Capítulo veintidós

—Muy bien, sobre todo nunca jamás me apuntes con esto, o te patearé el culo —dijo Clarence. Parecía inmune al frío. La nieve caía sobre su calva, a veces derritiéndose, a veces quedándose sobre ella hasta que él movía la cabeza o se deshacía de aquella fina y cristalina capa de agua helada.

Después de la noche claustrofóbica y agobiante que habían pasado, con el sangriento combate entre nubes de humo en el piso de arriba y las amargas recriminaciones en el hospital de campaña del piso de abajo, el amanecer parecía irreal, blanco e inmaculado. Las nubes se agolpaban en torno a la casa, como lo hacía el bosque que la rodeaba, como si el hombre y todas sus tretas perniciosas no existieran más allá de aquel diminuto emplazamiento. Pero si era la primera mañana de un nuevo mundo y todos los pecados debían aún cometerse, ¿por qué, se preguntaba Sands, se sentía entonces tan exhausto, tan abatido? Además, para mayor inquietud, Clarence le estaba apuntando con una pistola.

—Presta atención —le dijo Clarence mostrando la pulcra y oscura culata de la pistola sobre su palma—. Ésta es una Glock 9 mm. Este pasador de aquí es el seguro. Estando así no disparará. En esta otra posición, estarás listo para la acción. —Volvió a colocar el seguro y metió la mano en el bolsillo—. Admite un cargador de diecisiete disparos, justo aquí —dijo encajando el receptáculo en la empuñadura—. Quitas el seguro. Bang. Cuando acabas, vuelves a colocar el pasador, compruebas que la recámara está vacía. Pulsas aquí y el cargador sale.

Sands esperaba más información, pero Clarence se quedó mirándolo expectante, con la Glock de nuevo posada sobre la palma de su mano.

—¿Eso es todo? —preguntó Sands dubitativo.

—Otra cosa más —dijo Clarence—. No sé si te he mencionado ya que nunca, nunca me apuntes con esto…

—O me patearás el culo. Sí. Ya me los has dicho. Lo mencionaste antes.

Clarence le guiñó un ojo.

—Perfecto.

Sands cogió la pistola. Intentó empuñarla con confianza, como si aquello no lo intimidara tanto, y asegurándose al mismo tiempo de no encañonar a Clarence o apuntar cerca de él.

—Muy bien —dije Clarence—. Vigila el seguro.

—Está puesto.

—Pues claro que está puesto. ¿Crees que voy a darte una pistola con el seguro quitado? Y menos todavía viendo lo nervioso que estás, puesto ahí, como un pasmarote, sin saber qué hacer, como si tuvieras la polla en la mano.

—Pero no está cargada.

—Es algo personal. Aunque la pistola no esté cargada. No importa. El seguro siempre puesto. Debes preocuparte siempre por comprobar si el seguro está puesto. Si no lo haces, te arriesgas a sufrir un accidente. Te acabarás disparando a ti mismo o a tus amigos, o apuntarás a la cabeza de un zombi y no ocurrirá nada.

Para Sands aquello tenía sentido. Asintió.

—El pestillo debe ir colocado así. Perfecto; entonces… ¿el seguro ahora está quitado?

—Perfecto —dijo Clarence—. Parece que te has hecho con ello.

Mientras Julia masajeaba la espalda a Sands, haciendo trabajar sus dedos mágicos y aliviando la tensión y el dolor de sus músculos, Clarence había estado escarbando en el trastero, junto a la cocina, y había cogido una caja de cartón y media docena de latas y botellas que luego había colocado sobre ésta. Sands apuntó y apretó el gatillo. El retroceso no lo impresionó tanto como la detonación, cortante y penetrante a pesar del efecto amortiguador de la nieve. Muchos metros detrás de la botella y las latas, la nieve que cubría unas ramas voló por los aires.

—¿Sabías que esas piezas pequeñitas de metal entre la punta y la parte trasera del arma sirven para apuntar? —preguntó Clarence—. Inténtalo de nuevo. Prueba varios disparos seguidos.

Sands tomó aliento y volvió a apuntar. Disparó cuatro veces, esperando apenas unos segundos entre cada detonación. El segundo disparo acertó en la caja de cartón, y una de las botellas cayó al suelo.

