En señal de duelo por la muerte de la humilde maestra Serpiente de Agua, cinco lobos montaban guardia alrededor de un murete de piedras apiladas, el antiguo santuario ahora despojado de vida. En el corazón del Clan del Claro Aullante ya no quedaba más que una montaña de piedras. Los lobos aullaban desalentados, entristecidos por la defunción de su tutora. Todos reconocían la grandiosidad del mundo espiritual, y eran conscientes de que para abrazar el futuro antes debían resolver sus deudas con el pasado. Sus angustiados gritos, que resonaban disonantes, eran dirigidos a Luna. Ella, con el semblante descubierto, revelando su hermoso rostro, los miraba desde lo alto, concediéndoles la esperanza de que al igual que ella todos lograrían atravesar el período de tinieblas para volver a emerger al servicio de Gaia.
Arroyo Negro marcaba la pauta del cántico, y sus cuatro compañeros lo seguían. No estaba acostumbrado a ocupar tal posición de prominencia, y tampoco a verse abrazado con tanto entusiasmo dentro de la vida del clan. Anteriormente siempre había sido objeto de desprecio, escarnio, resentimiento o, en el mejor de los casos, de forzada tolerancia. Posiblemente su aullido sonara vacilante, pues temía equivocarse, pero también porque su mente estaba en otro sitio. Habituado a no ser bien acogido tanto en el mundo Garou como en el humano, ahora se hallaba dividido entre ambos. Mientras atendía los deberes de su clan, se esforzaba por combatir la distracción de los pensamientos acerca de los humanos: pensaba en Kaitlin a quien se había declarado y quien, pasado el tiempo, le había confesado que le correspondía; pensaba también en el extraño con el que se habían topado aquella mañana, una de las personas a las que ella había acogido en su casa, uno de los que Kaitlin le había alertado que sería capaz de verlo como realmente era, como un Garou. ¿Estaría a salvo Kaitlin unida a esos humanos que de alguna forma eran más que simples humanos? ¿Acabarían ellos por suponer una amenaza para el clan? Ahora no era momento de considerar esas cuestiones, pues el canto fúnebre demandaba la más completa atención de Arroyo. La manada necesitaba toda su energía, su fortaleza, su esencia.
Mientras el aullido de lamento se acercaba a su fin, otra voz, más poderosa y con más experiencia, tomó un nuevo protagonismo. De los cinco Garou, sólo Astillabedules, la Garra Roja, era un lupus natural. Como tal, su dominio del canto de la forma lupina no tenía parangón, y le permitía además ejercitar entonaciones más sutiles.
«¿Un desafío?», se preguntó Arroyo Negro, celoso de sus recién adquiridos derechos de líder. Un ronco gruñido suyo silenció el nuevo aullido. Todos los ojos se volvieron hacia él. Astillabedules percibió la hostilidad. Sin dudarlo, giró hasta colocarse con la espalda hacia el suelo, mostrando su vientre a Arroyo. Éste se percató de que no había habido desafío alguno en su cántico: sólo el que él mismo había imaginado. «El que hace alarde de su dominio cuando no hay verdadera necesidad no es un auténtico líder», pensó mientras mantenía un embarazoso silencio.
Aún panza arriba, Astillabedules volvió a aullar, esta vez calladamente y no entonando un canto dedicado a la resplandeciente Luna que los contemplaba a lo lejos, sino uno para los Garou reunidos alrededor de aquel murete.
—Nuestro clan volverá a ser consagrado esta noche —dijo entre aullidos y ladridos—. Glorificaremos una vez más nuestro grupo, nuestra manada. Y es justo que nos sometamos ante vos, alfa de la manada, gran anciano del clan. Mi vida pertenece a Gaia, la del clan os pertenece a vos.
Arroyo Negro no salía de su asombro. La adhesión de Astillabedules no tenía nada de falsa modestia y estaba vacía de artificio o ingratitud; sólo mostraba respeto por el orden adecuado, aquel que un individuo lupino considera natural y correcto. Puede que, antiguamente y como lo habían hecho también los demás, lo hubiera considerado con desdén. Pero ahora él era su alfa, y su deber era acatarlo. Los Garras Rojas, los menos humanos de todos los Garou, conservaban inmaculadas las antiguas costumbres, las tradiciones de la Letanía. Así sería hasta que pudiera sentir la obligación de desafiarlo cara a cara. Siempre que Arroyo sirviera al clan, Astillabedules le ofrecería su más incuestionable lealtad.
