Capítulo doce

—¿Qué tal van las cosas por allí, Nathan? —preguntó Hetger.

Sands intentó acercarse para escuchar la conversación telefónica sin atraer la atención de los paseantes, aunque no es que hubiera demasiados. El centro de Winimac no ofrecía una perspectiva demasiado excitante: algunas casas bajas, un par de iglesias, una ferretería que hacía al mismo tiempo la función de oficina de correos y algunos negocios muy pequeños, incluida la tienda de comestibles en cuyo exterior él y John estaban ahora, la que tenía el único teléfono de pago de la ciudad.

—No tan mal como cabría esperar —contestó Nathan—. Todos parecían haber asumido en un principio que había estallado una tubería de gas, o algo parecido. Después que la brigada de incendios sacara el cuerpo de Jason, las altas esferas debieron de tener sospechas. La fuerza de seguridad de Iron Rapids dio una batida por las cloacas. Ayer por la tarde anunciaron que encontraron restos de alguna clase de artefacto explosivo.

—Genial —suspiró Hetger.

—Espera, que hay más —dijo Nathan—. Han llamado al FBI. El tema se comenta mucho en la Oklahoma City y todo eso. La gente está bastante asustada.

—¿Y ha habido algún otro tipo de información? —preguntó Hetger.

—No creo. No se ha hablado de alguien que haya sido interrogado más allá de los cuestionarios de rutina. No se ha declarado ninguna busca y captura. No han dicho haber identificado el cuerpo, al menos no públicamente.

—Bien —dijo Hetger, haciendo una pausa para sopesar las noticias de Nathan—. Probablemente pasaremos todavía aquí unos días antes de regresar.

—Comprendido —dijo Nathan—. Ah, y John, me he topado con algunos datos interesantes para lo nuestro en Iron Rapids. Y también he establecido un par de contactos prometedores.

—Ya nos pondrás al corriente cuando volvamos. Reúnete con esos posibles candidatos si crees que es necesario, limítate a no hacer nada que sea irreversible antes de que volvamos, ¿de acuerdo?

—Comprendido. Cuidaos bien.

—Lo haremos. También tú —dijo Hetger, y colgó.

—¿El FBI? —dijo Sands, en voz no muy alta—. No me gusta como suena eso. Me siento como… como un delincuente.

Hetger inspeccionó con indiferencia la calle.

—Bueno, volamos parte del alcantarillado municipal de Iron Rapids y dejamos a nuestro paso un cadáver. Con algo de suerte, podrán identificar a Jason, pero no podrán establecer vínculos con nuestro grupo. Con todos nuestros antecedentes, bastante turbulentos, y con sus encontronazos con las autoridades, supondrán que es un terrorista de segundo orden al que se le cruzaron los cables y que pagó por ello.

—Vaya forma de honrar su memoria —dijo Sands.

—Ya sé que no es muy agradable —dijo Hetger con aire de gravedad—. Y las perspectivas para el resto de nosotros no son mucho más esperanzadoras. No esperes ninguna medalla. Douglas.

—Lo sé, lo sé. Pero… Quiero decir que fue por su propio bien, por el bien de todos, que esa criatura fuera destruida.

—Y es muy posible que nunca nadie llegue a saberlo —dijo Hetger—. Y si es así, no lo entenderán.

—También lo sé —suspiró Sands—. Salvar a la civilización sin dejar que ésta sepa de nuestra existencia, y no hay que esperar más. Bueno, supongo que para ti está bien. Yo, por mi parte, cuando regresemos a casa, me alejaré de todo esto.

Hetger observó a Sands con gravedad, pero no dijo nada, no discutió, no intentó hacerle cambiar de idea, no se enojó con él como Julia habría hecho, ni lo insultó como habría sido propio de Clarence.

—Voy a entrar —dijo Finalmente Hetger, señalando a la tienda de alimentos— a recoger provisiones. ¿Me acompañas?

—No, gracias. Dejaré la diversión para ti. Esperaré aquí fuera.

Sands había echado un breve vistazo a la tienda: había visto a las dos chicas sentadas junto a la caja registradora, las dos fumando como chimeneas. No le apetecía nada entrar a asfixiarse en aquella pequeña tienda. Ahora que consideraba la idea, comprendió por qué las reservas de comida de la casa de Kaitlin tenían olor a humo de tabaco. Además, la mañana era bastante hermosa: las nubes no se mostraban tan espesas como de costumbre y tampoco había demasiado viento, la temperatura podía haber subido perfectamente hasta los veinte grados. Claro que Winimac no es que fuera muy estimulante, pero al menos era mejor que el interior de una casa ruinosa, o el de un coche, o el de la habitación de un motel. Deambulando calle abajo, a Sands aquel aire fresco le sabía a libertad. El barrio de los comercios, apenas un cruce, era muy reducido, y podría ver perfectamente el momento en que Hetger acabara en la tienda. Entonces tendrían que ir a buscar la lavandería. Winimac no tenía ninguna.