—Podemos considerarlo una victoria moral —dijo Clarence—. Puede que el próximo zombi que te encuentres esté sobre una caja de cartón, y entonces podrás…

—Escucha, es la primera vez que hago esto —dijo Sands con brusquedad—. ¿Te importa?

—¿A mí? Qué me va a importar. Vacía la pipa.

Sands volvió a centrar su atención en los blancos. Metódicamente, disparó las doce balas que restaban y logró hacer estallar una botella y darle de refilón a una lata, haciéndola volar fuera de la caja de cartón. Cuando acabó, volvió a colocar el seguro, comprobó que la recámara estuviera vacía, como Clarence le había enseñado, y retiró el cargador.

Clarence no le había quitado ojo en todo el rato, y ahora volvió a coger la pistola. La contempló, y entonces volvió a observar los blancos que quedaban en pie.

—No te preocupes. Requiere algo de práctica; en cinco años… diez… estarás hecho un hacha.

—Vete al cuerno.

—Ya sabes —continuó Clarence—. Había calculado que, como Hetger parece que va a perder la vista para siempre, el bueno de Pete Sampras podría ser una apuesta algo más segura con la Glock. —Miró a Douglas y se encogió de hombros—. Creo que mejor será devolvérsela a John.

—No la necesito —dijo Sands, volviéndose y alejándose.

Clarence lo cogió del abrigo y tiró de él hacia atrás.

—Vuelve aquí. Vaya, ¿acaso he herido tus sentimientos? —Con un cuidado exagerado, alisó las arrugas del abrigo de Sands—. Escucha, a mí me ocurría igual cuando empecé a disparar, nunca lograba acertar a nada.

A Sands le sorprendió aquella inusitada muestra de franqueza y humildad.

—¿De veras?

—Bueno, en realidad no. ¿Pero no es eso lo que quieres escuchar? ¿Te hace sentirte mejor? Quédate aquí. —Clarence devolvió la Glock a la bolsa de gimnasio que tenía a su lado, en el suelo.

—¿Y por qué te preocupa entonces? —preguntó Sands, crispado y susceptible ante el sarcasmo de Clarence—. ¿Por qué te preocupa que pueda saber con qué extremo de la pistola disparar, o si puedo apuntar bien?

Clarence cerró la cremallera de la bolsa deportiva para proteger su contenido de la nieve y se quedó de pie, sosteniendo ahora su recortada.

—Lo llaman instinto de supervivencia —dijo entonces—. Puede que cuando nos larguemos de aquí no vayas a seguir con nosotros. Quizá piense que eso te convierte en un gallina, pero es tu decisión. El hecho es que, en las dos últimas escaramuzas en las que hemos estado metidos, tú has vomitado esa poderosa sustancia. Puede que no sepas qué diablos haces, pero eres capaz de hacer algo que yo no puedo, y tampoco Julia. Supongo que, aunque estés cagado, mientras estés con nosotros eso no será nada bueno para los malos. Y cualquier cosa que sea mala para ellos será buena para mí. A veces es útil saber empuñar una pistola. Cuento con que así tendrás más posibilidades de sobrevivir y, por tanto, yo también las tendré.

Sands esperó entonces alguna puntilla, un comentario final, pero esta vez no hubo ninguno.

En lugar de ello, Clarence levantó la recortada.

—Ésta es una Winchester, de palanca. Le he recortado la culata y el cañón. Así es más fácil de esconder en la bolsa de deportes, bajo un abrigo, debajo del asiento del coche, pero eso le hace perder algo de alcance. Pero qué diablos, es una recortada. Apuntas y disparas. Ya estás preparado para apuntar a unos veinte metros.

—¿A cuánto está eso? —preguntó Sands señalando a las botellas y las latas.

—A unos quince. Mira. Aquí está el seguro. Se carga aquí, en la recámara. Los cartuchos van de uno en uno. Admite hasta seis. Estos son del calibre veinte. Mejor que no sean más pequeños. Si lo prefieres pueden ser más grandes, pero éstos son las más fáciles de encontrar. A mayor número, más pequeños son los perdigones. Los del calibre veinte son más pequeños que los del doce. ¿Lo vas cogiendo?