«¿Cómo he podido dudar de ella?», se preguntó Arroyo Negro. Sin embargo, sí tenía toda una vida de razones para dudar de todos los demás, y nadie olvida unas lecciones tan duramente aprendidas en un par de noches. «Me esforzaré por ganarme su lealtad —pensó—, lucharé por ser merecedor de la misma».
Mientras pensaba que era hora de que Astillabedules se alzara para que el rito pudiera continuar, en ese momento Claudia Permanece Firme se unió a su compañera de clan, en el suelo y también panza arriba. La protectora del clan había sido siempre la más proclive a aceptar a Arroyo, y vivía sólo para proteger a la manada del Claro Aullante. Cynthia Oreja Suelta era más recelosa a dar su conformidad, pero siguió el ejemplo de su confidente Garra Roja. Ladra-a-las-Sombras fue el último en mostrarse sumiso. Aunque fuera un Colmillo Plateado repudiado era una bestia orgullosa, y parecía someterse más cediendo al deseo de cumplir que por hacer cualquier gesto de reconocimiento a Arroyo Negro como su alfa.
Jamás en su atribulada vida Arroyo había imaginado un momento semejante el que ahora presenciaba. Parecía que le habían sido concedidas sus más descabelladas fantasías; ya nunca más se burlarían de él los miembros de su propia raza. A menudo la bebida le había servido como respiro para la desgarradora realidad, pero aquello no le había supuesto ninguna salida. Ahora, rodeado por cuatro lobos tumbados panza arriba y valedor de la honra de su manada, Arroyo Negro alzó su mentón y aulló por fin con verdadera fuerza. Aullaba a la Hermana Luna, la guardiana de la noche, la custodia de los espíritus. Su cántico ondeaba entre senderos de gratitud y de lealtad correspondida hacia sus compañeros de manada, y también de ruego por lo efímero y místico que los rodeaba, y que existía en el interior de todo lo mundano.
Tras un único destello de luz cegadora, los Garou se hallaron a sí mismos en una gran llanura; esa extensión era lo único que alcanzaba su vista. El mundo se empequeñecía bajo sus zarpas. La enorme curva del vientre de Gaia se presentaba ante sus ojos, y entonces, justo en el horizonte y sin embargo casi al alcance de la mano, allí se mostró la Hermana Luna, saludándolos. Las últimas notas de su cántico apenas habían abandonado sus labios, y Arroyo Negro ya se había puesto en movimiento, cruzando la llanura en dirección a tan engañoso horizonte. Su manada siguió su estela, nariz con cola, nariz con cola. Por encima de ellos, extendiéndose como para engullirlos, se abría el oscuro e infinito cielo, salpicado por incontables motas brillantes: los rostros cambiantes de las danzantes constelaciones.
Arroyo Negro había pensado en un principio que tres poderosas zancadas le iban a bastar para alcanzar a la Hermana Luna, que entonces iba a poder saltar y aterrizar sobre su hermoso semblante repleto de hoyuelos. Pero fue que esas tres primeras zancadas no sirvieron para aproximarlo, y tampoco las tres siguientes, ni las tres que siguieron a éstas. Bien podría recorrer tres leguas en tres zancadas, que aquello no le serviría de nada. Pero aun así no cesó en su carrera. Fueron diez veces tres leguas, y otras diez veces más, con la tierra deslizándose bajo sus zarpas, y sus hermanos siguiendo su paso, sin dejar de jadear, a su espalda. La llanura no terminaba de extenderse ante sus ojos, y cada vez más se incrementaba la distancia entre ellos. Los Garou, que habían sido una cadena con eslabones fuertemente unidos, formaban ahora un dibujo holgado, una costura que cruzaba el extenso semblante de Gaia, de un horizonte a otro. Arroyo Negro sentía como sus compañeros cada vez se alejaban más, pero era incapaz de frenar su carrera. Aquel antiguo horizonte estaba apenas a un salto de distancia, siempre a una sola zancada, sin importar cuan veloz corriera, sin importar lo que pudieran abrasarle pulmones y músculos.
