Capítulo veinte

Nadie había muerto, pero la casa se había quedado tan silenciosa como una tumba. Finalmente todos habían logrado, con mayor o menor ayuda, alcanzar el piso de abajo, llegar hasta la habitación que habían estado habitando John, Clarence y Julia. Sands estaba estirado sobre un saco de dormir, esforzándose por encontrar una posición en la que estuviera cómodo. No obstante, cada pocos minutos volvía a sufrir un nuevo calambre en su espalda, con los músculos contraídos, agarrotados, exigiendo el pago por la carga forzada e inoportuna que había depositado sobre ellos. Ya le había ocurrido antes, cuando se arrojó a través de la ventana de Melanie, en aquella ocasión combatiendo al merodeador. Sin embargo, esta vez no podía buscar ninguna excusa para explicar aquel dolor. No se había golpeado ni le habían arrojado. Había actuado con una fuerza impropia de él, que no podía ser suya… y ahora pagaba el precio. Hizo una mueca cuando se contrajo un nuevo músculo en su espalda, sentía como si una mano invisible la recorriera, tratando de agarrar cualquier cosa que pudiera para rodearla con un puño. Aquel era el pago por las hazañas que estaba descubriendo ser capaz de hacer: poseer fuerza suficiente para arrancar el poste de la barandilla de la escalera sólo con las manos y empuñarlo como si fuera un arma mortal… eso le había dejado extenuado hasta sufrir espasmos en la espalda; vomitar una nube de vapor que hacía arder a vampiros y hombres lobos por igual… eso le había dejado con una sensación de vértigo, de desmayo y una nausea incesante; y, por último, ver por primera vez a esos malditos monstruos… eso destruyó todo lo que había conocido como su vida. «Vaya ganga», pensó. Y todo porque, como los demás lo llamaban, era un elegido, un imbuido, un cazador.

No le extrañaba que ellos encontrasen tan fácil mostrarse tan pretenciosos. Ellos no parecían sufrir aquella tortura de reacciones por cada una de sus inusitadas acciones, cada vez que algún hombre del saco sobrenatural se plantaba en su camino. Simplemente se limitaban a hacer sus truquillos: bum, bam, toma esto, uff menos mal… y se quedaban tan felices. Claro que aquello no era del todo cierto, Sands era consciente pero, diablos, al menos sus lesiones se las producían monstruos y no ellos mismos. Cada vez que Douglas intentaba ayudar, acababa dolorido, en un estado lamentable, y sumido en la impotencia. ¿Cómo podían ellos esperar que viviera así? ¿Cómo podían pensar, aunque fuera sólo por un segundo, que aquello podía merecer la pena? Claro que, al menos aquella vez ellos no habían acabado mucho mejor que él, casi estaban peor. Clarence estaba sentado y apoyado contra la pared, con una bolsa de hielo en la cabeza. Podía moverla, aunque con dificultad, pero tanto él como Julia pensaban que no debía ser nada grave. El tiempo lo diría. Sands ya había visto sanar heridas a Julia de forma milagrosa. Había sido blanco de su talento varias veces. Había sentido la calidez vital del toque mágico de sus dedos. Ahora sonreía al recordar aquella imagen: echa una moneda por la ranura que Julia se ocupará del resto. ¿Podría tratar una vértebra rota si era esa la lesión que había sufrido Clarence? Quizá. Pero por el momento parecía abatida, y era comprensible. Se había estado ocupando de todos desde que la pelea había terminado, en realidad desde antes que la pelea terminase, y aún no parecía haber recobrado toda su energía tras las heridas que había sufrido durante el enfrentamiento con el merodeador. Incluso así, había ayudado a Clarence y a Sands a sentirse lo más aliviados posibles. Y también lo había hecho con Kaitlin, aunque ésta parecía no haberse dado cuenta. Estaba recluida en su propio mundo. Quizá todo esto había sido demasiado para ella. Sands podía entender perfectamente como debía sentirse. Se vería cada vez más tentada a dejarse caer en un mundo de sueños y olvidar todo lo que había visto. Aquello sería mucho más fácil que seguir así. De no ser por lo responsable que se sentía por la seguridad de Faye, él mismo no habría durado mucho tiempo. Pero sabía que no habría sido capaz de actuar de otra forma. Puede que fuera un marido asqueroso, pero al menos había conseguido mantener a su esposa con vida, o eso esperaba. ¿Qué tendría Kaitlin que le hiciera merecer la pena luchar por no perder la cabeza? ¿Este destartalado montón de mierda al que llamaba casa? ¿Su primo Clarence, que le trataba con tanto cariño, y al que parecía querer tanto?

