Capítulo dieciséis

El viento del norte aullaba donde no le correspondía. Se adentraba por los recovecos del Árbol de las Cenizas, y los restos de todos los Garou que habían ardido en el pasado se arremolinaban formando pequeñas espirales. Tres puñados por cada uno, esquirlas de hueso y finas cenizas de ataúdes inquietos; ninguno conocía la paz desde que los espíritus habían huido de aquel árbol marcado por un rayo, y que ahora era sólo una cáscara, la Ceniza era sólo un roble, el lugar del descanso eterno que no ofrecía descanso alguno.

A Arroyo Negro aquel viento le erizaba el pelaje. No era por el frío, sino por la lástima y la rabia. Sus orejas de lobo se erguían al arrodillarse él ante el viento de los espíritus, el viento de la muerte. Levantó el hocico y añadió su voz a los ruidos de la noche, como si su aullido pudiera ahogar al viento que no debía estar en aquel lugar. Cuatro voces se unieron a la suya, embraveciendo su llamada. Así con todo, el viento no cesó de revolver su pelaje mientras jugueteaba con las cenizas.

Buscamos la paz para nuestros muertos —entonó Arroyo en su cántico,

y la fuerza para los vivos.

Sus compañeros le sirvieron de eco, el resonar de aullidos idénticos a su son que hilaban tonadillas en el gran telar de la Tejedora.

Paz para nuestros muertos.

Fortaleza para los vivos.

Madre Gaia, escucha nuestra llamada —suplicó Arroyo.

Nacimos de ti, y a ti volveremos.

Nacimos de ti, volvemos a ti, entonó la manada.

Madre Gaia, escucha nuestra llamada.

Hermana Luna —canturreó Arroyo—, escucha nuestra llamada.

Una noche después de tu resplandor completo,

yo nazco del menguar de La Luna Guerrera.

Hablo en nombre de mi gente.

Él es el alfa.

Hermana Luna, escucha nuestra llamada.

Lobo espiritual, Meneghwo, escucha nuestra llamada.

Te hemos perseguido hasta que fuiste tú quien nos alcanzaste.

Volvemos la vista al futuro para enmendar los errores del pasado.

Volvemos la vista al futuro.

Enmendar los errores del pasado.

Meneghwo, escucha nuestra llamada.

Buscamos la paz para nuestros muertos, y la fuerza para los vivos.

Paz para nuestros muertos.

Fuerza para los vivos.

Una vez más, los Garou del Clan de Claro Aullante entonaron sus aullidos a los cielos: a Gaia, a Luna, a Meneghwo el lobo espiritual. Al unísono, buscaban limpiar sus errores del pasado, librarse de la ceguera que les había impedido ver, lavar las manchas que habían mancillado su honor.

Paz para nuestros muertos.

Fuerza para los vivos.

Su aliento humeante se elevó hacia los cielos, abriéndose paso por el gélido aire, ascendiendo imperturbable, sin ser sacudido por viento alguno de norte, sur, este u oeste. Las cenizas de los muertos por fin se asentaron para ser contempladas, mientras el cántico de la manada se transformó en vítores y ladridos de júbilo. Cinco lobos, bañados bajo la luz de la luna, rodeaban al árbol muerto, saltando y girando en círculos a su alrededor. Cada uno mordiscaba la cola de su compañero, y gruñía y bufaba para mayor gloria de Gaia. Entonces, Arroyo sacó una manta raída, un paño tejido en el que, entre otros muchos olores, destacaba el suyo propio.

Una ofrenda para Gaia, para los espíritus, para la manada —entonó.

Para Gaia.

Para los espíritus.

Para la manada.

Y entonces todos los lobos se arrojaron sobre la manta. La rasgaron y la despedazaron, y en unos segundos ya no quedó nada de ella, apenas hilos y hebras, parches de tela levantada al viento entre vítores y gruñidos. El mundo de los Garou volvía a asentarse. Bajo el amplio semblante de Luna, todos corrían y bailaban.

Del cielo sin nubes empezó a caer una lluvia espiritual, y las gotas se helaron hasta convertirse en copos de nieve que cayeron sobre los lobos y los cubrieron de blancura y pureza. Cuando el último jirón de manta se humedeció y se cubrió de nieve, los Garou fueron incapaces de contener su furor. Como una presa que estallara, se lanzaron desde el Árbol de las Cenizas hasta lo profundo del bosque, y entonces, con sus aullidos resonando entre los árboles, dieron inicio a la cacería.