Ladra-a-las-Sombras fue el primero en perderse de vista; con las patas titubeantes y esforzándose por mantener el ritmo, dio un mal paso, se tropezó y desapareció. Arroyo apenas volvió la vista un instante tras escuchar el grito de desfallecimiento del Colmillo Plateado, pero era el alfa, y no podía parar, no podía detener a la manada. Los cuatro siguieron su camino.
Al frente, la Hermana Luna se distanciaba en el horizonte, cayendo cada vez más y más en el cielo. Con un nuevo estallido de velocidad que le sorprendió incluso a él mismo, Arroyo Negro se lanzó con renovada fuerza al frente. Superó una loma, que tardó un instante en formar parte del horizonte a su espalda, y se adentró en una enorme sima que hendía la llanura. Con la rabia violentada por la visión de Luna más allá de distantes montañas, saltó. Su hocico bañó de polvo el filo de la sima, apenas una diminuta nube que se dispersaba en las profundidades del olvido, pero Arroyo levantó el vuelo, con las orejas agachadas contra el lomo y el cuerpo afilado contra el viento. Entonces se encogió temeroso del abrazo de la sima y empezó a caer, mientras la gravedad y su impulso jugueteaban en un arriesgado tira y afloja en el que él participaba como premio.
Aterrizó con una gran zancada y se impulsó con sus patas traseras, haciendo caer al vacío la fracción de tierra sobre la que éstas se habían posado. Al frente, vio que Luna había desaparecido por completo tras las montañas. Por la llanura que lo separaba de ellas corría un lobo gris. «Así que de esto se trata —pensó Arroyo—, Luna ha querido llamarme a una cacería. Pues no flaquearé».
Volviendo la vista, vio como Cynthia Oreja Suelta, tras superar la loma, frenaba en seco justo al borde de la sima. Su vacilación le había costado cualquier posibilidad que hubiera tenido de superarla con éxito. Ella aulló en señal de alarma, y eso sirvió para alertar a Astillabedules. La lupus, al alcanzar la cima de la loma, estaba preparada. Con un tremendo salto lleno de fuerza, surcó el aire y cruzó el desfiladero, cuya longitud era varias veces la de su propio cuerpo. Idéntica fue la acción de Claudia Permanece Firme, que momentos más tarde atravesó también la hendidura en el terreno.
«No avisé a Cynthia», se quejó Arroyo mientras volvía a centrar su atención en el lobo gris que corría frente a él. No había tenido tiempo, concluyó. De haber dudado no habría cruzado la sima, y ninguno de ellos habría visto a aquel lobo. «Enmendaré mi error atrapándolo», decidió, y se lanzó de nuevo a la carrera, haciendo caso omiso del terrible agotamiento que, cada vez más, hacía mella en él.
El lobo gris corría insolente, como si la propia Luna lo hubiera depositado en ese mismo instante sobre la llanura, como su agente. Mientras Arroyo se esforzaba por mantener el paso, aquel lobo aumentaba paulatinamente su ventaja; la distancia entre ambos crecía lenta pero inexorable. Arroyo Negro apretó aún más el paso, ahora con más fuerza que nunca, y logró mantener la distancia. Entonces, lenta y dolorosamente, comenzó a acortarla. A su espalda resonó el aullido de Astillabedules, y la respuesta de Claudia Permanece Firme: eran ladridos de ánimo. Ellos también debían de ver que Arroyo se aproximaba a su presa, y lo alentaban para que corriera con más fuerza. Sus zancadas se hicieron más largas, más poderosas, y la tierra se deslizó con más brío bajo sus patas. El lobo gris mantenía su paso firme, pero Arroyo le ganaba terreno.
Por fin podía avistar un final en aquella llanura aparentemente interminable. Ante sus ojos, en las estribaciones de unas escarpadas montañas, se abría un bosque. El lobo gris se deslizó veloz entre los árboles, hasta perderse de vista. Pero Arroyo Negro era un cazador sin igual, y más ahora que sus sentidos estaban libres del efecto adormecedor del alcohol. Así, no tuvo problemas en seguir el rastro. Arroyo se lanzó como una flecha entre los árboles, subiendo y bajando una loma tras otra, una tras otra. No pasó mucho tiempo cuando se sintió asediado por el hambre. El estómago le crujía como si no hubiera comido en días, y mientras seguía adentrándose en el bosque, aquel apetito se hizo más y más intenso, hasta el punto de que le pareció llevar corriendo no sólo días, sino incluso años. Sus patas, débiles y correosas, pesaban toneladas. Cada paso se convirtió en una batalla, una proeza de su voluntad, pero aun así no cejó en su esfuerzo.
