Cuervo planeaba sobre las montañas amortajadas de niebla. Con Luna escondida, incluso sus penetrantes ojos encontraban problemas para distinguir los detalles del paisaje Umbral que se extendía allá abajo. Había poco que ver: una amplia extensión de bosque acogedor, interrumpida aquí y allá por protuberancias rocosas. Ninguna de las cicatrices del Wyrm de las inmediaciones era lo bastante importante como para resultar aparente… al menos no desde aquella altura, ni con aquella pobre luz. Era cerca de una de las cicatrices del Wyrm donde probablemente encontraría a los que buscaba pero, por el momento, Cuervo planeaba y extraía sustento del mundo espiritual.
Había permanecido cautivo durante demasiado tiempo. No es que la gema le hubiese resultado tortuosa o dolorosa, tan sólo constringente. Pero ahora la mujer Garou lo había liberado; sólo tenía que completar otro encargo. Algo curioso, lo que le había pedido… pero qué existencia más fastidiosa debía de ser la suya: siempre ligada al suelo, incapaz de emprender el vuelo. No resultaba extraño que la tarea que le había encomendado fuese igual de extraña. Un precio pequeño a pagar por la libertad. Quizá cuando Cuervo se cansase de volar regresaría donde esta extraña Garou y le ayudaría un poco más… El graznido de Cuervo resonó como una carcajada entre los árboles y las montañas del fondo. Él nunca se cansaría de volar, de ser libre.
Mientras hilaba su camino en medio de la oscuridad, sus alas atraparon una corriente ascendente y subió, más y más alto. El viento transportaba su cuerpo efímero, pero también lo atravesaba, filtrándose a su propio ser. Tal era el mundo espiritual que le infundía fuerza y vitalidad.
Cuervo siguió subiendo, frenándose en su ascenso, hasta que su impulso se terminó y se detuvo por un brevísimo instante, inmóvil. Luego se lanzó en picado, acelerando, más y más rápido, con el viento atravesándole el pico, los ojos, las plumas. Otro encargo para la mujer Garou y luego, la libertad.
Con el viento chillando a su alrededor, Cuervo traspasó la Celosía que separaba lo espiritual de lo mundano. Sintió una punzada de añoranza, pero no tardaría en regresar a su hábitat natural. Voló raso sobre la copa de los árboles y casi al instante vio lo que buscaba.
El murciélago aleteaba cerca del suelo, a la caza de los insectos que abundaban a lo largo de una hondonada rocosa, en dispersos charcos de agua estancada. Cuervo guardó silencio. Sus contrapartidas mundanas hacían presa en granos de maíz y baratijas relucientes, pero él era una criatura del espíritu; Búho y Halcón le habían enseñado un par de trucos. Con un centelleo de espolones, los puso en práctica. Olió la sangre. Y la libertad.