Capítulo ocho

No debería tener que escapar de mi propia casa. Y eso es lo que parece que estoy haciendo. Escapando. ¿Por qué demonios se le ha ocurrido a Clarence traerse a esos desconocidos, a esa pandilla de viejos blancuchos? ¿Y cómo se atreve a decirme que no puedo llevar a nadie a casa? A mi casa. Hijo de perra. Siempre ha estado ahí para echarme una mano, me ha ayudado mucho todos estos años, pero… es un hijo de perra. Hace ya dos malditos años que no he necesitado pedir dinero a nadie para vivir. Clarence es el que recoge el cheque en mi nombre cada mes… antes no podía ocuparme de esas cosas. Pero ya sí que sería capaz, aunque siempre dice que no le importa hacerlo. Me manda dinero, mucho, y paga la hipoteca en mi nombre. Pero eso no significa que pueda manejarme, ni que sea el dueño de mi casa. Sencillamente esos favores me los hace porque soy familia suya, y en verdad que no me importa alojarlo por unos días, a él y a sus amigos. Pero no es quién para decirme lo que debo hacer. Puede que sí fuera así hace un par de años, cuando lo estaba dejando, cuando tuve que abandonar la ciudad, cuando no era quien soy ahora. Ahora tengo mi vida encaminada, o al menos más de lo que la tenía entonces.

No me importa que haya venido. Clarence no es la persona más agradable con la que convivir, pero de veras no me importa que haya venido. Pero… ¿era necesario que se presentara en plena noche aporreando mi puerta? Me asustó de veras. Al principio pensé que sería Arroyo, que había decidido volver. Claro que él no habría llamado.

Todos esos malditos tipos que invaden mi casa encima se piensan siempre que me están haciendo un favor. Floyd fue el primero, siempre trayéndome toda esa comida de la tienda de la ciudad; puede que fuera un favor, pero es que no se lo había pedido. No le debo nada. Me consiguió un trabajo, pero eso no quiere decir que le deba nada. Hago el trabajo y me pagan por ello. Ése es el trato. No hay más historia. Incluso pasé un buen rato hablando con su esposa y sus niñas. Lo admito. Es probable que se sienta culpable al verse como un hombrecito blanco que ha arrancado a una chica negra como Anne de su familia, de sus amigos. Quizá tenga mala conciencia por estar criando a sus hijas en un lugar donde no hay nadie como ellas, donde son las raras, donde todos las señalan. Muy bien, pues yo me enfrentaré a ellos. Seré su amiga. Me siento bien al hacerlo. Lo necesito, creo. Necesito no estar sola. Pero todo se reduce a eso. No les debo absolutamente nada.

Conocí a Arroyo el mismo día que a Floyd. Él siempre pareció pensar que me alegraría tener a un tipo fuerte a mi lado, ya fuera un hombre lobo o cualquier mierda, para que me protegiera. Nunca pareció darse cuenta de que no habría necesitado que nadie me protegiera de no ser porque sus rabiosos amigos estaban deseando arrancarme la cabeza. Me enseñó esa mierda de la contaminación en el Wyrm que tanto lo preocupaba. Casi consigue que me maten. No necesito todo eso. Bueno, en cualquier caso ya se ha ido. Espero no tener que preocuparme más por él. Hablaba de dejar este lugar, quería que me fuera con él. Dios, me dolió mucho decirle que no. Pero ya estoy cansada de huir. No puedo huir para siempre. Aun así…

Y ahora viene el sabelotodo de Clarence con todos esos mierdas. Me alegra pasar unos días con él, pero… chico, al menos tendría que haberle reprendido algo. Decir que qué es eso de traerá gente a casa. Debí haberle reñido. Lo haré cuando vuelva a casa. Le pondré los puntos sobre las íes.

Nunca pensé que me iba a alegrar tanto de salir de mi propia casa. Mira que decirme que no llevara a nadie… Debí haberlo mandado a la mierda. Mejor que no piense más en ello. Me voy a volver loca.

