El relámpago centelló a lo lejos, pero no se veían nubes sobre la Manada del Cielo Nocturno. Transcurrieron varios segundos antes de que el estrépito del trueno llegase a oídos de Laszlo. La tormenta estaba lejos. De momento.
Puede que las nubes furibundas sorteasen a la manada y prosiguieran su camino hacia el este, hacia Ucrania, o quizás el viento las empujase hacia el norte, al interior de Eslovaquia. Laszlo sabía que lo más probable era que la tormenta se estrellara contra los Cárpatos y azotase las montañas infestadas de sanguijuelas con su furia. Eran pocas las calamidades bajo los cielos que no hubiesen caído sobre la manada a lo largo de los años. Que venga el viento, la lluvia y el relámpago, pensó Laszlo. Los Garou habían sobrevivido a desastres muchos peores. De aquellos que se congregaban sobre la llanura a sus pies, pocos serían los que buscasen refugio siquiera. Constituían un grupo indómito y encallecido por la batalla. ¿Qué miedo podrían tenerle a la lluvia? Mientras Laszlo los observaba desde la ladera de la colina, sus aullidos llegaron hasta él, le hablaron: cantares de grandes gestas, enemigos ejecutados y suelos profanados santificados; cantos fúnebres por los caídos, guerreros llorados y honrados por su sacrificio en aras de Gaia.
Eran demasiados los que habían caído, demasiados Garou, valientes y de corazón noble. Pese a lo cual el Wyrm medraba y se reproducía, propagando estigmas, corrupción y profanación… su excremento, señal de su paso. Pero, daba igual a qué precio, los guerreros de Gaia resistirían y prevalecerían. A Laszlo no le quedaba otra opción más que creer en ello. ¿Cómo si no podría seguir mirando a la cara a la cambiante Hermana Luna?
Apartó los ojos de la planicie y volvió la vista hacia lo alto de la empinada loma que ahora se conocía como Hegy Konietzko. Laszlo apenas consiguió atisbar la sombra silueteada del margrave sentado sobre un peñasco. Era un Garou que desdeñaba los tronos. Los Colmillos Plateados, durante los años que habían controlado la manada, habían dispuesto una sala del trono en una de las cavernas; el margrave había llegado a ocupar el asiento en una ocasión, de forma casi anecdótica, después de que los Señores hubiesen recuperado la manada por primera vez pero, desde entonces, evitaba aquel sitio. Prefería el viento en el rostro, la mellada montaña bajo sus ancas, el mundo ante él. El margrave no se andaba con formalidades a la hora de ejecutar a sirvientes del Wyrm, ni escatimaba esfuerzos cuando tocaba sacrificarse por la salvación de la Madre Gaia. Era duro como la piedra, tan inexorable como las montañas.
Al volver la vista hacia la llanura, Korda Laszlo vio a dos Garou que escalaban el traicionero y sinuoso paso que reptaba por la rocosa falda de la colina. Venían en forma de lobo; de ese modo resultaba más fácil el ascenso del retorcido camino. Laszlo reconoció a la primera por sus simultáneos años al servicio de la manada. Nyareso Anna, Lluvia de Verano, había ascendido hasta el puesto de Guardián tras retar y derrotar a su predecesor. El oscuro pelaje de Anna aparecía surcado de cicatrices y señales que hablaban del honor de la batalla. Incluso en forma de Lupus, su lomo era ancho, su cuerpo compacto y poderoso.
El segundo Garou era de mayor tamaño, de colores más claros, y exhibía sus propias cicatrices. Se trataba de uno de los muchos forasteros, cada vez más, que habían acudido para hablar con el margrave. Laszlo podía aseverar, basándose en la disposición de la mandíbula de éste, que era desafiador y testarudo. Aquellas eran las características que encajaban con casi todos los miembros de otras tribus que acudían a la llamada del margrave: jóvenes e idealistas, y llenos de ira ante el hecho de que los Garou pareciesen estar siempre perdiendo la guerra.
Cuando ambos se hubieron acercado lo suficiente, Anna Lluvia de Verano se detuvo y le indicó a su compañero que continuara. Treinta metros camino arriba, Laszlo salió al frente.
—Jó éjszakát, Hans Schalgen Erst. ¿Beszél németül?
Hans Golpea Primero ladeó la cabeza pero no dijo nada, así que Laszlo volvió a repetir sus palabras, esta vez en alemán y no en húngaro.
—¿Hablas alemán?
Hans Golpea Primero asintió en esta ocasión. Sobre la falda de la loma, cambió, sus patas se estiraron y ganaron musculatura; se irguió y su hocico se retrajo, dando paso a los rasgos de complexión ligera propios de su forma humana suizo germana.
—Jawohl. Hablo alemán.
Laszlo lo invitó a pasar ante él.
