Sands se sentó en la mesa redonda de la cocina. Ni siquiera encendió la luz; se veía incapaz de levantarse. Se concentraba en respirar, esforzándose por ignorar el nudo que le apresaba el estómago, y observaba por la ventana como la noche robaba la silueta a los árboles que había fuera: troncos, ramas y ramitas independientes pasaron a ser siluetas que se balanceaban y finalmente franjas indeterminadas en movimiento. Escuchaba la conversación que llevaban unas voces en la habitación contigua.
—Puede que al final decida abandonarnos —dijo Hetger.
—Perfecto —bufó Clarence.
—Pero eso no significa que debamos echarlo sin más —continuó Hetger con un evidente tono de frustración en su voz.
—Si no se enmienda, no nos sirve de nada —dijo Clarence con total naturalidad—. Y ya sabes lo que le pasa a la gente que intenta desentenderse. Van derechos a su propio funeral.
—¿Qué es lo que no nos sirve, Clarence? —Hetger parecía acalorarse un tanto—. En aquellas alcantarillas dimos con un vampiro. Y tú has leído los mismos avisos en la red de cazadores que yo. ¿Crees que tu recortada hubiera podido hacer el trabajo si él antes no hubiera puesto las cosas un poco más fáciles? ¿Querrías haber probado suerte intentando atravesarle el corazón con una estaca?
—Ya sabes qué ha querido decir, John —dijo Julia—. Con esa actitud, tiene tantas posibilidades de hacer que nos maten como de servirnos de ayuda.
Todo muy impersonal. Nada de nombres. Pero Sands sabía bien que hablaban de él. No ocultaban nada. Estaba claro que no se andaban con miramientos. El rumor de aquellas voces vecinas llegaba hasta la cocina con tanta claridad como el repiqueteo de las ramas contra el exterior de la casa.
—Quizá sea así —dijo Hetger—. Pero podría acabar siendo un magnífico aliado. Recuerda, Julia, que te salvó en las cloacas.
—Y también propició que mataran a Albert —gruñó Clarence.
—Eso no lo sabemos —respondió John.
—Tuvimos suerte en las alcantarillas —dijo Julia—. A Jason se le acabó la suya. Y a Albert.
—Albert no fue lo suficientemente precavido —apostilló John.
—Ninguno va a vivir para siempre —dijo Clarence—. Yo, por lo pronto, querría quedarme todo el tiempo que pudiera, y llevarme conmigo a tantos como sea posible. Nosotros cuatro, que conseguimos salir con vida de las alcantarillas, podemos considerarnos enormemente afortunados. No estábamos listos para enfrentarnos a esa criatura, y Pete Sampras ni siquiera estaba preparado para venir con nosotros. Sé que debemos dar paso a nueva sangre, ya sabes a qué me refiero, a nueva gente, pero debemos ser cuidadosos al seleccionarlos. Nada de hola qué tal, un apretón de manos, y ya pueden venir con nosotros a matar monstruos.
Los tres cazadores guardaron silencio, y entonces Hetger volvió a hablar:
—Tenemos que esforzarnos por minimizar los riesgos siempre que podamos y también por hacer un mejor trabajo adiestrando a los nuevos y facilitando su adaptación. —Entonces suspiró—. Es sólo que todo se antoja tan… urgente a veces… En realidad, ocurre así casi todo el tiempo.
—¿En serio? —dijo Clarence—. Pues si alguna vez nos dan una buena sorpresa y nos patean el culo, entonces sí que dejará de ser urgente, y no quedará nadie para hacer algo al respecto.
Oyéndolos hablar, a Sands se le hacía cada vez más complicado recordar la vida normal que había llevado hasta hacía muy poco, y mucho más aún ni por asomo imaginar recuperar algo que se le pareciera. ¿Cómo iba a comportarse la siguiente vez que viera por la calle, caminando, a una persona que supiera que estaba muerta? Incluso suponiendo que pudiera volver con Faye, ¿dónde iban a vivir, en una fortaleza? ¿Cómo iba él a dejarla apartarse de su vista, sabiendo todo lo que había allí afuera? Aunque, después de todo, ahora mismo la tenía perdida de vista, ¿no era así? Sands podía sentir un viento encantado que soplaba a la espalda de la casa, una voz que llamaba a su papi, el susurro de un chico que estaba muerto pero no acababa de estarlo. La voz tenía algo de especial: pertenecía a Adam, su propio hijo.
