—Diecinueve… veinte… —Sands hizo un descanso antes de seguir con sus abdominales, respirando profundamente. Interiormente se maldecía por todos los años que había descuidado su cuerpo. Claro, diez o veinte años atrás había sido un tipo fornido, pero vivir de los recuerdos de los viejos tiempos no iba a servirle de nada—. Veintiuna… —Volvió a tomar aire al subir, y se impulsó desde la espalda.
—Vas a hacerte daño en la espalda con tanto abdominal —dijo Julia desde la puerta. Sands se había puesto a hacer una serie tras otra en la habitación que antiguamente le había servido de dormitorio. Ahora dormía con los demás. Así había menos posibilidades de que pudieran pillarlo desprevenido en mitad de la noche, de que una de esas criaturas que acechaba en el bosque de fuera de la casa pudiera hacerle una encerrona—. Deberías hacer alguna flexión —apostilló.
Sands se dejó caer de espaldas y expulsó el aire que conservaba en sus pulmones, haciendo aletear los labios.
—¿Cuándo fue la última vez que hiciste tú algo de ejercicio? —preguntó con crudeza.
Julia lo miró fríamente, pero no mordió el anzuelo.
—Encuentro admirable el tesón con que te ejercitas, Douglas —se limitó a decir—. Estar en forma no puede hacer daño a nadie, y mejor aún, es una buena manera de aliviar tensiones.
—Bueno. La salud es la salud. Hay que visitar al médico cada poco y todo eso —dijo.
—Será útil en la caza —aseveró Julia—, como aprender a disparar con la escopeta.
Para sorpresa de Sands, Julia se había unido en la última semana a las prácticas de tiro que Clarence y él habían estado celebrando. Aún no parecía sentirse del todo cómoda con la recortada, pero había demostrado más destreza con la Glock que Douglas, muy a pesar de éste.
—Pero no te hagas el machito —dijo Julia—. Considero que la caza tiene más de espiritual que de físico.
Sands levantó la vista para observarla.
—¿En serio? Bueno, pues la próxima vez que nos topemos con uno de esos monstruos, por mí puedes ponerte a rezar. Yo me ocuparé de la recortada.
—Claro, la recortada sirvió de mucho la última vez, ¿verdad?
—¿Querías algo, o sólo has venido a incordiarme?
Ya le molestaba bastante que se pusiera a contemplarlo mientras hacía ejercicio, pero darle coba para, acto seguido, minimizar sus esfuerzos por ponerse en forma, sencillamente le tocaba la fibra sensible. A Sands le fastidiaba haber acabado siguiendo los consejos de Clarence, ese tocapelotas. Pero a veces incluso alguien así tenía razón. Ser más fuerte y rápido, tener más resistencia física, podría dar el espaldarazo definitivo a Sands en caso de que volviera a encontrarse en una situación de vida o muerte. Además, fortalecer los músculos de su espalda y los abdominales serviría para ahorrarle sufrimientos la próxima vez (si es que iba a haber una próxima vez) que actuara de forma sobrenatural. Si quería poder proteger a Faye de todos los peligros que la esperaban ahí fuera, antes que nada debía ser capaz de sobrevivir. Por eso había decidido hacer series de abdominales y flexiones tres veces al día. Tampoco había mucho que hacer para matar el tiempo. Y no podía disfrutar de privacidad alguna, aunque habitaba una casa bastante grande, y vacía. Eso encrespaba los nervios de todo el grupo, lo hacía todo más complicado. Pero a Sands no se le pasaba por la cabeza salir a dar un paseo por el bosque, considerando lo que había allí afuera, de ningún modo. Aunque eso significara vivir en una pecera.
—¿Qué piensas? —le preguntó Julia.
—¿Qué pienso sobre qué?
—Ya sabes a qué me refiero. Sobre lo que hemos estado discutiendo toda la semana.
—Oh, vaya —Sands entornó los ojos—. ¿Cuántas veces hemos de…? ¿Por qué no dejas de preguntarme siempre lo mismo? No voy a cambiar de idea. Estoy listo para volver a casa, y por fin os libraréis de mí. Eso es todo lo que pienso.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¿No vas a cambiar de idea?
—No, por el amor de Dios, no.
—Bueno —dijo Julia—. Estoy de acuerdo contigo.
—No me importa si puedes o no… —Sands hizo una pausa, pestañeó y repitió—: ¿Que estás de acuerdo conmigo?
—Así es. Hablemos con John y Clarence.
Se giró y salió de la habitación. Sands se levantó apresurado, con sus maltrechos abdominales acometiendo la más dura tarea que podría haberles sido encomendada en ese momento, y corrió tras ella.
