La joven no oyó que Yaroslav se acercaba atravesando el bosque a oscuras. Estuvo junto a ella antes de que se hubiese percatado de su proximidad.
—¿Tienes el tarro? —preguntó, de improviso. La muchacha asintió. Tiritaba.
Liudmila era una belleza aun envuelta en sombras. A Yaroslav no le extrañaba que el insignificante señor de los Colmillos se hubiese encaprichado de aquel cabello de seda, de aquellos castaños ojos de liebre, de aquel cuerpo deseable. Las atenciones que Svorenko le dispensaba a la joven reflejaban la hipocresía de su tribu: No era Pariente de los Colmillos; en caso de quedar en estado, aun cuando se demostrase que la criatura era Garou, los Colmillos nunca aceptarían al cachorro bastardo como uno de los suyos. Así y todo, Svorenko estaba más que dispuesto a satisfacer sus apetitos con ella.
Yaroslav pensó que quizás pudiese poseer a la joven una vez terminado todo aquello. Lo cierto era que Svorenko ya no iba a necesitarla. Yaroslav había sido testigo de su apareamiento: oculto entre las sombras, había visto cómo el señorito asía aquellas generosas caderas y la montaba; la luz de la Hermana Luna se había reflejado a intervalos en el vaivén de los pálidos senos de Liudmila. Yaroslav había descubierto el significado de la lujuria, la envidia y el odio. Quizás fuese mejor que se la quedase.
—Me pareció oír unas alas —comentó la muchacha, mientras dejaba que la condujera hacia la aldea.
—Estamos en el bosque. Claro que hay aves.
—No. Estas alas sonaban cerca. No dejaban de aproximarse.
Yaroslav ignoró sus comentarios. Las cabañas periféricas eran ya aparentes y le preocupaba más el permanecer de incógnito. No era probable que hubiese campesinos en la calle a esas horas de la noche; por la misma regla de dos, no obstante, si alguien lo viera junto a la chica, dos viajeros, forasteros en la aldea, llamarían la atención de forma considerable. Mas el poblado estaba en calma y llegaron a la cabaña del anciano sin ningún incidente.
En el interior, en medio del hedor a coles y berzas, Marcus Mano de Madera y Nicoli el Calvo se habían desnudado hasta la cintura. Permanecían erguidos en lados opuestos de la estancia; en cualquier caso, los separaban apenas escasos metros. Ambos torsos se veían surcados por incontables y hondas cicatrices; algunas se asemejaban a largas marcas aserradas de garras, mientras que otras eran sencillas líneas serpentinas que parecían abrirse camino por kilómetros de carne. Quizás formasen algún tipo de runa o símbolo; a Yaroslav no le parecía que su localización fuese casual, si bien no tenía ni idea de cómo interpretar su significado.
El anciano seguía ocupando su silla encima de la manta. Mostró los dientes en dirección a Liudmila, excluyendo a Yaroslav de su saludo. Sobre el horno artesanal descansaba cierta parafernalia que el anciano se había encargado de amasar: un cazo, que silbaba y desprendía un vapor fétido; dos vasos de chupito; y una baldosa desvaída por el paso del tiempo, adornada con la imagen de la Virgen suplicante.
La joven Liudmila lanzó una mirada de soslayo a Yaroslav, preocupada; permaneció cerca de él. Desconocía la edad exacta de la muchacha. Dieciocho, quizás diecinueve. Era Pariente de los Hijos y estaba familiarizada con muchas de las costumbres de los Garou… pero los preparativos de los que se estaban ocupando el anciano y sus cómplices en aquel lugar, los ritos que estaban a punto de transpirar, eran distintos, siniestros, más oscuros que las fórmulas a las que estaba acostumbrada.