Las voces en la habitación contigua se hicieron más vagas. Su mente pareció perder por momentos la habilidad para ordenar las palabras en frases coherentes que tuvieran algún sentido. Sus pensamientos se consumían con unas horripilantes palabras que no debía haber escuchado en la oscuridad de su propia casa: Papi. Aterrorizado, volvió la vista hacia la ventana, se recordó a sí mismo quién era, dónde estaba. La frontera entre sus recuerdos y lo que estaba viviendo volvió a erigirse.
Algunos minutos más tarde, Sands era incapaz de precisar cuántos exactamente, se sobresaltó tras escuchar el clic del interruptor y sentir un destello de luz iluminando la cocina.
—Lo siento —dijo Julia con aparente sinceridad. Se arrastró hasta la nevera con aspecto de estar muy cansada. No es que se preocupara especialmente por mantener una postura erguida la mayoría de las veces, pero es que ahora tenía los hombros especialmente caídos, y eran reflejo de las oscuras ojeras que mostraba.
Sands trató de entablar una conversación, y se aclaró la garganta.
—Me alegra verte de nuevo en pie, y rondando por aquí.
—Gracias. —Julia escarbó en la nevera y terminó sacando un paquete de salchichas. Arrugó la nariz al olerías, pero acabó por echarlas en una olla de agua que estaba sobre la cocina—. Escucha —acabó diciendo, mientras se reclinaba sobre la encimera y sin volver la vista hacia él—: a veces… me enfado con facilidad. Suceden tantas cosas que escapan a mi control, cosas que me gustaría que fueran de otra forma… —Entonces se volvió y lo miró a los ojos—. Siento haber sido tan brusca contigo… Quizá no lo merecieras del todo. No puedo esperar que lo sepas todo si ni siquiera has tenido oportunidad de aprender. Así que, de ahora en adelante, trataré de responder a las preguntas que tengas siempre que pueda. Sólo asegúrate de decírmelas.
Sands asintió.
—Aprecio…
—Espera. Aún no he acabado. Cuando las cosas se pongan feas, si nos metemos en líos, en algún asunto grave, tendrás que hacer lo que te diga. O lo que John te diga, o incluso lo que Clarence te diga, porque él sabe mucho de esto, aunque no te guste o siempre estés discutiendo con él. Nada de peleas, refunfuños y quejidos. Nosotros dictamos lo que se debe hacer. Tú lo haces. ¿Estás de acuerdo? —Entonces esperó, expectante.
Sands volvió a asentir.
—Está bien. —Se sorprendió pensando que Julia parecía tan agradable en aquellos momentos como cuando estaba demasiado cansada de ser una zorra. Quizá él también habría tenido parte de la culpa.
—Incluso aunque decidas no quedarte con nosotros —añadió—, debes saber que con esto no intento convencerte de nada. Tú tomas tus propias decisiones. Pero debes pensar a dónde te llevarán. —Ella lo miró ahora de forma diferente, estrechando sus ojos y frunciendo el ceño. Caminó lentamente hasta él y, despacio, levantó su mano hasta la altura de su cara, hasta la cicatriz que el merodeador le había dejado como recuerdo de su encuentro definitivo—. Aguanta.
Cuidadosamente, deshizo el vendaje, que no era lo suficientemente extenso como para cubrirle la herida al completo. Entonces colocó los dedos con delicadeza sobre su piel. Sands deseó haber tenido a mano un espejo; quería ver qué estaba ocurriendo, como cuando pudo verla a ella sanándose a sí misma en la habitación del motel. Bueno, esta vez no podía ver, pero podía sentir. Podía percibir el calor en las puntas de los dedos de Julia, la calidez balsámica y sobrenatural que se repartía por su rostro, calmando el punzante dolor del corte en la piel. Sintió también diminutos pinchazos, tan débiles que casi le hacían cosquillas. Notó como la hinchazón se desvanecía y la piel se regeneraba, tersa. Y eso fue todo. Aquel calor se mantuvo durante unos segundos después que Julia retrocediese. Sands se tocó la cara y comprobó que la herida había desaparecido.
Julia lo miró y frunció el ceño.
—Te ha quedado una pequeña cicatriz —dijo, no del todo satisfecha con su trabajo—. Pero supongo que suele ocurrir habiendo transcurrido un día o dos, especialmente cuando debían haberte dado puntos.
