El estrépito del estallido de cristales despertó a Sands con tanta delicadeza como lo hubieran hecho unas astillas clavadas bajo sus uñas. Se levantó de un salto, arrancado de sus alborotados sueños por una realidad igualmente turbulenta, y con el pulso a cien por hora. Estaba solo, en la habitación que había reclamado para sí, bañado por la pálida luz de la nieve que caía cansinamente en el exterior. Aunque sentía que el ruido procedía de muy lejos, miró a su alrededor, aterrorizado. Un instante más tarde atrajo su atención un espantoso grito que procedía del piso de arriba. Sintió movimiento en la habitación contigua: Clarence, Julia, Hetger. Sands salió de un salto de su saco de dormir, enredándose las piernas, buscó a tientas sus zapatos, pero encontró sólo uno y lo tiró al suelo enfurecido. Se abrió paso hasta el pasillo y vio como Clarence subía a tumbos por las escaleras.
—¿Qué ocurre? —chilló Sands a su espalda, pero Clarence ya había desaparecido.
Entonces otro grito. Femenino. Era Kaitlin. Sands no sabía qué hacer. Julia y Hetger pasaron a toda velocidad junto a él para correr también escaleras arriba. Hetger llevaba una pistola. Douglas intentó decirles algo, pero tenía la boca demasiado seca para hablar. Decidió seguirlos, y encendió el interruptor de la luz de la escalera hacia el piso de arriba. Llegó al rellano justo cuando una explosión pareció sacudir toda la casa. Instintivamente, se encogió y se tapó los oídos con las manos. ¿Serían granadas? No, no había sido eso: era la recortada de Clarence. Éste debía de haberla llevado consigo, aunque Sands no había tenido tiempo de verla. Escuchó otra descarga, y volvió a encogerse. Al fondo, en el dormitorio de Kaitlin, observó el fogonazo del disparo. Aquella breve iluminación reveló una escena sobrecogedora.
Había tres figuras agachadas junto al suelo, en el espacio que iba entre el lugar que ocupaba Sands al final de las escaleras y la puerta que daba al dormitorio de Kaitlin. En realidad dos de los cuerpos estaban agazapados. Hetger, con la pistola en ristre, observaba la descarga de la recortada; Julia, mientras tanto, centraba su atención en la tercera figura… Kaitlin. Yacía en el suelo, con los ojos vidriosos y la cabeza medio levantada. Estaba cubierta de sangre, y reía y lloraba al mismo tiempo.
Dios mío.
La luz de las escaleras iluminaba débilmente el pasillo, y después que el repentino destello del dormitorio se apagara, el piso de arriba pareció quedar en penumbras. Aturdido, después que el eco de los disparos dejara de resonar en sus oídos, Sands empezó a distinguir los sonidos que provenían del dormitorio. Eran aullidos inhumanos, demoníacos, bramidos guturales interrumpidos por súbitos estrépitos y enfurecidos gemidos de dolor. Parecía el alboroto de dos perros que estuvieran despedazándose el uno al otro.
Sands se agazapó, imitando a sus compañeros. Había estado intentando buscar, con poco entusiasmo, otro interruptor de la luz, pero de repente luz era lo que menos quería en aquel momento. Por nada del mundo quería ver qué era lo que producía aquel clamor infernal, y aún menos deseaba ser visto. Rodeado de oscuridad, era incapaz de quitarse de la cabeza la imagen de Kaitlin cubierta de sangre. Debía de estar agonizando. Había tanta sangre… Era como le sucedió a Jason, con el pecho despedazado, con una costilla arrancada, con todos los órganos internos batidos en un amasijo de sangre. Pero aquello había sido obra del merodeador. Después de aquella noche en las cloacas, Sands se había considerado capaz de enfrentarse a cualquier cosa, pero el fragor de la furia y el baño de sangre emanando de la habitación contigua hacían que el merodeador pareciera en comparación un boy scout.
