Capítulo veintiuno

No es mi mano, pero está al final de mi brazo. Es como ese edificio de ahí, parece mi casa, pero no lo es. Ha dejado de serlo. Ya no es mía, no es el lugar seguro que creía que era. Todo el que quiera puede llamar a la puerta, irrumpir a golpes por la ventana. Fui estúpida al pensar que iba a ser de otra manera.

La nieve no deja de caer. El sol aún no ha salido, pero la mañana aquí tarda siempre mucho en llegar.

¿Dónde está? ¿Dónde está Arroyo, y cuán malherido estará? Aquel lobo demoníaco lo agarró bien, con sus garras y sus vapores. Escupía una especie de ácido. Abrasaba todo. La criatura también me babeó a mí. Aún me quema. Ya casi he logrado olvidar todo lo sucedido, claro que… Mi mano. Muevo los dedos. Puedo sentirlos. Me obedecen. Me duele cuando me los pellizco. Se supone que a la gente no le crece el brazo cuando se lo arrancan. Y también se supone que los muertos o los monstruos no van por ahí caminando y arrancando brazos.

Arroyo. ¿Estará muy malherido?

Clarence tiene suerte de no haber muerto. Sé que disparó a todo lo que se movía. Pasó corriendo a mi lado. Me dejó yaciendo sobre mi propia sangre. Le preocupaba más disparar a Arroyo y a aquella cosa que ayudarme a mí, a su propia sangre. Suerte que Arroyo no le arrancó la cabeza. Suerte que esa cosa no lo bañó en escupitajos de ácido hasta derretirle la cara, como hizo con ese otro tipo. ¿Podré sanarle los ojos? ¿Cómo demonios puedo saberlo? Apártate de mi vista, perra. ¿Pero es posible que…?

Arroyo. ¿Y adónde voy a ir yo ahora? ¿Con el chico perro? Quizá Arroyo debería haberle arrancado la cabeza a Clarence. Probablemente lo habría hecho si esa bestia no se le hubiera echado en la espalda. Escuché los disparos y Clarence nunca falla, pero no vi que nadie hubiera salido especialmente malherido. Excepto Clarence. Pero, diablos, estaba oscuro, había humo por todas partes, y mi mano…

No sé si podré dar con Arroyo estando tan cansada. Sólo he estado una vez en ese lugar. Era de noche. Y él me llevó… mierda, no tengo ni idea de por dónde me llevó. Surcando otro mundo, el mundo espiritual. De ningún modo podría regresar a ese mismo camino. Pero sé que seguimos el arroyo desde el laboratorio. Luego nos desplazamos a otra corriente, y continuamos hasta llegar a ese… ese santuario. Dios, espero que esté bien. Tanto como pueda estarlo. Mierda, seguro que me echará toda la culpa. Nunca debí dejar entrar a esos bastardos en mi casa. Pero Clarence es mi familia. Es un bastardo, pero es mi familia. A esa otra perra que ni se le ocurra acercárseme. Y el otro tipo, el que ahora ya no es tan charlatán. No sé si podré ayudarle. ¿Y por qué iba a hacerlo? Intentaron matar a Arroyo. Le dispararon. Y ese otro… convulsionándose como si fuera a escupir las tripas, y luego esa bruma, ese humo… que exhalaba por la boca… y todo lo que podía escuchar eran los alaridos de Arroyo, sus aullidos. Los suyos y los de ese lobo diabólico. Los de los dos. Esa cosa podría haberlo matado. Lo que les preocupa a ellos ahora es matar a Arroyo. Quedarse en mi casa y matarlo. ¿Por qué diablos iba a ayudar a alguien que quisiera matar a Arroyo, aunque pudiera hacerlo?

Seguir caminando. Es lo único que debe preocuparme ahora. Seguir caminando. Alejarme de esa casa, de esa gente. Pero la mano me acompaña. Supongo que me pertenece, me guste o no. Yacía en el suelo, deseando recuperar la mano, y aquí la tengo. Pero es que no es mía. En realidad no.

Dios, no debería dejar que Arroyo me culpara por esto. Nunca quise que fueran tras él. Él trataba de salvarme de las manos de esa cosa. ¿Es que no podían verlo? No saben más que matar a esos monstruos. Arroyo me estaba salvando. Me habría salvado y habría matado a esa cosa si ellos no se hubieran puesto en medio. Ahora, ¿quién sabe dónde puede estar, lo malherido que estará y qué pensará de mí?