Yaroslav le había susurrado untuosas y convincentes palabras. Le gustaba creer que era su encanto personal lo que ella encontraba irresistible, pero sabía cuál era el influjo que ejercían los Garou sobre los seres inferiores, incluso sobre la Parentela humana. Se había acercado a ella cuando se encontraba a solas, lo bastante lejos del túmulo como para no llamar la atención y, aunque la joven había acogido sus tentativas iniciales con reservas, seguía siendo un Garou, y sus Parientes Garou siempre se habían portado bien con ella. Los halagos, la intimidación y las mentiras con una capa de verdad no eran sino herramientas de las sombras, que Yaroslav había manejado con maestría. Para cuando la muchacha hubo prometido que no alertaría de su presencia a los guardianes del túmulo, ya era suya.
Ahora, y no por primera vez en la misma noche, la joven comenzaba a experimentar serias dudas acerca de aquello a lo que había accedido. Sus delgados y delicados dedos asieron el antebrazo de Yaroslav, que disfrutaba con aquella sensación de protectorado, de propiedad.
—¿Tiene el tarro? —le preguntó el anciano a Yaroslav, a pesar de que su mirada vidriosa seguía clavada en Liudmila. La respiración del anciano se tornó laboriosa. Sus inhalaciones provocaban un sonido sibilante en lo hondo de su pecho que armonizaba de forma curiosa con el silbido de la olla. Donde antes había fingido indiferencia, ahora se apoderaba de sus manos un temblor inconfundible; un hilo de baba marrón le corría por la barbilla.
—Sí —respondió Yaroslav. Tras conducir a Liudmila al interior del círculo de cabras talladas, extendió la mano. La joven, a regañadientes, buscó en uno de los pliegues de su abrigo de lana.
—¡No! —El anciano se puso en pie con una urgencia desenfrenada que sorprendió a Yaroslav y alarmó a Liudmila, antes de apartar la mano del primero con un empujón y exhibir una exagerada sonrisa que más bien era un tour de force de dientes deslucidos y encías ennegrecidas—. Su mano. Debe derramarse por su mano.
Liudmila, con los ojos desorbitados por la trepidación, sostuvo el pequeño frasco de cerámica horneada. El anciano había recuperado la calma, pero ahora eran las manos de la joven las que habían caído presas de un temblor incontenible. Marcus y Nicoli permanecían de pie y atentos, como ídolos de piedra.
—Cuidado, cuidado —musitó el anciano, al tiempo que cogía la baldosa de encima del horno. Estaba caliente, humeante, pero la asió con firmeza y la sostuvo entre sus manos desnudas. Yaroslav percibió el olor a carne quemada, en lid con el poderoso tufo de la chirivía y el hediondo vapor del cazo, el cual reconoció como el agrio e inconfundible olor del orín—. Derrámalo —urgió, sin apartar la vista del tarro que sostenía Liudmila—, derrámalo. —Sostuvo la baldosa frente a ella, lisa sobre la palma de la mano.
La muchacha miró de reojo a Yaroslav, que asintió con la cabeza. Vacilante, destapó el tarro y derramó un líquido espeso y lechoso sobre el azulejo. El anciano la felicitó con su mellada sonrisa de dientes negros y amarillos, antes de apresurarse a acercarse al horno de cerámica. Inclinó el icono a fin de que el líquido se vertiera sobre la imagen de la Virgen hasta caer al cazo, tras lo que acercó el rostro al chorro de vapor e inhaló profundamente, con los ojos cerrados.
—Sí. Simiente de señorito y orín de luna y estrellas. Ya casi está.
Una vez pronunciadas aquellas palabras, Yaroslav se percató de repente del olor a sangre… sangre fresca. Miró alrededor, presto. Para su sorpresa, Marcus y Nicoli estaban sangrando. Algunas de las cicatrices del pecho de Mano de Madera se habían abierto y supuraban una sangre entre roja y negruzca; las llagas ensangrentadas formaban un círculo completo. Las cicatrices de Nicoli el Calvo también habían respondido al rito. El perfil de una enorme estrella de cinco puntas sita en su torso rezumaba sangre corrupta.
El anciano, mientras tanto, levantó la olla con las manos desnudas. Su sangre siseó y humeó, mas no le prestó atención. Llenó los dos vasos antes de devolver el recipiente a su asiento. Una vez hecho aquello, se volvió hacia Yaroslav y Liudmila. Los dos observadores sangrantes no hicieron ademán de acercarse a los vasos, que en apariencia les estaban reservados.
