Observar las manchas de humedad del techo es como ver crecer la hierba o la pintura secarse, sólo que lo hago tumbada. Podría cogerle el tranquillo, apretar los dientes, y aguantar así toda la vida. Siempre debe ser algo más grande, debe tener algún significado. No bastaba con que a un puñado de bastardos le diera por joderme la vida, tenía que estar la humanidad al completo queriendo cubrirme de mierda. No tengo otra cosa que hacer que salir corriendo. Seguir corriendo. Lo malo es que no hay ningún lugar lo suficientemente lejano. Aun así, vuelvo a intentarlo. Es como si el mundo me hubiera masticado y volviera a escupirme. No tiene sentido aparentar que todo va bien, que la vida volverá a la normalidad, incluso que exista una normalidad.
Eso me deja una sola opción, como mucho. Puede que ninguna.
Unas cuantas horas después del amanecer, Clarence me sube algo de comida. Quizá coma algo más tarde, cuando no haya nadie por aquí. A veces la mujer también me sube comida, pero casi siempre se ocupa Clarence. Puede que suponga que es su obligación, como familiar mío. A estas alturas debería saber que suponer no sirve de nada. Creo que le gusta estar en mi misma habitación porque así puede mirarme por encima del hombro, sentirse mejor que yo.
Hace unos días me subieron ropa, imagino que la comprarían en la ciudad. Ahí está todavía, apilada en una esquina. Aún no la he tocado. Ni pienso hacerlo. No les pedí nada. Ellos son los que han venido a ocultarse en mi casa. Podría haberles dicho que se fueran… pero no me atrevo. Si se lo digo y se niegan, entonces dejará de ser mi casa del todo, y habré perdido la última cosa que tengo y que significa algo para mí. Por eso es por lo que me quedo aquí tumbada, fingiendo que no existen, fingiendo que no están aquí, bajo mi techo. Contemplo las manchas de humedad. No sé nada de lo que ocurre en el mundo, fuera de estas paredes. Tampoco me interesa. No quiero saber lo que la poli ha podido resolver o no. No parece que tengan pruebas. Nadie recuerda demasiado. Toda esa gente vagando por la incineradora, estoy seguro de que alguno tuvo que ver algo… Pero nadie recuerda una maldita cosa. Por mi parte, yo no quiero recordar, no quiero saber qué ocurrió. Desde luego no pienso decirle nada a los polis. Pensaran que soy sólo otra estúpida más que no recuerda lo que ocurrió, ¿por qué iban a sospechar de mí? ¿Y por qué iba yo a sospechar de ellos? El mundo no tiene ya nada que me interese.
Maldita Anne. ¿En qué demonios pensaba al venir aquí? No iba a poder decirle nada. No iba a permitir que me arrastrara de nuevo de vuelta. No iba a pensar en Floyd, no iba a pensar en las chicas. Clarence y sus amigos se van, y yo me dejo ir. Todo como estaba. No necesito que Anne venga a llorarme. Tengo mis propios problemas. Si sólo supiera… No puedo permitirme ceder ni un centímetro. En cuanto lo haga, será mi fin. No necesito sus lágrimas. No puedo soportarlas. Ella tiene a sus niñas. Se tienen las unas a las otras. ¿Qué tengo yo? Es algo con lo que es difícil vivir. Por eso me quedo mirando al techo. Puede que me eche a dormir. Y todo desaparecerá. La casa, la gente, el mundo, todo.
Pero mi cuerpo no. No desaparecerá. Es imposible. Y hay algo malo en ello, algo diferente. Aún no me ha venido el periodo.
