Me incorporo tan rápido que, por un momento, lo veo todo blanco. Levanto la cabeza como una bala. Ya estoy despierta. Libre de imágenes de una bestia de ojos rojos que se reclina sobre mí, babeando, dispuesta a arrancarme el corazón. ¿Pero dónde diablos estoy? Parece el despacho de Floyd, estoy acurrucada en su pequeño sofá, en el trabajo. El monstruo no era sólo un sueño. Dios mío, desearía que lo fuera. Desearía poder recuperar mi casa, como la tenía antes que todos la invadieran. Desearía recuperar mi vida, sin monstruos, sin sueños ni visiones.
El sueño. No fue eso lo que me despertó. Era un ruido, un estrépito en el exterior. El corazón vuelve a ponérseme a cien, como si un colibrí revoloteara dentro de mi pecho. Seguro que no era más que uno de esos gigantescos camiones. Salgo dando tumbos del despacho de Floyd, a donde está Frances.
—¿Escuchaste…? —empiezo a preguntarle, pero puedo ver por su expresión que sí ha escuchado algo, que está sobresaltada, que no sabe qué hacer—. Espera aquí —le digo. No estoy segura de por qué. Puede que sea porque parece estar perdida. Normalmente es ella quien me ayuda a mí, recordándome que los formularios azules van en ese cajón, que las facturas se agrupan por semanas en esa carpeta. Quizá hoy pueda devolverle parte de esa amabilidad y paciencia. Quédate aquí, Frances. No sé por qué deberías hacerlo. No me preguntes. Mi intuición me alerta de algo. Y cuando sucede nada bueno me espera.
Ella me contempla, «observa mi mano». Mierda. La vuelvo a esconder en mi abrigo. Avergonzada, aparenta no haber estado mirando, pero ambas sabemos que ha sido así. La dejo donde está y salgo fuera, a la nieve. Tengo taquicardia. El aire parece más frío aún que cuando llegué. Me abrocho con fuerza el abrigo y coloco la mano sobre el estómago. Lo tengo revuelto. No me extraña, después de todo lo que he presenciado hoy. Me dirijo hacia el laboratorio. Allí es adonde iba Floyd. Veo gente corriendo por todas partes, algunos de ellos gritan, pero los sonidos y todo el espectáculo me parecen lejanos, como si la nieve nos hubiera separado a todos en pequeños mundos individuales. Siento como si me estuviera observando a mí misma en uno de mis sueños, una de mis visiones, pero no me parece recordar ésta en particular. Quizá sea realmente un sueño, y me despierte en cuanto me canse de él. Pero es que ya estoy cansada de él, cansada de todo. Todavía aprieto mi mano, mi nueva mano, contra la barriga. Es como si fuera allí donde le correspondiera estar.
El corazón se me para por un segundo al ver el laboratorio. La entrada, una verja con alambre de espinas en lo alto, está abierta como suele estarlo durante el día. En cuanto a la puerta del edificio… bueno, la estructura de metal sigue ahí, pero el cristal está roto, y casi no quedan restos de él. Sólo unos cuantos retazos irregulares en las esquinas.
Sé que eso fue lo que escuché. El cristal rompiéndose a lo lejos. Y no soy la única que lo ha oído. El edificio del laboratorio parece un hormiguero en el que hubieran metido un palo. Auxiliares con cascos, corriendo y gritando, es de allí de donde escapan, desde donde salen profiriendo alaridos. Algunos se atreven a entrar, casi todos huyen despavoridos. Ninguno de ellos parece verme, una muchachita negra que camina entre la nieve. Nadie sabe qué está sucediendo. Y creo que yo sí lo sé.
Me acerco. Atravieso la cerca. En la escalera que sube al edificio hay abandonados una tablilla de notas y un casco azul. Tras las puertas rotas veo un cuerpo en el suelo. Hay un hombre arrodillado junto a él, buscando señales de vida. Que tenga suerte. Hay sangre por las paredes, salpicada a una altura tal que puedo imaginar la fuerza imposible del ataque, la furia que había tras él.
¿Será la pesadilla de ojos rojos la responsable de todo esto? ¿Será Arroyo? ¿Acaso importa eso en realidad?
Es como si hubiera vuelto a la casa, sólo que ahora no es mi sangre la que se encharca en el suelo. Llego hasta las escaleras y me siento en ellas. No es que haya elegido hacerlo en realidad. Las piernas me flaquean, no quieren andar más. Las rodillas se me doblan y ya estoy sentada. Así, sin más. A mi lado pasa un hombre corriendo. La cabeza me da vueltas de nuevo. Tengo ganas de vomitar, pero me contengo. Siento una mano que me tapa la boca, es mi mano. Es parte de mí, pero no forma parte de mí.
