La contagiosa vibración del ulular de Pisa la Mañana llegó a oídos de Oksana con total nitidez una vez abierta la puerta de su cabaña, momento en el que una oscura silueta echaba a volar en la noche. Hacía horas que, desde el interior, escuchaba los aullidos de Sergiy que anticipaban la cacería. Oksana había recibido la debida educación en lo referente a los ritos, por lo que era costumbre para ella el ofrendar una oración apropiada previa al comienzo de la caza, si bien nunca antes de llegar al Clan del Alba había conocido a otro Garou cuyo celo a la hora de conservar las tradiciones rivalizase con el de Sergiy. Bailaba alrededor de la crepitante hoguera, no para suplicar a la madre Gaia que la cacería fuese fructífera sino, como ocurriera con el fin del ayuno, para dar gracias por sus generosos tesoros. La suya no era una canción peticionaria, sino de reconocimiento de su lugar en medio de todas las cosas de la creación, así como de su participación en todas ellas.
Oksana pensó que quizás fuese de aquel modo como los ritos habrían de llevarse a cabo en realidad: no como un medio que persiguiera ningún fin, sino como una proclamación de totalidad, maravilla y regocijo. El poder de los aullidos y de los tambores tironeó de ella, impeliéndola hacia delante. No obstante, se entretuvo el tiempo suficiente para pasear la vista por el túmulo.
Muchos eran los Garou que se habían sumado ya a Pisa la Mañana y bailaban desnudos, o casi, alrededor de la hoguera. Otros gravitaban en aquella dirección, abriéndose paso entre los macizos de rododendros ahora que la hora de la cacería se aproximaba. Mykola Arco Largo participaba en la danza, al igual que Taras el Gris y Arne Ruina del Wyrm, los parientes de leche de la Camada. Dentellada de Dragón, en su forma de loba natural, rodaba sobre el lomo y brincaba al ritmo impuesto por los tambores. No vio a Arkady ni a Victor. Oksana no se sorprendió de la reticencia de los Colmillos Plateados a aparecer ante los Garou de otras tribus; aunque odiaba admitirlo, compartía sus sentimientos.
El tiempo y nada más que el tiempo era lo que le había permitido aparentar cierto sosiego a la hora de tratar con aquella amalgama reunida en torno a Pisa la Mañana. Oksana volvió a supervisar la salvaje danza y reparó en Yuri Pie Zopo, uno de los numerosos metis que servía a la manada, además de en numerosos miembros de la Parentela. El que tales individuos tomasen parte en los ritos sagrados sería algo impensable en la manada que la había visto nacer; suponía que lo mismo valía para el Clan del Pájaro de Fuego de Arkady. Empero, la sincera exaltación de Sergiy y su convicción de que todos fueran igual de bienvenidos dificultaba las reservas.
Antes de unirse a la estridente oración, Oksana echó un último vistazo a su alrededor. No vio a nadie que pareciera percatarse cuando no hacía falta de su salida de la cabaña, nadie que pudiera haberse dado cuenta de la partida del oscuro pájaro espíritu que había abandonado su vivienda. Alguna de las palomas que frecuentaba el manantial de la Penumbra sí que podría haber percibido las idas y venidas del Cuervo de la tormenta aunque, en cualquier caso, Oksana siempre podría justificar la presencia del mensajero si se viese obligada a ello: ¿Acaso no era una consejera informada más capaz de aportar sugerencias? ¿Cómo, si no, habría de permanecer al corriente de todo lo que aconteciera más allá de los límites de la manada? Sergiy confiaría en ella; confiaba en ella.
Tras aproximarse al foso de la hoguera, Oksana se convirtió en una entre muchos, Garou y Parentela por igual, para formar un corro alrededor de los bailarines. Pisa la Mañana parecía más inmenso de lo normal a la centelleante luz dorada del fuego. No portaba arma alguna y se cubría con un chaleco ártico de color blanco; la prueba de sus muchas proezas, previas a la formación de aquella manada.
Oksana, por su parte, vestía una túnica de lana ceñida por un cinturón, botas y polainas de cuero. Su cabello seguía sujeto por la cinta y la amatista. El martilleo de los tambores resonaba dentro de su pecho y estremecía su corazón con cada golpe. Los aullidos, concatenados y entremezclados, ascendían y se disipaban, difuminándose en la noche igual que la luz y el humo.
