El hedor de la corrupción del Wyrm era tan intenso que Arroyo Negro rechinó los dientes hasta clavarse los colmillos en las encías y hacer que la sangre fluyera dentro de su boca. La enfermedad de la tierra es una enfermedad del espíritu, le había dicho Meneghwo en la llanura al pie de la montaña. Habían entrado en el mundo espiritual; allí en la Umbra no había tubería por la que arrastrarse, tampoco barranco ni edificio de ladrillos que albergara los laboratorios; sólo había un hueco desde el que manaba un burbujeante líquido infecto en el que la corrupción y la putrefacción tomaban forma. Los demás Garou maldecían aquella hediondez y pedían fuerza a Gaia. Arroyo dedicó su silenciosa plegaria a Meneghwo, el tótem espiritual de la manada, un espíritu guerrero. «Ayúdanos a destruir lo que encontremos aquí, espíritu lobo. Por el bien de Gaia, debemos prevalecer».
Condujo a los demás hacia la viscosa oscuridad, conteniendo su aliento mientras nadaban penosamente en aquel lodo, mientras el aire y la luz y todo lo sagrado se perdían en el pasado. No se atrevía a abrir los ojos por temor a que aquello que ahora abrasaba todo su cuerpo los hiciera hervir en sus cuencas. Las paredes de aquel túnel eran viscosas y pegajosas al tacto, y él se limitó a continuar avanzando a través de ellas, como alguna clase de criatura sorda y ciega que volviera sobre sus pasos, que regresara arrastrándose a través de un cauce que lo viera nacer con un espantoso llanto.
«Seguidme», dijo a sus compañeros de manada, y le alivió comprobar que aún estaban tras él. Todos menos uno. Ladra-a-las-Sombras había rehusado en un principio hacer frente a las amenazas mundanas mientras el resto de sus compañeros se enfrentaba a la corrupción del mundo espiritual. «Si supieras lo que te estás perdiendo —pensó Arroyo—, me lo estarías agradeciendo». Ese momento aún estaba por llegar, cuando todo terminase, cuando pudieran contarse las historias. Antes debían sobrevivir.
El avance por aquel enconado túnel era realmente lento. Arroyo se abría paso con sus garras. Pronto empezaron a arderle los pulmones, como su carne, pero ya había pasado por peores sufrimientos antes, como cuando persiguió a un espíritu lupino: entonces sus pulmones le habían abrasado hasta que estuvieron a punto de arderle. Había también un sueño, uno en el que recordaba haber respirado una inmundicia semejante a aquella que ahora lo rodeaba. Recordaba el sabor de la muerte, incluso parecía colársele por el hocico y las fosas nasales. «¿Irían bien por allí? —se preguntó por primera vez—. ¿O estaré conduciendo a mi manada a su fin?». Luchó por sofocar esas dudas antes que los demás se percatasen de su humor. «¿Qué más había dicho Meneghwo en la llanura? Cuando llegue el momento, sabrás qué camino seguir». Aquella parecía ser la ruta correcta, decidió Arroyo. Debía confiar en sus instintos. No debía dudar de sí mismo.
Casi acababa de llegar a esa conclusión cuando el túnel giró bruscamente, hacia un lado y hacia arriba. Entonces los Garou alcanzaron la superficie. Uno tras otro, entre jadeos, se arrastraron desde el lodo hasta una orilla rocosa. El aire viciado de aquella cueva subterránea les pareció tan fresco como la primera flor de la primavera. Arroyo, en medio de la oscuridad, volvió a comprobar que estaban todos juntos.
—Que magnífico que vengas a hacerme compañía, Chepa —dijo una voz sibilante que no parecía provenir de ningún sitio en particular, hasta que, de repente, Canción de Víspera dio un paso al frente y abandonó la oscuridad. Estaba desconcertantemente cerca, con los ojos en blanco y su pelaje chamuscado y enmarañado concediéndole el aspecto de una criatura semejante a una rata que no cesaba de gruñir. Tenía el brazo derecho desproporcionado respecto al resto del cuerpo. Aquella extremidad parecía tratar de recuperar su tamaño adecuado, pero las heridas sufridas por las garras o los dientes de un camarada Garou sanaban con lentitud. Hasta el momento, todo lo que le había brotado era un escuálido brazo sin pelo, poco más grande que una fina capa de músculo sobre el hueso recién formado.