—Bueno, chicos —dijo Julia dirigiéndose hacia el salón que hacía las veces de dormitorio y sala de hospital—, Douglas y yo nos hemos aclarado por fin. Creemos que es hora ya de volver a Iron Rapids. Si vosotros preferís quedaros unos días más cazando hombres lobo… —clavó la vista en Clarence, y entonces se acercó a John, se reclinó junto al vendaje que le cubría el rostro, para que no tuviera dudas de que estaba dirigiéndose también a él—, es que estáis locos.
—¿Y qué pasa con Kaitlin? —preguntó Clarence.
—Tráela con nosotros.
—¿Qué? —dijo Sands, a su espalda.
—¿Qué? —repitió Clarence, que estaba sentado con las piernas cruzadas—. ¿Y si no quiere venir?
—¿Y por qué no iba a querer marcharse? —preguntó Julia—. ¿Piensas que va a preferir quedarse aquí, sola, después de haber visto todo lo que ha visto?
—Puede que haya visto cosas aún peores en otros lugares —dijo Clarence.
—Mmm… Julia —dijo Sands—. Creo que te estás adelantando un poco. Quiero decir, y no te lo tomes como una ofensa, Clarence… —Sands se dio unos golpecitos en la cabeza con el dedo índice—, pero la chica no anda fina.
—Ha pasado por muchas cosas —dijo Julia.
—Todos hemos pasado por muchas cosas —espetó Sands—. ¿Has charlado alguna vez con ella en la última semana? ¿Alguien ha hablado con ella? —Aquella pregunta fue respondida por un silencio—. Respondió a ese pequeño interrogatorio de los polis, habló con ellos… de la mierda que pasara en la incineradora. Y antes de eso nos contó esa pequeña fábula de sepulcros de hombres lobo. ¡Pero desde entonces no ha vuelto a abrir la boca! Está bastante claro que no le interesamos en absoluto, que no nos quiere aquí. Además, qué demonios, yo tampoco quiero estar aquí. Y eso no significa que quiera llevarla de vuelta a Iron Rapids.
—¿La dejarías a merced de esas cosas? —preguntó Julia.
—No se trata de lo que podamos hacer o no —dijo Clarence—. Ella no vendrá con nosotros. Se ha arrastrado a su pequeño refugio. No vendrá hasta que no esté dispuesta a hacerlo. No hay nada que podamos hacer al respecto. Nunca ha sido una muchacha especialmente equilibrada. No creo que arrancarla de aquí vaya a servir de mucho, pero tampoco servirá dejarla con el tipo de cosas que hemos visto aquí.
—Escucha —dijo Sands—, hemos esperado porque así lo habéis querido. Si estábamos esperando que esos hombres lobo pudieran regresar, personalmente me alegra que finalmente no haya sido así. Leísteis los periódicos, pudisteis ver lo que le ocurrió a toda esa gente en la incineradora. Pero si hemos estado esperando a que la prima de Clarence se decida a superar su canguelo, entonces hemos estado haciendo el tonto. De cualquier modo, no nos quedan demasiadas opciones. O la llevamos con nosotros o la dejamos aquí, y considero las dos ideas bastante desafortunadas.
—No podría estar más de acuerdo contigo, Douglas —dijo Hetger. Todos los ojos se volvieron hacia él.
—¿De veras? —Sands se había habituado a mostrarse susceptible cuando los demás coincidían con él. Primero había sido Julia, y ahora era Hetger. «Si Clarence admite estar de acuerdo con algo que diga, estaré metido en un problema», pensó—. Estás de acuerdo, perfecto. ¿Pues qué hacemos entonces?
Hetger se encogió de hombros. Desde que había perdido los ojos, parecía haber adoptado aquel gesto como evasiva.
—No hay mucho donde elegir. O nos arriesgamos sabiendo que elegimos mal, o intentamos ser pacientes para ver cómo se desarrollan las cosas. Puede que se nos acabe presentando una buena oportunidad. O, al menos, una mejor que las que tenemos.
Sands negó con fruición con la cabeza, y entonces recordó que aquello no iba a significar nada para Hetger.
—De eso nada —dijo Douglas—. Ya he sido todo lo paciente que puedo ser. Si no pensáis regresar, entonces iré haciendo autostop hasta la estación de autobuses más cercana y cogeré un Greyhound.
—Pues no parece que vayas a dejar mucho sitio al consenso —dijo Clarence en tono sarcástico—. Julia quiere salvar a mi prima. Pete Sampras quiere salvar su culo.
—Mi esposa me espera en Iron Rapids —dijo Sands acaloradamente—. Sólo Dios sabe qué clase de… quizá ese vampiro no estaba solo. ¿Habéis pensado eso de vuestro hombre lobo? Kaitlin dijo que podían ser siete u ocho. ¿Pensáis matarlos a todos? ¿Qué pasará si lo lográis? Vosotros mismos me decíais que el monstruo que pude ver no era un espécimen único. ¿Pensáis ir matando por ahí todos los hombres lobos que os encontréis? ¿Cuánto tiempo creéis que podréis sobrevivir, teniendo en cuenta lo que sólo uno o dos de ellos nos hicieron?