—J-John… —consiguió articular—. Julia… —No podían oírlo. Apenas si podía escucharse a sí mismo, y el histérico sollozar de Kaitlin y los sonidos de la disputa primaria y letal que se libraba en la habitación ahogaban sus patéticos susurros—. T-Tenemos que ayudar a C-Clarence —tartamudeó Sands. La única forma que tenía de obligar a su mente a escupir algún pensamiento, a liberarse del terror que la apresaba, era hablando—: ¿Clarence? —Mientras avanzaba un torpe paso al frente, encontró respuesta a su pegunta.
Clarence, un intimidante Clarence grande y poderoso, apareció volando desde la puerta del dormitorio de Kaitlin, arrojado por los aires. Tras completar el vuelo, fue a parar con su cabeza y sus hombros contra la pared contraria, dejando una marca en la escayola. Se estampó contra el suelo, muerto, inconsciente o aturdido, sólo Dios lo sabía. Su recortada repiqueteó al caer a su lado. Sands sentía que el corazón se le iba a salir por la boca.
La criatura estuvo en el pasillo antes de que a nadie le diera tiempo a ir junto a Clarence. Era negra: negra como la brea, como el carbón, como la pestilencia. Sands no podía evitar que los ojos se le fueran tras aquella figura, pero aun asiera incapaz de distinguirla. Parecía absorber la menor pizca de luz que los árboles cubiertos de nieve que había más allá de la ventana pudieran dejar pasar. Sobre su oscura figura, dos ojos color carmesí refulgían con fuerza. Eran rojos y brillantes, y rebosaban ganas de matar por el simple placer de hacerlo. La criatura clavó su mirada en Clarence, y avanzó hacia él.
—¡Quédate ahí! —dijo Hetger.
Aquella oscuridad andante se detuvo. Los ojos rojizos se entornaron y su imponente mirada escudriñó todo el pasillo, observando al resto de los humanos que lo habitaban. Sands tuvo que hacer un gran esfuerzo para no mearse encima. Deseaba darse la vuelta y lanzarse escaleras abajo. Pero no lo hizo. Clarence había sido derribado, pero quizá aún estaría con vida. Con Kaitlin ocurría tres cuartos de lo mismo. Y Julia y Hetger iban a necesitar ayuda. Douglas miró a un lado y a otro buscando un arma, cualquier cosa que poder asir; pero no había nada.
John sí que empuñaba un arma, y ahora la criatura no se movía. Resoplaba y emitía unos sonidos que parecían espantosos ladridos, y cuando su saliva salpicaba el suelo o las paredes, éstos hervían y se prendían. Una fina capa de humo asfixiante empezó a cubrir el pasillo. Le escocían los ojos. La criatura no se movió. Se quedó estática donde estaba, como John le había ordenado, como había hecho con el merodeador. Levantó su pistola y disparó una ráfaga. Una de las balas hizo estallar la ventana que tenía la bestia a su espalda, algunas otras dieron en el blanco, y al menos una de ellas atravesó el cráneo de la criatura, entre sus brillantes ojos. La bestia retrocedió, aulló de rabia y dolor, pero cuando se retiró las manos de la cara, la carne y los huesos que habían sido despedazados hacía un segundo recuperaron su antigua forma. La bestia sonrió, dedicándoles una mueca malévola y hambrienta. Entonces desapareció. Se desvaneció sin más. Se volatilizó.
—¿Pero qué…? —John movió su pistola a un lado y a otro, apuntando a toda la extensión del pasillo, pero no había nada a lo que apuntar. La bestia negra había desaparecido, aquella monstruosidad igualmente vil a ojos humanos y de la naturaleza se había evaporado. Parecía como si, en menos de un parpadeo, hubiera dejado de existir.
Sin embargo, Sands podía sentir que aún estaba allí, con ellos, acechándolos. «Esto no puede estar ocurriendo —pensó frenéticamente—. Esto no puede estar ocurriendo, no puede ser real. Estas cosas no existen. He debido perder la cabeza. Creo que esta vez he perdido la chaveta del todo. Debo de estar tumbado en algún hospital, sumido en un profundo coma, agonizando, y mi cerebro debe de haberse aburrido». Deseaba que aquello fuera cierto. Deseaba estar en otro sitio, no estar a punto de morir a manos de una criatura que ni siquiera debería existir, ¡un ser que hacía unas semanas no existía, al menos no en el mundo que había conocido! «No es justo, —pensó—. Matamos al merodeador. Ya cumplí con mi parte. Esto no puede estar pasando».