Cuando el rastro del lobo gris cruzó una veloz corriente de agua, Arroyo decidió cambiar a su poderosa forma de rabia para saltar. Sin perder el paso, se abalanzó sobre el agua, agarró un pez de escamas plateadas con la mano e inició el gesto de llevarlo a sus colmillos.
—Espera un momento —dijo el pez, un lustroso salmón. Arroyo detuvo su mano, pero continuó corriendo. El estómago le ardía pidiendo comida, tanto como sus pulmones hacían lo propio ansiosos de aire—. Perdóname la vida —dijo el pez—, y te indicaré cómo hacerte con lo que anhelas.
Arroyo dudó, inseguro de poseer la fuerza necesaria para contener su avidez. Un vacío le roía el interior, y la furia de su forma de Crinos ardía en deseos de sentir como los colmillos desgarraban carne y despedazaban espinas. Pensó: «Estoy en el mundo espiritual, y nada ocurre aquí sin razón». Quizá aquel pez quisiera engañarlo, pero recordó que su madre Theurge. Galia Hija de la Lluvia, le había dicho una vez que el salmón era una criatura de sabiduría mística. El Clan del Claro Aullante ya había sufrido bastante por la falta de sabiduría.
—Esté bien, pero date prisa —gruñó Arroyo, que paró por un momento.
—Devuélveme a mi riachuelo —dijo el salmón.
—Pero está en dirección contraria. —Ahora sí que Arroyo sospechaba que le quería tender una trampa. Gruñó y levantó el salmón hasta acercarlo a su boca.
—Devuélveme a mi riachuelo —dijo el salmón—, y te contaré qué debes hacer. Cómeme y saciarás tu hambre momentáneamente, pero seguirás surcando colinas y montañas sin llegar a alcanzar nunca aquello que buscas.
Arroyo prolongó su duda, la pista del lobo gris se enfriaba más a cada segundo que pasaba, pero ¿y si el salmón no lo estaba engañando? Entonces se giró y obligó a sus cansadas patas a correr de vuelta al arroyo.
—Ya estamos —dijo al llegar junto al riachuelo—. Ahora, dime.
—Muy bien —dijo el salmón—. Mira ahí. —Levantó una aleta y señaló.
Arroyo Negro observó, y a través de un claro entre los árboles distinguió las montañas, al otro extremo del bosque. Apenas divisable sobre un sendero que ascendía por los cerros, una diminuta manchita se desplazaba: era el lobo gris, demasiado alejado ya para ser perseguido.
—¡Por tu culpa he fallado en la cacería! —bramó Arroyo. Hasta el más pequeño de sus músculos le ardía de dolor y agotamiento, y supo que no tendría modo alguno de alcanzar al lobo gris. Enfurecido, estrujó al salmón.
—¡No tan rápido! —aulló el pez, asustado, con los ojos saliéndosele de las órbitas—. El premio en la cacería no siempre lo cobra el más veloz, también es para el más sabio.
—Habla rápido —dijo Arroyo con un chasquido de su dentadura— si no quieres que tenga el estómago más sabio de toda la Teluria.
El salmón le tomó la palabra:
—El camino por el que avanza el lobo gris, al oeste de las montañas, serpentea una y otra vez hasta alcanzar la ladera opuesta. Debes avanzar por ese otro lado —dijo el pez, señalando con la aleta contraria—: hacia el sur. Allí podrás atravesar las montañas. Apresúrate, y esta carrera será tuya. Ah, y otra cosa más…
Pero Arroyo ya había lanzado al salmón por los aires, de vuelta a su riachuelo. La criatura aterrizó en el agua sin levantar ni una sola salpicadura.
Arroyo Negro se lanzó a toda prisa en dirección oeste. Sospechaba que, a estas alturas, Astillabedules y Claudia debían de estar a punto de alcanzarlo. «Deberían seguir al lobo por el paso del oeste —pensó—, para que éste no pudiera darse la vuelta y escapar por el camino que ahora recorría». Había dos caminos por los que adentrarse: el que había tomado el lobo gris, hacia el oeste, y el de Arroyo, hacia el sur. «¿Cómo sabrían cuál tomar?»