Yaroslav sabía que ninguno de ellos era para él. Su misión consistía en proporcionarle al anciano los elementos necesarios para sus ritos oscuros, y eso lo había cumplido. El asesinato del pomposo Svorenko dependía de aquellas abominables criaturas.
—Bien hecho —felicitó el anciano. Al instante siguiente, su cuchillo de caza había saltado a su arruinada mano ennegrecida. Como una centella, traspasó la garganta de Liudmila con el filo. Yaroslav apartó la hoja de un manotazo… demasiado tarde. Liudmila se llevó la mano a la garganta y la apartó temblorosa, mojada de sangre. Su asombro dio paso a la incredulidad y, enseguida, al pánico.
—¿Yaroslav? —Su voz sonaba débil, trémula—. ¿Yaroslav? —De nuevo, esta vez con mayor énfasis, suplicándole que la salvara.
Sangraba a borbotones, como si su herida estuviese respondiendo a la cercana luna y a las estrellas; con la salvedad de que, donde aquellos cuerpos sobrenaturales supuraban un icor negro rojizo, su herida era un río de sangre que manaba al compás de los latidos de su corazón. Yaroslav no podía hacer nada más que sentir la presión de sus dedos a medida que le arañaban el torso en el descenso que precedió al derrumbamiento de la joven.
Sojuzgó su rabia. Era tal el anhelo que lo empujaba a rendirse al lobo hombre sediento de sangre, a desmembrar a aquellas criaturas blasfemas trozo a trozo… pero se obligó a recordar su lugar. Aún no había cumplido con su misión. Sus torturadores no habían desempeñado aún el papel que les correspondía. Aún así, hubo de realizar un esfuerzo titánico para mantener el control. Aquellos demonios eran aliados por el momento, se dijo. Ella no era más que una humana, un juguete desdeñado de un baladí señor de los Colmillos Plateados. Mas yacía mirándolo, todavía suplicantes los ojos, desde el suelo, mientras su sangre empapaba la manta y las tallas de madera. Yaroslav hubo de apartar la vista, de abandonarla en sus últimos instantes. Todo su cuerpo se estremecía, presa de la ira.
—¡Deprisa! —urgió el anciano, al tiempo que apartaba a Yaroslav de un empujón para regresar raudo con una ancha sartén poco profunda. Izó la cabeza de Liudmila cogiéndola por los cabellos y depositó el recipiente bajo ella, a fin de recoger su sangre. La muchacha carecía de fuerzas para resistirse.
Yaroslav miró al techo, sucio por el humo y la humedad.
—No me habías dicho que necesitaras su sangre para el rito —gruñó, sin separar los dientes.
—No es para el rito —repuso el anciano. Yaroslav casi pudo escuchar aquella cruel sonrisa amarillenta—. Es para el cocido. Ya estoy harto de coles. Aquello fue la gota que colmó el vaso para Yaroslav. Apretó los puños al tiempo que éstos comenzaban a aumentar de tamaño. Apretó los dientes crecientes con tanta fuerza que se hizo sangre en la boca. Se había desatado su cólera y la rabia teñía de rojo su visión, pero antes de que el cambio se completara, el caos se apoderó de la diminuta cabaña.
La ventana tras la silla del anciano explotó en una lluvia de fragmentos de cristal y astillas de madera, destrozados los postigos. Un instante después, la puerta principal, trancada, y la trasera se vinieron abajo a su vez. En el tiempo que dura un latido, una nebulosa de colmillos y garras pintó de sangre las paredes y el techo de la estancia, atestada de repente. La bestia nívea jaspeada, rugiente, atravesó la ventana para aterrizar sobre el anciano, arrancarle un brazo de cuajo y hundir los colmillos con énfasis en la base de su cuello.
