Arroyo Negro era incapaz de aspirar suficiente aire fresco con sus pulmones. Parecía como si su jorobada espalda impidiera a su pecho ensancharse de forma correcta. Respiraba tan profundamente como podía, pero aun así se sentía casi asfixiado, consumiéndose por efecto de la vil sustancia que el humano le había arrojado. «No el humano —se recordó Arroyo a sí mismo—. Porque era algo más que un humano, más peligroso que un humano». Sentía también como le ardía la piel. Tras sofocar el fuego, el pelo se le había caído a puñados, y la piel se le había agrietado y desprendido, arrugándose como hojas marchitas. Todo eso encima del efecto igualmente abrasador de la saliva de Canción de Víspera. En realidad no había sido exactamente él, se dijo Arroyo. Pudo reconocer un reflejo de su antiguo compañero en aquellos ojos de psicópata, pero no quedaba apenas nada de lo que había sido Canción de Víspera. «Cuando no quede realmente nada será cuando acabe con él», pensó Arroyo. Pero antes debía atrapar a esa criatura y ahora apenas podía respirar, así que mucho menos rastrear o cazar. Rodar sobre la nieve alivió un tanto sus quemaduras. Arroyo tosió y carraspeó, escupiendo sangre.
«Debo ir a por los otros —pensó—, a por mi manada». Sentía un cierto consuelo en aquellas palabras: tenía una manada a la que reclamar ayuda. En el pasado, nunca antes había sido así. Toda su vida había sido un miembro del Clan del Claro Aullante, pero nunca había sido aceptado en una manada. Los tiempos habían cambiado sobremanera, y aquella noche actuaría como alfa de la única manada que quedaba en el clan. Con aquel pensamiento regresaba junto a sus compañeros, apresurándose por volver antes que la pista se enfriara demasiado. Sin embargo, nada más empezar a correr, dudó. Su pensamiento, hasta aquel instante lleno de venganza y sangre, fue atraído a regañadientes de vuelta a la casa, a Kaitlin. Estaba herida, sangraba a borbotones y yacía en manos humanas. «No son peligrosas para ella —pensó Arroyo—. No quieren matarla. La ayudarán». Esperaba que fuera así. Y apartó de su mente la duda de qué podría pasar de no ser así. «La ayudarán. Ahora debo volver con mi manada». Tenía asuntos muy importantes de los que ocuparse, asuntos que bien podrían decidir la supervivencia de su gente, la salud de la propia tierra. Él había jurado leal servicio a Gaia, había firmado un pacto con los espíritus. Ningún simple humano podía interponerse en aquello. Ni siquiera Kaitlin.
Sin embargo, no logró disipar por completo su incertidumbre y volvió la vista a la casa, como pudiendo ver qué estaba pasando, como pudiendo escuchar sus gritos de dolor, sus ruegos para que la consolara como ella había hecho con él.
Pero no podía olvidar al hombre que le había herido tan gravemente, aquel que le había escupido una nube de ardiente y abrasador dolor.
«Ella eligió su compañía —pensó Arroyo iracundo—. Debe morir o vivir según su decisión». Con esta obligada determinación, reanudó el camino hacia el clan.
Al llegar, los demás Garou se congregaron rápidamente a su alrededor, alarmados por sus terribles heridas. El aire se llenó de aullidos y ronquidos sordos al olisquear todos las quemaduras y los tajos en los que pervivía el olor a bestia del Wyrm. Pero había algo más, algo que no eran capaces de reconocer. Su agitación creció cuando Arroyo contó lo que había ocurrido.
—Canción de Víspera ha sucumbido a manos del Wyrm. Me atacó en la casa de la chica.
—Él nunca se vendería —gruñó Astillabedules.
—El Wyrm conoce muchas formas de seducir a nuestra gente —dijo Claudia Permanece Firme—. ¿No recordáis las historias del propio Canción de Víspera sobre los Aulladores Blancos? —Los Garou maldijeron, bufaron y escupieron al escuchar aquel nombre—. ¿No fueron una tribu que odiaba fervorosamente al Wyrm? Y aun así, fue seducida.
—No hay lugar para la duda —dijo Arroyo lacónicamente—. No hay discusión posible. Debemos seguir su rastro ahora. Y aquellos que sigáis sin creer mis palabras cuando lo tengáis ante vuestros ojos —dijo dirigiendo una mirada amenazadora a Astillabedules—, podréis tomar mi puesto como alfa.
—¿Fue él quien te hizo esas heridas? —preguntó Ladra-a-las-Sombras, sin dejar de olisquear las lesiones de Arroyo—. Capto el olor a corrupción del Wyrm, pero hay también un rastro de… algo más.
—Había también humanos en aquella casa… otros humanos aparte de la chica. Humanos peligrosos, capaces de hacer… cosas que nunca antes había visto —dijo Arroyo. Pudo reconocer la mirada lúgubre de sus compañeros ante las noticias de una nueva amenaza para su clan, que justo acababa de recuperarse del abandono. Sus miradas de desconfianza, de hostilidad—. Nos ocuparemos de ellos más adelante. La chica no está entre ellos —añadió, creyendo en buena parte sus propias palabras—. Ahora debemos ir tras Canción de Víspera. Es la mayor amenaza para nuestro clan. Venid.
Cinco elegantes y poderosas sombras se deslizaron surcando el bosque, dejando apenas rastro de su paso en la nieve recién caída. La mañana no estaba ya muy lejos, y ellos se movían como la noche: sigilosos, furtivos.