Capítulo treinta

Los árboles se doblan bajo el peso de la nieve recién caída, que los cubre como una segunda piel. Los de hoja perenne son los que se llevan la peor parte. Me recuerdan un poco a Arroyo, o a unos exóticos pájaros blancos. Todo parece estar apesadumbrado, cerca del suelo, incluso el propio cielo repleto de nubes espesas, sin un solo claro. Tras días y noches de arrastrarse sin tener ningún sitio al que ir, el tiempo parece haberse puesto en marcha de nuevo. Arroyo y yo nos abrimos paso lentamente por el bosque. Por ahora todo parece ir bien. Dejamos mi mundo, y aún no hemos alcanzado el suyo.

Aparento ser parte de él, intento pisar allá donde él ha pisado, pero mis piernas no son tan largas como las suyas. Incluso con su cojera. Me estiro para alcanzar los huecos en los que sus pisadas han interrumpido la capa de nieve, pero no lo logro del todo. Consigo hacerlo casi una de cada tres veces. Casi siempre acabo perdiendo el equilibrio, no del todo, sin caer de culo y hacer angelitos en la nieve, pero casi. Cada vez que aparto una rama, la nieve cae de ésta hasta el suelo, amontonándose. Me pregunto si Arroyo habría dejado algún rastro de no haber ido conmigo. Entonces hubiera sido un lobo que surcara el bosque, cazando, aullando, aislado completamente del mundo de los humanos. La otra vez que fuimos al lugar al que nos dirigimos ahora me condujo hasta él en forma humana, no como monstruo, como lobo. ¿Lo haría así por mi propio bien? ¿Qué forma adoptaría para sentirse él mismo? ¿Qué piel se pondría para estar en casa?

El lugar al que me lleva es secreto, sagrado, es un santuario. Siempre está con todo esto de los santuarios. Dice que la cerveza que guardo en el frigorífico, sin beber, es un santuario, y se siente mal porque no estuvo seguro hasta habérsela bebido del todo. No tenía sentido para él. Como este lugar no tiene sentido para mí, o para cualquier otro humano.

Pero me lleva hasta allí.

La última vez que lo hizo, sus compañeros no se lo tomaron demasiado bien. Quisieron matarme, quisieron matarlo. Lo hubieran hecho de no ser por el Lobo. «Mirar al futuro», dijo aquél. Ahora sé qué significa. Debería contárselo a Arroyo, pero soy incapaz de hacerlo. Debo hacerme a la idea de cómo serían las cosas aquí, en este mundo.

Quizá sea por eso que Arroyo me lleva de vuelta a aquel lugar, ahora que la mayoría de sus compañeros han desaparecido. Pude ver a dos de ellos, los vi espatarrados y sobre los hombros de Arroyo, en la trasera del laboratorio. Siempre los ha llamado su gente, incluso cuando querían matarlo. Y a mi no se me ocurrió otra cosa mejor que decirle que me alegraba de que hubieran muerto. Debería odiarme por eso.

Y yo debería odiarlo por lo de Floyd. Aún estoy furiosa, aunque no pueda abrir esa parte de mí a Anne. Sencillamente no puedo. Es porque algo más que Floyd murió ese día. Él era mi vínculo con ese mundo, mi última esperanza de regresar. Podría rendirme, eso fue lo que pensé hacer, por eso le hablé a Clarence del santuario. Pero cuando Arroyo regresó… ¿Es que está mal por mi parte que quiera aprovechar la única oportunidad que me queda, que quiera vivir? Clarence y sus amigos no tardarán ya demasiado en marcharse, y para entonces yo estaré aquí. Espero.

Observando a Arroyo, mientras avanzo a trompicones por entre los árboles intentando seguirle el paso, sigo sin acabar de entender cómo logra moverse tan bien. Con la chepa y todo eso, incluso cojo. Tiene una gracia especial, sobre todo ahora que no ahoga sus penas con una botella. Incluso como monstruo no pierde esa gracia. Puede incluso incrementarla; lleno de rabia, un asesino, pero con gracia. Ojos y garras y… prefiero no verlo así. Al menos no ahora. No después de todo lo que ha ocurrido. No después de lo de Floyd.