El Garou que se abrió paso por la puerta principal era una centella de pelaje blanquísimo y cegadoras garras de plata. La primera embestida mutiló el rostro de Nicoli, la segunda dejó un espantoso vacío en medio de las cinco puntas de la estrella que adornaba su pecho. Yaroslav, ya completado su cambio, vaciló inseguro del bando al que debía atacar; el inesperado brote de violencia mantuvo a raya su rabia por el momento; la rabia en estado puro del Garou de pelaje inmaculado era un espectáculo sobrecogedor. La indecisión de Yaroslav le arrebató la iniciativa inmediata.
Un tercer Garou, aún más alto que los otros dos, si es que eso resultaba posible, irrumpió en la habitación procedente de la cocina y apartó a Yaroslav de un empellón. Marcus había conseguido alzar su mano de madera en respuesta a los ataques. El tercer Garou cerró la boca en torno a su codo, lo despegó del suelo y, con un violento zangoloteo de cabeza, lo sacudió igual que a un indefenso muñeco de trapo hasta que el falso apéndice, cercenado, traqueteó contra las tablas del suelo.
Propulsado a un lado, Yaroslav trastabilló… y tropezó con Liudmila. Tras conseguir apartar su atención por unos instantes de la magnificente bestia blanca, se inclinó y tiró del cuerpo inerte de la joven para retirarlo, barriendo con ella charcos tanto de su propia sangre como de la de los conspiradores. Debían de haber transcurrido cinco segundos desde que los Garou comenzaran el asalto.
La batalla ya habría quedado decidida si fuesen simples humanos los que se encontraban bajo ataque; el anciano, balando quejumbroso por la pérdida de su segundo brazo, consiguió que brotaran tres nuevos apéndices de su tronco, rematados todos por una cuchilla serrada en lugar de manos. Como uno solo, se hincaron en el Garou jaspeado, a quien Yaroslav reconocía ahora como el pomposo señorito, Victor Svorenko.
El Garou blanco de garras plateadas, Lord Arkady, también tenía problemas. Nicoli estaba ciego y gritaba de agonía. Su cuerpo mutilado no podía contener por más tiempo la mancha del Wyrm y la corrupción de su alma, y su sangre, roja y negra cuando manaba antes de su pecho, fluía ahora con un uniforme tono oscuro. Brotaba igual que una fuente de deshechos incandescentes; todo lo que tocaba chisporroteaba, humeaba y se ennegrecía: paredes, muebles y Garou por igual. Los gañidos de dolor de Arkady se unieron a la melodía del combate.
Yaroslav también conocía al mayor de los tres Garou, Arne Ruina del Wyrm, familia de leche de la Camada de Fenris, Ruina del Wyrm, tras comprobar que aquel sabor a corrupción no era de su agrado, arrojó a Marcus contra la pared más alejada y comenzó a escupir y a golpearse el hocico con las zarpas. La carne que había desgarrado del cuerpo de su enemigo estaba podrida e infestada de larvas y parásitos. Ruina del Wyrm sacudió la cabeza con vigor y se atragantó. Mientras tanto, un torrente de insectos voladores dotados de aguijón se derramó del muñón del brazo de Marcus, inundando enseguida la estancia.
Casi al mismo tiempo, las diminutas cabras de madera, dispuestas en círculo alrededor de la habitación y testigos mudos de todo lo acontecido allí esa noche, comenzaron a cambiar ante los atónitos ojos de Yaroslav. Ganaron altura y perdieron sustancia, dejando de ser figuras de madera para convertirse en fantasmas de sombras arremolinadas. Fueron primero a por el enfurecido Svorenko, en duelo con su señor. Por cada brazo que el Garou arrancaba del cuerpo del anciano, crecían uno o dos más para ocupar su lugar. Las cuchillas dentadas que los remataban alcanzaban su objetivo. La sangre de Svorenko brotaba roja, real. Las sombras le atacaron las heridas, hurgando en la carne lacerada. Svorenko combatía ferozmente con los apéndices de hidra del anciano, pero comenzaba a ceder terreno. Los seres sombríos se enredaban en las piernas y los brazos del Garou, cegándolo, tirando de él hacia abajo, incansables. El anciano profirió un rugido triunfal; de uno en uno, unos achaparrados cuernos caprinos se abrieron paso a través de la piel de su frente.