De forma gradual, aquellos danzantes de la Parentela variaron su posición hacia el corro que bordeaba la hoguera, a medida que cada vez más y más Garou se sumaban al círculo de bailarines. Uno tras otro, las formas humanas fueron desapareciendo a medida que la canción del lobo apelaba a instintos más primarios. La luz de las llamas restallaba en garras y colmillos. Los aullidos cobraron fervor y profundidad añadidas cuando las gargantas de los Lupinos se tornaron más numerosas y los congregados elevaron sus rostros y sus voces a los cielos. La hermana Luna tenía los ojos cerrados esa noche, pero los Garou esperaban que aun así pudiese escuchar su canto.
En medio de todos ellos, como una montaña, se alzaba Pisa la Mañana, con su cabello de platino apresando los reflejos escarlatas de las llamas, cimbreando su cuerpo adelante y atrás mientras bailaba. Aunque seguía sin desprenderse de su forma de hombre, su voz rivalizaba en fuerza y matices con la de cualquiera. Oksana le ofreció su aullido a la manada; las numerosas canciones, imbricadas, formaron un vibrante coro dedicado a Gaia y a la caza. Oksana se quitó el cinturón y lo sostuvo en alto. Era un regalo de su progenitor, curtido con la piel que su propia mano arrancara de su muslo… un regalo nacido de una férrea lealtad a la tribu, que ella presentaba ahora para mayor bendición de la Madre.
Los pies de Oksana la transportaron al baile. Los cuerpos, rozados entre sí en medio de sus espirales alrededor del fuego, irradiaban hambre y calor. El aullido la impulsó hacia delante, con el cinturón sobre su cabeza, a medida que sus hermanos y ella se convertían en uno en pensamiento, obra y propósito. Se distrajo por un momento cuando vio a Arkady detrás del corro. Su armadura de reconocimiento no había sido agujereada aún, y su expresión sugería que había esperado pedir el favor de Gaia de forma más privada y civilizada. Oksana consiguió fruncir apenas el ceño, pero ya había pasado por delante de él y el baile y la sinfonía de aullidos volvían a poseerla. Anudó de nuevo el cinturón en torno a su talle cuando sintió que comenzaba el cambio.
Era Garou, y todo lo que eso acarreaba. La forma de mujer no era sino una de muchas, del mismo modo que Luna exhibía numerosos rostros, igual que Gaia progresaba a través de la rica panoplia de las estaciones. Los miembros y el tronco de Oksana se estiraron y ganaron en masa muscular. A su alrededor, los Garou adoptaban todas las variaciones existentes entre el lobo y el hombre. Su ropa, ajustada al cambio, quedó reemplazada por una espesa mata de pelo negro salpicado de gris; sus senos sucumbieron a la aparición de la enorme masa de músculos que se extendía por su torso, costados y abdomen.
El tamborileo y el aullido colectivo aumentaron hasta alcanzar una intensidad apenas audible. Se asentaron en la hoguera tizones al rojo y una lluvia de chispas y brasas se arremolinó señalando al firmamento. Los movimientos de Oksana cambiaron, su centro de gravedad se alteró cuando sus muslos se tornaron tan gruesos como antes lo había sido su pecho. El pelo la cubría ya por entero; sólo el cinturón que era su herencia permanecía inalterado, pues se estiraba para acomodarse a su creciente corpulencia.
Así y todo, continuaba cambiando. Su cráneo se alargó y engrosó, sus mandíbulas aumentaron de volumen y de poder hasta tornarse temibles. Sus brazos se estiraron para igualar la longitud de las piernas y cayó a cuatro patas. Las orejas se replegaron en lo alto de su cabeza, momento en el que alzó el hocico y clamó a los cielos, aullando con hambre, obligando a la noche a hacerse eco de sus intenciones depredadoras. Otros se unieron a su canción.
Mientras los miembros de la secta se arremolinaban, gruñían y bailaban, descubrió que se encontraba junto al Garou más enorme de los allí reunidos, un inmenso y torvo lobo de pelaje plateado, cuanto menos un metro más alto que ella hasta la cruz. Vio también un lobo de inmaculada piel blanca que pisoteaba la tierra en los confines del corro, impaciente por emprender la carrera. Pisa la Mañana, la gran bestia rubia platino, alzó la cabeza una última vez antes de que todos los cazadores al unísono elevaran su plegaria. Al compás del crescendo, la hoguera se derrumbó en medio de una explosión dorada y escarlata. A semejanza de las chispas y las teas, los Garou, presa de su propia cinética, se abalanzaron sobre la noche que los aguardaba.