Agito la cabeza, intento deshacerme de esos pensamientos. Saboreo la sangre que brota de mi labio, me lo estoy mordiendo. No pensaré más en todo eso por ahora. No pensaré en Floyd. Hay que mirar al futuro. El Lobo se lo había dicho a Arroyo, y yo ahora puedo entenderlo perfectamente. La gente muere todos los días, en todas partes del mundo. Floyd no va a volver porque yo me haga tajos en las muñecas, no se va a generar por arte de magia un nuevo marido listo para ir con Anne, o un padre para esas niñas. Hay que mirar al futuro. Hay una imagen mayor que todo eso, y si me esfuerzo por contemplarla, podré llegar a formar parte de ella.

Arroyo lleva el abrigo que le compré por siete papeles. Nunca usará gorros o guantes, no le gustan, dice que le estorban. Mi gorro se me aplasta todo el tiempo contra las orejas. Probablemente tenga aspecto de tarada, pero qué diablos. Los mitones de lana son bastante útiles para mantener mis manos calientes; no tengo por qué mirarme la mano ahora, no tengo que pensar en ella. Llevo todas mis ropas de abrigo puestas, pero aun así no consigo librarme del frío. Me pregunto qué pensarían de mí mis antepasados si pudieran verme ahora. Sudando en las junglas o los desiertos de África, ¿habrían conocido alguna vez un frío así? No tengo ni idea. Tampoco sé exactamente de dónde procedían, ni lo que hubieran podido saber o no. Ni siquiera conozco sus nombres. Supongo que llegarían a este país encadenados. Era la única forma de hacerlo. Ni siquiera era aún exactamente este país. Puede que tuvieran inviernos fríos en las plantaciones del sur. No podría decirlo. Mi familia y sus parientes, esos sí que pasarían frío allí en Detroit. Y Clarence también, que se crió allí. En realidad es la última familia que me queda. Aunque sea un bastardo. Todo irá mejor después que se vaya. Quizá se marchen todos muy pronto.

Familia. Hogar, o lo que solía serlo. No voy a ese lugar. Si pienso así voy a conseguir volverme loca. No puedo olvidar toda la mierda que ocurrió allí. Si me largué fue por una razón. La muerte estaba cada vez más levantisca. Lo suficiente como para no confiar en los vivos. Lo menos que los muertos pueden hacer es quedarse como están. Cadáveres caminando calle abajo o sentados en un restaurante, con la piel hecha jirones; un fantasma de pie en una esquina, esperando quién sabe qué: un semblante retorcido asomándose por la cara de otra persona; y nadie más que yo lo ve. Mierda, no. Otra vez estoy poniéndome nostálgica, con lágrimas en los ojos, al recordar todo eso. Tampoco es que ahora me vaya mucho mejor.

Eh, vigila, Arroyo se detiene y estoy a punto de lanzarme hacia las pisadas sobre las que él aún está en pie. Se reclina, comprobando una pequeña irregularidad en el terreno, frente a nosotros. La ventisquera me llega aquí por las rodillas. Lo veo excavar, con las manos desnudas, me hace sentir frío con sólo mirarlo, apartando la nieve.

—¿Qué haces? —le pregunto. Mi voz suena graciosa, amortiguada, como si estuviéramos en una cueva, una cueva de nieve. Me mojo los labios. Los siento fríos, secos, agrietados.

No me responde, sigue apartando nieve, y veo que ha encontrado algo: una pequeña franja de reluciente hielo. Y bajo ella hay agua, una pequeña corriente que sigue fluyendo.