Sands se acordó de la bolsa llena de ropa apestosa que habían dejado en el maletero del coche de Hetger. Le parecía imposible que su abrigo fuera a poder librarse alguna vez de aquel terrible olor a cloaca, al menos no sin una limpieza en seco en una máquina industrial. Entonces posó la vista en la tienda del Ejército de Salvación, que estaba al otro lado de la manzana, y decidió que una sudadera gruesa, algo que lo abrigara más que la prenda que Hetger le había prestado, pero que fuera menos elegante que su propio abrigo, podría resultar una buena inversión si es que aún iban a pasar algunos días más por allí. Mientras se encaminaba hacia el escaparate, se dio cuenta de que se había puesto a mirar a los transeúntes locales, del mismo modo que hubiera hecho con los habitantes de Iron Rapids, como si pudiera llegar a reconocer a alguno. Se río para sus adentros, y justo en ese momento sí que reconoció a alguien. No era nadie de Iron Rapids, por supuesto, se trataba de Kaitlin, la prima de Clarence. Iba acompañada de un hombre, un tipo que discutía con ella, aunque no de forma especialmente acalorada. Parecía más musitar comentarios y hacer contenidos gestos de irritación, como una pareja que llevara años casada. Ambos entraron en la tienda del Ejército de Salvación sin avistar a Sands. Éste se quedó parado en la acera, junto a la tienda, considerando la posibilidad de darse la vuelta y regresar a la tienda de alimentación. Por alguna razón, pensó que cuanto menos viera a aquella chica, mejor. Quizá sabía qué se traía Clarence entre manos y, por extensión, también todos ellos, o puede que simplemente estuviera fastidiada y no se sintiera cómoda teniendo visita. Finalmente se encogió de hombros y avanzó. ¿Qué le importaba si se compraba las medias a montones? Era un país libre, y después de un par de días más, no tendría que volver a verla jamás en toda su vida.

Le digo a Arroyo que entremos en la tienda. Dice que él no va a entrar. Que no va a comprar nada. Ya sé que no va a hacerlo, pero yo sí. Muy bien, me dice, entra tú entonces. Yo esperaré aquí. No puedes hacerlo. Quiero ver que te esté bien. ¿Que me esté bien? ¿Pero qué demonios…? Lo cojo del brazo y lo arrastro hacia dentro. No opone demasiada resistencia. Sabe que soy testaruda, y elige qué batallas pelear.

Hoy nos levantamos temprano, mucho antes que nadie en la casa. Había pensado que la mañana sería extraña, pero no fue así. De vuelta a los días difíciles, a los días de la heroína, los días en que estaba metida en chanchullos, los días de las peleas con puteros cuando se enfadaban, a veces, casi siempre. No me preocupaba demasiado. Yo ya tenía mis cincuenta dólares. Pero dejó de ser así. La última noche no fue un simple negocio. Ayer debimos pararnos a pensar lo que hacíamos, pero entonces no nos importaba nada. Esta mañana salimos a hurtadillas de la casa: abrimos la ventana como había hecho él al entrar, pasamos por encima del techo del porche y nos deslizamos columna abajo. Cuando estuvimos fuera de la casa, caminando por la carretera, entonces fue cuando toda esa mierda pudo haberse complicado, pero no fue así. Creo que ambos nos tranquilizamos al comprobarlo. Simplemente lo sugiero, como suelo hacerlo respecto a lo que pienso, a lo que siento, respecto a lo que él hace. Quizá fuera un gran error, pero ¿qué ha habido en mi vida que no lo haya sido?

En la tienda del Ejército de Salvación voy derecha hasta los abrigos. Este lugar tiene algo que me hace sentir nostalgia por mi casa, mi antigua casa, y por la ciudad. Supongo que serán los recuerdos de Papá Noel, con esas hebillas y esas campanillas, incluso en los barrios más bajos de la ciudad. Puedes decir muchas cosas acerca de esos militantes cristianos, pero desde luego saben cuidar el dinero.

—Pruébate esto —le digo a Arroyo cogiendo un abrigo del perchero.

—No necesito un abrigo.

—Claro que sí. Esa camisa de franela está hecha jirones, y me entra frío sólo de verte vestido nada más que con ella. —No menciono las manchas de sangre. Mejor no atraer la atención de la vendedora sobre ellas, pues ahora está ocupada ordenando la ropa que saca de una caja. Parece no tener demasiadas ganas de atender a un loco borracho y a una negrita histérica.