«Sin piedad». Ladra-a-las-Sombras se lanzaba a la caza arriba y abajo por cada uno de los pasillos. Atravesaba enfurecido cada una de las puertas que encontraba cerradas. El sonido del cristal rompiéndose le hacía cosquillas en los oídos, como la mañana tras una tormenta helada, cuando los árboles derramaban su manto de cristal. «Cuidado con los productos químicos», le había dicho Arroyo. Ladra-a-las-Sombras había tenido en cuenta su advertencia, pero su entusiasmo le hacía volverse loco. Sólo una de las vitrinas que había destrozado despidió un vapor especialmente doloroso que lo aturdió, le hizo arder los ojos. Pero simplemente abandonó aquella habitación y pasó a la siguiente.
Evert Nube de Muerte siempre había advertido a los Garou de que se alejaran de los emplazamientos humanos, pero Chepa había cambiado esa norma. A Ladra-a-las-Sombras le complacía que fuera así. Aquel edificio era como un tesoro escondido. Al girar cada esquina encontraba el gozo de una cacería con una persecución no demasiado complicada o duradera. Claro que los humanos acababan resultando algo tediosos después de un rato de caza: corrían, gritaban y morían, eso era todo. Pero el estallar de cristales, el astillar de la madera, el arrancar los muebles de metal de las paredes y arrugarlos hasta hacerlos una bola, todo aquello era un festín para sus sentidos. Ladra-a-las-Sombras se dejó llevar por la rabia, y no dejó una sola habitación intacta. El incidente con los productos químicos le sirvió de advertencia, pero después de un rato incluso eso parecía una molestia sin importancia.
No fue hasta alcanzar el laboratorio más alejado, el mayor de todos con los que se había encontrado, cuando se topó con otro hombre que se atreviera a hacerle frente. Éste también era bastante grande para ser humano, y fuerte, como los que se había encontrado en la armería. Sin embargo, este tipo sólo empuñaba una raquítica pistola, apenas más grande que su mano, y no uno de esos rifles capaces de provocar gigantescas explosiones. El hombre ya estaba esperándolo cuando echó abajo la puerta. Un segundo humano se cobijó, acobardado, junto al muro trasero. Pero era el que sostenía la pistola quien miraba desafiante a Ladra-a-las-Sombras, lúcido, en absoluto aterrorizado.
—Venga —gruñó Ladra-a-las-Sombras en lengua Garou—. Estoy listo —dijo alargando los dedos, estirando sus garras.
El humano abrió fuego. La descarga alcanzó a Ladra-a-las-Sombras justo en el pecho.
Apretó los dientes y sonrió, el dolor le abría el apetito. En unos segundos la herida había sanado, como si el disparo nunca lo hubiera alcanzado. Entonces un primer atisbo de miedo brilló en los ojos del humano. Aquello bastaba. El segundo disparo no encontró su blanco, pues Ladra-a-las-Sombras ya volaba por los aires. Se lanzó sobre el humano, clavándole las garras traseras en el pecho, desgarrándole con las delanteras el rostro, hundiéndole los colmillos en las sienes. El impulso de su caída hizo que sus golpes fueran todavía más profundos. El humano gritó.
—¿Es esto lo que quieres ver? —gruñó Ladra-a-las-Sombras, con las fauces abiertas, englobando toda la cabeza del hombre—. ¿Por eso no corrías como el resto?
Mordió con más fuerza y escucho el cráneo romperse. Con la lengua, acarició un globo ocular que se había salido de su cuenca. Apretó con más fuerza aún y el cráneo cedió, y los chillidos cesaron. Ladra-a-las-Sombras liberó sus garras. Sin dejar de aferrar la cabeza del humano, lo agitó hasta que todo el cuerpo se levantó en el aire. Escuchó el chasquido de algunos huesos más en el cuello.
El combate había terminado más rápido de lo que había esperado; Ladra-a-las-Sombras atizó al humano, pero no sirvió de nada.
Entonces centró su atención en los gimoteos que se escuchaban en el fondo de la habitación y saltó sobre un mostrador, esparciendo todo el material científico que contenía. Ladra-a-las-Sombras se agazapó frente al escuálido humano que quedaba con vida, un anciano con gafas que estaba acurrucado en el suelo, con los ojos apretados, la bata blanca cubriéndolo como si fuera a poder servirle de más que al resto de los humanos sus armaduras.
