vez de a su madre, que pareció quedar abandonada, olvidada, una vez su hijita se hubo marchado. La mujer se había aventado, en alma ya que no en cuerpo, hasta que no quedó de ella más que el cascarón de una persona. Lo más probable es que ya hubiese fallecido desde aquel entonces. Oksana no lo sabía. Su madre no era Garou del todo.

Golpeó la puerta con los nudillos, con suavidad y firmeza a la vez. Escuchó pasos al otro lado, antes de que se abriera. El margrave Konietzko la hizo pasar.

Se había encontrado con él en dos veces anteriores, siempre de forma clandestina. Seguía siendo tan alto y musculoso como lo recordaba. Oksana albergaba la esperanza de verlo algún día en la batalla, con sus poderosos brazos blandiendo su inmensa espada como la cólera de Abuelo Trueno, las robustas piernas abrazadas a Madre Gaia para resistir el asalto de las legiones de engendros del Wyrm. La melena y la barba plateadas del margrave se veían aseadas, pero sin ostentación.

Cerró la puerta y la estudió. La mirada de acero de sus ojos negros no tenía nada de suave ni de sentimental.

—Oksana —saludó. Sólo en su voz se apreciaba un levísimo atisbo del esfuerzo que le costaba pronunciar su nombre—. Me alegro… —pausa, comenzó de nuevo—. Los informes que he recibido de tus actividades son esperanzadores.

Oksana realizó una reverencia. Intentó mantener la mirada baja en actitud deferente, pero sus ojos se veían irresistiblemente atraídos hacia arriba, hacia su sólido torso, el balanceo de su lustroso cabello, sus rasgos marcados y aquellos ojos distantes. Optó por mirar hacia otro lado, hacia el espartano mobiliario de la estancia: unas cuantas sillas de madera, una mesilla, un duro catre con una única piel por todo cubrecama. No era aquella una habitación pensada para una familia; no era una vivienda, sino un lugar de paso, un breve respiro de la guerra, las luchas y la violencia encarnizada.

—Vuestras sospechas y las de Laszlo acerca de Maldice el Sol han demostrado no ser infundadas —dijo, por fin. La frase parecía fuera de lugar, aunque en realidad era ella la que estaba fuera de lugar. Ni ella ni el margrave parecían capaces de hablar de otra cosa que no fueran asuntos de la tribu.

Konietzko ganó algo de confianza.

—Sí. Tendremos que ocuparnos de él. Su descarado oportunismo y el hedor a mancha del Wyrm que desprende su guarida socavan todo lo que construimos. Es poco mejor que los Colmillos.

—Al parecer, los Colmillos cargan con su propia mancha —comentó Oksana. Aquello era todo cuanto podía decir; conocía el funcionamiento de aquellos círculos políticos: Puede que el margrave hubiese recibido noticias «esperanzadoras» de sus actividades, pero no conocería, ni querría conocer, los detalles de cómo había desbaratado la conspiración de Bily con una propia, cómo era la responsable de la muerte de un valeroso acogido. La asamblea sombría era el terreno de Laszlo; el margrave sólo veía los resultados: que Arkady estaba corrupto, que Maldice el Sol suponía una amenaza porque, al contrario que Laszlo y Oksana, exhibía sus traiciones a las claras. Los Garou de otras tribus desconfiaban o renegaban del alfa del Clan del Cielo Encapotado, al tiempo que respetaban y honraban cada vez más a Konietzko. El margrave, cabeza de los Señores, se erguía sobre las espaldas de gente como Oksana y Laszlo; se beneficiaba de sus obras sin mancharse las manos… como tenía que ser.

—No te he llamado para hablar de Lord Arkady. —Konietzko frunció el ceño cuando avanzó hacia Oksana y la asió por los hombros con sus fuertes manos—. El final de nuestra lucha está próximo. —Clavó sus ojos en los de ella—. Más próximo de lo que muchos se dan cuenta o están dispuestos a admitir. Habrá muchos sacrificios que debamos hacer… —Hizo una pausa. Su mirada ahondaba en la de Oksana; ésta estuvo a punto de retroceder, pero el margrave la sujetaba con firmeza—. Sacrificios dolorosos, pero necesarios. —De nuevo, el silencio. La observó, la estudió, en busca de algún indicio de comprensión.

Oksana quería decirle que lo entendía. ¿Acaso no había sacrificado ella su primer hogar, a su madre, su lugar entre los Señores y acaso también su honor? Pero, con la misma firmeza con la que aquellos dedos le sujetaban los hombros, aquellos ojos le sellaban los labios.

—Pronto llegará la hora en la que podamos vernos en público, entre los demás Garou. Tendremos que tomar decisiones… y quería verte, a solas, sólo una vez más antes de ese momento. Hija mía. —La abrazó y la apretó contra su pecho.

Oksana se demoró en devolver el abrazo. Qué torpes eran ambos, qué poco acostumbrados a las intimidades del alma. Pronto se hubo acabado. Konietzko volvió a estirar los brazos, alejándola de sí. Consiguió esbozar una especie de sobria sonrisa; la palmeó en el hombro, como haría con un soldado. Oksana saludó con la cabeza, y se fue.