Hace frío hoy. Siempre hace frío. Siento como si ya lleváramos ocho meses de invierno. Me subo la cremallera del abrigo y meto las manos en los bolsillos. Camino deprisa. Así entraré en calor. Aún tengo que recorrer unos cuantos metros. Floyd dijo que me recogería, pero le dije que no hacía falta. No quiero deberle nada. Camino deprisa. No me importa salir de casa de día. Ya estoy a la altura del bar…

La entrada principal está abierta. Parece que han echado abajo la puerta. La han arrancado de los goznes. Tengo la boca seca. Si quisiera, no podría escupir. La puerta está en el suelo. El cristal que tenía está cubierto de tablas. Rompí el cristal, y vi lo que ocurrió allí la noche pasada: vi a Arroyo Negro y a su amigo matar a dos tipos, no llegué a ver a Arroyo Negro de frente. Mierda, tengo que seguir caminando, dejar atrás este lugar y no volver la vista. No voy a cruzar la carretera. Voy a quedarme a este lado, en el otro lado. ¿Qué me importa si alguien entró a golpes en la Casa del Barril de Murphy? Murphy fue uno de los miembros de la banda de Arroyo que intentó matarme. Y lo habría conseguido de no ser por ese lobo.

No cruzo la carretera. Me paro, pero no la cruzo. ¿Por qué me paro? No quiero pararme. Ni siquiera quería mirar, pero es como cuando pasas junto a un accidente de coche, no puedo evitarlo. No hay nada que ver; sigan su camino. Tengo que obligarme a seguir respirando. Tengo el pecho en tensión, y el estómago también. Es como la primera noche que lo vi. Aquel día no vestía su semblante humano. Cargaba un cuerpo sobre sus hombros, un cadáver. Su compinche también, el que luego trató de matarnos. Vaya amigos. Gracias a Dios que esta vez es de día. Esas cosas sólo salen de noche, ¿no es así? Vampiros, hombres lobo. Sólo de noche.

No hay nada que ver; sigan su camino. Mi pie parece levantarse con más lentitud que el propio sol. El corazón me late con tanta fuerza… parece que me van a estallar los tímpanos. Sigue tu camino, sólo sigue tu camino. Avanzo casi a cuatro patas, como en esos sueños en los que trato de correr y mis pies no me hacen caso, no responden a mis órdenes. Sigue tu camino. Consigo abrirme paso poco a poco. Los ojos me escuecen. Necesito parpadear, pero no puedo, como tampoco puedo correr. Desde este ángulo aún puedo echar un vistazo al interior del bar. No quiero hacerlo, pero no aparto la vista, no cierro los ojos. Veo la barra. Veo las botellas, algunas rotas, en el suelo. Los bancos están también por el suelo. Y asomando por encima de la barra unas piernas, unas botas. Las observo, y las reconozco.

Aún quiero correr. Siento el estómago como si me hubiera tragado una piedra. Estoy corriendo, pero finalmente cruzando la carretera, hacia el bar, hacia las botas, no huyo. ¡Estúpida, estúpida, estúpida!, dice la voz de mi cabeza, esa voz que no hago más que ignorar, esa voz a la que luego siempre deseo haber hecho caso. Me digo a mí misma que debo estar tranquila, que todo va bien, que es de día, que esas cosas sólo salen de noche. Hasta ahora sólo las he visto de noche. Puede que si repito esas palabras una y otra vez acabe creyéndolas. Cruzo el puente, el aparcamiento de gravilla. Piso la puerta rota como si fuera una estera de bienvenida. Cruzo el umbral de la puerta y el impulso hace que me dé con un muro invisible de pánico en las narices. Me estremezco, como si alguien se levantara de un salto para apresarme, pero no ocurre así. Mis botas pisan cristales rotos. Puedo sentirlo más que oírlo. El corazón me late con tanta fuerza que apenas logro oír nada por encima de él. Jadeó, respiro con fuerza. Tomo tanto oxígeno que se me nubla la visión. Puedo ver lo que distinguí antes: Arroyo Negro usando sus garras afiladas como cuchillos para rebanarle a un tipo el estómago, esparciendo por el suelo sus tripas con su hocico y sus colmillos, mientras la pobre víctima observa la escena. Hay sangre por todos lados. Murphy, el compañero de Arroyo, le ha desgarrado la cara al otro tipo. Más sangre. Bajo la punta de mis dedos veo estallar un cristal; se destroza formando una tela de araña que surge desde diez puntos de contacto. Me sangra un dedo.