Miro a mi alrededor. Ya he estado aquí antes, pero no había reconocido el lugar. Todo aquí fuera parece muy diferente según la hora del día o la estación. Día, noche, verano, invierno. No es así en la ciudad. Un edificio es siempre un edificio, con luz natural o artificial, en plena ola de calor o con ventisca. No importa.

Arroyo vuelve a alzarse y retomamos la marcha, siguiendo la senda de la depresión en el suelo, la corriente camuflada. Estoy atenta a no acercarme demasiado. No tengo ni idea del grosor que podrá tener ese hielo, y creo que prefiero no comprobar si mis botas son realmente resistentes al agua. Bueno, a lo mejor me crecen unos pies nuevos si éstos se me congelan. Vaya chasco.

Seguimos caminando un rato más. Cuando Arroyo se detiene de nuevo, esta vez estoy preparada. No me estampo contra su culo. Sin embargo, sí tardo unos segundos en ver por qué ha parado. Hay un hombre en las cercanías de la depresión que sé que es la corriente. Está paralizado, casi formando parte del bosque, como un árbol. Es hermoso, del mismo modo que puede serlo un ciervo que salte por entre la maleza. De su largo cabello plateado brotan plumas. Viste unas pieles y botas de gamuza. Parece algo confundido, no demasiado contento, y sus ojos azul claro preguntan: ¿Qué hace ella aquí? El extraño y Arroyo Negro intercambian tensas miradas.

Hombres. No dejo de repetirme que son sólo eso, pero sé bien que no es verdad. Al menos no del todo. No los miro. No en ese sentido. Igualmente, sin mi visión puedo percibir cómo Arroyo camina por el filo de la navaja. Alienta su rabia. Nunca la tiene demasiado escondida. Hay asuntos pendientes entre los dos, una especia de desafío tácito. Casi puedo ver temblar cada uno de los bigotes del semblante blanco de Arroyo, en su esfuerzo por contener su furia. Me pregunto, y no por primera vez, qué pasaría si me dirigiera a mí esa mirada. ¿Sería capaz de hacerme daño? ¿Lo sería? Empiezo a tiritar.

Siguen como congelados, mirándose, esperando. Tras ellos hay un pequeño montículo nevado. Tiene algo de familiar, pero es diferente a como pude verlo la vez anterior, como la corriente cubierta de hielo. Ya sé dónde estoy. Aquí es donde estalló la pelea la última vez. Señalo al montículo.

—Ahí está el santuario —digo, como queriendo aliviar la tensión entre ambos—. No lo había reconocido con tanta nieve.

Lentamente, a la par, ambos se giran para mirarme. Ahora los dos parecen estar preguntándose qué demonios estoy haciendo aquí. Quisiera poder arrastrarme hasta detrás de una roca. Siento un nudo en la garganta. Finalmente apartan la mirada, vuelve a observarse mutuamente, como si yo no estuviera aquí. Pero lo estoy.

El otro toma la palabra.

—Evert no permitía la presencia de humanos.

—¿Acaso ves por aquí a Evert, Lunático? —pregunta Arroyo.

—¿Se llama Lunático? —susurro. Si pudiera distraer a Arroyo, no dejar que las cosas se pongan demasiado raras… Parece que todos tienen esos nombres tan extraños.

—Tanto como él puede llamarse Chepa —dice el extraño, ofendido.

Perfecto, quizá debería haber mantenido la boca cerrada.

—Podría haberme llamado Chepa todos estos años —dice Arroyo Negro, con el mismo resentimiento que el otro tipo. Malas noticias. Desearía que hubiera una salida de emergencia en lugar de kilómetros y kilómetros de árboles—. Éste es Ladra-a-las-Sombras —me dice Arroyo.

Entonces me carcajeo. Sí, claro, que bromista… pero nadie más parece reírse. Y él parece serio.

—Ladra-a-las-Sombras —susurro—. Entiendo.

Supongo que comparado con Arroyo Negro no es demasiado raro. Pero me guardo ese pensamiento para mí misma. Soy lenta, pero aprendo.

