Capítulo veintitrés

—¿Y cuándo podrá atenderme? —preguntó Floyd, que empezaba a irritarse, pero que no quería sonar demasiado agresivo.

—No lo sé —dijo el ayudante, de gran envergadura y que no se movía de la entrada al edificio de los laboratorios, impidiendo el paso a Floyd. La etiqueta de identificación en la bata blanca rezaba Gunderson. Floyd recordaba aquel nombre; lo había visto escrito en su papeleo. Este tipo era uno de los nuevos auxiliares que habían acabado en el complejo después que otros cinco empleados hubieran sido transferidos repentinamente—. Puede que sea mejor que el Dr. Evans vaya a su despacho cuando quede libre —sugirió Gunderson amablemente.

—Anoche me dijeron que podría charlar con él hoy por la mañana —dijo Floyd. Trataba de mirar por encima del hombro del auxiliar, hacia el interior del edificio, intentando distinguir la figura de Lawrence Evans o de alguna otra persona conocida, de alguien que pudiera serle de ayuda. Pero la enorme figura de Gunderson ocupaba gran parte de la entrada, y Floyd no tuvo demasiada suerte. «Apártate de mi camino, enorme y estúpido sueco», pensó.

—Lo siento Sr. Robesin —dijo Gunderson, aunque sus palabras no sonaban a verdadera disculpa—. El programa del doctor a veces está sujeto a experimentos bastante imprevisibles. Ahora mismo le es imposible encontrarse con usted.

—Sí, sí, ya me dijiste eso antes. —Floyd se puso de puntillas, pero siguió sin poder ver por encima de la figura de Gunderson—. ¿Hay alguien por ahí con quien pudiera…? Ya sabes, soy el director del complejo.

—Sí, Señor Robesin, estoy al tanto de eso.

Y eso fue todo. Todo lo que tenía que decirle. Entonces se limitó a quedarse observando a Floyd.

Floyd estuvo a punto de gritar. Nunca antes se había dado de bruces con la inusitada estructura empresarial que otorgaba al brazo de I+D de AgriTech una especial independencia. Siempre lo había considerado peculiar, pero había asumido que cuando necesitara hacer alguna consulta, como adultos responsables, en pro de la cooperación entre departamentos, sus peticiones serían tratadas con la mayor celeridad, y que no serían entorpecidas por algún auxiliar venido a más.

—Escucha —dijo Floyd—. Tengo algunas quejas… bueno, no quejas exactamente, pero sí preocupaciones. Preocupaciones que me han trasladado… grupos algo preocupados. Humm… preocupaciones sobre sustancias presentes en escapes de este complejo de laboratorios, en unos desagües en su parte trasera. Me gustaría discutir este asunto con…

—Es que hay un campo de desagüe a la espalda del edificio, Sr. Robesin —dijo Gunderson—. Por eso las sustancias se escapan ahí, pero puedo asegurarle que ninguna de ellas es nociva para el medio ambiente ni para ninguno de esos grupos que dice usted que están preocupados. Si fuera usted tan amable de darme los nombres y las direcciones de esas personas preocupadas, les enviaremos gustosos información acerca de los procedimientos de seguridad y de las regulaciones medioambientales a las que estamos sujetos. Nuestro complejo ha superado todas las inspecciones reguladoras establecidas.

—Sí, sí. Ya sé que es así, y… mmm… no… mmm… no, no pretendo causar ninguna molestia. Quiero decir, no creo que sea necesario enviar esa información… —cada vez más aturullado, Floyd apoyó las manos en las caderas—. Escucha, simplemente me gustaría poder hablar con Larry. Sólo serán unos minutos y podremos dar por zanjado todo esto. De verdad que sólo quiero que me acompañe a echar un vistazo allí atrás, estoy seguro de que todo estará correctamente.

—Como ya le he explicado —comenzó a decir de nuevo Gunderson en su tono equilibrado hasta la exasperación—, el Dr. Evans no está disponible en estos momentos. Yo mismo puedo acompañarle gustosamente a echar ese vistazo a la parte trasera del complejo, si eso le sirve de ayuda.