Pero sí estaba pasando, y volvió a quedar atrapado en medio de la acción cuando la bestia, tal y como se había volatilizado, volvió a reaparecer con la misma brusquedad. Ahora estaba justo a la espalda de Hetger.
—¡John! —Sands sintió como la energía le recorría el cuerpo. No podía ver morir a su amigo, no permitiría que eso ocurriese. Con un solo movimiento, Douglas arrancó uno de los postes del pasamanos de la escalera y embistió contra la bestia, gritando con todas sus fuerzas.
Hetger escuchó su aviso y se giró. El sonriente demonio le arrancó la pistola de la mano y le escupió. John se echó las manos a la cara y se derrumbó hacia atrás, chillando, con la carne chamuscándosele, crepitando y cubierta de ampollas burbujeantes. El yeso y las tablas del suelo frenaron bruscamente su caída, y Hetger aterrizó junto a Kaitlin, que ahora guardaba silencio y levantaba la vista como esperando encontrar su muerte.
—¡No! —gritó Julia, aún agachada junto a ellos, en el suelo. En ese momento estalló un esplendoroso fogonazo dorado que lanzó chispas en todas direcciones. Parecía producto de la descarga de un relámpago que hubiera alcanzado el pasillo.
La oscura bestia se tambaleó, con sus orejas lupinas agazapadas junto a su cabeza. Casi en ese mismo instante, Sands estampó la barra del soporte del pasamanos justo entre las orejas de la criatura. La madera hizo un ruido seco y se astilló, y al mismo tiempo se escuchó un satisfactorio estallar de huesos. Mientras empezaba a sentir un agudo dolor en la espalda, Douglas incrustó el extremo astillado del poste de madera justo entre los omoplatos de la criatura, ensartándole la improvisada estaca en la espalda.
Con una velocidad casi imposible, la bestia, en vez de caer derrumbada, se giró. Sus ojos rojizos se clavaron en Sands, al que le empezaron a temblarle las piernas. «Debería estar muerto —pensó enfurecido—. No es justo. Voy a morir inútilmente». Douglas se dejó caer en el suelo, incapaz de resistirse al agudo dolor de los acalambrados músculos de su espalda. Si al menos pudiera continuar luchando… Pero el haber arrancado el poste de la baranda de la escalera y haberlo empuñado con una fuerza de la que se creía incapaz había pasado factura en su cuerpo.
Al hombre lobo, con su pelo sarnoso y su carne sudorosa, aquello no le preocupaba. El brillo de sus ojos le decía que hubiera disfrutado dando caza a Sands, enfrentándose a algo más parecido a un desafío en lugar de acabar de un manotazo con aquel patético humano. Julia estaba detrás de la bestia, a cuatro patas, buscando la pistola de Hetger, aunque no demasiado segura de que pudiera servirle de algo. La monstruosa criatura se echó un brazo larguirucho y desgarbado a la espalda, se arrancó el trozo de baranda con un gesto de dolor y entonces bramó y movió la cabeza como diciendo «Así está mejor». Entonces se agachó, dispuesto a hacer tragar a Douglas aquel poste ensangrentado.
Al instante siguiente, Sands fue a parar de lleno contra el suelo, con el monstruo rodando sobre él en medio de una maraña de pelo y chasquidos de garras. Aquella vil y oscura bestia no estaba sola. Otra nueva criatura, toda garras, sangre y muerte, formaba parte también del enredo de gruñidos y quejidos.
«Genial. Nos van a arrasar», pensó Sands. Entonces, en ese mismo instante, dolorido y aterrorizado, se dio cuenta de que la otra bestia le había salvado la vida. «¿Porqué diablos habría hecho algo así?». Esas criaturas se alimentaban de carne humana. Podía verlo en sus ojos, en la forma en que sus cuerpos poseían una fuerza y una velocidad más letales de las que cualquier cuerpo tenía derecho a poseer. Pero verdaderamente se estaban enfrentando entre sí. «Quizá estén decidiendo quién va comernos», pensó.