—Ella es Kaitlin Stinnet —dice Arroyo Negro a Ladra-a-las-Sombras—. Es una Pariente.

—¿Nacida de la Parentela? —pregunta Ladra-a-las-Sombras.

—Una Pariente de pleno derecho. —Dice Arroyo, y entonces añade—: Doy más crédito a esta persona que a tu línea de sangre Colmillo.

¿Pero qué diablos pretende? Estoy segura de que las palabras de Arroyo no van a servir para calmar a ese otro tipo. Parece que el resentimiento de Arroyo se hace más intenso, más profundo. Con todo…

—Tengo hambre —miento, esperando que no sea demasiado obvio. Vuelven a mirarme, como si acabara de aparecer de la nada. No importa que estén discutiendo por mí, pienso. Soy sólo una excusa—. Hoy aún no he probado bocado —le digo a Arroyo. Y eso sí que es cierto—. Podrías irme a por algo… cazar algo. Nosotros mientras encenderemos una hoguera. —Sólo de pensar en carne me entran arcadas, pero una distracción es una distracción.

No le gusta la idea, pero transcurridos unos segundos dice que bien, como sabía que iba a hacer, como había esperado que fuera a hacer. Se siente orgulloso de sus habilidades de cazador, y puede que sienta que me debe algo. Gruñe por unos instantes, de forma calmada, como desde el interior de su garganta. Puede que simplemente esté refunfuñando. Quizá sea sólo un aviso para mí, o para Ladra-a-las-Sombras. No estoy segura. Se aleja entre los árboles. En unos segundos ha desaparecido, como si nunca hubiera estado aquí.

Genial. Ahora estamos solos Ladra-a-las-Sombras y yo. A lo mejor no era una idea demasiado buena. Supongo que debería haberlo pensado mejor antes… antes que fuera demasiado tarde. Me observa. De cerca. Los árboles crepitan, cediendo lentamente bajo el peso de la nieve. No lo miro, al menos no directamente. Mirarlo fijamente no sería demasiado adecuado, ¿no? Sería un desafío, o algo así. No creo que sea buena idea. Miro el suelo, la nieve, empiezo a rebuscar, intento hacer un claro en el suelo para encender una hoguera. Ladra-a-las-Sombras se aleja. Respiro más tranquila ahora que no me observa como un halcón, como un halcón mirando… mirando a uno de esos pajaritos o conejos o lo que sea que coma un halcón. Pasados unos minutos, regresa con un montón de astillas para encender el fuego. Viene y va varias veces más, trayendo más palos y troncos más grandes de madera.

—¿Cómo lo hacéis, chicos? —empiezo a decirle—. ¿Cogéis dos palos y empezáis a frotarlos?

Se rebusca en el bolsillo y saca un encendedor.

—Vaya.

Lo observo mientras prepara la hoguera. Para él es como un acto reflejo. No necesita planearlo, ni pensar en ello. Cada trozo de madera encaja en su sitio, como si siempre hubiera estado allí. Una sola chispa del encendedor y todo empieza a arder. Todo el rato no dejo de decirme a mí misma que Arroyo no debería haberme dejado aquí con este tipo. No de nuevo. Casi empiezo a creerlo cuando lo pienso cien veces seguidas.

El chisporrotear de las llamas me entretiene. Al menos es algo que poder mirar. No tengo que esforzarme tanto por no mirar a Ladra-a-las-Sombras. No quiero que piense que lo estoy desafiando, como si pudiera ser tan estúpida. Además, tampoco creo que mi otra visión lo calme, y desde luego no tengo ganas de ver… bueno, el verdadero aspecto de este tipo. Al menos no ahora, no mientras Arroyo está fuera. A él ya me he acostumbrado. Puedo verlo como una persona, no como una de esas cosas, no como que tiene aspecto humano pero que sólo está a la espera de revelar su verdadera forma. No dejo de rumiar estos pensamientos, y eso me pone muy nerviosa… pero tengo mis razones para estar aquí. Hay cosas que debo entender, y no tengo mucho tiempo para hacerlo.