Floyd ladeó la cabeza.

—Oh, ¿de veras? Bueno… pues sí, supongo que… eso estaría bien. Gracias. Muchas gracias.

—Un momento, por favor. —Gunderson salió del complejo y cerró metódicamente la puerta a su paso.

Floyd siguió entonces a Gunderson hasta abandonar el recinto vallado que abarcaba la parte delantera y los laterales del edificio de los laboratorios, y los dos se encaminaron entonces hacia su espalda. La nieve caía con fuerza, y hacía desear a Floyd haber cogido su sombrero, pero no lo había hecho al suponer que simplemente mantendría una breve conversación con Larry, y que enseguida todo aquel asunto quedaría resuelto. Pero eso había sido antes que aquel inmenso sueco se negara a dejarlo entrar, y también antes que él exigiera que alguien fuera físicamente a inspeccionar el campo de desagüe. Bueno, quizá tampoco había exigido exactamente, pero se había mantenido en sus trece, y al fin aquello parecía estar en camino de resolverse, y eso era lo importante. Había prometido a Kaitlin «ocuparse del asunto», y eso era lo que estaba haciendo. Pobre chiquilla, parecía llevar tanto peso sobre sus espaldas… Si el que él se ocupara de aquello podía servir para aliviarla de algún modo, Floyd lo haría gustosamente.

—¿Así que eres nuevo aquí? —dijo Floyd a Gunderson mientras ambos caminaban. Aquel enorme tipo le ponía nervioso por alguna razón, y cuando Floyd se ponía nervioso, hablaba—. ¿Qué tal te encuentras?

—Muy bien, gracias.

—Muy bien. Perfecto. Me alegro mucho. ¿Y desde dónde te trasladaron? Vi los papeles de tu ingreso, pero sólo había referencias a la oficina central. No aparecía demasiada información personal, ya sabes a qué me refiero. Casi todo era ese rollo de títulos y cursos, jerga científica, para mí como si estuviera en griego.

—He trabajado en varios laboratorios —dijo Gunderson.

—¿Vaya, de veras? ¿Así que suelen desplazarte a menudo? Eso hace que las cosas sean difíciles para una familia. ¿Tienes esposa o hijos?

—Encuentro que mi trabajo consume el tiempo libre necesario para conservar tales relaciones —dijo Gunderson.

—Vaya, comprendo. Suena bastante solitario, pero cada cual con lo suyo. —Entonces siguieron caminando algunos pasos en silencio—. Seguro que haces mucho ejercicio —dijo Floyd bruscamente—. Eres un tipo fornido. Quiero decir… Supongo que no serás grande sólo por eso. Yo mismo soy bastante… grande, a mi manera —dijo mientras se señalaba sonriente la tripa—. Pero tú pareces estar en forma. Y no hay muchos gimnasios por esta parte del estado.

Ya estaban rodeando una de las esquinas traseras del edificio, y Gunderson dirigió la atención de Floyd hacia un barranco de proporciones considerables, quizá de unos siete metros de profundidad y con una pendiente pronunciada a cada lado, que lindaba con la parte trasera del edificio.

—¿Ve esa chapa metálica? —preguntó Gunderson, señalando en dirección a la pared de tierra que había justo detrás del muro de ladrillos a la espalda del edificio.

—¿Esa estructura que parece la boca de una alcantarilla, justo al final de esa gran tubería? Sí.

—Ésa es la boca de desagüe —explicó Gunderson—. Verá que tiene un pequeño orificio a través del cual desagua el líquido. Esa disolución es en su mayor parte agua, junto con cantidades mínimas de algunas sustancias químicas, todo perfectamente ajustado a los límites establecidos por el consejo regulador, puedo asegurárselo. Controlamos exhaustivamente las emisiones de líquidos. Si está interesado en consultar las tablas de registro…

—¿Podríamos acercarnos un poco más? —preguntó Floyd.

