Por segunda vez en sendas noches, Yaroslav traspuso a hurtadillas la puerta trasera de la cabaña del anciano, sin más dilación que la pausa momentánea obligada por el balido de una de las cabras residentes en el cobertizo. Satisfecho de que su presencia no hubiera desencadenado ni mayor ni más delator tumulto entre el ganado de la aldea, Yaroslav entró en la casa y trancó la puerta tras él.
El fétido olor del ajenjo quemado había desaparecido, sustituido (o quizás enmascarado) por un hedor aún más agrio y pronunciado que a Yaroslav le resultaba bastante familiar. Pasó junto al fogón donde hervía la chirivía a fuego lento. Nadie que mantuviese tratos con las gentes de los pueblos ucranianos tardaba en acostumbrarse al desagradable olor de la remolacha y la berza al fuego.
El anciano volvía a encontrarse en el recibidor, sentado en su silla de respaldo recto. De nuevo, tallaba. La diferencia estribaba en que esa noche no estaba solo; otros dos hombres ocupaban la estancia. Uno de ellos, calvo, con pequeños anteojos redondos, ocupaba una desvencijada silla de ajado almohadillado. El otro, más alto y de moreno pelo de punta, permanecía de pie en un rincón; si bien tenía los brazos cruzados sobre el pecho, el gesto no conseguía ocultar la ausencia de su mano izquierda, reemplazada por un facsímil de madera.
—Has dejado a la muchacha en el bosque —dijo el anciano, sin molestarse en mirar a Yaroslav.
—Sí. —Yaroslav olfateó por instinto en dirección a los dos desconocidos. La peste de la col cubría sus olores casi con la misma eficacia con la que camuflaba los residuos del ajenjo de la noche anterior.
El anciano se afanaba en su talla. Otra cabra, según pudo ver Yaroslav. Lo siguiente en lo que se fijó fue en que la pila de figuras había desaparecido de debajo de la silla del anciano. Esa noche, las diminutas criaturas, ninguna de ellas de más de diez centímetros de altura, se encontraban alineadas alrededor del cuarto: a lo largo del mantel, sobre el respaldo de la ruinosa silla tapizada, detrás del horno artesano, frente al umbral de la puerta ante la que se erguía Yaroslav. Se sucedía en un desfile sin principio ni final, aquel ininterrumpido anillo caprino.
—Bien —felicitó el anciano—. Me temía que fueses lo bastante estúpido como para traerla aquí antes de que estuviese yo preparado.
—Mide tus palabras, abuelo. ¿O es que tu mente senil se ha olvidado ya de la conversación que mantuvimos anoche?
Aquello despertó la risa del anciano, a la que los otros dos hombres se unieron no sin ciertas reservas, inseguros.
—Éste es Yaroslav Vovkovych —presentó el anciano, al tiempo que tajaba el trozo de madera que no tardaría en convertirse en otra cabra. Una viruta cayó al suelo, sobre la manta, junto a muchas otras—. Yaroslav Vovkovych, puedes llamar a mis amigos Marcus y Nicoli. —Apuntó con el cuchillo al hombre que se encontraba de pie y al que permanecía sentado, respectivamente—. Amigos, mostraos respetuosos ante Pan Vovkovych, pues no sois dignos de lamer el estiércol que le ensucia las botas… o eso es lo que le gustaría que pensásemos.
La renovada y vacilante carcajada de Marcus y Nicoli no ayudó a aliviar la tensión que impregnaba la estancia con mucha más consistencia que la deleznable luz procedente de la lámpara de queroseno.
El anciano practicó una sucesión de cortes en la cabra de madera que tenía entre manos, antes de reclinarse para inspeccionarlos. Satisfecho, plegó la navaja y se volvió hacia la ventana que quedaba a su espalda, sobre cuyo alféizar depositó el resultado final de su labor.
—¿Preparado, entonces? —quiso saber Yaroslav. Se obligó a no impacientarse; en caso contrario, sería aquel perro de mala raza quien llevase la voz cantante.
—¿Preparado? Lo cierto es que no. Tu pequeña lobezna puede esperar. Ve al pesebre a buscar a Ihor. El que te saludó cuando llegaste.