En las proximidades, aunque Marcus pareciera poco más que un cascarón vacío y disecado tirado en el suelo, también Ruina del Wyrm se debatía. Los insectos que se congregaban en enjambres a su alrededor eran demasiado pequeños e insustanciales como para ofrecerle blanco alguno. Su fuerza bruta y enormes garras no eran nada para ellos. Con cada tajo que descargaba sobre la plaga, acudían miles de insectos a restaurar el hueco conseguido. Las sombras comenzaban a fijarse en él. Se enroscaron en masa alrededor de sus abultados bíceps y antebrazos; reptaron a su alrededor y le atenazaron el cuello. Su rabia cegadora no tardó en actuar contra él mismo, obligándolo a debatirse y lanzar golpes a ciegas. Presa de su propia ira y frustración, las sombras consiguieron hacerle perder el equilibrio; con uno de sus zarpazos, tan poderoso como fútil, se desplomó con gran estrépito sobre las tablas.
Arkady, con el pelaje humeante y la carne abrasada por la espesa rociada de la corrosiva sangre negra de Nicoli, no era ajeno al padecimiento de sus camaradas; el pánico aún no se había adueñado de él. Al ser el único Garou que quedaba en pie, disponía de más espacio para maniobrar. Desenfundó su gran klaive y decapitó a Nicoli de un poderoso mandoble. Una fuente negruzca manó de aquel torso que se debatía con salvajes aspavientos, mas Arkady la burló con una grácil finta; con el mismo movimiento, asió la lámpara de queroseno con la punta de su klaive y arrojó la luz al cuerpo avellanado de Marcus.
Con el impacto, la lámpara y el cascarón de piel y huesos estallaron en una bola de fuego con una explosión que chamuscó el pelaje de Yaroslav. Al instante, el enjambre de insectos que había estado cegando y ensañándose con los Garou emprendió la retirada e intentó regresar al cuerpo. Las lenguas de fuego los achicharraron a miles en una cacofonía de chasquidos sibilantes. Arkady se giró para plantar cara al anciano, a su plétora de brazos giratorios rematados en punta y a sus chatos cuernos de cabra. Las sombras, presintiendo qué enemigo representaba la mayor amenaza, se agruparon alrededor del chamuscado Garou pura sangre. Su klaive las segaba por docenas, pero parecían recomponerse con la misma rapidez con la que Arkady lograba tajarlas.
El anciano reía como un grajo sin dejar de zaherir al caído Svorenko. Arne Ruina del Wyrm intentaba recuperar el aliento después de haberse asfixiado con los gusanos, los insectos y las sombras etéreas. Los fantasmas, en el ínterin, obligaban a Arkady a retroceder en dirección al fuego, el cual ya se había extendido hacia la pared adyacente y trepaba veloz hacia el techo.
En medio de una carcajada cascada, el anciano enmudeció de repente cuando su cabeza salió disparada de su cuerpo. Continuó agitando los brazos durante varios segundos, cada vez más despacio, hasta que su cadáver decapitado cayó de bruces sobre el suelo ensangrentado. Como una sola, las sombras que acosaban a Arkady se encabritaron, antes de ganar peso de improviso y desplomarse. Lo que golpeó el suelo fueron centenares de virutas. Las que aterrizaron en la manta absorbieron charcos enteros de sangre. Muchas fueron a alimentar las llamas, que continuaban extendiéndose y amenazaban con devorar toda la casa.
Arkady le dio la espalda a sus inexistentes enemigos. Svorenko y Ruina del Wyrm se pusieron en pie, despacio. Allí estaba Yaroslav, erguido sobre el cuerpo decapitado de la horrenda criatura que había sido el anciano, con los ojos clavados en sus garras ensangrentadas. Un gruñido amenazador nació ronco en la garganta de Victor Svorenko, al que pronto se unieron los otros dos mientras el humo se adueñaba de la habitación envuelta en sangre y fuego. Los tres Garou, furiosos, cercaron al Señor de la Sombra.