Gunderson frunció la boca.

—Creo que consultando esas tablas le quedaría bastante claro que…

—Claro, claro, estoy seguro de que sería así… si supiera qué significa toda esa palabrería técnica. Ése es el motivo por el que quería hablar con el Dr. Evans antes que nada. —Floyd intentó contener su sentimiento de satisfacción. «¿Has querido ponerme las cosas difíciles, no? Puede que la próxima vez no te muestres tan terco por una petición tan sencilla». Normalmente no solía malhumorarse por cosas tan simples, y en cierto modo se sentía culpable por deleitarse con las dificultades de Gunderson, pero así era el caso—. Pero, ya que estamos aquí, no me importaría echar un vistazo más de cerca, para poder hablar con más propiedad cuando finalmente consiga mantener esa conversación con Larry.

—Ese talud es resbaladizo, Sr. Robesin —dijo Gunderson—. Por nada del mundo quisiera que se cayera y pudiera hacerse daño.

—Creo que podré arreglármelas —dijo Floyd. Y empezó a descender por la pendiente que había a los lados del barranco—. No te preocupes por mí —dijo volviendo la cabeza atrás.

—Perfecto —dijo Gunderson—. Estoy a su espalda.

Estaban ocultos entre la maleza. Silenciosos, sin moverse. Al otro lado del barranco, los dos humanos se disponían a descender por la pendiente, ajenos a la presencia de los cinco Garou, que los observaban agazapados. «Tienen los sentidos tan atrofiados…», pensó Arroyo. ¿Cómo habían podido desempeñar un papel tan importante en el expolio de Gaia unos seres tan patéticos como los humanos? Estúpidos títeres. La clave era que se extendían con una tenacidad tal que amenazaban con ayudar a la Tejedora y al Wyrm a destruir el Kaos. «Pues no será aquí. Nuestro clan prevalecerá».

Aquel lugar apestaba a Wyrm contaminado, tal y como Arroyo había recordado, justo como había explicado al resto que sería. Tras volver a encontrar el rastro de Canción de Víspera, éste los había conducido hasta allí. Aquello no le sorprendía en absoluto. La corrupción había echado raíces en aquel lugar, había degenerado y había propagado sus tentáculos por la tierra, a través de la propia corriente que surcaba el territorio del clan. «Debimos haberlo supuesto hace mucho tiempo». Pero no fue así. Mientras Arroyo Negro se revolcaba en la autocompasión y el odio, y su padre Nube de Muerte caía atrapado en las garras de la locura, la corrupción se había extendido, ensanchando sus dominios y su poder. Cuando Arroyo asumió el mando del clan, Canción de Víspera, en un acto de rebeldía, se marchó junto a Nube de Muerte. Ahora el Wyrm había reclamado para sí al cuentacuentos. «¿Significaría eso que Nube de Muerte estaba también por allí?», se preguntaba Arroyo. ¿Se habría rendido su padre a la más absoluta demencia?

No había espacio para la compasión en el corazón de Arroyo cuando pensaba en su padre. El propio Nube de Muerte y sus arengas se la habían arrancado a golpes años atrás. «Él era él débil —pensó Arroyo—, y no yo. Todos los defectos que veía en mí eran reflejos de los suyos propios, y ahora él es quien ha caído. Lo mismo ocurría con Canción de Víspera. Era difícil que hubiera un día en que no me señalara como poseedor de una mancha del Wyrm, ¿y quién ha acabado contaminado?»