—Hmpf.

Julia le miró con aspecto cansado.

—¿Te encuentras bien, Douglas?

—Sí, muy bien. Nunca había estado tan bien antes. —Entonces cerró los ojos de nuevo. No debía molestarle que Kaitlin se escabullera y encontrara la paz que pudiera; tampoco es que fuera especialmente activa.

Hetger sí suscitaba algo más la simpatía de Sands. Quizá con la excepción de Nathan, junto al que Douglas no había pasado el tiempo suficiente, Hetger era el único cazador que en ningún momento se había comportado como un completo capullo. Y eso era de valorar. Al igual que Clarence, estaba recostado contra la pared, con los ojos cubiertos por las últimas gasas y vendas del botiquín de primeros auxilios de los cazadores. «Gracias a Dios teníamos esas vendas», pensó Sands. Ya había tenido ración de sobra de cuencas vacías de ojos abrasados. El agua, junto con una importante dosis de tiempo y energía por parte de Julia, parecían haber aliviado un poco a John. La imposición de sus manos había enfriado sus quemaduras más eficazmente que el agua, pero eso seguía dejando a Hetger sin ojos. Al menos, con las oscuras y ennegrecidas cuencas de los ojos cubiertas, parecía estar dormido, o incluso hasta pensativo. La expresión de la mitad inferior de su rostro no revelaba un dolor especial. Observándole, Sands casi podía imaginar que nada importante le había sucedido… casi.

Entre tanto dolor y sufrimiento, Sands siguió buscando con su mirada una cosa más: la mano de Kaitlin. En el piso de arriba, subiendo las escaleras, sabía que yacía un brazo que había pertenecido a la feroz y voraz bestia. ¿Estaría allí también la mano de aquella muchachilla negra? Sands había visto el muñón ensangrentado, y el torniquete que Julia le había aplicado, pero ahora Kaitlin volvía a tener dos manos. Había recuperado su mano izquierda… aunque ésta parecía diferente. Había perdido un poco su color, no de manera muy ostentosa, pero si lo suficiente para llamar la atención. Aun más inquietante era su textura: liso y sin una sola mancha, era perfecto.

Si Sands no le hubiera visto mover los dedos, habría pensado que se trataba de un brazo artificial, rígido, formado por alguna sustancia gomosa inerte. Pero era real, de carne y sangre, y tenía vida. ¿Había hecho aquello Julia? Eso había pensado en un principio, pero luego lo descartó. Él mismo había estado ayudando a Hetger cuando había aparecido «la mano». Sospechaba que no tenía demasiado sentido preguntar a Kaitlin qué había pasado. No con esa mirada vidriosa y distante que no abandonaba sus ojos. Él tampoco quería pensar más en esa maldita mano, ni tampoco en el brazo que había en el piso de arriba, o en la espantosa máquina de matar a la que éste había pertenecido.

«Realmente lo más horripilante no es ese monstruo —pensó—. Se limita a hacer aquello para lo que ha nacido. Matar. Nosotros somos los horripilantes, tonteando con estas cosas que no deberíamos ver, no en el fondo».

—Sabéis —susurró Sands—. Ahora mi casa no me parece un lugar tan malo, después de todo.

Julia rió cansinamente mientras aseguraba el vendaje que cubría el rostro de Hetger.