Sands se encogió de hombros, imitando el gesto habitual de Hetger.
—Hará juego con la otra cicatriz que tengo sobre el ojo. La de la caída en el hielo en la casa de Kilby. En aquella ocasión tampoco te ocupaste de mí hasta un día más tarde.
—Una cicatriz por semana —dijo Julia—. Deberías aprender a cuidarte mejor.
—Brindo por eso —dijo Sands levantando una copa imaginaria—. Al menos me gustaría poder hacerlo.
—Hay un antro de carretera camino abajo —dijo Clarence, que entraba en ese momento en la habitación con Hetger a su lado—. Aunque no parece que esté abierto, quizá más tarde.
—¿Has salido a explorar el terreno? —preguntó Sands.
—Entrenamiento.
—Ah, te mantienes en forma —asintió Sands—. Completaste un kilómetro a la carrera y las cien abdominales justo a tiempo para cenar.
—Ocho kilómetros y quinientas abdominales —dijo Clarence sin perder el gesto grave—. Y también quinientas flexiones. Deberías considerar hacerlo, Pete Sampras.
Sands no tenía ganas de empezar una nueva discusión, así que dejó pasar el sarcasmo de Clarence. Además, Douglas no podía evitar sobrecogerse, aunque fuera sólo un poco, ante una persona que corría ocho kilómetros calzado con botas militares, por no mencionar las abdominales y las flexiones. «Apuesto a que está mintiendo», pensó Sands. Entonces echó otro vistazo al físico de Clarence. «Diablos, quizá esté diciendo la verdad».
Clarence y Hetger habían acudido a la cocina en busca de algo que gorronear para comer. Había comida de sobra. Los armarios estaban llenos a rebosar, aunque con un surtido bastante insólito y variopinto: cantidad de salchichas, pero sin panecillos ni condimentos; muchísima pasta, y casi apenas salsa; macarrones y queso, pero nada de mantequilla; y así con todo. La prima de Clarence, Kaitlin, debía de comprar sin duda a granel, o en caso contrario era un poco caprichosa en sus compras. De todas formas, después de cómo habían transcurrido los últimos días, cualquier clase de comida era bienvenida, y Sands incluso sentía que la reciente disputa había servido para despejar un poco el ambiente. Se sentía bien por haber transmitido a los demás, aunque hubiera sido en términos no demasiado claros, su deseo de dejar de formar parte de su pequeño operativo. Quizá apreciaran su honestidad o esperaran que pudiera cambiar de opinión; o puede también que no les preocupara en absoluto qué pudiera decidir. Pero al menos todos compartían ahora la comida amigablemente.
—¿Cuánto tiempo calculas que estaremos aquí? —preguntó Clarence a Hetger, sin dejar de comer.
John se encogió de hombros.
—Lo consultaremos con Nathan, que nos diga cómo van las cosas en Iron Rapids. —Nadie pareció tener objeciones—. ¿Cuánto tiempo lleva tu prima viviendo aquí? —preguntó Hetger a Clarence minutos más tarde.
—Un par de años. Estuvo metida en algunos líos durante un tiempo. Pensó que lo mejor sería alejarse de la ciudad. No volver la vista atrás.
Sands pensaba a qué debía referirse Clarence con eso de «metida en algunos líos». Y la verdad es que prefería no saberlo. Aquel lugar, aquella casa, era un vertedero. Sands no sabía qué era peor: la forma en que Melanie vivía en aquel inmundo cubículo en medio del complejo de apartamentos y rodeada de tunantes, o el modo en que esta chica habitaba una vieja casa desvencijada, que probablemente debía de estar cerca de ser declarada en ruinas, y perdida allí en medio de la nada.
—Estaba pensando —dijo Hetger— que quizá podamos hacer algo por Kaitlin, ya sabes, en señal de agradecimiento por haber permitido que nos quedáramos. Le gastamos la comida. Al menos podríamos reponérsela. Quizá hacer algunas reparaciones, y también parece que hay amontonados bastantes despojos que podríamos tirar. ¿No tiene coche?
—Que va —dijo Clarence—. Demasiado mantenimiento, demasiadas preocupaciones. No está para esos gastos, ni para trabajar. No sé desde hace cuánto tiempo tiene el trabajo al que acude ahora, pero seguro que no le durará. Lo mejor que podría hacer sería largarse de aquí, con nosotros.
