La vela se había derretido hasta formar un pegote encima de la mesa. Oksana, acostada, no se había dado cuenta del momento en el que la mecha se había hundido en la cera y la llama solitaria había parpadeado por última vez. Aun en la oscuridad, un par de ojos rojos reflectores brillaban en medio de la medianoche primordial que era el cuervo.
Oksana no estaba dormida. Pese a no haber descansado la noche anterior a la cacería, ni ninguna de las consecutivas, permanecía despierta, mirando al techo. El tejido de sus sábanas parecía especialmente áspero esa noche y le irritaba la piel. La picazón principal que ahuyentaba el sueño, no obstante, era la de sus propios pensamientos.
Vladimir Bily se había ido hacía horas, pese a lo que su presencia persistía en la cabaña igual que un malestar inconsolable. Oksana había llegado incluso a pisar el reino espiritual a fin de asegurarse de que se había marchado de veras. No había encontrado ni rastro de él. A pesar de ello, el sueño le parecía algo lejano y desconocido.
Oksana no se declaraba admiradora de los Colmillos Plateados en general, ni de Lord Arkady en particular. No lloraría su muerte. Sin embargo, no podía quitarse de encima la idea de que tendría que ser testigo del triunfo de Bily… siempre y cuando su plan se desarrollara según sus previsiones. Otras cuitas, más relevantes que la animosidad personal, pesaban sobre ella. Le debía una cierta cantidad de lealtad a Sergiy Pisa la Mañana y a esta manada. No es que compartiera su utópica y fantástica visión de todos los Garou viviendo en paz y armonía pero, por medio de su servicio a Pisa la Mañana, se sentía más ligada a los Hijos de Gaia que al Clan del Cielo Nocturno. Jugaba a su favor el hecho de que no la reconocieran, que nunca la hubieran reconocido, en público como miembro de aquella manada.
Al parecer, Bily creía que sus «contactos» y él componían la única asamblea sombría importante, o que Oksana se adheriría a sus planes sin rechistar. Quizás asumiera que cualquier miembro de la tribu celebraría la destrucción de Arkady por obra suya. Aquello era lo que el Cuervo de la tormenta le había advertido a Oksana la noche anterior. Su labor consistía en volver la situación a su favor, a favor de sus señores, sin crear un cisma en el seno de los Señores de la Sombra. Cómo lograrlo era lo que se preguntaba… y preguntaba, y seguía preguntándose.
La pregunta que el Hijo del Tuétano había dejado sin responder tras todo su alarde de pomposidad, y que Oksana no conseguía averiguar, era: ¿A qué final había enviado a Arkady y a los acogidos? ¿Cómo podía estar tan seguro de que no iban a regresar?
Retiró las mantas y se enfrentó desnuda al frío de la noche. La oscuridad era su hora… como Garou, como Señor de la Sombra. Captó los ojos rojos del cuervo. Soltó la lazada y el ave se posó presta sobre la mano que le ofreció; volvió a susurrarle al pájaro espíritu:
—Una cosa más te pido, Cuervo, y después serás libre para seguir tu camino…
El pájaro ladeó la cabeza al sonido de sus instrucciones, como si quisiera expresar su curiosidad. Cuando hubo terminado de hablar, se despegó de la mano, batió las alas y desapareció del plano mundano a escasos centímetros del techo que Oksana había estado estudiando con tanta intensidad.