Ahora ni siquiera Clarence tenía algo injurioso que decir. En realidad parecía no tener nada que decir.
—Repítenoslo una vez más —pidió Julia a Sands. Ya no era la arpía, esa Florence Nightingale.
Douglas respiró profundamente y suspiró.
—Una vez más.
Debía de haber contado ya cada detalle al menos una decena de veces: mientras Hetger conducía, y cuando ambos fueron a la lavandería de la cercana ciudad de Morey Este; y al menos la mitad de las ocasiones de vuelta en la casa, con Julia y Clarence. Sands estaba cansado e irritable, y la inyección de adrenalina por lo que había sucedido se había consumido hacía ya varias horas. Sin embargo, en cierto aspecto no le importaba repetirlo. Hetger y Julia no reaccionaban con horrorizada incredulidad, como hubiera podido hacer cualquier persona cuerda y en una situación normal. Le urgían a contar más detalles, intentando ponerlo todo en orden y averiguar cuantos más pormenores mejor. Para Sands, que en el transcurso de las últimas semanas se había mostrado incapaz de creer lo que sus ojos veían, el crédito de sus compañeros le suponía un gran alivio. Sólo Clarence parecía no tener ninguna pregunta que hacerle. Permanecía sentado, con la vista fija en el suelo.
—Como John estaba en la tienda de comestibles, aproveché para encaminarme a la tienda del Ejército de Salvación —empezó a decir Sands—. Como ya os conté, entonces fue cuando vi que Kaitlin y ese tipo también se disponían a entrar.
—Dijiste que estaban discutiendo —dijo Julia—. ¿Estás seguro de que ella no intentaba librarse de él?
—Ya os lo he dicho, no estaban realmente discutiendo, sólo… —Sands había explicado también aquello antes. «Diablos», pensó, «Julia ha pasado por un matrimonio malogrado, debería entenderlo»—. Sólo estaban, ya sabes, como riñendo. Al menos eso es lo que parecía. Esa fue la impresión que tuve. Pero sí estoy bastante seguro de que ella no trataba de sacárselo de encima. Fue ella quien lo agarró por la manga para meterlo en la tienda. —Sands miró entonces a Clarence, que seguía mostrándose indiferente.
—Muy bien —dijo Julia—. De modo que reñían, y entonces ella lo metió en la tienda.
—Eso es, y yo los seguí hasta el interior.
Douglas no había mencionado, ni tenía intención de hacerlo, que su primer impulso fue el de evitar a la chica. Eso sólo serviría para molestar a Clarence.
—¿Cuánto tiempo pasó entre que ellos entraron y lo hiciste tú? —quiso saber Julia.
—No sé… puede que un minuto o dos. —Sands trató de visualizarse recorriendo la manzana de edificios y se sorprendió al comprobar lo poco precisa que era su memoria respecto al paso del tiempo—. Tres o cuatro como mucho. ¿Qué diablos puede importar eso?
—Puede que nada —dijo Julia con crudeza. No soportaba que nadie fuera impertinente con ella—. O puede que todo.
—Douglas —interrumpió Hetger—, estas cuestiones específicas pueden o no revelarnos algo interesante, pero sí es posible que sirvan para recordarte algo que hayas podido olvidar, algo a lo que no dieras importancia en su momento, algo que pueda finalmente resultar clave.
Sands volvió a respirar profundamente.
—De acuerdo. De modo que entré en la tienda y los vi mirando ropa, como cualquiera hubiera hecho.
—¿Qué clase de ropa?
—Él cogía un abrigo —recordó Sands. Aquella imagen se le había quedado grabada—. Un abrigo de invierno. Y justo en ese momento dejó de parecerme un tipo corriente.
—¿Qué aspecto había tenido hasta entonces? —preguntó Julia—. Cuando te parecía un chico normal.
—Mugriento. Con el pelo largo, oscuro. Bastante desaliñado. Parecía llevar tiempo sin afeitarse.
—¿Te has mirado últimamente al espejo? —dijo Julia mordaz.
Sands resopló, pero siguió hablando:
—Parecía que tenía algo de chepa. Se erguía de forma extraña.
—¿Y cuál fue su aspecto cuando cambió? —dijo Hetger.
Sands se estremeció con una súbita y violenta sacudida. Por un instante revivió el pánico de estar frente a una bestia monstruosa, casi como en la pesadilla de un niño. Aunque aquella criatura lupina carecía de la feroz malevolencia del merodeador, sí había estado rodeada de una hirviente furia y empapada en una violencia, casi apenas contenida, que había hecho que con sólo mirarla, e incluso sólo con pensarlo ahora, las piernas le temblaran.