—Pensé que dijiste que quería alejarse de la ciudad —interrogó Sands.
—Eso era antes —dijo Clarence—. Puede que ahora ya haya despejado su mente. No hay razón por la que deba estar aquí encerrada, desperdiciando su vida.
—Puede que le guste estar aquí encerrada —señaló Sands, aunque sin concebir cómo a alguien podría gustarle algo así.
—O puede que no sea asunto vuestro —interrumpió Clarence de manera cortante.
Sands tuvo el impulso de contestarle, pero se lo pensó mejor. Dio otro bocado a la salchicha que tomaba con un simple pan blanco, y finalmente decidió hablar:
—Tienes razón. No es mi familia, se trata de la tuya, y ya veo que es tan equilibrada como tú.
Clarence lo miró fijamente, pero no le respondió. Julia iba a hacer algún comentario, pero el crujir de la puerta principal al abrirse la interrumpió. Segundos más tarde, Kaitlin entraba en la habitación. Apenas hacía ruido, hasta el punto de que casi no se escuchaban sus pisadas.
Inspeccionó la habitación, como tímida, aun cuando era su propia casa. Ni siquiera se atrevió a quitarse el abrigo.
—¿Qué tal?
—Buenas, Kaitlin —dijo John—. De verdad que no sé cómo podemos agradecerte que nos hayas permitido quedarnos unos días. Perdona que llegáramos tan temprano esta mañana. —Hetger había tomado la palabra y hablaba en nombre del grupo, intentando que se sintiera cómoda. Era extraño, pensó Sands, sobre todo teniendo en cuenta que Clarence era su primo. Claro que Clarence bien podría no haber tranquilizado a nadie en toda su vida—. Clarence dice que llevas viviendo aquí desde hace un par de años.
La chica asintió. Tenía un aspecto lamentable: cansada, incómoda de estar en su casa rodeada de extraños, y como si deseara estar en cualquier otro lugar en el mundo antes que en aquella cocina. Una de sus manos rodeaba a la otra, cerrada en forma de puño, y tenía los pies como soldados al suelo con pegamento. Eludía todas las miradas, al menos todas menos la de su primo. Sands pensó que debía de tener la edad de Melanie, quizá algo menos, pero carecía de la presencia y la confianza en sí misma que hacían a esta última tan atractiva. No tenía su encanto personal.
—Esto es muy tranquilo —dijo Hetger intentando ofrecer algo de conversación—. Bueno, lo será aún más cuando no tengas a tipos como nosotros dando vueltas por aquí.
Ella asintió.
—Sí, muy tranquilo.
Hetger no se rendía, y Sands estaba impresionado. Claramente, John trataba de hacer que la chica se mostrara más comunicativa, quería entablar conversación con ella mostrándose sincero. Sonaba como si realmente estuviera interesado.
—Hemos pensado en ir a comprar algunos víveres mañana, al menos para reponer los que hemos gastado. —Entonces sonrió calmadamente—. Por favor, dinos si hay algo en particular que quieras que traigamos. Probablemente tengas hambre. Permite que te dejemos espacio.
Julia, que había estado sentada en la única silla de la sala, se levantó para dejar paso.
—No te preocupes —dijo Kaitlin apresuradamente, en realidad mirando a John y esforzándose por mostrar una sonrisa nada convincente, y que fue poco más que un parpadeo—. No tengo hambre —dijo mientras se disponía a salir de la habitación—. Ha sido un día muy largo —apuntó a modo de explicación. Y entonces desapareció sin más, dobló la esquina y subió las escaleras, sin dejar rastro de su paso, como si nunca hubiera estado allí. La única pista eran los semblantes perplejos de Sands, Julia y Hetger. Clarence se reclinaba contra una esquina, con los brazos cruzados y el rostro serio.
—Parece buena chica —murmuró Sands, entornando los ojos.
—Calla la boca —le espetó Julia, que ya había perdido sus modales conciliadores de la última media hora.
—Somos sus invitados —le recordó John con voz pausada, que no debía propagarse más allá de la cocina—. No tiene por qué adaptarse a nuestras expectativas. Según Clarence me ha contado, lo ha pasado muy mal.
Sands contuvo su lengua. No tenía sentido cebarse con aquella pobre muchachilla. Ya se había encontrado en la calle a mucha gente enloquecida, vagabundos, drogadictos, fugitivos, delincuentes. Probablemente ella encajaría en muchas de esas categorías, incluso puede que en todas ellas. Pero no era asunto suyo. Iba a estar allí un par de días más, y luego regresaría a su antigua vida.