La mente se me pone en blanco, como si me hubiera cubierto con una manta la cabeza. No puedo ni pensar en cómo eso lo cambiaría todo, lo que puede significar esa nausea en mi estómago. Probablemente sea sólo por el estrés, la mala alimentación, estoy demasiado delgada, necesito descansar. ¿Pero podré asumir ese riesgo? No creo. Pensar en ello, reconocerlo, no lo hace más real. Pero en cierto modo, sí sirve de algo. Es demasiado real para ignorarlo, basta con sospecharlo… estrés, agotamiento, hambre. Lo siento demasiado real para dejarlo ir, para olvidarlo todo. ¿Y si…? El mundo normal, el mundo humano, no funciona bien, no para mí. ¿Y entonces qué me queda? ¿El mundo de Arroyo? ¿Es mejor acaso? ¿Serviría de algo? Pero es la única salida que me queda. Antes debo asegurarme. Sólo por si acaso.
Por si… mierda. Lo sé. Aún es demasiado pronto, demasiado pronto para que pueda saberlo. Pero lo sé. Hay muchas cosas que sé y no debería saber, que ninguna persona debería saber. Pero eso no las hace desaparecer.
Espera hasta la llegada del amanecer para venir. Supongo que es el momento más adecuado, si es que finalmente viene. No podría culparlo si no lo hiciera, no después de lo que le dije. Incluso les he hablado a Clarence y a ellos del sepulcro. Aunque puede que se ocupen de eso sólo por mí, para que no tenga que volver a encontrarme con uno de ellos. Pero todo lo que hacen es criticarse los unos a los otros. Estoy otra vez donde empecé… sola en medio de todo esto.
No consigo dormir. Lo oigo trepar por la ventana, reconozco el sonido, aunque haya esperado una semana entera para hacerlo. Así que al final ha venido. Eso puede significar dos cosas.
La ventana se abre. Escucho unas pisadas silenciosas. Es endiabladamente sigiloso para tener ese tamaño, para andar con esa espalda retorcida y esa cojera. ¿Qué será esta vez, una mano sobre el hombro o unas garras dispuestas a arrancarme la cabeza? Está junto a la cama. Sólo ahí, sin más. Observando. ¿Decidiendo? ¿Se le hará tan largo a él como a mí? Se me hace eterno.
Me doy cuenta de que no lo oigo ni respirar. No escucho los sonidos animales que oiría si hubiera venido como monstruo esta noche. Casi antes de poder considerar esos pensamientos, siento su tacto. Una mano sobre mi hombro. Dios mío. Eso me asusta más que si hubiera intentado matarme. Pero ahora no puedo rendirme. Aún debo hallar mi camino. Su toque me sobresalta. Me dice que me tranquilice, me susurra que me calme. Intento fijar la vista en él en medio de la oscuridad. Es un hombre, pero lo imagino como lo vi la última vez, todo abrasado y ensangrentado, cargando esos cuerpos sobre sus hombros. Le pongo la mano en la cara. Es como lija, pero no tiene ningún tajo ensangrentado, ninguna cicatriz rugosa. En la penumbra, casi logro olvidar que la mano con la que lo toco surgió de la nada, casi puedo olvidar los cambios que suceden en mi interior.
Quiero llorar, me esfuerzo por no hacerlo hasta no sentir las lágrimas recorriendo su rostro.
—Lo siento —le digo, casi atragantándome con las palabras—. Lo siento tanto… Siento lo que dije.
—No importa —dice—. No importa. Yo también lo siento. Lo siento por todo.
Pero son tantas cosas más… Hay mucho que poner en orden, pero ahora no es el momento. Así que me limito a asentir, le enjugo las lágrimas y él hace lo propio con las mías, ambos intentamos no sollozar. Ahora soy yo quien lo consuela. Señalo el suelo. Ellos están aún en el piso de abajo.
Él asiente.
—Acompáñame —dice.
Me deslizo dentro de mi ropa, agarro mi abrigo. Ha cambiado. Vuelve a ser monstruo, pero la rabia de sangre está aún debajo de la superficie. No tiene intención de asustarme. Me acaricia el pelo. Dejo escapar el aire suavemente, no lo había contenido de forma consciente. Me coge, me sostiene en sus brazos y atraviesa la ventana. Un segundo más tarde salta, y estamos viajando a través de la oscuridad de la madrugada.
