Capítulo veintisiete

Sostengo la cabeza de Floyd en mi regazo, le aparto la nieve de la cara. Mis lágrimas se mezclan con los copos de nieve derretidos. Lo cojo de modo que puedo creer que está dormido. Incluso puedo intentar olvidar ese horrible tajo que casi le ha arrancado la cabeza. Estoy sentada sobre la sangre. Está fría, como la nieve. No es esa cálida sustancia que nos mantiene con vida, que lleva el oxígeno al cerebro y todo eso, ya no es ese líquido. Contemplo el rostro de Floyd, su estúpido, amable y exasperante semblante. Si aún estuviera con vida, si no fuera una víctima de todo este caos, seguro que estaría nervioso, estaña de cháchara, hablando por hablar. Quizá estaría más nervioso de lo que lo estuve yo en su coche… es difícil imaginarlo.

Ninguna de mis ensoñaciones puede traerlo de vuelta. No pueden hacer nada por él; sólo, si acaso, servirán para que pueda sentirme algo mejor. Aplazan lo inevitable, con la esperanza de que todo pueda cambiar, de que me despertaré en ese pequeño sofá que tiene en su despacho, y que él estará sentado en su mesa de trabajo.

¡Mierda! ¿Por qué tuvo que cruzarse en mi camino? ¿Por qué tuvo que ayudarme en la tienda de comestibles, ofrecerme un trabajo? Maldito sea. Podría estar vivo todavía. Seguiría siendo el mismo tontorrón de siempre. Arroyo vino hasta aquí porque yo lo traje. Con «su gente». Mierda. La gente no hace este tipo de cosas, ya sean humanos u hombres lobo, o lo que sea. Los monstruos hacen esto. Que se vayan a la mierda.

No sé cuánto tiempo llevo así. Este barranco cubierto de sangre es un mundo en sí mismo. Sólo estamos Floyd y yo, y ese otro desgraciado. Puede que tenga también una esposa e hijos que lo esperen en casa. Quizá a Arroyo no se le ocurrió pensar que…

Mi mente parece apagarse. Durante un segundo todo tiembla, como el inicio de un mal viaje, pero tampoco es eso exactamente. Ya estoy de vuelta. Y ahí esta él. Arroyo. De pie enfrente de la tubería, que está abierta, con el agua pasando por encima de sus pies. No se me ocurre pensar otra cosa que ésa es la misma agua por la que todo esto empezó. Lleva dos cuerpos sobre sus hombros: el de un lobo y el de una humana. La primera vez que lo vi también cargaba con un cuerpo. Debí haber sabido que no sería el último. No me fijo demasiado. Ya he visto a bastantes tipos despedazados por hoy. No me interesa saber qué les pasó. Sólo miro a Arroyo a la cara. Seguro que esos cuerpos eran su gente.

Gente. Quisiera reír. Quisiera escupirle. Me tapo la cara con la mano, pues no se qué podría decir. No es un hombre como los que yacen a mi lado, no es humano. A veces necesito recordármelo, pero precisamente ahora mismo no se me va a olvidar. Sus ojos bullen de rabia, de una furia que me dice que el hecho de que todo vaya mal en el mundo no es culpa suya.

Está hecho una piltrafa, cubierto de heridas, con parches de pelo abrasado y tajos bastante profundos. Dios, todo esto se les echó encima, y ellos se levantaron sin más. ¿Es así como funciona? ¿Pensarán que a los humanos les pasa lo mismo? ¿Será sólo que se pasan en sus juegos? Esta vez sí que me carcajeo. Al escuchar el sonido, siento que se me desgarra el corazón.

Arroyo me mira la mano, la mano con la que me tapo la boca, la ve por primera vez. Me dejó tirada en un charco de sangre sólo para venir hasta aquí y poder liquidar a Floyd. Levanto la mano para que pueda verla mejor.

—¿Te gusta? —le pregunto. Parece confundido, ahí parado como un estúpido animal, cargando dos cuerpos sobre sus hombros—. Éste es mi amigo —le digo, asegurándome de que dirija la vista a Floyd—. Espero que pudieras solucionar eso que tanto te preocupaba, porque él iba a ayudarnos. Y no creo que pueda hacerlo ya.

Me gruñe. Ya no creo que esté tratando de decirme algo, pero que no encuentre las palabras adecuadas en esa boca lupina. Sé que sólo le sirve para matar.

—Esos son tus amigos —digo, señalando con la cabeza los cuerpos que porta—. Tu gente. —Él asiente pesadamente—. Muy bien —le digo—. Pues me alegra que estén muertos.

Un destello ilumina sus ojos y me enseña los colmillos. Ya está a sólo tres pasos de mí cuando me doy cuenta de que se ha movido. Uno de los cuerpos se tambalea, y tiene que reclinarse rápidamente para impulsarlo de nuevo hacia arriba con su chepa. Probablemente esa distracción haya servido par detener su impulso, quizá me haya salvado la vida.

