Las pisadas de pies y patas resonaban sobre la bruñida piedra mientras Korda Laszlo conducía a los dos emisarios por el pasadizo. Pensó que aquella era noche de embajadores. Habían transcurrido apenas algunas horas desde que el margrave hubiera completado su audiencia con Hans Golpea Primero. Laszlo se había ocupado de que el joven Hijo de Gaia hubiese sido aceptado alrededor de una fogata donde sobraba la carne; no por casualidad, otro hermano de tribu de Golpea Primero era miembro de aquella manada en concreto, por lo que el cachorro pudo ver que los suyos no sólo eran bienvenidos al Clan del Cielo Nocturno, sino que algunos ya hacían uso de la invitación.
Los dos emisarios que seguían a Laszlo en aquellos instantes no eran tan fáciles de inmiscuir en eventos multitudinarios. Velaban por unos intereses muy concretos y no venían en calidad de cachorros intrépidos, sino como ancianos ya curtidos en la batalla y en la sangre, en la experiencia y en la pérdida. Ahí terminaban los parecidos entre la pareja. El que dos Garou tan distintos pudieran llegar juntos a aquel lugar rayaba en lo milagroso. El margrave Konietzko era el que había obrado lo imposible, y les había mostrado dónde coincidían sus intereses.
La cámara de audiencias se encontraba vacía cuando los tres llegaron a ella; el margrave aún no estaba. Las brasas al rojo que descansaban en un brasero se apoderaban del frío del aire. Hilachos de humo gris flotaban lasos hacia arriba para perderse en un pequeño pozo cortado en la piedra del techo. Las paredes se adornaban con tapices que ilustraban la historia de los Garou, tejidos con habilidad sin caer en lo ostentoso: aquí, Alexandru Rabia del Trueno entraba en la Umbra; allí, Septumus Dio descuartizaba a un procónsul romano; la escena más reciente mostraba a Boris Atronador triunfal sobre Corazón de Furia, de los Colmillos Plateados, reclamando el Clan del Cielo Nocturno para los Señores de la Sombra. Destacaba la ausencia de imagen alguna del margrave Yuri Konietzko. Un buen número de taburetes de madera tallada se alineaba junto a las paredes.
—El margrave no tardará en reunirse con vos —dijo Laszlo. Había mandado un mensaje al hogar familiar de Konietzko. El margrave pasaba ya poco tiempo con su esposa (sólo el necesario para el apareamiento, a fin de procurar el nacimiento de nuevos Garou) y ninguno con sus hijos, salvo con aquellos que exhibían el don. No habría despedida emotiva que lo apartase de los emisarios y de su deber.
La primera emisaria, Helena Lenta en la Ira, aceptó la declaración de Laszlo con talante impasible. Ya eran varios los días que llevaba en la manada en calidad de invitada y no sentía ningún apremio. Era una mujer alta, fibrosa, delgada pero fuerte como el acero, con piel color aceituna tostada por el sol y un severo corte de pelo. Las cejas, como toda ella, eran finas y oscuras. No hacía mucho que Kelonoke Greña Salvaje había venido a Hungría para entrevistarse con el margrave, pero ahora era Helena Lenta en la Ira la que ocupaba su lugar; elegida quizás a propósito para tratar con el otro emisario recién llegado, Veloz como el Río.
Laszlo albergaba la sospecha de que no era la ausencia del margrave sino la montaña que se cernía sobre sus cabezas, toneladas de tierra y roca, lo que agitaba a Veloz como el Río. El Garou Lupus paseaba despacio de un lado para otro, chasqueando las uñas contra el suelo; tenía el vello a medio erizar. Laszlo le había ofrecido alimento (Veloz como el Río venía desde el sur, de muy lejos), pero el Garras Rojas había rezongado que ya cazaría para sí cuando tuviese hambre. No le prestaba atención alguna a Helena, y ésta muy poca a él, pero se encontraban en la misma estancia, traídos por un propósito común que, en sí, engendraba una esperanza improbable o, cuanto menos, precaria.
Dado que su presencia ya no era necesaria, Laszlo los dejó a solas. Recorrió los pasadizos excavados en la roca con una familiaridad fruto de años de repetición. Una mano presionó una piedra en concreto, indistinguible de las que la rodeaban, para revelar una puerta escondida que giró en silencio sobre sus goznes para volver a cerrarse, también sin emitir ruido, una vez traspuesta. Aquel pasillo era estrecho y oscuro, pero Laszlo conocía bien el camino. Tras unos cuantos giros en los recodos apropiados, llegó a su destino. La mirilla espía ya estaba abierta, preparada con antelación a fin de que el deslizar de la placa no alertara a los sensibles oídos de Veloz como el Río. Laszlo miró a través de la figura de Septumus Dio; el tapiz no exhibía agujero alguno, sino que los hilos se habían enhebrado de tal modo que el tejido aparentaba más sustancia visto de frente que desde atrás. Con la negrura de fondo y la tenue iluminación de la cámara de audiencias, Laszlo pasaría inadvertido y, de surgir la necesidad, podría reunirse con los ocupantes de la estancia en cuestión de segundos.