—Garras —dijo—. Y dientes. Con la boca ensangrentada, chorreando babas…
—¿Cómo era de grande? —preguntó Hetger.
—Me sacaba bastante más de medio metro, y eso que estaba jorobado. Tenía la chepa más pronunciada que cuando me pareció un hombre. Estaba por completo cubierto de pelo. Un hombre lobo… —musitó Sands, sin albergar ni una sola duda acerca de lo que había visto, pero sin dejar de tener que recordarse que aquellas cosas sí eran posibles en el nuevo mundo en el que había despertado—. Un hombre lobo en toda regla.
—Pues no debía de serlo en realidad —dijo Julia. Sands la fulminó con la mirada—. Quiero decir, que no se apareció como acostumbran a hacer, pues los demás, al contrario que tú, no lo veían por lo que era en realidad.
—Porque no podían —dijo Sands, consciente de lo que ella quería insinuar—. No reaccionaban frente a él. Hubieran… Quiero decir, sus ojos… sus ojos eran… Me hacían sentir como un corderito. Tenía la mirada de… de un cazador. Seguro que ellos no lo sabían. La chica tras el mostrador… Kaitlin…
—Ella lo sabía —dijo Clarence rompiendo su silencio—. Vaya que si lo sabía.
Clarence no había apartado la mirada del suelo. Por un segundo. Sands se preguntó si había imaginado aquel comentario, pero entonces Clarence lo repitió:
—Lo sabía.
Sands miró a John y a Julia. Ambos parecían entender a qué se había referido su compañero.
—¿Qué quieres decir? ¿A qué te refieres con que lo sabía?
—Es como nosotros —dijo Hetger.
—Como nosotros.
—Una elegida. Una imbuida.
—¿Es una cazadora? —Pues si lo sabía, Sands era incapaz de imaginar por qué iba a querer acompañar a aquella criatura a… ¡a comprarse un abrigo, por el amor de Dios!
—No todos los elegidos son cazadores —dijo Julia—. Precisamente tú deberías saberlo mejor que nadie.
—¿Qué yo debería…? —A Sands le hicieron daño aquellas palabras. Aquella puya le había alcanzado de pleno. Empezó a caminar en círculos por la habitación—. ¿No podrías ser algo más condescendiente, Julia? Me refiero a que podrías dejar por un momento de regodearte viéndome pasarlas canutas.
—Es un hecho —dijo Julia, defendiéndose—. Hay personas a las que no les preocupa para qué puedan servir esos poderes, ni tampoco el motivo por el que ellas los poseen. Es gente que se aparta a un lado. Tú eres la prueba viviente de que existen, y Kaitlin también.
—¡Ay Dios! No me compares con ella —espetó Sands—. Puede que quiera regresar a mi antigua vida, a mi vida normal, pero tengo los ojos bien abiertos. Quizá no forme parte de vuestra pequeña cruzada, pero protegeré a mi familia cuando tenga que hacerlo. Ese vampiro está muerto, fue destruido, desapareció para siempre. No eludí ninguna responsabilidad. No lo invité a tomar té. No salgo por ahí con un hombre lobo, Dios mío, así que no me compares con ella. Traté de alertarla. Intenté ayudarla.
—Siempre tú… —dijo Clarence levantándose repentinamente, con el ceño fruncido—. Eres incapaz de pensar en nadie más, ¿no es así? Pues deja a un lado tu adinerado culito blanco y tu cabecita de club de campo: todo esto no te concierne. Ya nos dejaste bien claro que no te importa qué podamos hacer ni qué pueda ocurrirnos. Perfecto, entonces no hay vuelta de hoja, querido, guárdate esas lamentaciones para ti. Esto no es asunto tuyo.
—¿Y puedes decirme de quién es asunto? —dijo una voz femenina desde la entrada. Era Kaitlin. Sus palabras sonaban suaves pero incisivas.
Ninguno de ellos la había oído entrar. La discusión había ahogado cualquier otro sonido, y ella era especialmente silenciosa; una fuerte brisa hubiera bastado para disimular el eco de sus idas y venidas. La primera reacción de Sands fue la de bochorno, por pensar que pudiera haberle escuchado hablar sobre ella. Ese sentimiento lo enojó, y decidió que no debía preocuparse. «Demonios, intenté ayudarla. Podría haber hecho enfadar a ese monstruo y lograr que me matara, y a ella le habría tenido sin cuidado».
—¿Quién es ese novio tuyo? —preguntó fríamente Clarence.