—¡No eres más que un animal! —le digo. No me asusta. No he tenido suerte intentado provocarle—. Un animal salvaje. Una bestia inmunda. —Se queda ahí, mirándome fijamente, resollando, respirando y exhalando con fuerza—. ¡Vamos! —le grito—. ¿A qué esperas? ¡Acaba conmigo o vete al infierno!

Se estremece, parece querer abalanzarse sobre mí, pero se frena, no sabe qué hacer. Puedo ver la pugna en sus ojos, pero no me asusta.

—¡Venga! —En algún profundo recoveco de mi interior me pregunto si sería capaz de hacerlo ¿Podría hacerme daño? Hay cadáveres repartidos por todo el suelo, y aún soy lo bastante estúpida para preguntármelo.

Puede que él tenga la misma duda. Titubea, se esfuerza por ahogar su rabia, quiere que me calle, quiere que sea obediente. Sería más fácil así, ¿no?

—¡Vete al infierno!

Quizá haya ocurrido así, pues ha desaparecido. Se ha evaporado, como hizo anteriormente, cuando me llevo de la mano al mundo de los espíritus. Se ha ido. Esta vez me ha dejado atrás. Creo que aún puedo sentirlo, como un fantasma, observándome.

—¡Vete al infierno, ser inmundo!

Apenas puedo oír mis propias palabras. Miro como salen de mi boca, en una bruma, llevadas por mi aliento. Siento como se dispersa, se disuelve, desaparece.

No estoy segura de cuánto tiempo llevo sentada aquí. Lo bastante para que la nieve le haya cubierto el rostro a Floyd. Eso facilita mi marcha. Me levanto. Dios, cómo me duelen las piernas. Las tengo agarrotadas, congeladas. Algo cruje bajo mis botas… las gafas de Floyd. Mierda. Se las coloco sobre el pecho, tan macabramente rígido… No se hincha ni se deshincha, como había necesitado que hiciera en sus días de vivo.

Trepar pendiente arriba me lleva un siglo, está resbalosa, y siento los dedos de pies y manos dormidos. Pero no puede haber pasado tanto tiempo. Nada parece haber sufrido el paso de años, meses o días. Ni siquiera han llegado los polis. Es un gran condado, y supongo que apenas habrá unos pocos destacamentos policiales. Empiezo a andar, dispuesta a no perder el paso. No todo el mundo está muerto, gracias a Dios. Los tipos que aún rondan por aquí están sentados en el suelo o se arrastran de un sitio a otro, aturdidos. Identifico su aspecto con cómo me siento. No me acerco a la entrada del laboratorio. No es que crea que otro hombre lobo vaya a salir a toda prisa del edificio, no del todo, pero mantengo las distancias, es sólo eso. Según alcanzo a ver, el resto de los bloques no parece haber sufrido ningún percance. No veo cuerpos esparcidos por sus alrededores. Aparte de Floyd y ese otro tipo, en la espalda del edificio, los daños y la matanza parecen haber tenido lugar únicamente en el laboratorio. Supongo que sería el foco, el lugar que originaba la corrupción del Wyrm.

«Corrupción del Wyrm». Días atrás creía casi comprender el significado de estas palabras. La había visto y la había olido, la había sentido en mis huesos. Arroyo la hizo real para mí. Ahora, bueno, no estoy muy segura. La siento lejana, borrosa, poco clara. Es como… como tratar de explicarle un sueño a alguien. Todo lo que me parecía real e importante se me antoja ahora estúpido, ha dejado de tener sentido. La realidad se me escurre entre los dedos. Todo lo que huelo es sangre. Todo lo que siento es frío.

Caminar, caminar. Me esfuerzo por devolver algo de vida a mis piernas. En el despacho, veo a Frances en la entrada, reclinada contra la pared. Me observa, pero no parece reconocerme. Quiero acercarme a ella. La persona que fui años atrás, quizá incluso días atrás, habría ido a abrazarla, pero ahora nos separa un abismo. Ella no ha visto lo que yo, y no puedo volver a donde ella está. Sigo caminando. Alejándome de los edificios, por la carretera. Mis instintos funcionan bastante bien con el piloto automático, tanto como para apartarme del camino de un coche de policía que cruza a mi lado. Intento no pensar en lo que va a encontrarse en solo unos minutos, pero claro que no pienso en otra cosa. Querrá hablar conmigo, él o cualquiera de sus compañeros, en los próximos días. Una superviviente. Me carcajeo. El sonido de la risa me pone enferma. No debería emitir ningún sonido. Debería yacer allí atrás, con la nieve cubriéndome el rostro.