Respiro con demasiada fuerza. Me duele la garganta, y los pulmones también. Dejo de caminar tan deprisa. Freno en seco. Me siento. Estoy en la carretera. Sentada. Es una locura. No, una locura no. Una estupidez. Algún granjero en su camioneta me va a pasar por encima. La nieve será la excusa perfecta.

«No, no vi a esa estúpida negrita sentada en la carretera, pisé el freno, pero patiné. Cuando conseguí detener la camioneta, ya estaba aplanada sobre el alquitrán». Pues vaya cosa, y qué si me atropellan, mira lo que me va a importar.

Mierda, no les daré esa satisfacción. Me arrastro con los hombros. Apoyo mi nueva mano sobre la nieve. Siento el frío. Transcurridos unos minutos empiezo a no sentir los dedos. Los dedos. La mano. Mierda. Saco los mitones del bolsillo de mi abrigo y me los pongo. Mejor no mirarla. Me coloco la parte de abajo del abrigo bajo el culo; se me están empapando los pantalones.

¿Y ahora qué? ¿Me quedo aquí sentada hasta congelarme? Mejor me arrastro un poco bosque adentro, o algún atontado samaritano me encontrará antes de que esté bien muerta. No hay necesidad de pensar así. No va a morir nadie, y menos yo. Daré con Arroyo antes o después. O será él quien me encuentre. Si piensa que tengo algo que ver con que ellos trataran de matarlo, bueno, sólo tengo que convencerlo de que no es así. Y, diablos, ¿qué demonios hacía esa cosa atravesando mi ventana para tratar de matarme? Mierda, no era ninguno de mis invitados. Era alguien que vino porque él estaba allí. Así que no se ponga tan arrogante conmigo. No estoy dispuesta a oír su mierda. Puede que mis amigos intentaran matarlo, aunque en verdad no sean mis amigos, pero ya van dos veces que sus amigos intentan liquidarme. Así que puede irse olvidando.

Dios, ¿qué demonios estoy pensando?

Mierda, estoy llorando otra vez. No debo seguir lamentándome. No voy a permitirlo. Tengo que dominarme. Ahora mismo. Parar. Hace demasiado frío para llorar. Se me congelaran los mocos y me ahogaré. Mierda. Bueno, ya basta.

¿Y ahora qué? No tiene sentido que vaya a buscar a Arroyo. Probablemente estará siguiendo el rastro de esa cosa. Si es que puede. Si no está demasiado malherido. Seguro que no está tan mal. Es demasiado cabezota para morir. Estará a la caza de esa criatura y acabará con ella como con cualquier otro capullo. Seguro que no tardaré demasiado en encontrarlo.

El sol se alzará en el cielo dentro de muy poco. No pienso volver a casa. No con ellos allí, después que hayan intentado matar a Arroyo. Me pregunto si Floyd estará ya en su despacho. Debe de haber ya alguien en la oficina. Puede que Frances. Alguien normal. No los del laboratorio, los que portan pistolas. De todas formas, debo arreglar lo de Floyd. Tampoco es que vaya a acabar entendiendo lo de la corrupción del Wyrm, pero al menos podrá averiguar lo que está sucediendo en el laboratorio. Dijo que lo haría. Será mejor que mantenga su palabra. La corrupción del Wyrm. Yo misma no la entiendo, pero seguro que estaba detrás de la criatura de esta noche. La corrupción del Wyrm. En un sentido u otro. Tenía el mismo hedor. Apestaba igual. A algo podrido, muerto, a algo peor aún que eso. La muerte es algo normal. Es parte de la vida. Pero esa cosa estaba por encima de eso. Era algo… incorrecto.

Por fin me levanto del frío y húmedo suelo. La nieve sigue cayendo. Cada vez va a peor. Debo entrecerrar los ojos mientras camino. No es que pueda perderme por la carretera. Sólo tiene que preocuparme que no me atropellen. Dicen que no hay dos cristales de nieve iguales, todos y cada uno de ellos son diferentes. No sé nada de eso, pero de veras que me esfuerzo por ver a través de ellos mientras camino. Es mejor que pensar en Arroyo, en Clarence, en que todo el mundo está preocupado por matar a los demás, en la mano que tengo en el bolsillo.