Entonces todo vuelve a desaparecer, de vuelta a su lugar en el pasado. Sólo mi mente inquieta la escena, la desentierra, obliga a esos dos bastardos a morir una y otra vez, sólo para que yo pueda verlo. Intento centrarme en las botas, pero mi cabeza no para de dar vueltas, y siento que mis piernas fueran de goma. Me agarro a la barra. Pienso en algo: ya he visto sexo para dar y tomar, pero puede que mi cerebro no pueda soportar ser un voyeur de otra clase de escenas, de muertes, de muertos. Puede que sea por eso por lo que puedo ver todo esto. Toda esta muerte, toda esta sangre.

Pero no hay sangre. Hoy no. Sólo hay cristales rotos y bancos volcados. Y las botas. Me alejo de la barra, pisando más cristales rotos a cada paso. No hay sangre. Llego junto a Arroyo. Yace tumbado boca arriba. Sin sangre. Si hubiera regresado con sus amigos habría sangre. Lo habrían matado. No debería haber hecho eso. Pero seguro que tampoco escaparía. No abandonaría. O, si llegó a hacerlo, volvió. Siento cierta esperanza. Mi estómago, completamente revuelto, da un pequeño salto, y estoy a punto de vomitar. Esto es peor aún que el temor. La esperanza es mucho peor. Al menos el temor te prepara para esperar lo peor. La esperanza sólo te levanta para, acto seguido, darte una patada en los dientes.

Respira, gracias a Dios. Su aspecto es humano. Nadie adivinaría lo que es en realidad. Yo misma trato de no pensarlo, intento no mirarlo con esos ojos, no verlo por lo que es. Finalmente nadie ha salido de su escondrijo para abalanzarse sobre mí, y Arroyo parece estar de una pieza. Ahora puedo respirar algo mejor. Siento como si, por una vez, le hubiera ganado la partida a esa voz en mi cabeza. «¿Quién es la estúpida ahora?».

Ni tajos ensangrentados en su cuerpo ni nada parecido. Una nueva cicatriz le cruza la cara, una que no tenía la última vez, pero eso no explica que esté inconsciente. No tiene magulladuras visibles ni ningún bulto extraño, excepto, claro está, su joroba, que le hace estar tumbado de esa forma inconfundible, apoyado sobre su espalda. Empiezo a palparle los hombros y los brazos. ¿Habré pasado algo por alto? Entonces gruñe, abre los ojos con dificultad. Ya sabía que respiraba pero, aun así, mi corazón se sacude al tener una muestra más de que está vivo. No ha muerto, ni ha huido. Noto como algo se parte en mi interior, se desbarajusta. Lloro. Le cojo la cara con las manos y lo beso.

La boca se me inunda de regusto a alcohol, me quedo aturdida. Me dejo caer de rodillas, tosiendo. Él se apoya en los codos para erguirse, también tosiendo. Exhala un horrible aroma a güisqui[4] barato, el mal aliento característico de uno de esos brebajes sin refinar. Ahí está: hay esperanza… había estado aguardándome, y yo le sonrío tan linda como una puntera de acero. Arroyo trata de centrar sus ojos, y tarda tiempo en conseguir enfocar su vista. Me reconoce, sonríe. Le doy una bofetada, con fuerza.

Entonces abre mucho los ojos y luego vuelve a estrecharlos, enojado. Abre la boca pero parece incapaz de articular palabra alguna. Lo abofeteo de nuevo, sólo para ver si eso lo ayuda.

—Apestas a alcohol —le digo.

Me mira, y parpadea dos veces.

—¿Y…?

—Creí que habías abandonado, que te habías largado —que me habías dejado, estuve a punto de decir, pero apenas podía admitir estar pensando así, y mucho menos decírselo.