—¿Que me saludó…? —Fue entonces cuando Yaroslav se acordó de la cabra inquieta del exterior. La ira se tornó grana en su rostro—. No he venido para hacerte de pastor, viejo. Búrlate de mí de nuevo y no será la sangre del señorito de los Colmillos la que tinte la tierra, sino la tuya.
—¿Tanto te saco de quicio, Yaroslav Vovkovych? —El anciano esbozó su retorcida y amarillenta sonrisa—. Marcus, ve a buscar a Ihor.
El aludido, cuya sonrisa había aflorado a la vez que la del anciano, adoptó un gesto grave, donde su mueca burlesca le cedió el paso al fruncimiento del ceño. Instantes después, conducía a la atribulada cabra por la puerta trasera, junto a Yaroslav, hasta llegar al recibidor. La bestia, aunque agitada, pisó con cuidado sin derribar las miniaturas de madera que delimitaban el umbral.
—Haz los honores, Marcus —invitó el anciano. Casi de inmediato, ante los ojos de Yaroslav, Marcus levantó el brazo izquierdo y descargó su mano de madera sobre la base del cráneo de la cabra. El animal trastabilló y se desplomó sobre la manta.
—Aquello a lo que nos disponemos esta noche exige sustento —declaró el anciano, sin que la torva sonrisa abandonara sus accidentados rasgos.
Yaroslav no hizo ademán de disimular su desprecio por aquellos desgraciados seres que se alimentaban de bestias cautivas en lugar de cazar a sus presas. Se encontraban tan por debajo de él que cualquier comparación carecería de sentido y, sin embargo, tal era su deber, su vocación, comulgar con los parias, con los despreciables, con aquellos teñidos por la mancha del Wyrm. Por Gaia y la tribu. Incluso éstos, el anciano y los dos asesinos en ciernes, podían resultar útiles. Aunque podría pensarse que no cabría duda de que un altivo Colmillo Plateado se merecía una muerte más limpia y honorable que la que aquellos demonios le obsequiarían. La voluntad de los ancianos así lo había dictado, no obstante, y Yaroslav acataba su decisión.
Yaroslav esperaba que el anciano sacase un cuchillo, a fin de que los dos ejecutores y él pudieran sacrificar a la bestia. Que sigan adelante si es que deben, pensó, para cumplir con su parte y dar aquello por zanjado. El festín aún le deparaba alguna sorpresa.
—El bueno de Ihor —dijo el anciano, mientras acariciaba la barba del chivo aturdido, antes de desencajar la mandíbula. Su piel apergaminada se tensó sobre los huesos de su rostro, tirante a causa de la envergadura de sus fauces.
Nicoli y Marcus observaban expectantes, con expresión hambrienta. El anciano les lanzó una mirada recriminatoria y, no sin grandes dificultades a causa del desencajamiento de su mandíbula, dijo:
—No… miréis así… a Ihor. ¡Basta! Recordad que esto… es una cena… no un lupanar. —El sonido que produjo a continuación podría haberse confundido con una carcajada, aunque Yaroslav habría tenido problemas para asegurarlo.
Sin querer ser testigo de aquella abominación, Yaroslav no pudo apartar los ojos de ella, transpuesto, a medida que el anciano envolvía la cabeza del macho cabrío con su boca, cubriendo hocico, ojos, orejas y cuernos. Su cuello se abultó como el de una serpiente a medida que ingería a la bestia. Ihor pareció desaturdirse en parte llegado aquel punto, mas no consiguió más que cocear al aire antes de que Marcus y Nicoli se apresuraran a ayudar al anciano. Asieron con fuerza a la cabra, a fin de que la desdichada criatura no pudiese echar pie a tierra. Se revolvió en vano, igual que un pez fuera del agua, mientras el anciano se tragaba su cuello. A continuación dobló las patas delanteras, rotas, y abrió aún más las fauces para devorarlas.
Al final, Yaroslav apartó la vista. No era remilgado en absoluto, pero aquella corrupción desenfrenada le revolvía el estómago mil veces más que el sempiterno hedor a coles y remolachas. Se acordó de la joven a cubierto en el bosque, donde la había dejado… pero lo distrajo el arañar de pezuñas sobre las tablas, a su espalda.
Por Gaia y la tribu, se dijo para sus adentros, una y otra vez. Por Gaia y la tribu.