Fuera cual fuera el motivo, ambos se empleaban con una ferocidad tal que Sands se obligó sí mismo a olvidarse del dolor en su espalda para alejarse de allí como fuera. Ambas bestias se embestían, se recuperaban y se golpeaban con una velocidad tan increíble y de un modo tan letal que él apenas podía seguir sus movimientos. El nuevo elemento en la refriega era también bastante oscuro. Jadeaba y sangraba, y tenía unos terroríficos cortes en el pelaje. Sin embargo, su piel no despedía un vapor semejante al de los pozos sulfurosos del averno, como hacía la de la otra bestia.
La primera de las diabólicas criaturas lupinas ladró algo que recordó vagamente a unas palabras humanas, ¡Chepa!, o algo parecido. Ambos se separaron entonces, durante unos breves instantes. Sands vio como el segundo monstruo se alzaba de forma extraña: tenía una horrible joroba en la espalda, y entonces lo reconoció como la criatura con la que se había encontrado aquella mañana. En ese momento ambas bestias volvieron a enzarzarse, en un caos de sangre y pelos. Los oscuros demonios se atacaron ferozmente, hundían con fuerza colmillos y garras en la carne, atacando y contraatacando, mordiendo, produciéndose tajos. En medio de la refriega brotó entonces un alarido de dolor. Unas fauces se cerraron con fuerza, y un giro de cabeza bastó para hacer aterrizar un brazo en el suelo, junto a Sands. Era un brazo de color negro… ¿pero a cuál de las dos bestias pertenecería?
Una sangre viscosa y de color marrón brotó de la extremidad seccionada, y de ella surgieron gusanos que excavaban la carne, como si ya estuviera muerta. El demonio infernal que emanaba vapor chilló y se agarró con el brazo sano el muñón que tenía ahora en su hombro derecho. La segunda bestia lupina se le acercó para certificar su muerte.
Sands era incapaz de apartar sus ojos del brazo que yacía en el suelo. Sintió una macabra satisfacción por la agonía que sufría la bestia, pero en absoluto alivio. Estaba seguro de que todo lo que había cambiado era la identidad de la bestia que iba a darle muerte. Un sentimiento de repugnancia se apoderó de él con la misma fiereza que los pastosos y retorcidos gusanos abandonaban el brazo caído. En lo más profundo de su interior no dejaba de crecer, y lo hacía con mucha más fuerza impulsado por el asco que sentía por la hedionda, sangrienta y parásita corrupción que correteaba frente a sus ojos. No podía soportar por más tiempo ver aquellas criaturas, esas ofensas vivientes hacia la naturaleza, y se esforzó por imaginarlos separados del que era su mundo. Pero formaban parte de él. Sólo había un mundo, y estaba repleto de abominaciones dispuestas a darle caza, a él, a su familia, a sus amigos. Entonces, en su garganta, algo cedió, chasqueó, y su repugnancia tomó forma, arremolinándose, batiéndose. Enfrentado con la irrefutable realidad y la inminente muerte vomitó, escupiendo una nube agria y abrasadora. Y como si aquella nube fuera la misma esencia de su alma, se sintió vacío al expulsarla, poco más que una masa informe de músculos, yaciendo en el suelo sobre su propia bilis, que fluía a chorros por su boca y su nariz. Sands no dejaba de retorcerse y estirarse, incapaz de deshacerse de todo el asco que se había apoderado de él.