—¿Todos los demás están…? —No puedo decirlo, soy incapaz de terminar la pregunta. Siento la lengua aturdida, congelada. Recuerdo cuánto me asustó Arroyo cuando le dije que me alegraba de que hubieran muerto. ¿Y si digo también las palabras equivocadas a este tipo? Para él no significo nada.

—Muertos o desaparecidos —dice Ladra-a-las-Sombras.

No dejo de observar el fuego. Miro también a mi alrededor, a cualquier cosa menos a él. Acerco un tocón a la hoguera, aparto algo de nieve, me siento. Respiro profundamente, y decido volver a intentarlo.

—No te gusta que esté aquí. —Alzo la mirada hacia él, apenas durante un segundo.

Se encoge de hombros.

—Evert no permitía la presencia de humanos aquí. Pero Arroyo Negro es el nuevo alfa.

Alfa. Muy bien. ¿Pero de quién? ¿De ti y de él mismo? ¿De este solitario y recóndito lugar? Siento nauseas. Arroyo por fin ha puesto en marcha su vida, ha conseguido llegar a ser algo. No lo entiendo del todo, pero para él parece significar mucho… y yo he echado a perder su secreto. Peor aún, no le he contado el mío, y él más que nadie merece saberlo. Podría encaminar mi vida a pesar de todo. No podría ser cierto si no fuera por él, pero aún no estoy preparada para decírselo, no hasta que esté segura, hasta que sepa que es así como debe ser.

Vuelvo a mirar a Ladra-a-las-Sombras. Aún parece algo confundido, parece estar así casi siempre, como un chico no demasiado brillante que no acabara de enterarse. Sí, escúchame. No te dejes llevar. Puede que tenga el cerebro de un niño de dos años, pero puede llegar a alzarse hasta dos metros y medio de altura, y tiene unas garras y unos colmillos capaces de rasgar el acero, rebanar cabezas, matar.

Un sonido repentino, un chasquido, me sobresalta. Doy un respingo. Es Ladra-a-las-Sombras que está partiendo un palo. Creo que no se da cuenta de que me ha asustado. Si es así, no lo veo reír, no parece encontrarlo divertido. En cierto modo me alegra.

—Los demás… los que han desaparecido —le pregunto al tiempo que me esfuerzo por calmar mi corazón—, ¿no sentían demasiado por Arroyo Negro, no?

—Es que no es muy agradable.

Le doy vueltas a esas palabras. No era lo que había esperado. Tiene que saber que Arroyo y yo estamos… especialmente unidos. Pero no se anda con miramientos. ¿Me estará ocultando algo o me tomará por tonta?

—Entonces, ¿por qué aún estás aquí?

—Pertenezco a este lugar. Mi tribu no me quiere.

—¿Por qué no?

—No soy tan listo como debería. No doy la talla. Yo les avergonzaba.

Otra buena carga de franqueza. Ahora, en cambio, no transmite resentimiento, pues acepta este lugar, no espera encontrar nada mejor, no merece nada mejor.

—Pero te aceptaron aquí —digo.

—La madre de Arroyo Negro fue amable conmigo. Ahora está muerta.

—Lo sé. ¿Y qué pasa con Arroyo?

—¿Cómo que qué pasa?

—¿Por qué todos lo odian tanto? —le pregunto.

«¿Lo odias tú también? —estoy a punto de decir—, ¿o sólo intentaste matarnos porque ellos te dijeron que lo hicieras?».

Ladra-a-las-Sombras me observa con sus pueriles y confundidos ojos azul claro por más tiempo del que desearía. Parece que casi sintiera lástima por mí, como si yo fuera la estúpida, y se apenara porque tuviera que preguntar algo tan obvio.