—¿Por qué no se lo dices tú mismo? —dijo una voz que descendía sobre Arroyo llevada por un aleteo. Búho se posó en su hombro tras descender en picado. El pájaro espiritual preguntó—: ¿Has olvidado todo lo que te enseñé tiempo atrás? ¿O es que has pasado tanto tiempo escondiendo aquello que es imposible cambiar, que ahora has olvidado cómo hacer algo que tienes en tus manos?
La repentina aparición de Búho sorprendió a Arroyo, pero aquella reprimenda consiguió atraer su atención. Sabía bien a qué don espiritual se estaba refiriendo Búho: era uno que llevaba muchos años sin emplear, ya que casi siempre había estado buscando evitar a sus compañeros Garou, sin intención alguna de comunicarse con ellos.
«Astillabedules, Permanece Firme —dijo conjurando esos nombres en la mente de sus compañeros de manada—. ¿Habéis alcanzado ya el arroyo que cruza el bosque?»
«Lo tengo justo a la vista», respondió Astillabedules.
«Y yo estoy justo detrás de ella», añadió Claudia.
«Bien —pensó Arroyo Negro—. Pues cruzadlo y dirigíos hacia el oeste a través del paso que cruza las montañas. Debéis impedir que el lobo gris escape de vuelta por ese sendero». Ambos estuvieron de acuerdo, y de nuevo Arroyo recuperó la propiedad absoluta de sus pensamientos.
Arroyo reemprendió su marcha; Búho lo siguió desde las alturas y se posó en una rama, frente a él.
—Arroyo Negro, si los espíritus conceden dones es por una razón. Si decides ignorarlos, deberás atenerte a las consecuencias.
«Dones y sabiduría», pensó Arroyo. Los primeros deben emplearse, la segunda, buscarse.
Unas zancadas más allá del árbol de Búho, el bosque llegó a su fin; sencillamente dejó de existir. Arroyo no volvió a encontrarse en medio de una llanura; en lugar de ello se vio frente a un escarpado muro de rocas. Las montañas se alzaban ante él, hacia el cielo, como una fortaleza impenetrable. Sintió un ligero alivio en sus piernas y pulmones al detenerse para contemplar con inquietud el paisaje: el muro de piedra no tenía ni una sola grieta, ni mostraba sendero o paso alguno, apenas algún asidero que utilizar para escalar.
—Ese salmón me ha tomado el pelo —murmuró mientras jugueteaba con la idea de regresar al riachuelo para vengarse de aquel espíritu. «¿Pero cuáles fueron exactamente las palabras del pez?» Arroyo se esforzó por recordarlas. No habló de un camino, de escalones o un sendero. «Hay una forma de atravesar las montañas», recordó Arroyo. «Atravesar». Entonces recordó la reprimenda de Búho: «Si los espíritus conceden dones es por una razón. Si decides ignorarlos, deberás atenerte a las consecuencias».
Con el apremio que siente un cazador que ve cómo se le escapa la presa, Arroyo se abalanzó sobre el muro de piedra y empezó a rascarlo. Sus garras brillaban con el poder del mundo espiritual, y tal y como el temperamental Tejón le había enseñado tiempo atrás, Arroyo comenzó a excavar. Entre chispas, se abrió paso por el interior de la montaña. Se empleaba a una velocidad endiablada, dejando atrás rápidamente el bosque y el riachuelo, a Búho y a Salmón. Se reclinó, sin dejar de avanzar, y hacía pasar los escombros y la roca entre sus patas extendidas. Zarpas y garras se le calentaban cada vez más y brillaban en la oscuridad, bajo la montaña. En algún lugar a su espalda, Astillabedules y Permanece Firme habrían cruzado el arroyo, surcarían a toda prisa el bosque, y probablemente ahora estarían trepando por el paso de montaña. Delante de ellos, quizá por encima del propio Arroyo, el lobo gris corría para dejar atrás las montañas y alcanzar aquello que pudiera esperarlo.
