Todo un día de viaje. Puede que aquello fuese cierto, pensó Yaroslav, para quien supiese adónde iba. Así las cosas, el Hermano Sol se había levantado, había ascendido a lo más alto del cielo, había descendido hacia el oeste y, por último, se había echado a dormir… sin que los cuatro Garou hubiesen llegado a mina alguna.
—Nos ha mentido —rezongaba de tanto en cuanto Arne Ruina del Wyrm. Mentir. Wyrm. Matar. De tan predecible que era, el acogido de la Camada resultaba incluso tranquilizador.
En cualquier caso, también a Yaroslav le frustraba aquel viaje a ninguna parte. Jamás había afirmado que supiese dónde se encontraba aquella maldita mina, ni siquiera que hubiese estado en ella alguna vez y, a pesar de ello, con cada cadena montañosa superada sin que a sus pies se viera un paisaje arrasado, asolado y devastado, sentía cómo las miradas de los demás se clavaban en él con renovada ferocidad… si es que, en el caso de los acogidos, su ferocidad podía aumentar aún más.
Ya bien entrada la tarde, habían llegado a otra aldea. Arkady, como buen alfa, se había mostrado reticente a preguntar por la dirección a seguir, así que le había tocado a Yaroslav el adoptar forma de hombre y hablar con los humanos. Un vecino mayor, encorvado y calzonazos, había asegurado que recordaba una mina de estaño abandonada, aún más al oeste, mientras que su insufrible esposa lo ponía a caer de un burro. Estaba loco, afirmaba la buena mujer. Allí no había mina que buscar y Yaroslav haría bien en volverse por donde había venido. Sin que pudiera decirse que rebosaba confianza, había regresado junto a los demás Garou; éstos le habían culpado de la discusión de pareja, cosa que aún no alcanzaba a explicarse. Ya tendría que estar acostumbrado a viajar en compañía de Colmillos Plateados, se repetía Yaroslav, a ser el perpetuo chivo expiatorio. Apartó aquella idea de la cabeza; después de todo lo acontecido, no le apetecía pensar en chivos.
Además de facilitar el que Yaroslav se hubiese convertido en el blanco de no pocos desdenes e incontables aspersiones, el viaje le dejaba tiempo para reflexionar. Con su potencial muerte y desmembramiento a manos de ostensibles aliados a la espalda y la perspectiva de encontrarse con algún engendro del Wyrm enfrente, Yaroslav sopesaba lo difícil de su situación. Se preguntó qué probabilidades había de que Lord Arkady, alfa del Clan del Pájaro de Fuego a cientos de kilómetros de distancia, hubiera decidido dejarse caer por aquellos lares justo la noche en la que Yaroslav estaba a punto de cumplir con su misión. Se preguntó qué probabilidades había de que Vladimir Bily no conociera el paradero de Arkady cuando el Señor de la Sombra le había ordenado a Yaroslav que siguiera adelante. Las probabilidades, ya de por sí desmesuradas, adquirían proporciones absurdas cuando uno se paraba a pensar en las que había de que Arkady, aun cuando estuviese de visita en el Clan del Amanecer, fuese a tropezarse con la cábala de fomori en plena ejecución de actividades acriminadoras.
Yaroslav se había acostumbrado ya a la animosidad de los Garou pertenecientes a otras tribus inferiores, pero le desconcertaba el giro que tomaban sus propios pensamientos: quizá su fracaso no fuese accidental, quizá hubieran decidido tenderle una trampa, sacrificarlo. En tal caso, Bily, o algún otro, había juzgado que Yaroslav era dispensable. No esperaban que regresara de aquella misión. Mal augurio, desde luego, para lo que fuese que le deparaba el futuro inmediato.
Quizá, pensó por vez primera, el estar en compañía de dos Colmillos Plateados Ahroun y de un Camada brutal fuese menos fortuito de lo que había podido imaginarse. En cualquier caso, a sabiendas de los límites de sadismo que Bily era tan dado a saltarse, Yaroslav no habría apostado nada a que volvería a ver otro amanecer. No esperaban que regresara.
Todo un día de viaje. Una mina abandonada. Parecía tan sencillo.
—Nos ha mentido —musitó Arne Ruina del Wyrm—. Deberíamos matarlo y regresar.
Mentir. Wyrm. Matar. De tan predecible que era, el acogido de la Camada resultaba incluso tranquilizador.