—El margrave te entenderá.
El margrave, al igual que Laszlo, hablaba a la perfección varios idiomas humanos. Tras ceder el paso al forastero, Laszlo lo siguió a algunos metros de distancia mientras ascendían un poco más. La senda se adentraba en una breve garganta de peñascos, antes de torcer bruscamente a la izquierda. Tras el recodo, el camino se abría de repente a una amplia pared de roca pulida por el viento, tanto más asombrosa después de los estrechos confines de la quebrada. Laszlo se acordó del instante de desorientación que se había apoderado de él la primera vez que había realizado aquella ascensión. La pared de roca se extendía como la superficie de la mismísima Luna, y el cielo que la coronaba parecía perderse en el infinito.
Se percató satisfecho del sobresalto de Golpea Primero cuando éste se hubo fijado en la figura que descansaba sobre sus cabezas, en lo alto de la ladera. El margrave Yuri Konietzko se encontraba sentado, alto y erguido. Sus majestuosos cabellos blancos contrastaban con la piel oscura de su capa, bajo la cual resultaban visibles sus brazos desnudos y las muñequeras tachonadas de pinchos. Los rasgos de su cara se perdían en la sombra. En ocasiones, la luz de las estrellas se reflejaba en las gemas y el marfil del mango de la espada que pendía sobre su cadera.
A Laszlo se le ocurrió que tal vez el desdén del margrave hacia los tronos no fuese tan completo; el asiento que tallaran los Colmillos Plateados era sencillamente demasiado frágil para su gusto, puesto que esa noche la propia montaña le servía de trono mientras observaba desde lo alto, autoritario, al joven visitante.
—Mi señor margrave —anunció Laszlo en un alemán fluido—, Hans Golpea Primero, emisario de la Manada de los Manantiales de la Montaña.
Enfrentado al grandor de la montaña y a la majestuosidad del margrave, Golpea Primero parecía que se hubiera olvidado por completo de Laszlo, hasta que hubo pronunciado aquellas palabras. Eso era algo a lo que Korda Laszlo ya estaba acostumbrado. Su misión consistía en pasar desapercibido, mantenerse en la sombra, observar.
—Saludos, Hans Golpea Primero, bienvenido —dijo Konietzko en un alemán igual de impecable—. No hace tanto que mis viajes me llevaron a tu territorio y al de los tuyos. ¿Traes noticias de los ancianos de los Manantiales de la Montaña?
El margrave hablaba en voz baja; quizá fuese la acústica de la pared rocosa lo que producía aquella impresión de que el discurso de Konietzko asaltaba a su audiencia procedente de todas direcciones.
Con la mirada perdida en la noche, la altivez del forastero pareció reducirse; el propio Golpea Primero parecía encogerse en presencia de Konietzko. No menguaba tan sólo su tamaño, sino también su confianza.
—Mi señor margrave, no he venido ante vos para hablar en nombre de mi manada —comenzó Golpea Primero, obligándose a conciencia a conservar su porte orgulloso—. Hablo en nombre propio y expongo mis propias ideas… y las de un puñado de individuos que las comparten. Aunque quizá no sean tan pocos.
Konietzko, con el rostro ensombrecido por una máscara de tinieblas, miró en silencio a su huésped.
—¿Cuáles son esas palabras que me traes, pues, tanto tuyas como de esos otros?
Golpea Primero vaciló. Miró alrededor, pero el margrave, Laszlo y él se encontraban a solas.
—Nos gusta lo que les dijiste a nuestros ancianos —comenzó despacio, antes de ganar velocidad e intensidad, como si una vez que empezara a hablar ya no pudiese detenerse—. Nos gusta lo que dijiste acerca de expulsar a la Tejedora y destruir al Wyrm. Nuestros ancianos hablan, hablan y hablan, intentando consolar los sentimientos heridos de otras tribus, mientras nuestros jóvenes guerreros mueren y la Tejedora ocupa nuestro territorio. Se diría que el número de los Danzantes aumenta con cada día que pasa.
Golpea Primero guardó silencio, finalizado su discurso. Las palabras se perdieron en la noche.
—Me alegra el que mis opiniones reciban tan cálida acogida —repuso Konietzko—, pero el viaje desde Suiza es demasiado largo como para emprenderlo con la intención de no decir más que esto.
Golpea Primero estiró el cuello, como si su collar le apretara; volvió a mirar alrededor, reticente a continuar, aunque lo cierto era que había tenido cientos de kilómetros para escoger sus palabras.
—Los ancianos… —comenzó—. Dicen…
—¿Qué es lo que dicen los ancianos? —preguntó Konietzko, con voz neutral, sin prestar ni negar apoyo.