La nieve, que no dejaba de caer, cubría a los inmóviles Garou. Los copos que caían sobre las quemaduras recientes de Arroyo se derretían al instante, chisporroteando, y le hacían estremecerse de dolor y maldecir su carne. Sentía también que ardía por dentro, ansioso por cobrarse venganza por todo su sufrimiento. A ambos lados, los demás miembros del clan esperaban agazapados su señal. Frente a ellos, los humanos seguían descendiendo por la pendiente del barranco. El que iba a la cabeza tenía aspecto de ser pesado y fláccido. Arroyo podía oler el sudor que exhalaba por el esfuerzo. Aquel tipo hablaba sin cesar. El segundo, más grande, vestía una bata de auxiliar del laboratorio. De los dos, él era quien trabajaba dentro del edificio que estaba de algún modo relacionado con la contaminación del Wyrm. Él era, en cierto modo, un responsable más directo de la corrupción que mancillaba la tierra. Una vez más, ningún humano era inocente. Arroyo dio la señal, un breve ladrido, y los Garou se lanzaron a la acción.

Ladra-a-las-Sombras fue el primero en moverse. Sobrevoló el barranco, aterrizó y dobló a toda velocidad una de las esquinas del edificio antes que ambos humanos fueran siquiera conscientes de que una sombra había sobrevolado sus cabezas. Un instante más tarde, fueron cuatro las sombras que surcaron el cielo: los demás Garou habían saltado hacia el barranco.

Floyd alcanzó por fin la base del barranco. La pendiente era resbaladiza, especialmente con la nieve recién caída, pero tampoco tan peligrosa como había sugerido Gunderson. Floyd consideraba comentarle ese hecho cuando le recorrió un escalofrío repentino, una violenta sacudida, un dolor punzante, como de haber mordido metal. Miró hacia el cielo, creyendo haber visto algo moverse. ¿Un pájaro que sobrevolara su cabeza? Fuera lo que fuese, Gunderson también lo había sentido, y ambos subieron la vista para ver como, justo en ese momento, cuatro figuras más saltaban hasta el barranco.

En menos de un segundo, Floyd distinguió lo que eran: lobos, pero estaban de pie, como hombres, y eran enormes, se alzaban hasta emborronar el cielo. Estaban cubiertos de pelo de los pies a la cabeza, con una capa de nieve sobre ésta. Tenían las orejas gachas y los hocicos arrugados. Gruñían. La saliva goteaba desde sus enormes colmillos, más largos que sus propios dedos. Sus garras brillaban, y sus ojos… sus ojos lo observaban, como despreciándolo, como considerándolo poco más que nada.

Aquel instante pareció congelarse, el propio tiempo pareció hacerlo. Floyd se sentía de piedra, con los músculos inmovilizados, los ojos y la boca abiertos de par en par. Durante un instante le vino a la cabeza la imagen de Anne tal y como la había dejado antes de marchar al trabajo: vestida con su albornoz azul, con las impresiones de la almohada aún recientes en la piel deliciosamente tersa de su mejilla. Aún no había despertado del todo, no había levantado a las niñas para que fueran al colegio. Las niñas… Debió haberse despedido de ellas antes de marchar; Jenna, esa hermosa jovencita, tan parecida a su madre; y Mel, aún una cría, y una constante fuente de risas y juego. Debió haber entrado en su cuarto. Pero no lo hizo. Apenas intercambió unas palabras con Anne. «Te quiero, cariño. Yo también te quiero». Aquellas palabras resonaban en sus oídos, retumbaban mientras su recuerdo se disipaba. Entonces todo volvió a ponerse en marcha, y Floyd se echó en brazos de la locura.

El hombre más alto empezó a correr. Intentó escabullirse pendiente arriba, pero la nieve fresca le dificultaba el ascenso. Por cada dos pasos que subía resbalaba otro hacia atrás. Estaba asustado, pero no tan enloquecido como era costumbre. Arroyo Negro se acordó de los humanos en la casa de Kaitlin, aquellos que lo habían visto como era realmente, y que no habían caído presa del Delirio. Astillabedules y Oreja Suelta no estaban al tanto de aquello, pero sí habían visto morir a Frederich Terror Nocturno, lo habían visto morir acribillado a balazos a manos de humanos que no corrían, que les hacían frente con poderosas escopetas. Lo recordaban, y no perdonaban. Se arrojaron sobre aquel hombre alto; Astillabedules lo inmovilizó de pies y manos mientras Cynthia le rebanaba la garganta.