Sands dudó. No estaba seguro de haberlo comprendido todo, pero asintió.

Clarence cargó y descargó la recortada, enseñándole a vaciar la recámara.

—Ahora prueba tú. Y recuerda…

—Nunca debo apuntarte. Lo sé, lo sé. —Sands cogió la recortada, cargó los seis cartuchos y quitó el seguro.

Cuando levantó el arma para apuntar, como había hecho con la Glock, Clarence colocó su brazo sobre el hombro de Douglas.

—Con ésta no hace falta que apuntes. Estarás cerca. Colócala en posición y dispara sin más.

Sands asintió.

—Colocar y disparar. —Así lo hizo, y la explosión lo hizo retroceder un paso. Debía de tener cara de sorpresa.

—Sin la culata completa no puedes apoyarla en tu hombro —le dijo Clarence—. Debes contener el retroceso con los brazos. Por eso debes agarrarla con fuerza, pero manteniendo los codos flexionados, para tener algo de elasticidad en los brazos, como un muelle. Ah, a propósito… buen disparo.

Sands tardó en darse cuenta de a qué se refería, y cuando vio que la caja de cartón estaba llena de agujeros, que la última botella había estallado, y que las latas habían salido por los aires, dijo:

—Eh, ya he aprendido.

—Sí, recortadas y vómitos. Tienes talento. Ahora acuérdate de poner el seguro —le dijo Clarence. Sands así lo hizo, y Clarence colocó entonces más botellas sobre la caja—. Perfecto. Ahora, como te dije, estarás más cerca, más próximo a lo que sea que estés disparando. Como muy perspicazmente señalaste antes, un disparo a menudo no sirve de mucho, pero una salva rápida puede servir para que salves el culo. Y eso es lo que vas a hacer la próxima vez, vas a descargar hasta agotar los cartuchos de la recámara. Eso de ahí se llama el antebrazo. Debes hacer palanca con él. Hazlo. Bien. Ahora, cuando dispares, aprietas el gatillo sin dejar de hacer palanca. Cada vez que lo hagas lanzarás otro disparo. ¿Lo coges?

Sands asintió, y cuando Clarence le dio la orden, disparó. Esta vez estaba preparado para el retroceso, y también para el estruendo. En lugar de apretar el gatillo y olvidarse, puso el dedo sobre éste e impulsó la recortada con el antebrazo. El segundo disparo siguió inmediatamente al primero, y lo mismo hicieron el tercero y el cuarto. Estaba tan concentrado en los movimientos de sus manos que apenas se dio cuenta de que la caja y todo lo que había sobre ella estaba volando en pedazos. Tras el quinto disparo, impulsó dos veces más la palanca, pero no sucedió nada más.

—Tranquilo, Rambo —dijo Clarence—. Te quedaste sin cartuchos. Recuerda que son seis.

Sands asintió. Tenía los ojos pegados a lo que quedaba de sus blancos. El cañón manipulado exhalaba humo.

—Es divertido cuando consigues darle a algo, ¿no? —le dijo Clarence.

—La verdad es que sí. Bastante.

—Pues déjame decirte una cosa —siguió Clarence, recuperando su pistola—. Puede que disparar a una caja y unas botellitas resulte divertido. Pero hacerlo con una persona no tiene nada de alegre. Aunque sea un muerto, o alguna de esas cosas de la noche pasada. Y no lo es, sencillamente, porque si no aciertas, esa cosa, esa persona o lo que pueda ser, va a hacer todo lo que esté en su mano para matarte, a ti o a tu esposa, o a otra gente que puede que ni siquiera conozcas. Así que diviértete disparando a las botellas y asegúrate de ser lo bastante bueno para acertar en tus blancos, porque cuando llegue el momento de disparar en serio, no tendrás tiempo para pensar. No tendrás un segundo para payasear con el seguro. Tendrás que acertar y punto. ¿Entiendes?

Sands asintió una vez más. Notó que le retumbaban los oídos… por los disparos, y también por el eco del sermón de Clarence.

—Recoge toda esa basura antes de entrar —dijo el gigantón. Entonces volvió a guardar la recortada en la bolsa de deportes y entró en la casa.