—Dicen… algunos de ellos, desde vuestra embajada a nuestra manada… que sois un demagogo, un tirano, que buscáis poder y control para vos, que no sois digno de confianza. Dicen que no os limitaríais a proteger el territorio Garou, sino a exterminar a los humanos, provocando así un segundo Impergium.
Parecía casi azorado por las difamaciones que había desgranado.
—Y, ¿qué es lo que dices tú, Hans Golpea Primero?
—Ya… ya os lo he dicho —repuso, sorprendido por la pregunta—. No estoy de acuerdo con los ancianos. Tampoco mi manada… y otros, amigos, de nuestra manada y de otras. Los ancianos retuercen vuestras palabras. Sabemos que hay que detener la destrucción del Kaos, pero eso no implica que haya que esclavizarlos.
Laszlo asistía a la conversación en curso con interés. Podía prever adónde conduciría. Hans Golpea Primero no era el primer descontento idealista que acudía en busca de la Manada del Cielo Nocturno; ni el primer cachorro que se adentraba demasiado en el inhóspito mar de la política.
—Eres portador de argumentos a favor y en contra de lo que he dicho —sentenció Konietzko—. Ya conozco esos argumentos. ¿Es eso lo único que traes?
Golpea Primero intentaba ocultar su nerviosismo. Estaba claro que había esperado que el margrave fuese el primero en sacar a colación lo que el joven Garou había ido a decir en persona, pero no sería ése el caso. Con una resolución admirable, y no poco desasosiego y resignación, Golpea Primero fue al grano.
—Yo… y aquellos con los que he hablado… creemos que la Manada de los Manantiales de la Montaña no puede seguir rigiéndose por las decisiones de los ancianos. Tengo la intención de retar a Guy Diente de Sabueso, nuestro líder.
Las palabras flotaron, pesadas, en el cielo alpino. La tormenta, antes distante, ya no se encontraba tan lejos. Sus retumbos se oían cada vez más cerca, y los centelleos de los relámpagos iluminaban la falda de la colina y la llanura a sus pies. La melena plateada de Konietzko relucía en medio de la noche eléctrica, pero su rostro, su expresión, su carácter, seguían siendo tan inescrutables como siempre.
—Por lo general —dijo el margrave—, se me tendría que informar, a modo de cortesía, una vez hubiese tenido lugar el traspaso de poderes.
Pese al temple al que había sometido su coraje, Golpea Primero no estaba preparado para la indiferencia de la respuesta de Konietzko. La fría recepción del margrave lo había desarmado por completo; intentó ofrecer una explicación pero ni siquiera pudo formar una frase completa, tan sólo balbuceos, como si no fuese el único nativo de habla germana sobre la cara de la loma.
—Ah, que no querías limitarte a informarme —dijo Konietzko, encontrando algo de significado entre la aturrullada consternación de su invitado—. Buscabas algún tipo de ayuda por mi parte, algún tipo de apoyo. —Golpea Primero asintió con la cabeza, avergonzado y aliviado al mismo tiempo por no tener que explicar la totalidad de su plan. Sin embargo, no escaparía tan fácilmente—. ¿Qué clase de apoyo quieres de mí, Hans Golpea Primero?
En honor a la verdad, Golpea Primero recuperó enseguida la compostura y adoptó el gesto de un suplicante orgulloso… aunque suplicante, al fin y al cabo.
—Aceptaría cualquier tipo de ayuda que pudieseis prestarme, mi señor margrave. Cualquier cosa que pudieseis enseñarme y que hiciese mi victoria más segura.
—Más segura. Interesante elección de palabras. Si deseas estar más seguro, es que no estás nada seguro. Veamos si entiendo lo que quieres decir. Estás seguro de que puedes superar a Guy Diente de Sabueso si lo desafías a combate, dado que es viejo, mientras que tú eres joven y fuerte. Puede que incluso estuvieses en lo cierto. En tal caso, él, en su condición de retado, no elegiría combatir. Estás menos seguro de poder derrotarlo en los juegos, por lo que te gustaría disponer de algún fetiche o de una palabra mágica que te asegurase la victoria. En cuanto al duelo de voluntades, no estás seguro en absoluto, ya que Diente de Sabueso es viejo y sabio, además de dueño absoluto de la rabia que habita en su pecho. ¿Qué es lo que obtendría yo a cambio de solventar tanta inseguridad?
—Me encargaría de que la manada obedeciera vuestra voluntad —insistió Golpea Primero—. Dispondríais de más soldados para enfrentaros a la Tejedora y al Wyrm. Extenderíais vuestra influencia hacia el oeste, además de aquí. El margrave Konietzko exhaló un suspiro.