El otro humano se limitaba a observar y parlotear, perplejo ante el baño de sangre que salpicaba su rostro mientras los Garou despedazaban a su compañero hasta hacerlo trizas. Arroyo bufó. El incomprensible discurso que brotaba de labios de aquel humano lo molestaba, y no era porque quisieran llevar a cabo una acción sigilosa, pues los sonidos del ataque de Ladra-a-las-Sombras se propagaban ya por el interior de los muros de ladrillo, sino porque aquel barranco apestaba a contaminación del Wyrm, a corrupción, y él era humano, y por tanto era parte del problema. Con un solo ataque de su enorme mano repleta de garras. Arroyo casi seccionó por completo la cabeza de aquel humano enloquecido. Su cuerpo rebotó contra el suelo y se abrió un nuevo chorro de sangre, que se convertía en un surco rojo de nieve derretida.

Entones se hizo un extraño silencio en el barranco.

—¿Es esto? —preguntó Claudia Permanece Firme tamborileando la chapa metálica que tapaba la enorme tubería que sobresalía de la ladera. Un líquido manaba en forma de pequeño chorro desde un agujero que había en la lámina.

Arroyo asintió. Claudia clavó sus garras en el metal y arrancó la tapa. La repugnancia que los Garou sintieron ante la visión de la oscura sustancia que contenía la tubería era incalificable. El intenso hedor que les sobrevino no procedía únicamente del agua, sino de lo que había tras ésta, a su alrededor; estaba en ella, pero no formaba parte de ella. La luz de la mañana reflejándose en aquel líquido contaminado hizo en cierto modo más fácil su paso.

De nuevo el silencio se hizo en el barranco; el silencio y dos cuerpos inmóviles, con la sangre que les había dado vida absorbida por la nieve.

Ladra-a-las-Sombras atravesó la puerta de cristal en la parte frontal del edificio de los laboratorios, y entonces se activó la alarma. Aquel atronador pulso electrónico martilleó en los sensibles oídos del Garou, pero aquello sirvió sólo para incitarlo con más fuerza a dejarse llevar por el frenesí. Todo lo que veía y oía lo hacía a través de una capa de odio. Se lanzó enseguida al ataque, sin piedad ninguna. Un fornido hombre enfundado en una bata blanca se apresuró a acudir al vestíbulo para investigar la causa de la alarma. Ladra-a-las-Sombras lo destripó con un simple giro de muñeca. Una Secretaria lo observó con la boca abierta, aterrorizada, desde detrás de su escritorio. Ladra-a-las-Sombras saltó sobre la mesa, le rebanó la garganta y continuó moviéndose con una fluidez asombrosa.

Más y más humanos acudían atraídos por el revuelo, y entonces empezó el griterío. Hombres y mujeres corrían para salvar sus vidas, mientras que otros se derrumbaban en el suelo, encogidos como pequeñas bolitas, incapaces de hacer otra cosa que no fuera temblar y sollozar. Sin piedad. Ladra-a-las-Sombras repetía las instrucciones de Arroyo Negro una y otra vez, para sí mismo. Sin piedad. Aquel era un lugar del Wyrm, y desde él la corrupción se había extendido hasta filtrarse en la vida de su propio clan. Sin piedad. Los humanos eran, en el mejor de los casos, herramientas en manos del enemigo, y en el peor, agentes serviciales del Wyrm. Sin piedad.