—Os cazamos —murmuraba sin cesar—. Os cazamos. Os cazamos… se supone que no debe ser así. No debe ser así…
Ladra-a-las-Sombras ladeó la cabeza. ¿Humanos que cazan Garou? Se reía de lo absurdo de aquella idea y le despedazó la garganta a aquel tipo. «Todos estos humanos, —pensó—, y todo ese equipo, sólo para intentar darnos caza». Contrariado, agitó la cabeza. «Mataron a Terror Nocturno, —se recordó a sí mismo—, y así han acabado».
Le quedaba poco que hacer en el edificio. Había destruido prácticamente todo lo que podía destrozar. Mientras salía de vuelta, se topó con algunos humanos a los que despachó diligentemente. Pero no eran los que llevaban las batas blancas. Iban con sombreros azules. Pensó que debía de haber dado buena cuenta de todos los de batas blancas, y que éstos eran los que más preocupaban a Chepa. En la puerta principal, otro casco azul más huía despavorido, pasando de largo junto al primer humano que había asesinado aquella noche, hacia el exterior del edificio, junto a una jovencita que estaba sentada en los escalones.
Ladra-a-las-Sombras se acercó a ella y ésta lo miró. Se dio cuenta de que lo miraba. Como los pocos humanos armados que lo habían mirado. No corría ni gritaba aunque él se le estuviera acercando, aunque estuviera levantando su mano engarrada.
Gracias a Dios que no era Arroyo quien salía del edificio. Creo que no podría haberlo soportado. Toda esta sangre, toda esta gente… Pero Dios es misericordioso conmigo, creo que lo reconozco de cuando Arroyo me llevó hasta su guarida, al muro junto a la corriente. Pero a él todos les parecemos iguales. Sólo soy otra humana más. Está cubierto de sangre. ¿Se va a preocupar por mancharse un poco más? Contengo el aliento, no grito. Puede que haya llegado el momento. Quizá ya has vivido demasiado si eres capaz de distinguir a un hombre lobo de otro. Creo que ha recogido sus garras.
—¿Eres compañero de Arroyo, verdad? —le digo. Él duda, ladea la cabeza. Quizá me haya reconocido. Quizá.
Baja su mano pesadamente, no me arranca la cabeza como hubiera esperado, como iba a ser su intención. Pienso en algo más que pueda decirle, como «Hazme daño y Arroyo te pateará el culo». Perfecto, seguro que ahora se cabrearía y me mataría igualmente. Estoy demasiado cansada. No estoy segura de ser capaz de encontrar las palabras adecuadas.
Gruñe, me enseña los dientes como para demostrar que le importa un pimiento lo que pueda decirle, que no tiene miedo de Arroyo. Pero no me mata. Sencillamente desaparece. Así de simple. No como un fantasma, sino con grandes zancadas, como saltos. Parece que apenas toca el suelo. Son tan endiabladamente veloces, tan fuertes… Como los dioses. Como los diablos. Se ha ido sin más.
Me quedo sentada donde estoy, con la vista perdida. El frío se me cuela por el abrigo, por las botas. No es la primera vez que me siento así, fría y aturdida por fuera hasta igualar el aturdimiento y el frío que siento en mi interior. Tengo que levantarme, moverme, alejarme de aquí. No quiero volver a entrar. Puedo imaginar… pero prefiero no hacerlo. Antes o después alguien volverá en sí y llamará a los polis. Y no quiero estar aquí para cuando eso ocurra. Me siento como si fuera su cómplice. Yo fui quien trajo a Arroyo hasta aquí, y él trajo a su gente. Su gente. Así es como los llama. No sabía que esto acabaría así. Me levanto sin volver la vista hacia el laboratorio, ni a los cuerpos en la entrada. Me alejo caminando. No debo dejar de caminar. Mis pies saben bien cómo funciona. He caminado toda la mañana entre brumas. No me irá mal andar un poco más. Me alejo, y no dejo de pensar en la forma que ese hombre lobo tenía de mirarme. No era la mirada enloquecida de la bestia de refulgentes ojos rojos, pero sí estaba igual de ansioso que ésta por probar mi sangre. Matan con tanta naturalidad, es como cuando me cambio de ropa o voy a cagar. He conocido a gente así… gente de verdad, humanos. Algunos creen tener razones para hacer daño a los demás, otros simplemente disfrutan haciéndolo. Ya hace mucho tiempo que sé que existe gente así, pero nunca lo he entendido. Sigo sin comprenderlo.
