Sands estaba al volante del coche. Luchaba contra el impulso de conducir más y más rápido de lo que debía. Sentía que debía dar la vuelta, regresar, hacer todo lo que estuviera en su mano para ayudar a sus amigos. Pero no pensaba hacerlo. Ellos habían tomado su elección. Él y Julia habían tomado la suya propia. «Ya es demasiado tarde —se decía una y otra vez—. Fue demasiado tarde desde el momento en que salieron por la puerta». Sin importar lo que le apremiara la conciencia, conducía hacia el sur. La única pregunta era a qué velocidad. Cada pocos segundos miraba por el espejo retrovisor, siempre esperando ver a una criatura lupina corriendo a una velocidad endiablada, alcanzándolo. Pegó el acelerador un poco más a la tabla.
Julia estaba a su lado, en silencio.
«No fue cobardía —pensó—. No elegir el suicidio no es cobardía». Tenía algo por lo que vivir. Y Julia igual. No iba a salvar al mundo de una batida. Lo mejor que podía hacer era cavarse una madriguera, cuidar de sus seres queridos. Miró a Julia, esperando que le devolviera el gesto. Pero no lo hizo. Entonces volvió a mirar la carretera que se abría frente a él.
—Julia. —No hubo respuesta—. Si algo me ocurriera… ¿podrías cuidar de Faye por mí?
—¿De tu esposa? —dijo. Sands asintió—. Lo intentaré.
—Eso es todo lo que me atrevo a pedirte.
Siguieron avanzando sobre la carretera, un kilómetro tras otro. Cada giro del cuentarrevoluciones era una acusación silenciosa. Sands no podía evitar sentirse aliviado al alejarse de aquel lugar. Habían huido de la ciudad inquietados por las acciones de la policía. Y ésta parecía ahora una amenaza menor. Sin embargo por otro lado, e impulsado por unos sentimientos más inmediatos y desconcertantes, la ausencia de aquellos a los que habían dejado atrás pesaba como una losa sobre él.
—No pudimos hacer nada —dijo—. Y aunque hubiéramos…
—Calla —dijo Julia—. Deja de… —Se sentía incapaz de hablar de los muertos. Primero Albert, y ahora John y Clarence.
Pero Sands no soportaba aquel silencio. Era incapaz de estar solo con sus pensamientos.
—Háblame de Timothy —dijo.
Julia se puso tensa. Pero sabía, debía de saber, por qué le preguntaba aquello. Entonces empezó a hablar. Al principio de forma entrecortada y cada vez con menos dificultad, pero siempre teniendo que esforzarse por hacerlo. Le hablaba de su hijo, le contaba todo lo que se le ocurría acerca de él. Sands nunca había visto a Timothy. Julia nunca le había enseñado una fotografía. Mientras charlaban, Sands se imaginó a otro niño pequeño, un niño al que había visto todos los días hacía ya varios años. Un niño al que había vuelto a ver recientemente, aunque eso nunca debía haber ocurrido así. La voz de Julia hacía más soportable el zumbido del asfalto y, mientras tanto, iban dejando kilómetros a sus espaldas.