Rebusco en el estante de los mitones y los sombreros, mientras Arroyo simula no mirarse en el espejo, no interesarse por cómo le queda el abrigo. Cogí el más grande de todos, para que pudiera colocárselo sobre la joroba sin que le apretara demasiado. Creo que le gusta. Puede que sólo le agrade ver que alguien se preocupa por él… pero sólo Dios sabe lo difícil que me lo pone.

Le acerco unos mitones, pero los rechaza. Lo mismo sucede con un sombrero. Exasperado, agita la cabeza.

—Me estorbarían —dice. No especifica para qué, pero lo imagino cambiando, con las garras abriéndose paso entre la más resistente pareja de mitones, haciéndolos trizas. No insisto. Yo también sé elegir qué batallas luchar.

La falta de costumbre me hace volver la vista a la puerta cuando escucho la campanilla. Observo al tipo que entra y reacciono tardíamente al darme cuenta de que lo conozco. Es uno de los compinches de Clarence, Sands, el que piensa que es demasiado bueno para estar en mi compañía, claro que no le he escuchado quejarse por quedarse en mi casa. Saluda a la tendera, que parece aliviada al ver entrar en la tienda a alguien a quien debe considerar normal. Don Arrogante me saluda con la cabeza, amabilísimo blanquito él que consiente reconocerme en público. Entonces dirige su vista hacia Arroyo. Veo venir lo que va a pasar, pero no hay nada que pueda hacer. A Sands se le ponen los ojos como platos, y se le queda la cara completamente blanca.

El tipo asqueroso que acompañaba a Kaitlin le devolvió la mirada a Sands, pero éste dejó en ese instante de verlo como hombre. Ahora veía a una descomunal bestia peluda de casi tres metros de alto, encorvada por una prominente joroba en la espalda. De sus infames colmillos goteaba sangre que le caía en el pecho. Sus ojos lupinos eran los de un asesino. El monstruo asía con sus garras… ¿un mullido abrigo de invierno? Sin acabar de creer aquella visión, Sands pestañeó una y otra vez. Podía oler la sangre, la muerte.

—Buenos días —dijo la dependienta con buen humor. La mujer, de pelo canoso, pareció aliviarse al verlo. ¿Por qué?, se preguntaba. ¿Por qué el lobo que tenía en la tienda lo preferiría a él como bocado en lugar de a ella? Sands miraba a la mujer, casi sin entender lo que ocurría. Entonces su expresión de alivio se congeló, saltó en pedazos y desapareció. Volvió a concentrarse en su caja de ropas de donación, sin dejar de ordenarlas concienzudamente, intentando aparentar que se encontraba sola en su extraño mundo.

Sands trató tardíamente de ocultar el miedo que lo atenazaba; un sudor frío le recorría ya el cuerpo. No tenía ni idea de qué clase descosas podría provocar a aquella bestia. Volvió la vista hacia ella, pero ya había desaparecido. El humano había vuelto a reemplazarla, tenía la piel oscura, no estaba afeitado y seguía manteniendo la joroba… pero era humano. Tenía aspecto humano. Sands podía ver a través de su disfraz, y maldijo a Dios o a quienquiera que hubiera considerado apropiado maldecirlo con aquel saber.

«No quería saber».

Se obligó a adentrarse en la tienda, aunque su impulso era el de darse la vuelta y salir corriendo de allí. Eso podría dar indicios a la bestia de que algo iba mal, la despertaría. Sands podía imaginarla perfectamente partiendo en dos a Kaitlin, cortándole la garganta a la dependienta y entonces corriendo hacia él…

«Vendrá a por mí, y ellas podrán escapar», pensó fugazmente, pero no había ninguna garantía de que eso fuera a ocurrir así, lo único seguro es que él acabaría muerto.

Sands intentó actuar de forma despreocupada y empezó a mirar la ropa del primer estante… hasta que se dio cuenta de que eran vestidos de mujer, y entonces fue hasta los percheros de ropa de hombre. Intentó controlar sus nervios para mirar con aparente indiferencia al monstruo que no lo observaba, no lo acechaba, no estaba a punto de saltar sobre él para destriparlo. En lugar de ello, el hombre-bestia parecía estar haciendo lo mismo que él, lo mismo que la dependienta, mostrando un absoluto interés por las cajas de ropa y los artículos domésticos. Parecía que todos en la tienda estuvieran ocupados en hacer ver que se ignoraban los unos a los otros. Todos excepto Kaitlin, que observaba a Sands.