Sands despertó a medias, ligeramente consciente de unos sonidos que no parecían proceder de demasiado lejos. Escuchaba movimiento, el crujido de ropa, y algo más. Dio un respingo al escuchar la voz, familiar y extraña al mismo tiempo… hueca, electrónica: «Lo siento. Lo siento tanto… Siento lo que dije».
Era la voz de Kaitlin. Sands echó un vistazo a la habitación. Julia estaba despertándose también. Clarence y Hetger estaban sentados el uno junto al otro. Clarence tenía algo en las manos… uno de los auriculares que utilizaron en las cloacas en Iron Rapids.
«No importa —dijo otra voz humana, la voz de un hombre—. No importa. Yo también lo siento. Lo siento por todo».
La mente de Sands tardó unos segundos en abandonar por completo el sueño e interpretar correctamente lo que estaba oyendo. Las voces fueron sustituidas por silenciosos llantos, igualmente electrónicos, transmitidos por los cascos. «Estamos a cientos de kilómetros de Iron Rapids. No tienen tanto alcance». Se dio cuenta de que no lo tenían para comunicarse con Nathan, pero sí para transmitir de una pareja de cascos a otra.
«Acompáñame», dijo la voz masculina.
—Le has pinchado la habitación —susurró Sands. Clarence se colocó el dedo sobre los labios. Entonces escucharon más crujidos, movimientos y, finalmente, más sonidos: no procedían ya de los cascos, y probablemente Sands no los hubiera percibido de no haber escuchado antes aquella conversación. Parecían ser pisadas sobre el tejado del porche. Entonces volvió el silencio—. No puedo creer que le pincharas la habitación —dijo enojado, avergonzado, pero al mismo tiempo esforzándose por equiparar la voz humana que había escuchado a la del tipo que había visto acompañando a Kaitlin en la ciudad, y a la del monstruo que había visto en su propia casa.
—¿Te acuestas con nosotros todas las noches y dices que no puedes creer qué? —preguntó Clarence. Entonces se volvió a Hetger—. ¿Estás listo?
Hetger asintió.
Sands se quedó perplejo, sin acabar de creer lo que oía. Julia estaba también alarmada.
—No estaréis pensando ir tras ellos.
—Se trata del enemigo —dijo Clarence—, y no me importa si ella se ha vuelto loca o es estúpida, el caso es que no podemos dejarla en manos de esas cosas. Cuidamos de ella, y la traeremos de vuelta con nosotros. Esta misma noche.
—¿Cuidar de ella? ¿Cómo, matándolos? —farfulló Sands—. ¡La locura y la estupidez deben de ser cosa de familia! De ningún modo voy a salir ahí fuera.
—Ya suponía que no lo harías —dijo Clarence. Comprobaba su recortada y se rellenaba los bolsillos con cartuchos.
—John, ¿qué estás haciendo? —inquirió Sands. Hetger se estaba poniendo también el abrigo—. Estás ciego, por el amor de Dios. No se te ocurra ir con él.
John volvió el vendaje de sus ojos hacia Sands, justo hacia Sands, y no dirigiéndose hacia una dirección en general, como sospechando que por allí resonaba su voz.
—Claro que voy a hacerlo —dijo.
Sands se puso en cuclillas, consternado.
Julia no perdió el tiempo discutiendo con John o Clarence. Debía de conocerlos ya lo bastante bien como para saber cuándo estaban obcecados. En lugar de ello, se limitó a meter la mano en una de las bolsas del coche y pasó a cada uno una pareja de cascos.
—No veo la forma en que podamos ayudaros desde aquí —dijo—, pero no quiero quedarme aquí preocupada.
Clarence asintió con aire grave y tomó una de las parejas de cascos. Hetger alargó el brazo, y sin esperar a que le colocaran la otra pareja en la mano, la agarró él mismo.
—Volveremos —dijo.
Julia no dijo nada, pero el dolor de su rostro traicionaba su estoicismo. John le pasó los dedos por la mejilla, luego se giró y, como si la oscuridad no le supusiera obstáculo alguno, siguió a Clarence hasta el exterior de la casa.