Arroyo escuchó a su espalda alientos entrecortados. Los demás no habían visto aún a Canción de Víspera, no habían presenciado en lo que se había convertido.
—Decías la verdad —gruñó Astillabedules.
—No debemos permitir que esta abominación sufra el horror de vivir —coincidió Claudia Permanece Firme sacando su klaive. El arma brillaba en medio de la penumbra como un sol de plata en el cielo más oscuro—. Nunca habría pensado esto de ti, Canción de Víspera —dijo.
—¡No más Canción de Víspera! —aulló la criatura, con sus palabras resonando desde invisibles alturas—. ¡A partir de ahora, Fir Bolg! ¡Fir Bolg!
Abrió y cerró sus fauces, castañeteando los dientes. El brazo a medio formar de la criatura trató de completar aquel movimiento, como intentando formar un puño de dedos huesudos, pero fue incapaz.
—Lo que digas, bola de pelo —musitó Cynthia Oreja Suelta—. Vas a ver.
Y ya estaba surcando el aire, con las garras listas para cortar y los colmillos en ristre.
Aterrizó allí donde había estado Fir Bolg un momento antes, pero éste se había desvanecido entre las sombras, como si formara parte de ellas. Una frenética risa llenó la oscuridad, rodeando a los Garou, acechándolos. Aquel sonido varió ligeramente, se hizo más intenso, se alejó y se aproximó, y entonces pareció tomar forma, revolviendo aquel aire añejo.
—Criaturas aladas —dijo Claudia.
Algo rozó las piernas de Arroyo Negro, y también su hombro. Lanzó un golpe, pero la criatura esquivó sus garras. De repente aquellas alas estaban por todas partes, sacudiéndose como sacos de lona. Las carcajadas de Fir Bolg volvieron a sonar con más fuerza, esta vez llevadas por cientos de bocas sonrientes, hambrientas fauces repletas de dientes. Aunque se agazapada y esquivaba a las criaturas del Wyrm, Arroyo no era capaz de verlas con claridad. Parecían una vela oscura en la penumbra, descendiendo en picado desde todas partes para reclamar como premio bocados de carne fresca. Intentó vislumbrar algo en la oscuridad, y sus ojos brillaron con el don de la vista de un espíritu felino, pero aun así no pudo distinguir nada, sólo negrura; la luz que no fuera devorada en aquel lugar de Wyrm quedaba oculta tras el muro de alas con forma de extremidad de murciélago.
Por los aullidos y gruñidos de frustración. Arroyo supo que sus compañeros estaban sufriendo su mismo destino. Girándose y revolviéndose para alejar los dientes de la criatura murciélago de su espalda, se abrió paso hasta el lugar donde se escuchaban sonidos de lucha de Permanece Firme. Al aproximarse, distinguió una luz entre la oscuridad: el destello plateado de su klaive surcando la penumbra, como un rayo en la impenetrable tormenta.
«Te cubro la espalda», le dijo Arroyo, esperando su respuesta antes de terminar de aproximarse a su espalda. No tenía ninguna intención de acabar en el lado equivocado del klaive. Espalda con espalda, se mostraron más competitivos, concentrando sus ataques, cada uno con lo que tenía frente a sí. Esperaba que Astillabedules y Oreja Suelta estuvieran haciendo lo mismo, y pensaba que era probable que así fuera, teniendo en cuenta lo a menudo que Garra y Furia parecían actuar y pensar al unísono.
