Las cenizas se arremolinaban. La nieve caía desde la oscuridad hasta la tierra, cubriendo sangre, cadáveres, agolpándose sobre la chepa de una bestia jorobada, el color blanco sobre el negro. Su único movimiento era el de arrastrar las garras por una piedra agrietada, lentamente, una y otra vez. Creando nuevos surcos en el arenoso feldespato. Con añoranza, Arroyo deseó poder tomar una copa, pero su furia le había hecho saquear el bar de Canción de Víspera, hacerlo arder, abandonarlo a su destino como escombros carbonizados. Lo mismo había sucedido con la casa. Había desaparecido. Los años harían crecer la maleza sobre ella. Quedaría oculta, olvidada. Como si nunca hubiera existido. Como si ella nunca hubiera existido.
La nieve caía. Fría. Aturdidora.
Sintió como aquellos desiguales ojos lo observaban, y entonces se volvió para contemplar la horripilante y espantosa criatura lupina, con la piel cosida a partir de parches de la piel de Garou caídos. Arroyo gruñó. El lobo lo contemplaba sigiloso como la noche, hasta que la fina capa de nieve que le cubría la frente cedió bajo su propio peso y avanzó a modo de pequeña avalancha por la colina de la ancha nariz del lobo espiritual. Agitó la cabeza, convirtiendo el polvo en una fina bruma que se aposentó lentamente.
—¿Por qué? —fueron las únicas palabras de Meneghwo.
—La Perdición ha sido destruida —gruñó Arroyo—. Déjame en paz.
El lobo se sentó y lo observó. Entretanto, la rabia de Arroyo ardía. La nieve no podía caer con fuerza suficiente para ocultar los restos repartidos por el suelo de aliados y enemigos, ni tampoco los del destrozado santuario, aun cuando los montículos de nieve empezaban a adoptar una redondez poco distinguible, con los rasgos más precisos haciéndose vagos y romos.
—¿Por qué? —preguntó de nuevo Meneghwo, con su espeso pelaje oscurecido por nieve y sombras.
Arroyo mostró los colmillos, se esforzó por mover sus fauces como si estuviera masticando, como si no pudiera pronunciar las palabras que iba a decir.
—«Mira al futuro», me dijiste —se mofó Arroyo—. Pues eso haré. Porque el futuro es todo lo que me queda.
—Ya no hay futuro alguno en este lugar —dijo Meneghwo—. Al menos no para ti. —Arroyo ladeó la cabeza para hacer frente a aquel último tormento—. Tu futuro descansa entre cenizas y escombros.
A Arroyo se le erizó el pelo. No pronunciaría su nombre, no pensaría en ella.
—Mi futuro está con mi clan.
—Ya no hay clan.
—¡No hay clan porque hicimos lo que nos pediste! —gruñó Arroyo.
Meneghwo negó apesadumbrado con la cabeza, con un gesto lleno de lamentación.
—De veras que tanto tú como tus hermanos y hermanas me habéis servido bien. Pero todos ellos han desaparecido ya. Y tú… tú estás demasiado cerca del resentimiento que acabó por engullir a tu padre.
—Pero yo no soy mi padre —dijo Arroyo desafiante, con los dedos engarrados dispuestos a un lado, mientras la bruma rojiza amenazaba con inundarlo.
—No —dijo Meneghwo—. Pero al igual que él había estado dispuesto a arrebatar la vida de su propio hijo, tú completaste esa acción.
Arroyo se tambaleó, golpeado por el peso de unas palabras que no podían ser verdad. La bruma rojiza se disipó, dejándolo débil y vacilante ante su acusador.
—Pero no puede ser que… no… Soy un metis.
—Ella iba a darte un hijo.
—No es posible —musitó Arroyo—. Soy un metis. No puedo engendrar a un niño.
—¿Crees que por estar bajo el auspicio de la luna creciente conoces todos los misterios del mundo espiritual? —preguntó Meneghwo con una repentina agresividad en su voz. Ese tono se apagó rápidamente, y regresó al lamento—. ¿No te dije que el enemigo no era el pequeño? ¿No te toqué el pecho y te enjugué la sangre de los ojos? El futuro era tu don, y aun así lo rechazaste. Superaste con éxito la prueba de la guerra, pero fracasaste en la de la sabiduría. —El lobo, pausadamente, negó con la cabeza—. El clan desapareció. Para ti ha dejado de existir. Los espíritus no te responderán ya más en este lugar. Presenciarás el Fin de los Tiempos. Blandirás garras y dientes en las batallas definitivas, pero tu camino hasta entonces será solitario.
Arroyo sintió que lo abandonaban las fuerzas.
—Pero eso no es posible —dijo dejándose caer de rodillas en la nieve.
Mas el lobo espiritual ya había desaparecido, y no hubo nadie que lo escuchara. Arroyo estaba solo con las cenizas de sus hermanos y hermanas, de sus ancestros, de su pasado.