—La hierba crece siempre más verde encima de una fosa séptica —dijo.

—Prefiero asumir mis riesgos allí —dijo Sands.

Entonces empezó a pensar en todos los quebraderos de cabeza que le esperaban en Iron Rapids; un matrimonio que hacía aguas, la posibilidad de ser despedido, un viento incesante que pronunciaba su nombre, un chiquillo muerto pero cuya memoria parecía demasiado real… y entonces decidió que quizá la idea de casa era más atractiva de lo que le aguardaba en realidad. Aun así, esa casa debía aguardarle en algún sitio que no fuera aquel.

—Pues eso afirma mi teoría —dijo Sands.

Julia ahuecó una almohada, intentando hacer que Hetger se sintiera más cómodo, y entonces devolvió una mirada escéptica a Sands.

—¿Y cuál es esa teoría?

—Pues que no estamos hechos para esto.

Julia se quedó con la boca abierta, y no volvió a hablar hasta transcurridos unos instantes.

—¿Qué dices?

—Echa un vistazo a tu alrededor —Sands, con desdén, hizo un gesto con su mano refiriéndose a toda la habitación, a todos ellos—. Con o sin nuestros pequeños poderes, no estamos preparados para enfrentarnos a estas situaciones.

Julia se mostraba incrédula, y no tardó en estallar, enfurecida.

—¿Qué no estamos preparados…?

—¡Esas criaturas podían habernos matado! ¡Estuvieron a punto de hacerlo! Y parece que está convirtiéndose en algo normal. Dime —le desafió—. ¿Albert no fue el primero, verdad? ¿Antes que él y Jason hubo otros que fueron asesinados, o que desaparecieron, no es así?

—¿Pero nosotros no hemos muerto, no? —Insistió Julia—. Hemos sobrevivido.

—Por esta vez. Y por Dios que espero que no haya una próxima. Puede que no seamos tan afortunados.

¿Afortunados? —Preguntó Julia. Se levantó para no gritar a John al oído—. ¿Llamas a esto afortunados?

—¿Comparado con lo que nos podría haber pasado? Sí. Diablos, Julia, mira a tu alrededor. Tú eres quien intenta recomponer a todo el mundo. Si todo hubiera sucedido de manera un poco diferente allí arriba, ¡entonces ni siquiera habría alguien a quien recuperar!

—Es posible, Douglas. Pero estuvimos allí. Yo estaba allí. Tú estuviste allí. Y todos juntos conseguimos marcar la diferencia. Si uno o dos de nosotros no hubiéramos estado allí, probablemente todo habría ido mucho peor.

—No has respondido mi pregunta —dijo Sands—. ¿Cuántos ha habido antes que Albert? ¿Cuántos han muerto ya en estos jueguecitos?

—No son juegos.

—Pues como quieras llamarlos.

—Dos —dijo Julia sin disculparse—. Albert fue el tercero. No hace mucho que estamos metidos en esto.

—Vaya, no parece que nadie viva demasiado para estar metido en esto durante mucho tiempo.

—Algunos de nosotros —dijo Julia— no consideramos la huida una opción. Tú ya dejaste bien claro que sí lo es para ti. Perfecto. Si puedes volvernos la espalda a todos, a la humanidad…

—Ah, vamos —dijo Sands sacudiendo sus manos en el aire—. Ahora pon a toda la humanidad a mis pies. Me parece un poco presuntuoso, pero sigue, sigue. ¿La Segunda Guerra Mundial? Fue por mi culpa. ¿El accidente nuclear de la isla de las Tres Millas, lo de Newt Gringrich? Todo culpa mía.

—¿Quién está siendo ahora teatrero?

—Se llama ser sarcástico.

—Vaya, no me había dado cuenta —Julia agitó la cabeza, indignada, desilusionada—. ¿Preguntas si hay sacrificio de por medio? Claro que sí, por supuesto. Pero lo olvido. Tú, en cambio, pareces no creer en el sacrificio. Normalmente el matrimonio supone para un marido renunciar a otras mujeres. ¿Pero, claro, eso para ti también habría sido demasiado sacrificio, verdad?