El batir de alas se había hecho ya tan espeso que Arroyo encontraba blanco en cada golpe de sus garras. Y no podía desear que fuera diferente; con cada golpetazo retiraba su mano con restos de alas, tendones desgarrados y sangre espesa. Alaridos de dolor se entremezclaban con los hambrientos chillidos de las bestias del Wyrm. «Parece que nos llevará años acabar con todas», pensó. Los Garou eran capaces de mover montañas y océanos sólo con las manos, y si aquella era la guerra que el Wyrm había declarado, Arroyo estaba dispuesto a combatir hasta su último aliento.
De repente, mientras Arroyo clavaba sus garras sobre otro puñado de bestias aladas, un alarido ensordecedor irrumpió en la oscuridad, agudo y persistente, y que se desvaneció hasta convertirse en un gemido lastimero. Antes que acabara, el batir de alas cesó. Arroyo y Claudia seguían espalda contra espalda. Todo seguía en penumbra, pero la oscuridad no era ya tan impenetrable ahora que las hordas de bestias aladas del Wyrm habían desaparecido con la misma urgencia con la que habían surgido. El silencio no era absoluto. Unos gimoteos y lamentos resonaban en la cámara. Arroyo y Claudia siguieron aquel sonido, llegando hasta donde estaban Astillabedules y Oreja Suelta, y también Canción de Víspera convertido en Fir Bolg.
—Gaia nos proteja —musitó Permanece Firme. Cynthia Oreja Suelta tenía la vista fija en el suelo de la cueva; su sangre se unía a los riachuelos de negra corrupción que discurrían sobre la piedra, a sus pies. Tenía la garganta, el pecho y el vientre desgarrados, y las tripas hechas trizas. Arroyo reconoció en su cuerpo la obra de afiladas garras. Se imaginó a Fir Bolg cargando en medio de la oscuridad, camuflado entre la cobertura de incontables criaturas aladas, arremetiendo con sus colmillos y quizá también con su mano buena sobre la garganta de Cynthia, mientras se impulsaba sobre ella con todo el peso sobre sus piernas, desgarrando carne y músculos, órganos y huesos. Ante la vista de los impotentes Garou, el último suspiro de vida de Cynthia se derramó en el suelo.
Astillabedules se había cobrado una amarga venganza en Fir Bolg. Había acabado con él, de eso no había duda, pero a un precio muy alto. El engendro aún movía sus fauces, abriéndolas y cerrándolas, y tenía la vista perdida en la oscuridad, sollozando, tosiendo, escupiendo sangre y emitiendo en ocasiones un débil sonido que parecía una risa histérica. Tenía el vientre tan despedazado como el de Cynthia y le habían arrancado su muñón; la extremidad superior buena estaba despedazada, con sólo un dedo sano. Allí donde su sangre se vertía sobre la piedra, desde cráteres ardientes salía un humo sibilante.
Astillabedules no estaba muy lejos de allí, de rodillas, y con Claudia a su lado. Al acercarse, Arroyo comprobó que la Garra tenía las manos desolladas, con los huesos a la vista, con el pelo y la carne abrasados por la corrosiva sangre de Fir Bolg. Arroyo se acercó hasta donde estaban las dos hembras, asqueado casi hasta sentir arcadas. Astillabedules se había quedado literalmente sin cara. El hocico, que debía haber hundido en la garganta de Fir Bolg, no era más que los restos de un armazón de huesos chamuscados, sin piel, sin fosas nasales, sin lengua; todo abrasado. Tenía desollada la piel de la garganta y el pecho. Cada esforzado aliento iba acompañado de un suave resollar.
Tenía un ojo consumido, el otro parecía perdido, y parpadeaba cada pocos segundos.
—Todavía vive —musitó Arroyo Negro. Los Garou eran capaces de soportar el dolor físico hasta extremos increíbles, pero no en aquella forma, no sufriéndolo a manos de otro Garou, no con esa pestilente sangre que circulaba por el cuerpo de quien en otro tiempo había sido Canción de Víspera. A Arroyo le escocían las quemaduras que había sufrido a manos de Fir Bolg; eran dolorosas, pero no habían sido tan destructivas como aquellas que afligían a Astillabedules.