—Douglas —dijo Hetger en tono calmado—, creo que todos recordamos perfectamente lo que sucedió.
Aquel lacónico comentario pareció consumir de repente todo el aire de la habitación. Sands pensó que iba a asfixiarse. Respirar había pasado a ser, de repente, un duro esfuerzo. Tragó aire y ahogó cualquier otra palabra que se le hubiera ocurrido pronunciar.
—Claro que lo recordamos, John —dijo Julia con voz sería, casi en tono de alegato—. Y por eso precisamente deberíamos regresar. Aquí estamos fuera de nuestro terreno. Debemos elegir nuestras batallas. Debemos ayudar a aquellos que podamos, y no ayudaremos a nadie si morimos todos.
—Así que tu hijo es más importante que mi prima —dijo Clarence—. ¿Eso es lo que insinúas?
Julia negó con la cabeza, exasperada.
—No, claro que no.
Clarence se dispuso a responderle, pero guardó silencio. Los cuatro se quedaron inmóviles durante unos momentos, escuchando el rumor del motor de un coche; no pasaba de largo, frenaba, se adentraba en el camino de grava. Entonces una nueva clase de tensión se apoderó de la habitación. Sands contempló como Julia caminaba hasta el ventanal que carecía de cortinas o persianas. Se puso a un lado, esforzándose por no ser vista por alguien que observara desde el exterior. Lo ideal para los cazadores era que nadie excepto Kaitlin tuviera conciencia de su presencia allí. Pero las situaciones ideales no solían durar demasiado.
—Es una furgoneta roja —dijo Julia. El rumor de los neumáticos sobre la grava y la nieve se calló. Se escuchó abrirse la puerta del coche, luego cerrarse—. Mujer negra, de unos treinta y tantos. —Julia ladeó la cabeza al no reconocer a la visitante—. ¿Clarence, quieres ocuparte de esto?
Clarence asintió. Se dirigió hacia la puerta principal mientras el resto tomaba posiciones discretas, no exactamente escondiéndose, pero sin quedarse a la vista.
—No le dispares ni nada de eso, ¿vale? —dijo Sands.
Clarence lo ignoró. Las pisadas de sus recias botas señalaban su avance hasta la puerta. No esperó a que nadie llamara. Cuando abrió, la mujer estaba entrando en el porche.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó Clarence en un tono que no parecía demasiado servicial.
La mujer dudó por un momento. Parecía bastante indecisa.
—¿Es ésta… vive aquí Kaitlin Stinnet?
—Sí.
—Ah, bien. —El alivio le duró poco, y se evaporó en el transcurso de una incómoda pausa—. ¿Está… en casa? ¿Está aquí? ¿Puedo hablar con ella? —Detrás de una esquina. Sands podía imaginarse a Clarence cruzando los brazos, frunciendo el ceño a la mujer—. Es muy importante —dijo con una voz que de repente se tornó temblorosa. Le tomó un momento recuperar la compostura—. Mi marido… Kaitlin trabajaba con mi marido, y… —de nuevo volvió a callarse, incapaz de continuar hablando. Sands se alegró de no ser él quien estaba en la puerta, hablando con ella. Incluso dentro de la casa se sentía terriblemente incómodo. Clarence era perfecto para aquel trabajo, tan frío e indiferente como era.
—Déjala entrar —dijo Kaitlin desde los escalones, a medio camino entre el piso de arriba y el de abajo. Su voz sonaba calmada, grave y carente de emociones. Sin embargo, sus palabras ejercieron sobre Sands un efecto similar al de la primera vez que había escuchado el estallido de una Glock; dio un respingo.
«¿De dónde diablos ha salido?». Había estado tan absorto en la conversación en la entrada de la casa que no había oído sus pasos en el piso de arriba, ni tampoco la había escuchado bajar las escaleras. Claro que, ahora que lo pensaba, tampoco era algo muy sorprendente. Aquella chica siempre iba de un lado a otro de la casa como un fantasma, sigilosa, ocultándose, sin dejar rastro alguno de su paso. Sands casi había olvidado el sonido de su voz: aquella última semana se había mostrado muy poco comunicativa. El que estuviera hablando era tan sorprendente como su presencia en las escaleras.
—Déjala entrar —repitió.