Cuando se percató de que lo estaba mirando, Sands decidió que debía alertarla, que debía hacer que abandonara la tienda. «Pero ¿y la dependienta?». No estaba seguro de qué era lo que debía hacer; nunca antes había tenido que trazar sobre la marcha un plan de vida o muerte. No confiaba plenamente en que fuera a dar resultado, pero no se atrevía a demorar su acción por más tiempo.

Sin dejar de mirar a Kaitlin, y moviendo sólo su cabeza y sus ojos, intentó hacer que se dirigiera hacia la puerta. Era un gesto que esperaba que ella interpretara como: «sal de aquí ahora mismo», o algo más burdo aún. Puede que entendiera su mensaje o puede que no: lo cierto es que su única respuesta fue mirarlo con más frialdad, de un modo que, y ahora era él quien interpretaba, entendió como «Qué haces, capullo».

Comprendió que aquello no iba a funcionar. Ella no lo entendía, era incapaz de entenderlo. Al igual que Faye y Melanie no tenían ni idea del infierno en el que se había metido para protegerlas: aquella golfilla aturullada por la droga debía de pensar que estaba intentando ligar con ella, o que tenía un tic en el cuello. Sands sintió ganas de cruzar la tienda a toda velocidad para cogerla del brazo, hacerla despertar, abofetearla, gritarle y decirle que corría un horrible peligro. ¡Las mujeres podían ser tan burras a veces!

Tratando de improvisar algo que no lo delatara, se aproximó hacia una mesa llena de enseres del hogar de todo tipo: una alarma de cocina, cucharas para servir, piezas de vajillas, calendarios, una pizarra y una tiza pequeña. Agarró esto último y, mientras decidía qué hacer, su mano ya trabajaba sola. Mientras sentía como si fuera otro el que dibujaba los trazos, esbozó una figura sencilla, un rectángulo. En las esquinas añadió unos pequeños círculos, y otro más en el centro. Sin llegar a entenderlo, podía ver el significado de aquel símbolo: su mente era capaz de interpretarlo, aunque no tenía ni idea de qué esquina de la misma había brotado aquella comprensión. «Peligro». Significaba pura y simplemente «peligro». Sands se giró y se encontró encarando al hombre lobo, ¿qué otra cosa podría hacer? Veía la imagen de aquella criatura borrosa, de hombre a bestia… hombre… bestia. La criatura miraba a Sands, y a la pizarra, pero sus ojos cambiantes no parecían reconocer nada.

La mirada de Kaitlin era más hosca que nunca. Se esforzaba por dejar a un lado su enojo, pero no lo hacía mejor que Sands a la hora de contener el pánico que la inundaba por momentos. En cuanto Chepa comprendiera lo que Sands había escrito. La bestia estallaría con rabia asesina.

Sands casi escuchó perfectamente a Kaitlin decir «Larguémonos de aquí». Un instante más tarde, se dio cuenta de que no se había dirigido a él, sino al monstruo.

«¡Ay Dios, tengo que salvarla!».

No importaba cuánto pudiera resistirse ella a sus esfuerzos, ni lo poco dispuesta a colaborar que pudiera estar. Si al menos pudiera saberlo, ¡si pudiera ver lo que él veía!

—¿Cuánto por el abrigo? —preguntó Kaitlin a la dependienta—. ¿Siete dólares? —Metió la mano en su bolsillo y dejó unos billetes arrugados en el mostrador—. Aquí tiene. —Entonces se encaminó hacia la puerta… y la criatura la seguía.

«Deba hallar un modo de hacérselo ver», pensó Sands. El mundo empresarial no lo había preparado precisamente para pensar con rapidez. Hasta ahora no había tenido éxito, y estaba cada vez más desesperado. Debía seguirlos, conseguir que Kaitlin se quedara sola, y entonces alertarla. La campanilla repiqueteó y la puerta se cerró, y Sands se dirigió hacia ella. La abrió, ding-dong, y en ese mismo instante escuchó como Kaitlin decía a su demoníaco compañero: «Espera aquí un momento, creo que he olvidado algo».

Ella traspasó el umbral al mismo tiempo que Sands salía, pero se mostró bastante menos sorprendida que éste. Le incrustó en el pecho dos dedos. Sands retrocedió, tambaleándose, con la mano derecha de ella amenazante frente a él.

—No te atrevas a seguirme, hijo de perra —dijo con un brusco susurro. Enseguida se volvió y se marchó de nuevo, dejando a Sands con la boca abierta y la puerta cerrándose de nuevo en sus narices. Ding-dong.

Douglas miró a la dependienta, que ante la sucesión de acontecimientos inexplicables mostraba una expresión de aturdimiento y vergüenza. Confundido y desconcertado, Sands volvió al interior de la tienda, cogió la pizarra y la borró con el puño de su manga.