Kaitlin titubeó. Pero a diferencia de la noche anterior, en esta ocasión no rehuyó las miradas del grupo. No había en su rostro expresión alguna identificable, pero tras esa ejercitada cara de póquer se escondían la rabia y el resentimiento. Cualquier vínculo familiar que pudiera unirlos a ella y a Clarence estaba indudablemente deteriorado y crispado, por no decir ausente a todos los efectos.
—Ya os dije que no me importa que os quedéis aquí por algún tiempo —dijo en un forzado tono calma—. Eso es todo.
—¿Quién es ese novio tuyo? —volvió a preguntar Clarence, como si ella no hubiera hablado.
—Cierra el pico, Clarence. —Kaitlin no se amedrentaba. No se dejaba intimidar por las imperativas de su hosco primo.
—¿Quieres decirme quién es ese novio tuyo? —volvió a preguntar Clarence, como si su rabia pudiera bastar para hacerle escupir la respuesta.
«Sería mejor preguntar qué es tu novio», pensó Sands, pero conocía perfectamente la respuesta a aquella pregunta. Un hombre lobo. «Dios bendito».
—Hago lo que me da la gana —dijo Kaitlin.
—Y lo haces con quien te da la gana, ¿no es esa la cuestión? —replicó Clarence con desdén. Kaitlin se mordió el labio, y no respondió. Los primos sostuvieron sus miradas. Y finalmente Clarence negó con la cabeza—: ¿Cómo has acabado metida en un lío así? Lo cierto es que siempre estás con el agua al cuello.
—No te pedí permiso para nada —dijo Kaitlin.
Hubo otra pausa. Sands, Julia y Hetger bien podrían no haber estado en la habitación; nadie habría notado su ausencia.
—A mi no se me ha pasado por la cabeza preguntarte porqué necesitas quedarte aquí —dijo finalmente Kaitlin—. Ni lo sé, ni me importa. No soy quién para decirte lo que debes hacer.
—Pero él es el enemigo —dijo Clarence con rotundidad.
—¿El enemigo? —se burló ella—. ¿Y qué demonios se supone que significa eso? ¿El enemigo…? ¿Por qué? Porque tú lo dices.
—Ya sabes por qué.
—¿Oh, de veras?
—Muchacha, te has juntado con bichos raros y perdedores. Con drogadictos, chulos y putas, pero ese tipo…
—¡No sabes de lo que estás hablando! —explotó—. Siempre hablas sin saber, pero nunca pierdes el aplomo. ¿Piensas que siempre tienes razón, no Clarence?
«Tiene razón», pensó Sands. Miró a Julia y a Hetger. Ser espectadores de aquella riña entre primos parecía incomodarlos tanto como a él, pero aquel asunto trascendía al ámbito familiar. Involucraba a todos, ya que, independientemente de lo que pudiera pensar Kaitlin, aquel tipo no era humano. Pero nadie sacaba el tema. Parecían temer hacerlo. Los cazadores ya lo habían discutido, pero tratar el asunto con un extraño a ellos podría, de algún modo, hacerlo más real. Sands reconocía esa indecisión. Él mismo había tenido el mismo sentimiento respecto al merodeador. La presión no haría otra cosa que crecer, crecer y crecer.
—¡Es un hombre lobo! —intervino Sands—. Y lo sabes bien, ¿no es así, Kaitlin? Puedes verlo. Es un hombre lobo. —La tensión, con la entrada de Sands en la conversación, no sólo no se disipó, sino que acabó de cristalizar. Kaitlin y Clarence dirigieron su furia hacia Sands, como si lo creyeran sin derecho a intervenir—. Sé lo que vi —dijo Douglas—. Es posible que esté loco, pero no soy ciego y tampoco estúpido. —Volvió la vista hacia Julia y Hetger, pero ambos permanecieron expectantes; no eran familiares de la chica, y no habían visto lo que Sands. No podían hablar con conocimiento de causa, así que prefirieron mantenerse callados.
—No soy ninguna estúpida —dijo Kaitlin con frialdad, desafiante.
—Pero sí lo bastante necia para pensar que algo que tenemos que matar pueda ser tu amigo —dijo Clarence.
Ella dirigió su mirada a Clarence y a Sands, con los ojos inyectados en sangre, y los orificios nasales aleteando.
—Os quedareis el tiempo que necesitéis —dijo finalmente—. Pero ni un solo día más. En cuánto os sea posible, os quiero fuera de mi casa… de mi casa —repitió antes de abandonar enfurecida la habitación y encaminarse escaleras arriba.