Sands entornó los ojos.

—¿Así qué ese es el problema? ¿A eso se reduce todo para ti? Déjame adivinar: ¿Tú marido te dejó por otra, no? Así que ahora quieres desquitarte conmigo, sea como sea.

—Pues el de tu matrimonio sería un sacrificio mucho menor comparado con el que tenemos que soportar nosotros —continuó Julia, ignorando sus palabras—. Sufrimos lesiones y, sí, puede que hasta incluso acabemos muriendo. Tú aparentemente no pareces conocer a nadie que merezca esa clase de sacrificio. Y respondiendo a tu pregunta, no, David no me engañó con otra. Quizá no fuéramos compatibles, pero no era de esa clase de capullos. Y creo que aquello que acabó con él también tiene a mi hijo, así que no pienso rendirme. Es posible que cuando encuentre a Timothy vea las cosas como tú las ves ahora, pero no lo creo. Espero que no sea así.

—Yo también lo espero —resopló Sands—. Según tu egoísta visión de las cosas…

Eh.

Sands y Julia guardaron silencio al mismo tiempo, y volvieron la vista a Clarence, que se apartaba la bolsa de hielo de su cabeza.

—¿Por qué no os calláis la puta boca? Os juro que preferiría tener que enfrentarme otra vez a esos monstruos antes que aguantar toda esta mierda. —Dejó caer la bolsa de hielo y algunas vendas al suelo y, apoyándose en la pared, se puso en pie. No tenía aspecto de estar del todo firme—. Gastas tu aliento en vano, Julia. Un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer, y aquí nuestro amigo Pete Sampras tiene que volver a su club de campo. Pero te diré una cosa, Señor Douglas Sands. ¿Puedes levantarte?

A Sands no le gustó como sonaba eso. A menudo había tenido la lejana impresión de que Clarence iba a estallar hasta darle un puñetazo en la mandíbula, y levantarse sólo para poder ser noqueado no era una idea muy apetecible, incluso aunque Clarence estuviera en pie tambaleándose. Por otro lado, parecía esperarle expectante, y Sands no pensaba dejar que le intimidara. Se encorvó y empezó a levantarse. Casi en ese mismo instante, la espalda se le quedó paralizada. Con un alarido, se derrumbó de vuelta a la bolsa de dormir.

—¡Ja! —Fue todo lo que dijo Clarence.

—Aún no he acabado —le dijo Sands—. Déjame unos segundos más. —Un instante después, cuando el dolor pareció apagarse, Sands se atrevió a preguntar—. ¿A todo esto, qué es lo que quieres?

Clarence sonrió. A Sands no le gustó nada como pintaba aquella sonrisa.

—Cuando te levantes —dijo Clarence—. Cuando puedas tenerte en pie, saldremos fuera, y voy a enseñarte cómo disparar.

A Douglas aquello no le auguraba nada bueno. Aquel hombre había expresado a menudo su aversión, su desprecio, hacia él, y no lo había pensado dos veces antes de golpear el cráneo del pobre Ferry Stafford, ni tampoco a la hora de hacer estallar unas granadas en las cloacas de Iron Rapids… y ahora quería salir a los bosques, donde los lobos caminan a sus anchas, y con una escopeta. A Sands se le venían a la mente multitud de preguntas, pero sólo acertó a decir.

—Mmmh…

—¿Qué pasa? —preguntó Clarence—. ¿Es que ya te han enseñado a disparar?

Sands no pudo dominar su orgullo lo suficiente como para preguntar a Clarence lo que realmente quería: «¿Quieres dispararme, no es eso?». Así que optó por andarse por las ramas, aunque sin eludir el enfrentamiento.

—¿De veras te pareció que las balas sirvieran de mucho? ¿O es que no viste bien lo que ocurrió allí arriba?

