Capítulo trece

Abrazó de nuevo la oscuridad tras abandonar las pútridas aguas. Degustaba el aire como si fuera la primera vez. Aquel fango primigenio se escurría por entre sus ojos, sus oídos, su boca, cayendo a salpicones de vuelta a las aguas estancas en las que había renacido. Su pelaje, apelmazado y enmarañado, se le adhería a la piel. Una extraña sensación en los laterales de su cara y cuello (unas branquias) le hacía ser consciente de que nunca dejaría de respirar, y lo señalaba como una criatura de agua. Colmillos sedientos de sangre y zarpas de obsidiana le concedían los deseos de un cazador.

Respirando la hedionda atmósfera de la gruta y el vapor sulfuroso que emitían las irregulares simas, llenas de pus, que cubrían el suelo de la misma, pudo sentir un cosquilleo en el fondo de su garganta; el rumor del distante recuerdo de un nombre. Intentó pronunciarlo: Vííííspeera, Víspeeeraaa… Pero su boca era incapaz de articular los sonidos. Se sintió ahogado y escupió unas flemas sanguinolentas y oscuras. Había una historia detrás de aquel nombre. Él mismo era un narrador de historias, o lo había sido. Sin embargo, no le correspondía a él contar esa historia en particular.

Otro nombre lo aguardaba, un nombre de su tierra natal, un nombre más añejo que la propia tierra, más ancestral que el remoto Fomoire, aquel que se dio el festín con los huesos de los Hombres Primigenios. Él era también un cazador de hombres: exhalaba odio, escupía y hacia rechinar sus dientes ansioso de venganza. Era Fir Bolg. Percibía aquel sonido al mismo tiempo dulce y terrible, como las tonadillas tocadas con los tendones de una presa despedazada.

Aún había una historia que esperaba a Fir Bolg, una fábula unida a su espíritu, antigua y manchada de sangre, tan ancestral como los cráneos bañados en lodo y los gritos que resonaban en el viento. Chepa era el nombre de esa historia, y debía de ser una narración desgarradora y sustanciosa. Chepa. Aquel sonido impulsaba un cosquilleo nervioso en el hocico de Fir Bolg.

¡Chepa! Era incapaz de pronunciar o concebir aquel nombre sin agitarse, sin rascarse el cuero cabelludo con sus garras. Con un mordisco feroz y enloquecido se cortó su propia lengua bífida, sólo para sentir el sabor de la sangre. Se ahorraría aquel nombre. No volvería a pronunciarlo hasta que volviera a crecerle la lengua, hasta que tuviera por fin a su alcance la orgía y el frenesí.

El final de la historia estaba próximo, muy, muy cercano. La chica. La chica era la clave. El principio. El final. Vida y muerte, imperecederas. Se carcajeó, escupiendo con fuerza la sangre que manaba del fondo de su garganta. Tembló, estremecido, y las aguas del estanque, como un amante que le correspondiera, se agitaron al compás del movimiento de su cuerpo.