—No durará demasiado —dijo Claudia en voz baja, mientras dejaba reposar a Astillabedules en el suelo.
—Déjame tu klaive —pidió Arroyo.
Claudia lo observó y entonces le dio el arma plateada, cediéndole la empuñadura. Arroyo se giró hacia Fir Bolg. La bestia sonrió, sacando y metiendo la lengua como una serpiente. Las piernas le temblaban en espasmos, como si estuvieran soñando con una cacería.
—Canción de Víspera nunca se habría escondido en la oscuridad como un cachorro asustado —dijo Arroyo.
—Ya no existe Canción de Víspera —dijo la bestia entre jadeos—. Ahora sólo Fir Bolg. Fir Bolg. —La criatura parecía deleitarse con el sonido de su nombre. Su sonrisa pareció estirarse, incluso cuando gorgojeaba su propia sangre en su garganta hasta chorrearle barbilla abajo—. La historia de Fir Bolg.
—La historia de Fir Bolg —dijo Arroyo sacudiendo la cabeza— ha terminado.
Y, tras unas cuantas cuchilladas en la cabeza, así fue. Arroyo no se deleitó en su hazaña. Gotas de sangre que no pudo evitar le abrasaron mechones de pelo y piel, mientras que el ácido que cubría el klaive burbujeaba y chisporroteaba hasta desaparecer, hasta que la hoja plateada volvió a brillar inmaculada. Arroyo devolvió el arma a Claudia.
—Canción de Víspera nunca me cayó bien —dijo Arroyo—. No era paciente ni cortés. Pero no se merecía esto. —Astillabedules yacía rígida, y su cuerpo había adoptado la forma de un lobo de pelaje rojizo. Arroyo agitó la cabeza, consternado—. Que un miembro de nuestro clan deba acabar así…
—No era un miembro de nuestro clan —dijo Claudia Permanece Firme, aún arrodillada junto a Astillabedules—. Nos dejó cuando te convertiste en gran anciano del clan, en el alfa de la manada. Ya no era uno de los nuestros, y había dejado de ser también Canción de Víspera.
Aquello era cierto, y Arroyo lo sabía, pero aun así sentía un profundo pesar por el fracaso, por el vacío de su pariente caído. «Si hubiera decidido seguirme —pensó Arroyo—, todo hubiera podido acabar de forma diferente». Indudablemente, Fir Bolg hubiera supuesto lo mismo. Después de haber renegado de Arroyo, había vuelto para enfrentarse a él como alfa, junto a otros tres de sus antiguos compañeros de manada, y con consecuencias fatales. «No era Canción de Víspera, pero tenía la sabiduría de éste. Sabía que, de todos nosotros, tendría más probabilidades de abrirse paso sobre la guardia de Cynthia, y sabía también que Astillabedules se lanzaría sobre él para castigarlo, sin dudarlo, sin piedad, sin pensarlo dos veces. —Las implicaciones de aquella idea eran terribles—. Había sido un suicidio. Qué mejor forma de hacerme daño que acabando con dos miembros de mi manada… Y de un solo golpe, cualquier resto que pudiera quedar de Canción de Víspera debió encontrar una vía de escape». Arroyo contempló el cuerpo ennegrecido, que se descomponía rápidamente, ya con la rigidez propia de la muerte, despojándose del poco pelo que pudiera quedarle. Creyó poder sentir una pizca de alivio por Canción de Víspera, pero Arroyo fue incapaz de encontrar la menor compasión por él.
—Debemos seguir adelante —dijo con gesto adusto. Claudia se levantó de junto a Astillabedules y echó una última mirada a los dos Garou muertos—. Dejémoslos juntos —dijo Arroyo—. Ya nos reuniremos con ellos luego.
Permanece Firme asintió, pero no dijo nada. Agarraba con fuerza su klaive enfundado. Juntos, Arroyo y Claudia Permanece Firme, se adentraron de nuevo en la oscuridad.