Entonces sucedió algo del todo inesperado. En lugar de enfurecerse o guardar silencio, Clarence sonrió. La suya era una sonrisa amplia, mostrando todos los dientes. Entonces empezó a carcajearse. Aquello puso más nervioso a Sands que si le hubiera visto perder los estribos. Douglas miró a un lado y a otro, intentado encontrar la recortada. «Puede que ni siquiera se moleste en acompañarme fuera —pensó—, igual me dispara aquí mismo». ¿Habría estallado al fin? ¿Era el golpe en la cabeza lo que le hacia carcajearse, o se había dejado llevar finalmente por su natural inclinación por el sadismo?

—No, lo vi perfectamente —dijo Clarence dejando de reírse—. No sirvió de mucho, no. La verdad es que tienes razón. Pero por esta vez. Puede que la próxima… Funcionó contra el vampiro, ¿no?

«Y fue porque Hetger tenía apresado al merodeador —pensó Sands, pero no lo dijo—. Y también porque yo hice… aquello».

—Una pistola no es siempre la respuesta —admitió Clarence—. Pero está bien tener una a mano. Sands aún no acababa de entenderle.

—¿Pero quieres qué…?

Douglas —interrumpió Julia—. Se está ofreciendo a enseñarte algo que puede serte útil algún día. Cierra el pico y dile que sí. —Sands intentó contestarle, pero ella no le dio oportunidad; se volvió a Clarence y le dijo—. Dice que sí. Deja que le refriegue un poco la espalda, y estará encantado de acompañarte.

«Ella quiere que me dispare», pensó Sands. Estaba a punto de protestar, pero aparentemente tanto Julia como Clarence consideraron el tema zanjado.

—Tiéndete y quítate la camisa —le dijo Julia a Sands—. Deja que le busque algo de beber a John, y luego… —Entonces se detuvo mientras se disponía a salir de la habitación, se giró y se arrodilló junto a Kaitlin, que parecía ajena a toda la discusión—. Kaitlin —dijo Julia apremiándole prudentemente—. Kaitlin… lo que hiciste con tu mano… ¿puedes hacerlo con los ojos de John? —La joven siguió con la mirada perdida en la distancia—. Kaitlin, sé que puedes oírme. Ya sé que has pasado por mucho… que hemos pasado por muchas cosas. Kaitlin.

Hasta que Julia no agarró a la chica por los hombros, esta no centró sus ojos en ella. Le tomó la mano izquierda, aquella mano tan perfectamente formada, demasiado perfectamente formada, y la levantó.

—Me refiero a esto, Kaitlin. ¿Tú hiciste esto, no? —La chica mantuvo la mirada, sin cambiar su expresión—. ¿Puedes hacer lo mismo con los ojos de John? ¿Puedes hacer que los recupere?

Julia se sobresaltó cuando la chica por fin respondió. Kaitlin apartó su mano, y sustituyó su expresión paralizada por otra de desagrado, con el ceño muy fruncido y los ojos muy abiertos. Kaitlin, por primera vez desde el final del combate en el piso de arriba, miró a su alrededor. Contempló a Sands, a Clarence, y de nuevo a Julia. Entonces se levantó.

Julia le imitó.

—¿Kaitlin, puedes ayudar a John? ¿Puedes hacer que recupere sus ojos?

Kaitlin se giró y abandonó la habitación, escurriendo la mano cuando Julia intentó agarrársela de nuevo.

—Deja que se vaya —dijo Clarence—. Volverá. ¿Adónde va a ir? ¿De vuelta con el perrito de su novio?

Kaitlin se enderezó la ropa que Julia le había arrugado, se ató las botas, cogió su parka del suelo y salió enfurecida de la casa, dando un portazo. Entretanto, Hetger se acomodó contra la pared, con la cabeza reclinada, la cara cubierta de vendas. Puede que estuviera escuchándolo todo, o quizá simplemente hubiera conseguido dormir.