Me olvido de todo menos del siguiente paso, y luego el siguiente, y el siguiente. Arroyo. Pronuncio su nombre una y otra vez para mí misma, hasta que pierde cualquier sentido. En mis susurros, los sonidos parecen no encajar, al menos no en mi mente, no en mis labios adormecidos. Se han perdido en la realidad, cubiertos de nieve. Tampoco soy capaz de recordar el rostro de Floyd, ni el de Frances. Puedo recordar la entrada del despacho, pero no veo a nadie allí. Tampoco hay nadie dentro. No hay mesas de trabajo ni armarios, ni estanterías, ni archivos. El mundo real se me antoja tan escurridizo como el otro, como un sueño que alimenta mis esperanzas y que luego se escabulle, dejándome contemplando el techo, esforzándome por recordar. Iba a regresar al mundo real. Iba a completar mi regreso. Había pasado mucho tiempo sola, y ya estaba preparada. Puede que el mundo real tampoco estuviera preparado después de todo, al menos no para mí. Supongo que debo volver a la soledad. Si el mundo real no me quiere, no me costará demasiado mantenerme alejado de él. Están los espíritus, que parecen tener bastante mal genio, pero no me importa, ya los he esquivado antes. Podré hacerlo de nuevo.

No dejo de caminar. Primero un paso, luego otro. De nuevo vuelvo a sentir las piernas. Las noto cansadas, doloridas, a punto de ceder. Mejor no pensar en ello. Muevo los dedos de la mano a la que aún no logro acostumbrarme. Sólo han pasado unas horas. Es como si me la hubieran trasplantado. Es buena idea considerarlo así. Como hacen con los riñones, con los hígados, con los corazones. Pero claro, no se ven. No te hacen llevar todo el día el hígado a la vista. Debo seguir caminando. Todo lo que tengo en mi interior, eso es lo único que debe importarme. Nada de lo que hay aquí fuera es real, siempre cambia, no deja de transformarse. Es como Arroyo. Ese nombre otra vez. Como una voz sin cuerpo, ya no consigo vincularla a nada. Seguir caminando. No tardaré mucho en estar de vuelta. De vuelta a lo que era mi hogar, mi refugio. Debo olvidarme de todo lo demás.

Parecen sorprenderse cuando me ven aparecer por la puerta. Poco importa que sea mi propia casa. Están nerviosos. Clarence aferra su bolsa deportiva, su seguro de vida, como si no supiera qué guarda ahí dentro. ¿Esperabais a otra persona, chicos? ¿A alguien más? ¿Estáis temerosos por algo?

—¿Dónde has estado? —quiere saber. Por mi cara puede ver que algo ha sucedido, pero no sabe qué exactamente. Me resulta extraño que no lo sepa, que ninguno de ellos lo sepa. Toda esa sangre… El mundo entero debería saberlo, a estas alturas debería haberse enterado ya. Pero estos tipos tienen su propia sangre por la que preocuparse.

Paso junto a Clarence, empujándolo. Él me sigue, quiere saber dónde he estado. Los demás están justo donde los dejé, en el salón. Creo que el ciego estaba durmiendo. Ahora se sienta. Julia aún juega a ser enfermera. Ya he pasado por eso. Cuidar a alguien ayuda a hacer que pase el tiempo, evita que puedas pensar en algo más doloroso que cualquier problema del que tenga que ocuparse. Ahí está también ese otro tipo, el que me vio en la ciudad. Puede que, después de todo, realmente tuviera razón. Quizá necesitaba que alguien fuera a rescatarme. Por qué querrá jugarse el culo por alguien a quien ni siquiera conoce, que ni siquiera le cae bien y a quien, a su vez, tampoco le cae bien, no tengo ni idea. Pero es su culo, al fin y al cabo.

—Son una manada —digo antes de pararme a considerar las palabras. Clarence se calla—. Son siete u ocho en total, puede que ya no tantos. Viven en los bosques. Allí tienen un santuario, un murete de piedra. Creo que es lo que les da la fuerza. En la incineradora en la que trabajo… en la que trabajaba… hay una zanja de desagüe, en un gran barranco, que termina convirtiéndose en una corriente que va a parar a un arroyo. Girad a la izquierda al alcanzar este último y llegaréis a ese lugar.

Todos me observan. Incluso el que tiene la cara envuelta en vendas. Puedo sentirlo, me contempla. No saben cómo tomarse todo esto. Demasiadas preguntas que hacer, y no saben por dónde empezar. No les doy ninguna oportunidad. Vuelvo a pasar junto a Clarence, me encamino escaleras arriba. A la mierda el mundo espiritual, y a la mierda también el mundo real. Si esta gente puede volver a dejar las cosas en su sitio, perfecto. Si no, tampoco me preocupa. No tardarán mucho en marcharse de aquí, no tardaré mucho en volver a tener mi vida bajo control.

Que se vayan a la mierda. Todos.