Casi he acabado de subir las escaleras y no consigo recuperar el aliento. Me arde el pecho, lo siento rígido, casi como si alguien me hubiera disparado. Me esfuerzo por no hacer crujir los escalones, y aún siento que la gente abajo me está oyendo. Chico, ahí en la cocina pensé que iba a morirme. Demasiada gente respirando mi mismo aire, haciendo ver que podían estar interesados en cualquier cosa que pudiera decir. Quizá sí estén interesados. Puede ser que necesiten saber cualquier información que puedan sacarme, como por cuánto tiempo podrán quedarse o en qué medida podré serles útil. Sólo porque crea que puedo tomarle la palabra a Floyd no significa que todo el mundo sea como él. Puede que sólo me esté haciendo ilusiones.
Cierro la puerta del baño para mear. Nunca antes había tenido que hacerlo, nunca tengo visita. No hasta que vino Arroyo. Y ahora esos tipos. Ya puestos, podría haber colocado un maldito cartel de motel y cobrar por noche.
Entro en mi habitación y dejo la ropa en un montón. Estoy helada, tengo la carne de gallina, pero el frío no es mayor que el que sentía antes, camino de casa. Debería haber dejado que Frances me trajera. Me lleva mucho tiempo hacer el camino a pie. Mucho tiempo. Tenía puesto el abrigo, pero el frío iba de dentro afuera, tenía los huesos congelados. No he conseguido volver a entrar en calor desde que vi a Arroyo, y tampoco puedo respirar en condiciones. Además, toda esa gente ahí abajo no hace sino empeorar las cosas. Estoy hambrienta, pero no pienso comer delante de ellos. Ahora, desnuda, siento como desciende la temperatura de mi cuerpo. El calor de la piel se desvanece, se evapora como el vapor del asfalto cuando llueve y el firme está muy caliente. Tirito. Aprieto la mandíbula para que no me castañeteen los dientes. Mi exterior debería estar tan frío como siento mis entrañas. Tendría sentido. ¿Acabaría por congelarme del todo de quedarme así toda la noche? ¿Me endurecería hasta morir? ¿O quizá debería salir ahí afuera y tumbarme en el bosque para poder quedarme bien helada? Podría tumbarme en la corriente de Arroyo. Eso estaría bien. O en un estanque, o en un lago. Por aquí hay muchos. ¿Equilibraría eso mi temperatura interior y exterior, si me quedara tiesa, con la piel gris pálida y los labios y las uñas morados?
En esta época del año, en el bosque, todos los árboles parecen muertos, parecen madera para muebles. Algunos de ellos lo son, pero no son conscientes aún. Podrán echar algunas hojas este año, y quizá también el próximo. Pero su interior está muerto, podrido. En cuanto llegue una tormenta con unos buenos rayos… estarán listos. Puede que mi interior esté también muerto. Puede que este ímpetu por volver al mundo real indique que aún no soy consciente de ello. Cuando caigan unas hojas más ya será demasiado tarde. Me rodeo con los brazos, pero no sirve de mucho.
Clarence es un auténtico bastardo. Y ya sé que soy una desagradecida. Pero no me intranquiliza, me han llamado cosas peores. Él siempre se ha preocupado por que no me faltara el dinero. Me manda hierba… hace que las cosas sean menos difíciles. No digo que lo que me esté pasando sea culpa suya, pero cuando lo tengo cerca, me doy cuenta de cómo me ve. No es agradable. Pensé que estaba preparada para reintegrarme en el mundo. Ahora me doy cuenta de que sigo siendo un caso para los asistentes sociales. ¿A quién quiero engañar? Sólo a mí misma. A Clarence no, desde luego. Ni a sus amigos. Les vendría bastante bien, a todos, si me quedara aquí toda la noche, congelándome hasta morir, y encontraran mi cadáver por la mañana. Los hombres blancos piensan que con sólo comprarte algo de comida ya pueden colarse en tu casa. Floyd lo hace. Y a ese parlanchín de abajo le pasa lo mismo. Quizá esa mujer sea su chica. Puede que crea que puede engatusarme. Además, está también ese otro tipo, puedo sentir cómo me mira de arriba abajo, como midiéndome. Entiendo bien por qué Clarence no congenia con él, claro que Clarence tampoco es precisamente Don Congenio-con-Todo-el-Mundo. Que se vayan a la mierda. Todos.