—Los asuntos de la Manada de los Manantiales de la Montaña son cosa suya. La elección de su líder no es algo que me concierna. Me dijiste que no creías en las calumnias que tus ancianos proferían contra mí, pese a lo cual te presentas aquí para cumplir sus profecías respecto a mi persona. ¡No! Silencio cuando yo hablo, cachorro. —Golpea Primero, que pensaba interrumpir, cerró la boca y guardó silencio. Konietzko, conservando su súbita intensidad pero sin alzar la voz, continuó—: ¿Acaso no ves la ofensa que supone esto? ¿Compartes las dudas de tus mayores? ¡Así debe ser, si me pides que me convierta en su tirano! ¿Te crees que obtuve esta manada a base de engaños? ¿Te crees que estas cicatrices que porto las gané en los juegos?
Konietzko escupió la palabra con desprecio. Se puso en pie, irguiéndose sobre Golpea Primero. A modo de respuesta, la avanzadilla de la tormenta entró en erupción por encima y alrededor de ellos. El haz de un relámpago iluminó la melena del margrave, sus ojos feroces, las gemas que adornaban la empuñadura de su espada. El trueno retumbó entre sus costillares. Una rociada de grandes y pesadas gotas de lluvia salpicó a piedras y Garou por igual. Entonces se desató la tormenta, cubriendo las montañas con velos de agua, azotando el viento a todo el que no se encontrase a cubierto.
Golpea Primero, al igual que Laszlo, retrocedió un paso de forma instintiva, apartándose de la rabia encendida del margrave. La tormenta había conseguido que se desprendiera el vaho de la figura de Konietzko, pero éste no parecía incómodo.
—Sin embargo, no creas que me ofendo —dijo al fin, tras un momento que había bastado para empaparlos hasta los huesos—. Sé que no era tu intención insultarme. No has recorrido tantos kilómetros para eso.
—Gracias, mi señor margrave —replicó Golpea Primero, visiblemente aliviado—. No era ésa mi intención. Yo nunca… no… —Sus palabras se perdieron en la furia de la tormenta.
—Es tu corazón el que habla, un corazón que aún es joven y tierno. Eres un Hijo de Gaia y, por tanto, apasionado. Lo que has dicho aquí no trascenderá. Las palabras perecen, se las lleva la tormenta. Pero no te enviaré de vuelta desolado y con las manos vacías, después de tan largo viaje. Te ofrezco dos cosas. La primera es un consejo: vuelve a tu manada, Hans Golpea Primero. Vuelve y escucha a Guy Diente de Sabueso. Aunque él y yo veamos el mundo de forma distinta, su sabiduría es mayor que su edad. Escúchalo y aprende. Pero has de saber que el Apocalipsis se acerca. Los espíritus hablan de ello en sus canciones, y la propia Gaia clama a voces por la redención. Mi segunda oferta es una invitación: tú, tu manada, los tuyos, siempre seréis bienvenidos aquí. Si tu túmulo no corre peligro, vuelve, afila tus dientes contra los servidores del Wyrm. Siempre nos harán falta buenos guerreros, y el tiempo que pases con nosotros te fortalecerá, igual que el fuego templa la espada. Habrá una batalla final, y pronto.
Golpea Primero se inclinó. La lluvia torrencial ya le había aplastado el pelo contra la cabeza; el agua corría por su cara y goteaba desde la punta de su nariz, de su barbilla, aunque parecía no darse cuenta.
Korda Laszlo observaba, maravillado. El margrave Konietzko le había negado al cachorro, en términos expeditivos, aquello que lo había impulsado a recorrer cientos de kilómetros y, sin embargo, Golpea Primero abandonaría aquella loma agradecido, admirando al margrave más que nunca. Cualquier Garou podría haber sucumbido ante la rabia al recibir la severa reprimenda de Konietzko, pero el margrave había acobardado a su joven visitante sin por ello alienarlo.
Konietzko había conseguido, además, otro objetivo. Aunque las palabras de Golpea Primero no saldrían de aquella colina, las que había pronunciado el margrave se propagarían, contrarrestando así las acusaciones postuladas por los ancianos de la Manada de los Manantiales de la Montaña. Los Hijos de Gaia, como cualquier otra tribu, constituían una circunscripción que había que acatar, amén de saber aprovechar. Las disertaciones acerca de las diferencias entre las tribus siempre estaban bien, dentro de unos límites; pero, al fin y al cabo, Guy Diente de Sabueso no había nacido para guerrero, no era el líder que comandaría a la nación Garou. En tiempos de desesperación hacía falta un gobierno firme. Los Garou más jóvenes parecían intuirlo y desearlo, y ahí era donde estribaban las esperanzas para el futuro.
Mientras Laszlo conducía a Golpea Primero de vuelta por el sinuoso sendero, el Señor de la Sombra tuvo el presentimiento de que volvería a ver al cachorro, quizás al lado de sus compañeros de manada. A las órdenes del margrave, lucharían contra el Wyrm dondequiera que habitase, cada vez que surgiese… a fin de perpetuar la existencia de Gaia.