Kaitlin no hizo movimiento que indicara que tuviera intención alguna de acabar de descender el tramo de escaleras qué le faltaba por recorrer. Tenía aspecto ojeroso, demacrado. Del pelo le salían tirabuzones aquí y allá. Sands la observó allí arriba, inmóvil, vestida con un camisón raído que llevaba con total naturalidad. La delgadez parecía conceder mayor grosor a sus ya de por sí carnosos labios. La caída del camisón sobre sus pechos le recordaba lejanamente a Melanie, claro que Kaitlin carecía de su ardor, de su ambición. Se quedó helado al observarle los ojos. Hasta entonces, al menos se habían revelado hostiles. Ahora no tenían ningún brillo. Estaban muertos. Su mano, la que se había regenerado mágicamente o como quiera que fuese, estaba tapada con el lateral de la prenda de noche, descansando apoyada contra su estómago.
La mujer de la entrada debió de ver algo parecido, pues entró en el vestíbulo diciendo:
—¿Kaitlin, estás bien?
Kaitlin no le respondió, no dijo una sola palabra. Dios, no me gustaría nada ser esa mujer, pensó Sands. Ahí atrapada entre la mirada perdida de Kaitlin y la imponente presencia de Clarence.
—Las chicas querían venir a verte —dijo la mujer—. Sobre todo Mel. Pero les dije que no iba a ser buena idea. Más adelante.
Kaitlin rumiaba las palabras de la mujer. Ahora ya no tenía los ojos completamente perdidos. Claramente reconocía a su visitante, comprendía lo que decía, pero era incapaz de responder. Sands escuchó unas pisadas dubitativas. La mujer se acercaba a Kaitlin, y se detuvo al pie de las escaleras. Sands colocó su espalda contra la pared cuando le vio poner un brazo sobre el pasamanos. Se sentía como una especia de voyeur, escuchando a escondidas aquella dolorosa conversación, que más bien era un monólogo.
—He hablado con algunas de las personas en la planta… con la policía —dijo la mujer—. Bueno… me dijeron que… que fuiste tú quien encontró a Floyd. —Entonces guardó silencio, esperando algún tipo de asentimiento o confirmación por parte de Kaitlin. Pero no fue así—. No sé para qué he venido, bueno… No, espera, no es cierto. Me… me preguntaba si… necesitaba saber… —La voz le carraspeaba. La mujer se aclaró la garganta. Bajó la mano de la barandilla. Sands se reclinó levemente, lo suficiente para contemplar su rostro recorrido por las lágrimas. Cuando volvió a colocar la mano sobre la baranda, sus dedos agarraron la madera como si aquel apoyo fuera lo único que aún la mantenía de pie—. Necesito saber… cuando lo encontraste… ¿seguía… seguía con vida? ¿Te… te dijo algo?
El silencio se hizo pesado, insoportable. La mujer estaba erguida sin moverse un ápice. Quizá estuviera conteniendo el aliento. Sands escuchó el balanceó de los pasos de Clarence, en la entrada o ya en el mismo vestíbulo. Los ojos de Kaitlin carecían de la menor expresión, como si no estuviera viendo en realidad lo que ocurría justo delante de ella. Parecía incapaz de hacer nada. Tenía la frente arrugada, el ceño fruncido. Dio una mínima respuesta a la pregunta, mordiéndose el labio, apretando los dientes hasta tener la piel blanca y tensa.
—¿Es qué no puedes decirme nada? —preguntó la mujer desesperada—. ¿Nada? —Pareció arrancar aquellas palabras de su corazón, de pura angustia y súplica.
Kaitlin negó con la cabeza, Sands era incapaz de determinar si lo hacía en respuesta a la pregunta o como negativa a admitir lo que estaba ocurriendo y lo que había ocurrido.
—Vete, Anne —dijo al fin Kaitlin. Y sus crudas palabras sonaron tan hirientes como clavos apuntillados en un féretro—. Vete. No vuelvas. No se te ocurra traer a las chicas. Ni se te pase por la cabeza.
La mujer, Anne, respiró profundamente. Soltó la barandilla y de nuevo volvió a agarrarla con fuerza. Sands pensó que podía haberse desmayado. Estuvo a punto de correr en su ayuda, pero entonces recordó que no se suponía que debiera estar allí, que no debía estar escuchando aquella conversación. Volvió a apretar su espalda contra la pared. No quería ver ni oír nada más.
Transcurridos unos momentos, Anne volvió a respirar. Sands escuchó su jadeo; reconoció el sonido de una mujer luchando por contener sus lágrimas. Se giró. Se detuvo, quizá esperando decir algo más, pero no encontró las palabras. Sus pisadas trazaron su rápida salida de la casa. Nadie en su interior se movió o habló hasta que el motor del coche volvió a sonar, y la furgoneta se alejó erráticamente por el camino de grava hasta desaparecer.
—Dios mío —murmuró Sands.
Clarence cerró la puerta, y sólo entonces Kaitlin se sintió libre para volverse y subir lentamente los escalones hacia el piso de arriba, hacia su soledad.