A lo lejos, vagamente, escuchó unos alaridos agónicos, y pudo percibir el olor a carne y pelo chamuscado. Una sombra sobrevoló su cabeza, una oscuridad más intensa y maléfica que la más oscura penumbra imaginable. Entonces sintió el estallar de unos cristales. ¿No había sido así cómo había comenzado aquella pesadilla? Douglas abrió los ojos por un instante para ver cómo la segunda bestia lupina saltaba por encima de él, aterrizaba en el otro extremo del pasillo y atravesaba la ventana rota. Sands dejó que la cabeza le rebotara contra el suelo de madera. El charco de sangre y vómitos le servía de almohadón. De nuevo cerró los ojos. Intentó escupir, como si tuviera esperanza alguna de deshacerse de aquella sensación abrasadora que le inundaba la boca y la garganta. Las bestias se habían marchado y él seguía con vida, aunque eso no sirviera ahora de mucho. No deseaba más que levantarse y alejarse de todo aquello: del pasillo, de la sangre, de los cuerpos, de la casa, de su dolor, de aquel cruel e inexorable mundo… Unas manos se posaron sobre sus hombros, zarandeándolo. Alguien le hablaba, casi gritándole.
—¡Douglas, levanta! ¡Necesito que me ayudes! —Era Julia. No iba a dejarlo descansar. No le concedería ni un solo momento de paz—. Venga, levanta. —Tiraba de él, lo obligaba a levantarse, lo reclinaba contra la pared, levantándole los párpados. No dejaba de zarandearlo.
«Déjame», intentó decir Sands, pero se sentía incapaz de transformar ese pensamiento en palabras. No iba a dejar de zarandearlo. Lo veía venir. «Déjame, no te atrevas a abofetearme, mierda. Si me das una torta, ya puedes ir rezando que…».
Julia le dio un tortazo. Sands abrió los ojos, y de su boca salió una retahíla de maldiciones y babas.
—Bien. Puedes decir lo que quieras, pero levántate —le ordenó. Y entonces se marchó.
Sands se sentía demasiado furioso para volver a dejarse caer. Vio que Julia corría hasta llegar junto a Clarence, comprobaba si respiraba, le buscaba el pulso. Volvió antes de lo que Sands hubiera deseado, tirándole del brazo, ayudándolo a ponerse en pie. Kaitlin aún yacía en el suelo, con la mirada perdida. Tenía un torniquete en el brazo, bueno, mas bien donde ahora le acababa el brazo, unos centímetros por debajo de su codo. Hetger estaba también tirado en el suelo, estremeciéndose de dolor, con las manos en la cara.
—Ayúdame a llevarlo al baño —dijo Julia—. A la bañera. ¡Vamos! —Volvió a zarandear a Sands, y esta vez logró hacerle entrar en acción. Su espalda se esforzaba por hacerle volver al suelo, por obligarlo a acurrucarse tembloroso; pero luchó por combatir ese impulso, ayudó a Julia a levantar a Hetger, a arrastrarlo hasta el baño y a colocarlo bajo el grifo de la bañera. El agua corría fría y con bastante presión, y John parecía aliviarse en cierto modo. Finalmente lo colocaron en el suelo, reclinado contra el lavabo. Y entonces Sands se sintió desfallecer, y cayó de rodillas.
—Creo que Clarence esta bien —dijo Julia. No parecía preocuparle que Douglas apenas estuviera escuchándola. Hetger tampoco daba muestras de estar haciéndolo. Hablaba sólo por oírse hablar a sí misma, para demostrarse que estaba viva—. Si se ha lastimado el cuello o la columna… eso no puedo saberlo. No lo sé.
Sands, a punto de caer de bruces, se esforzaba por no derrumbarse sobre John. Ahora tenía la cara casi pegada la suya. Se le empezó a nublar la visión, y cuando consiguió centrar su mirada estaba lo bastante cerca de Hetger como para ver claramente los agujeros de carne consumida que tenía en las mejillas y la nariz. Sus ojos enfocaron entonces lentamente otros dos cráteres de mayor tamaño, la piel ennegrecida y retorcida. De los huecos que solían ocupar sus ojos brotaban ahora gotas de agua, que caían por su cara. Sands se sacudió hacia atrás, y se golpeó contra la bañera al tratar de levantarse, completamente aturdido. Fue tambaleándose hasta el pasillo y estuvo a punto de caer sobre Kaitlin. Ella estaba ahora sentada, agarrando la mano, su mano. La volvía a tener en su sitio. Allí donde antes no había habido más que un muñón de huesos y carne. La chica lo miró como sin comprender. Sands volvió la vista atrás, cada vez más confundido, y entonces lo envolvió la oscuridad.