¿Y Arroyo? ¿Disfrutará él también? El modo en que ese hombre lobo me miraba, como si hubiera preferido matarme que pararse a hablar, es la mirada que brilla en los ojos de Arroyo cada vez que menciona la frase «contaminación del Wyrm». Arruga la nariz y dobla el labio. Y cuando lo hace puedo ver que es un monstruo, es cuando ese lobo se refleja delante de mis ojos, mostrándome los dientes. No me dedica esa mirada, pero sé reconocerla. Éste es el lugar que provocó toda esa corrupción del Wyrm que tanto lo preocupa. Ya me la mostró, tanto como pudo. Podía tenerle miedo, podía sentir que era algo incorrecto, pero nunca pensé que iba a llegar a odiarla tanto como él lo hace. Nunca había tenido una razón para hacerlo. ¿Por qué me sorprende que haya venido hasta aquí, con su gente, para limpiar este lugar? Puede que no lo hiciera. Quizá está en su madriguera, lamiéndose las heridas, y este tipo vino por su propia cuenta. Puedo esperar que haya sido así.
Atravieso la verja, me alejó cada vez más del edificio. Algunos trabajadores deambulan aún por los alrededores, cautelosos, todos aterrorizados. Uno o dos de ellos me miran perplejos. Quizá también estuvieran dentro y consiguieran salir ilesos, sin que les arrancaran la cabeza. Es posible que quisieran no haber visto lo que han presenciado. Yo apenas vi uno o dos cuerpos en el vestíbulo. Seguro que habrá mucho más. ¿Es ésta la única forma de arreglarlo? ¿Es esto mejor que la corrupción del Wyrm?
Mis pies me conducen hasta dar la vuelta al edificio. Estoy decidida a dejar este lugar para siempre. A cada paso que doy, espero que el mundo pueda cambiar, desaparecer, y que yo no tenga que estar donde estoy ahora. Al menos si no es en este paso, que sea al siguiente, o al otro, o al otro… Pero nada cambia. Es como si estuviera reviviendo ese sueño que soy incapaz de recordar del todo. Sé lo que me voy a encontrar. Y sé que no quiero encontrármelo. Pero aun así sigo avanzando, paso a paso, esperando que no vaya a ocurrir exactamente lo que sé que va a ocurrir. Mi visión funciona así. Es como hacer trampas, pero no me permite saltarme ni un solo paso. Cuando llego a la espalda de la ventana estoy llorando. Me desgañito, berreo. No me avergüenzo. No me preocupa respirar. No me importa que me corran las lágrimas y los mocos por la cara. Desde lo alto del barranco alcanzo a ver los cuerpos. Ya sé qué va a ocurrir. Pero debo continuar, tengo que verlo.
Por segunda vez, desciendo por el barranco. La nieve está resbaladiza. Me caigo de culo. Tampoco me preocupo por eso. Resbalo el resto del trecho con el culo. Esquivo las manchas más grandes de sangre. Unos cuantos pasos más y por fin lo sé, sé lo que ya supe desde el momento en que me levanté, pero no lo admito hasta ahora. Finalmente mi intuición estaba en lo cierto, aunque había deseado que no fuera así, quizá nunca antes había deseado algo con tanta fuerza en mi vida. Aquel sombrío terror que no quería que tomara forma se ha hecho realidad. Floyd. La nieve a su alrededor está derretida, y en parte se ha vuelto a congelar en una fina capa de hielo color rojo. La nieve no ha caído con fuerza suficiente para cubrirlo por completo. Un polvo blancuzco ha cubierto su abrigo, sus pantalones, sus botas. Pero no su rostro. Aún no está lo suficientemente frío. Pero no durará mucho tiempo así. El hielo color rojo cruje bajo mis pies cuando piso por encima para acercarme. Hay otro cuerpo más, pero apenas lo observo. Puede que fuera culpa suya. Puede que lo mereciera por los dos. No puedo pensar que alguien mereciera esto. Floyd no se lo merecía. Dios mío, Dios mío, casi tiene la cabeza arrancada…
Observo su cara, sólo me fijo en eso. Llora copos de nieve. Llora por Anne, y por Jenna y por Mel. Yo también lloro por ellas. Y por Floyd. Estoy de rodillas. Mierda de sangre. Contemplo su cara, sólo eso. Los copos de nieve empiezan a pegársele. Está frío, cada vez más, se está apagando. Le cierro los ojos. La suave presión de mis dedos hace que la cabeza se le vaya hacia un lado. No hay mucho que la sostenga. Me doy la vuelta, vomito. Mi mano agarra instintivamente mi barriga. ¿Por qué tiene que suceder así? ¿Podía haber sido tan dañina la corrupción del Wyrm? ¿Podría igualar algo este espanto? Lloro con más fuerza, hasta que me escuece el pecho y se me seca la garganta. Entonces… entonces lloro aún más.