Me siento helada, moribunda, pero estoy demasiado cabreada para poder congelarme hasta morir. Esta es mi casa, y no pienso regalársela a una pandilla de creídos cazadores de la ciudad. Pongo mis piernas y brazos a trabajar. Me arrastro hasta la cama, bajo el edredón… o lo que queda de él. Debería estar furiosa con Arroyo por destrozarlo todo, pero en cuanto descubro qué muelles saltados debo evitar y consigo recostarme, todo lo demás, sabanas hechas jirones y el relleno de las almohadas y el colchón, me sirve de aislamiento. De un modo extraño me siento más segura y caliente de lo que nunca me he sentido antes. Al menos el exterior de mi cuerpo comienza a calentarse algo. Oigo el viento soplar fuera. Sé que la casa está llena de corrientes de aire, pero aquí no pueden alcanzarme. Ya no tirito demasiado. Cada pocos segundos se me tensan los músculos y un espasmo recorre todo mi cuerpo, pero cada vez ocurre menos. Pienso en todo lo que tengo amontonado sobre mi cuerpo. Me acurruco como un pajarito en su nido. Olvido a todo el mundo, a todos esos bastardos, a todos los que habitan ahora mi casa. Olvido todo lo que está fuera de esta habitación. Olvido la propia habitación.
No estoy segura de cuándo me quedo dormida, ni de por cuánto tiempo duermo. Tampoco sé qué me despierta, no hasta que vuelvo a escuchar el sonido. No se trata de uno de esos tipos, que estén subiendo las escaleras para utilizar el único baño de la casa que funciona. No es el ruido que pueda hacer una persona, viene del boque. Es un crepitar, como el ruido que hacen los árboles al rozar contra la casa. La única diferencia es que ese sonido sordo está justo en la ventana, abriéndola. La estructura es vieja, se atranca, pero él es fuerte. Es como un niño que haya crecido en el cuerpo de un hombre, todo furia y fuerza. Tiene tanto de ambas que casi no sabe qué hacer con ellas. Ha levantado aire. Puedo sentir la corriente incluso en mi nido. Me acerco la colcha, la coloco para que no haya rendijas por las que pueda colarse el frío. Él cierra la ventana.
Creo que ya sabía que vendría esta noche. Quería que fuera así. Temía que fuera así. Y también temía que finalmente decidiera no hacerlo. Estoy encerrada en mi nido pero mentalmente puedo verlo cambiar, convirtiéndose más en algo más humano que lupino. Veo su ropa raída y la curva en su espalda, esa que tanto le preocupa, que tanto le hace enojar. Recuerdo que hubo una época en que yo deseaba ser blanca: la vida hubiera sido mucho más fácil.
No se acurruca sobre la manta, en el suelo. Se cuela bajo la colcha, siento su increíble fuerza. Sabría qué hacer exactamente si quisiera matarme. Su ropa es como la había imaginado, pero mucho más fría. Vuelvo a tiritar. Su piel, sin embargo, me calienta. Nos quitamos la ropa, apresurados, sin tiempo a pensar, antes que alguno de los dos cambie de opinión, antes que la luna caiga o el mundo se acabe. Nos enredamos los dedos tratando de desabrochar un botón. Los liberamos, hay que darse prisa. No hay caricias o risas nerviosas, sólo hambre, desesperación. Siento el picor de su barba contra mi cara, mi cuello, mi pecho, mi vientre. Su piel es tan cálida, y sus besos… Dos años. ¿Sólo hace eso que no estoy con un hombre? Me parecen siglos. Estamos locos de cariño, soy incapaz de abrazarlo con fuerza suficiente, quiero acunarlo y besarlo al mismo tiempo. Siento que mi cuerpo recupera su calor. La piel es siempre la parte más fácil. Sus manos hacen brotar la sangre. Quizá mi corazón también pueda deshelarse. A lo mejor no es demasiado tarde. Puede que haya encontrado el lugar en el que necesito estar. Siento como él alarga sus manos, demasiado solo como para seguir mostrándose temeroso. Le devuelvo los abrazos. Dios Santo, hacía tanto tiempo que no sentía los latidos de otra persona. Estoy viva. Estoy viva.