No tardo mucho en empezar a sentir retortijones. Me recuerda que llevo sin comer… ¿cuánto? ¿Dos días? Es demasiado tiempo. Al pensar en ello, mi estómago ruge con fuerza. Que cierre la puta boca. ¿Es que cree que tengo el almuerzo en el bolsillo? La caminata parece más larga hoy. Puede que mis pasos sean más pequeños, no me dejan avanzar, consumo el doble de tiempo que la mayoría de la gente para llegar a cualquier sitio. Oigo lobos aullar, parece venir del bosque. Me paro. Debería saber si es Arroyo, pero no lo sé. Debería ser capaz de reconocer su llamada. Pero todas suenan iguales. Me carcajeo. Seguro que ellos son diferentes. El sonido se calma. Quizá era mi imaginación. No, no creo. Pasé demasiadas noches tratando de decirme a mí misma que estaba imaginando todo lo que había visto. Que era sólo mi cabeza buscando una salida fácil. Ahora no hay nada que escuchar. Debe de estar ahí afuera, por algún lado. Me encontrará cuando llegue el momento. Seguir caminando. Tengo que seguir caminando.

Cuando por fin tengo a la vista la valla del complejo de la incineradora, ya casi he olvidado adónde iba. Las puertas están abiertas. Debe de haber alguien dentro. Nunca he tenido un horario demasiado regular. «Ven y ponte a archivar siempre que quieras», me dijeron Floyd y Frances. Nunca antes había llegado tan temprano. Está empezando a amanecer y aun así ya hay mucha gente por aquí. Hay un tipo con un buldózer echando una carga de desperdicios en el pozo. Hay otro con una pala, intentando que lo que sea que lleve no se moje, que no le caiga nieve. Nunca imaginé que la gente quisiera cuidar tanto la basura. El gobierno cuida de todo, me dice siempre Frances. Regulaciones medioambientales, esa clase de cosas, así que siempre hay mucho papeleo. De no ser así me despedirían, supongo, así que no me quejo.

Dios. Los coches de Floyd y Frances ya están junto al despacho. No hay dinero suficiente que compense el pasarse por aquí tan temprano. Desde luego la casa de Floyd era estupenda, pero no era para tanto.

Me deslizo hacia el interior, no saco la mano, «mi mano», del bolsillo. Frances está preparando café.

—¡Dios santo, Kaitlin! ¿Qué haces aquí tan temprano?

Anticipo cada una de sus palabras. No es nada relacionado con mi visión, con la percepción extrasensorial, o con ninguna de esas cosas. Sé que siempre va a decir lo más amable que pueda ocurrírsele. Podría cagarme en el suelo que daría gracias a Dios porque nadie lo hubiera pisado. ¿Que si quiero un café? Claro, gracias. Estará en unos minutos. No hay problema. No deja de mostrarse afable, y eso me marea un poco. Puede que sea por llevar tanto tiempo en ayunas.

—Parece que aún no has acabado de despertarte.

No, la verdad es que no. «Creo que prefiero no quitarme aún el abrigo». Es todo lo que soy capaz de decir. Qué excusa iba a poner si no, con esta nueva mano… Es mucho más fácil esconderla en el bolsillo del abrigo que en el de los vaqueros. Pero antes o después… «¿No es ese el coche de Floyd?» Creo que consigo que mis palabras tengan sentido. Estoy algo mareada.

—Ha ido a hablar con el Doctor Evans —dice Frances—. Intentó reunirse con él ayer por la tarde, pero sus auxiliares en el laboratorio le dijeron que no estaría disponible hasta la mañana siguiente. Alguna clase de experimento que tendría que vigilar, supongo.

Consigo entender todas las palabras. En algún lugar en el fondo de mi cabeza se enlazan entre sí. El Doctor Evans. Floyd fue al laboratorio. ¿Para hablar respecto a lo que le consulté? Frances me dice que sí. Diablos, no quería preguntarle eso. ¿Qué? No, eso tampoco. No importa. No, estoy bien. Quizá debería tumbarme unos momentos. Sí, es buena idea. Floyd tiene un sofá en su despacho, no es suficientemente largo como para que te estires, pero servirá. Cierro la puerta al entrar. Me tumbo, me coloco el abrigo a modo de manta, dejo la mano escondida. Floyd ha ido al laboratorio. Gracias, Floyd. Sabía que mantendrías tu palabra. No lo dudé ni por un segundo. Me pregunto si el café tardará mucho en estar listo. Sólo cierro los ojos durante unos minutos…