Ladra-a-las-Sombras había destripado ya a varios humanos, masacrándolos directamente donde se habían dejado caer en el suelo o dándoles caza mientras corrían. Entonces uno en particular llamó su atención. El tipo vestía la misma bata blanca que los demás, pero sus movimientos eran diferentes: parecía tener un propósito, no estaba llevado por la misma locura que no lograba comprender. Ladra-a-las-Sombras ignoró a un tipo con gafas que se agazapó en una esquina intentando protegerse junto a la pared, y decidió seguir a aquel tipo más peculiar, girando una esquina, a través de un largo pasillo y de nuevo girando otra esquina más. Azuzado por el ansia de la persecución, la boca se le hizo agua. Gruñó y dejó que aquel líquido fluyera libremente de su boca mientras saltaba pasillo abajo. El hombre de la bata volvió la cabeza por encima de su hombro y los ojos se le pusieron como platos. Aceleró su paso. Gritó unas palabras de aviso a un camarada que Ladra-a-las-Sombras no logró ver, y entonces se lanzó por una puerta. Un instante más tarde, aquel compañero del conspirador, invisible hasta entonces, salió por la misma puerta, también en plena posesión de sus facultades, y empuñando un enorme rifle con el que le apuntaba.

Ladra-a-las-Sombras se agazapó contra el suelo y el pasillo explotó a su espalda. Una lluvia de placas despedazadas del techo y fragmentos de hormigón cayó sobre su cuerpo. Dio una voltereta y siguió avanzando, sin cesar en su persecución. Antes que el humano pudiera dispararle una segunda vez, Ladra-a-las-Sombras agarró el cañón, arrancó el arma de las relucientes manos que sobresalían de la bata blanca y le estampó la culata contra el cráneo. Un solo paso al interior de la habitación le bastó para descubrir que el primer humano al que había perseguido estaba colocando un cargador en un arma idéntica. Nunca tendría oportunidad de disparar. Ladra-a-las-Sombras lo golpeó con el arma que había arrebatado a su compañero, y le hizo tragar el cañón hasta unos diez centímetros. Aún no del todo satisfecho, el Garou apretó el gatillo, pero debió de haber dañado el rifle, pues éste se negó a disparar. A pesar de aquello, y después de algunos segundos más de gritos ahogados, el humano se silenció.

Ladra-a-las-Sombras se detuvo unos instantes, jadeando por el esfuerzo que había realizado, con el pulso acelerado, sus garras y colmillos cubiertos de jirones de carne fresca. Por todo el edificio las alarmas resonaban y los humanos, llevados por el pánico, corrían de un lado para otro. Sólo ahora que se había ocupado de su última presa se percató de cuáles eran los contenidos de la habitación a la que había llegado: un enorme y profundo armario contenía una hilera de armas como aquella que había volado el pasillo. Las paredes de la estancia estaban llenas de más armarios semejantes al primero. Uno a uno. Ladra-a-las-Sombras los destrozó todos hasta abrirlos. Los cerrojos no le suponían más impedimento que el metal retorcido, y sacó las puertas de sus goznes. Cada armario contenía el caparazón hueco de un humano: armaduras para el cuerpo, y un casco con una lámina frontal reflectante para la cabeza. Eran cinco juegos en total. Canción de Víspera les había contado muchas veces la historia de la muerte de Frederich Terror Nocturno, y les había hablado de los soldados, de sus armaduras y sus rifles de cargas explosivas. Ladra-a-las-Sombras sintió que la rabia lo llevaba de nuevo. Aunque sus compañeros en la tribu de los Colmillos Plateados le decían que carecía de intelecto y sensibilidad, era capaz de relacionar ambos sucesos. Arañó y escupió a los dos cuerpos que yacían a sus pies, y entonces dirigió su furia sobre el equipo, rompiendo los rifles con sus rodillas, despedazando las armaduras pieza por pieza, hasta que nada quedó que pudiera ser reconocido. Aun así, no había saciado su rabia.

Sin piedad. Ésa había sido la orden de su alfa… aunque ese alfa fuera Arroyo Negro. Desde algún otro lugar en el edificio, resonó el grito de una mujer. Ladra-a-las-Sombras abandonó la habitación al instante, abriéndose paso entre la polvareda y los escombros de los restos del pasillo. Sus oídos y su hocico le decían que había más humanos correteando, escondiéndose. Esos humanos habían matado a Terror Nocturno. Habían corrompido la tierra. Sin piedad.