Desde su puesto secreto de observación, Laszlo vio cómo Veloz como el Río continuaba paseando de un lado para otro, inquieto, y Helena se esforzaba por ignorarlo. No se había seleccionado la sala de reuniones aposta para fastidiar al Garras; la tormenta seguía desatándose en el exterior y el decoro dictaba que el anfitrión proporcionase el refugio necesario. Los dos Garou no intercambiaban palabra alguna, sólo intermitentes miradas de soslayo cada vez que el uno pensaba que el otro no se daba cuenta.
Veloz como el Río fue el primero en escuchar los pasos, el metódico chasquido de los tacones de bota contra la roca. Las orejas del Garras se irguieron y él permaneció inmóvil; segundos después, Laszlo y Helena supieron el motivo.
El margrave entró en la cámara con paso decidido, con la capa de piel ondeando tras él, la espada acomodada sobre la cadera. Les dirigió un saludo formal, en griego a Helena y en serbocroata a Veloz como el Río. Según se había acordado con anterioridad, no hubo cambio de formas. El Garras Rojas no se dignaba asumir un semblante más humano, ni apreciaba el que aquellos que preferían la forma de hombre se convirtieran en Lupus, como si necesitaran «compensar» algo en su presencia. Por tanto, la conversación se tornaba tensa en ocasiones, laboriosa cuanto menos, pero las alianzas eran un muro de piedra levantado con bloques acomodaticios, y la menor piedra de excentricidad solía encajar mejor que cualquier pedrusco de exacerbado principio.
—Has regresado —comenzó Konietzko, sin más preámbulos. El Garras prefería la franqueza, igual que Helena, e igual que el margrave—. ¿Qué has descubierto? —Hablaba despacio en serbocroata, a fin de que Helena pudiera seguir el hilo de la conversación. Ésta conocía aquella lengua humana lo suficiente como para salir del paso (uno de los motivos por los que la había enviado Kelonoke), mientras que Veloz como el Río no entendía el griego y se negaba a hablar cualquier idioma humano.
Prefería gruñir y gañir, sonidos que no significaban nada para los humanos pero que entre los Garou componían una lengua natural y desarrollada.
—El río no se recupera. Peces, nutrias, zorros… todos muertos. El agua corre, pero el veneno se queda.
—¿Qué hay de los humanos?
—No son tan tontos como para beber del río… pero también mueren, los humanos.
Laszlo reconoció el tinte de una profunda satisfacción en aquellas últimas palabras del Garras Rojas. Si el Señor de la Sombra no conociera a su congénere, habría pensado que la mueca de Veloz como el Río poseía trazas de sonrisa.
—¿El agua los enferma? —quiso saber Konietzko.
—El agua —convino Veloz como el Río—. También eso mata.
También. Laszlo no necesitaba adivinar lo que quería decir el Garras. Desde la explosión del dique que había inundado los ríos Somes y Tisza con miles de metros cúbicos de aguas contaminadas por el cianuro, la vida de sus orillas se había marchitado hasta morir: la vegetación; los animales que se alimentaban de plantas o pescado, o que vivían en los ríos o bebían en ellos; los humanos que dependían del agua para su subsistencia. Los pueblos que aún permanecían en pie se asemejaban a ciudades fantasma, despoblados en su mayoría. Si desaparecía algún humano, o incluso si se masacraban aldeas enteras, lo más probable es que nadie se diera cuenta durante cierto tiempo. Con la inestabilidad política que azotaba la región, ¿quién podría decir a ciencia cierta de dónde venía la violencia?
—Debemos obrar con cautela —dijo Helena Lenta en la Ira, consciente de las implicaciones de las palabras del Garras—. No todos los humanos son criaturas del Wyrm.
—Donde hay humanos, medra el Wyrm —apuntó Veloz como el Río.
—Sí —convino Helena—, pero debemos erradicar a los fomori, destruir a las Perdiciones y sus pozos. A los humanos los podemos… persuadir, influenciar.
—Si no hay humanos, no hay Wyrm.
—Eso no es cierto, y lo sabes —se encaró Helena con el Garras Rojas.