Arroyo Negro siguió esforzándose entre tinieblas, con los brazos y hombros tan castigados y fatigados como hacía sólo un momento había tenido las piernas. Respiraba el arenoso polvo en el interior de su excavación cuando, sólo un instante más tarde, la penumbra explotó en lo que a él le pareció una brillante luz, pero que en realidad sólo era el cielo de la noche y el brillo de Luna, con el rostro entero y encarando el oeste. Tropezó al no hallar oposición sus garras, y se encontró al borde de una nueva llanura sin fin que se extendía hasta Luna. Aturdido por haber abandonado de forma tan repentina las tinieblas y el calor, la noche se le antojaba muy fría. De sus garras y su pelaje apelmazado y sudado surgían volutas de vapor. Apenas había tomado el primer aliento de aire fresco cuando vio al lobo gris descendiendo a toda velocidad por una ladera cercana, en el fin del paso que había tomado al otro lado de las montañas.
Arroyo se percató que aquel lobo gris era mucho más grande de lo que a él le había parecido en un primer momento, desde la distancia. La criatura medía en su cruz tanto como su forma Crinos. Se había entregado a sí mismo y a su manada en aquella cacería, y a su espalda tenía la inmensidad de la llanura que había atravesado; no estaba dispuesto a dejarse amilanar. Mientras saltaba, vio en los ojos del lobo un destello familiar: uno era castaño y el otro verde. Arroyo ya estaba en el aire…
Una enorme zarpa con grandes garras lo agarró del cuello. Al frenarse tan repentinamente el impulso de su embestida, a punto estuvo de romperse el pescuezo. Arroyo escupió y tosió a la cara de su presa que, empleando una sola mano, lo mantenía en el aire.
—Me perseguiste hasta que fui yo el que te cazó —dijo el lobo espiritual, que en menos de un segundo había cambiado a forma de rabia y se elevaba muy por encima de Arroyo.
Éste carraspeó cuando la mano endureció la presa alrededor de su garganta. Arremetió contra su presa, pero ésta no dejaba de sostenerlo en el aire, y no tenía forma de impulsarse contra ella. Frente a sus ojos tomaron forma unas luces, y a sus oídos llegaron los sonidos de unos gruñidos. No eran de su captor, sino de unas voces familiares: las de Astillabedules y Permanece Firme, que cargaban montaña abajo, siguiendo el mismo sendero que había cruzado el lobo espiritual un momento antes.
—¿Pensáis salvarlo? —dijo el lobo gris, oculto tras las luces tintineantes—. ¿A esta cosa? ¿Esta criatura informe, este jorobado?
—Es de nuestra manada —refunfuñó Astillabedules en tono amenazador.
—Es nuestro alfa —gruñó Permanece Firme en lengua Garou.
—¿Y estáis dispuestos a morir por él? —preguntó el lobo.
—Tú eres quien va a morir —dijo Astillabedules entre babas.
—Haremos lo que haga falta —dijo Permanece Firme—. Pues es nuestro alfa.
De repente la mano que agarraba la garganta de Arroyo alivió su presa. Fue a parar al suelo, y un instante después se puso de pie, agitando la cabeza para espantar a la última de las luces, aspirando aire profundamente para aliviar sus maltrechos pulmones.
—Parece que al fin he hallado una manada merecedora de mis atenciones —dijo el lobo. Arroyo, por fin con la vista aclarada, reconoció entonces a aquella criatura a la que había perseguido hasta que había sido ésta quien le había dado caza—. Has atendido a mis consejos —dijo Meneghwo. Había abandonado su forma de Crinos y ahora era un Lupus gigante. Su pelaje ya no era gris, y ahora mostraba las célebres manchas marrones, grises, negras y rojas que Arroyo conocía—. Volviste la vista hacia el futuro, pero aún hay asuntos que debes solucionar.
Astillabedules y Permanece Firme, aún en posición de ataque, dudaron qué acción adoptar. Quizá recordaran el modo en que aquel lobo de pelaje moteado había puesto fin a aquella pelea que podría haber arrebatado la vida a Arroyo, en casa de la chica humana. Consideraron las palabras de aquel misterioso extraño y observaron a Arroyo que, percibiendo verdad en las palabras de Meneghwo, se echó al suelo. Se giró hasta quedar patas arriba, mostrando su vientre al lobo espiritual. Instantes más tarde. Astillabedules y Permanece Firme lo imitaron.
El lobo gigante, que se alzaba sobre ellos, esbozó una sonrisa.
—Ahora os diré lo que ha de suceder.