—Es metis —dice—. Está maldito a los ojos de Gaia.

Esas palabras me hielan la sangre. La naturalidad con que las dice, no es que babee de odio… pero casi es peor: puro adoctrinamiento. Repite lo que le han inculcado, una aceptación superficial, tan mala como el sermón de uno de esos fanáticos que se dedican a infundir el odio. Por el modo en que dice metis, bien podría estar diciendo negrata. Sus ojos reflejan desprecio por Arroyo, no sólo por él, sino por cualquiera que sea como él… y sólo por cómo nació. Eso me revienta. Si pudiera transformarme en un gran monstruo malvado y arrancarle la cabeza de cuajo… Deshumanizan a cualquiera que sea diferente. Así es más fácil odiar. Es más fácil matar.

Claro que, entonces, consideraría a Arroyo algo más que un humano, y a Ladra-a-las-Sombras, y a todos los demás que son como ellos. Él es incapaz de verlo como yo. No le han enseñado a verlo así. Bastardo. Es incapaz de ver a Arroyo del modo que yo lo hago, y nunca lo hará. Metis. Negratas. Humanos. Me pregunto a quiénes odiará más.

Para cuando Arroyo vuelve, yo aún no he acabado de decidir qué respondería. Seguro que habría preferido cazar bajo alguna otra forma, pero ahí viene, como un humano, arrojando un conejo ensangrentado junto al suelo. El cuerpo renqueante choca contra la nieve derretida que hay junto al fuego. Ladra-a-las-Sombras se estremece, como si Arroyo le hubiera abofeteado la cara. Al instante pasa de estar completamente relajado a enfurecerse. Uno de los dos gruñe, quizá ambos. Es difícil asegurarlo. Es un sonido tan gutural…

Arroyo se toma cualquier cosa como una afrenta, un desafío, no importa si verdaderamente lo es o no. Es muy cabezota. Claro que Ladra-a-las-Sombras tampoco es que sea un santo. ¿Por qué odia tanto a Arroyo? ¿Por lo que es, porque los demás han muerto, porque las cosas no son ya como eran en los viejos días de gloria? Esto nunca funcionaría. Estos malditos bravucones estallarían antes de poder ceder el uno ante el otro. Nada que pueda hacer va a cambiar eso. Quizá si Arroyo supiera… si le dijera a lo que tengo miedo… ¿Bastaría eso para hacerlo cambiar, para que lo intentara? Arroyo es producto de su odio tanto como Ladra-a-las-Sombras. Puede que si tuviéramos años por delante… Pero no los tenemos. No puedo esperar tanto tiempo.

—Se me ha quitado el hambre —digo—. ¿Te importa llevarme a casa?

Arroyo me mira pero no discute. No me levanto del tocón, así que me coge en brazos. Ninguno de los dos nos despedimos de Ladra-a-las-Sombras, nos vamos sin más. Mientras me transporta, Arroyo cambia de forma. Al crecer, sus zancadas se hacen más largas y poderosas. Carga conmigo con total facilidad, como si no existiera, pero no del modo descuidado con el que llevaba al conejo. Su hocico lupino exhala chorros de vapor, agacha sus orejas al acelerar el paso y entonces el bosque, vestido entero de blanco, se desdibuja.

Me acurruco junto a él para calentarme, con los ojos cerrados. No sé el camino que está tomando. Seguramente me estará llevando de vuelta a casa. Vuelvo a posar mi mano sobre mi vientre. Incluso a través de mi parka puedo sentirla removerse. Es vida. Quiero contárselo. Voy a tener un bebé. No sé si será como tú o como yo, o algo intermedio. Pero no soy capaz de contárselo todavía. No puedo regresar al mundo normal. Necesito saber si podemos llevar una vida normal juntos. No sé por qué había esperado más de su gente, no después de lo que he visto. Supongo que pensé que, al no ser humanos, podrían tener un lado bueno. Y resulta que son más humanos de lo que pensaba.