El pelaje de Veloz como el Río, ya liso, volvió a ponerse de punta. Emitió un ronquido… no una frase en la lengua de los Garou, sino una inequívoca señal de advertencia de los Lupus. Helena no correspondió a su furia. El margrave aguardaba, paciente. El Garras relajó los músculos.
—Si no hay humanos, hay menos Wyrm —concedió, al fin.
Mientras esta tentativa de aquiescencia echaba raíces, Konietzko cogió uno de los taburetes de tres patas alineados junto a la pared. Tomó asiento cerca del brasero.
—Dado que buscamos la destrucción de los esclavos del Wyrm, sin duda… ocurrirán accidentes de vez en cuando. Habrá humanos que, sin haber sucumbido a la mancha, se conviertan en víctimas fortuitas. —Veloz como el Río bufó su desdén; Helena frunció el ceño y se cruzó de brazos—. Mientras los humanos se mantengan ocupados con sus propios asuntos, no veo que esto suponga peligro alguno. Pero —añadió, atusándose la barba de plata—, debemos tener cuidado. Los humanos no repararán en nuestra existencia a menos que les demos motivos para ello. Las palabras de Helena Lenta en la Ira entrañan sabiduría. Habla con la voz de Kelonoke Greña Salvaje, cuya determinación y capacidad de visión admirabas, ¿no es así, Veloz como el Río?
El Garras Rojas bufó de nuevo, para la secreta satisfacción de Helena.
—No me interpretéis mal. Habrá más sangre. La lucha aún está lejos de terminar, pero el túmulo que recuperó tu manada en Kosovo, Veloz como el Río, ¿era aquella profanación obra de manos humanas? No, suponía que no. Debemos preocuparnos de permanecer concentrados en la amenaza más inminente. Ya habrá tiempo de ocuparse de los humanos cuando hayamos resuelto eso.
Helena no se mostraba de acuerdo del todo.
—¿Encontraste más de estos…? —hizo una pausa para encontrar una palabra en el que no era su idioma natal—, ¿…estos humanos distintos?
Veloz como el Río clavó los ojos en ella.
—Sí —gruñó—. Muy pocos. Se parecían a los demás humanos… sólo que nos veían. No salían corriendo ni gritaban.
—Y, ¿mostraban indicios de poseer… poderes… que los humanos no deberían tener?
—Sí. Pero también ellos están muertos. Si no hay humanos, no hay Wyrm.
—Los que encontró mi gente no olían a la mancha del Wyrm.
Veloz como el Río ladeó la cabeza.
—No olerían a Wyrm, pero tenía que ser eso.
—Son humanos —intervino Konietzko—, y por tanto, aislados, suponen una amenaza ínfima para nosotros. Quizá tus líderes de manada de guerra de los Garras podrían andar con más cuidado durante algún tiempo. Sólo para asegurarnos de que no llamamos demasiado la atención.
—Antes hablaste —se dirigió Helena al margrave— de ensanchar nuestros esfuerzos.
—Hemos perdido muchos túmulos —dijo Veloz como el Río, lacónico—, y a muchos Garras que intentaban recuperarlos. ¿Qué más podemos hacer?
—Los Garras han combatido con auténtico valor. Al igual que las Furias, al igual que los Señores de la Sombra. Hemos avanzado, las tres tribus, a través de los Balcanes. Empero, ciertas zonas permanecen lejos de nuestro alcance, atestadas de bestias del Wyrm: partes de Serbia y Kosovo, incluso a orillas del Tisza en Hungría.
Nuestro pueblo ha sacrificado mucho, Veloz como el Río. Puede que donde tres tribus han conseguido más que una, cuatro o cinco pudieran lograr más aún.
—Pero los demás están demasiado ocupados con sus supercherías y politiqueos humanos —rezongó Veloz como el Río—. No son lobos, sino hombres.
—¿Acaso no has dicho alguna vez lo mismo de los Señores de la Sombra, y de las Furias? —preguntó Konietzko—. ¿Acaso no hemos demostrado ser aliados de confianza?
—No es lo mismo —masculló Veloz como el Río—. Los demás no son dignos de compartir la carne con los Garras. Nosotros morimos mientras ellos hacen la vista gorda con los humanos y con el Wyrm.
Konietzko asintió con la cabeza.
—Pensemos pues, mi buen amigo, en cómo convencer a los demás para que se muestren dignos. Después, añadiremos la información que nos traes a nuestros mapas de la cuenca del Tisza.
Veloz como el Río se sentó por fin sobre los cuartos traseros. Helena se acercó un taburete. En su puesto de espía, Laszlo no disponía de tales lujos, pero poseía la fuerza de voluntad y la paciencia características de su tribu.