—Fui incapaz de hacerlo —dijo—. Pero tú podrías haberme hecho cambiar de idea. —De nuevo empiezo a abofetearlo, pero esta vez me agarra la mano—. Con dos veces es bastante, de sobra. —Me aparto de él y me suelta la mano—. Me besaste —dice.

—Sí, bueno, pensaba que estarías muerto.

—Parece que te pone ese tipo de cosas, ¿no?

Escupo en el suelo, a su lado. Me deshago del sabor a güisqui y le muestro al mismo tiempo lo que pienso de su sentido del humor. Si los muertos me pusieran, simplemente volvería a la ciudad para convertirme en un orgasmo andante. Se siente eufórico, no lo soporto cuando se pone insustancial, y menos después de haberlo visto ir de un embrollo a otro desde que lo conocí.

—Ya no te necesito —le digo—. Tengo nuevos amigos.

Eso atrae su atención.

—Lo sé —dice, endureciendo de nuevo su mirada, sin bromas. No puedo evitar pensar lo que es en realidad, y me pregunto si habré pulsado el botón equivocado—. Ya lo vi —dice en un tono que me hace recordar el modo en que Clarence habla de los muertos vivientes a los que ve: incapaz de esperar un segundo antes de matarlos para siempre.

—¿Dónde diablos has estado? —le pregunto. Debo aliviar la tensión. Cuando está así es repulsivo y aterrador. Recuerdo la primera noche, con las tripas de aquel tipo repartidas por el suelo…

—Volviste al incinerador —me dice en tono acusador. No piensa darme cuartel. Se enoja cada vez más.

—Sí —trato de quitarle importancia—. ¿Sabes? Trabajo allí.

—Pero regresaste incluso después de ver lo que te mostré.

—Después de ti… entenderás que ninguno de esos… porque eso son lo que son… —Me derrumbo. Me aterrorizaba que pudiera haber muerto, luego me alivié al comprobar que seguía con vida, pero seguía temiendo sus ojos de cazador, y ahora… ahora trata de mangonearme, como Clarence… hijo de perra—. Escucha, tú…

—¿Por qué regresaste? —me pregunta.

No sé qué decirle. En realidad no sé por qué volví. No tenía ningún otro sitio al que ir, especialmente después que él se fuera. Arroyo busca una respuesta, pero soy incapaz de dársela. Le diría cualquier cosa, aunque sólo fuera para tranquilizarlo, pero soy incapaz.

—Quizá mi jefe pueda ayudar. Si le cuento todo lo que se cuece en el laboratorio… —No suaviza el gesto, ni un ápice. No parece que vaya a conformarse con ninguna explicación. No va a quedarse tranquilo hasta decirme lo que debo o no hacer. Asustada o no, eso me jode—. De todas formas, ¿y qué si voy o no voy a trabajar? ¿A ti qué te importa?

—Me importa —dice con voz fría y dura—. Porque lo que vimos en aquel lugar es justo aquello contra lo que llevo toda mi vida luchando.

—Por como lo dices, parece que llevaras toda la vida peleando contra esos amigos tuyos… ya sabes, esos que intentaron matarnos.

—Ese lugar está corrupto de arriba abajo —dice—. No puedo permitir que siga así.

—¿Qué no puedes permitirlo? ¿Qué significa que no puedes permitirlo? ¿Qué piensas hacer, volar toda la puta planta incineradora?

Esta vez no responde. Espero que haga algún comentario malicioso, que me diga que no entiendo nada, que empiece a contarme toda la historia una vez más… pero no dice ni una sola palabra. Oh, Dios mío. Que al menos me diga que estoy equivocada, que eso es una estupidez. No. Simplemente se queda mirándome.

—No se te ocurrirá… —Soy incapaz de volver a decirlo, sobre todo pensando que puede ser cierto—. Has perdido el juicio.

—No puedo seguir así —dice, como dándome alguna clase de explicación.

—Escucha —empiezo a decir de nuevo, tratando de reconducirlo hacia una mínima cordura, olvidando por un instante que puede hacer que su cuerpo adopte la forma de un lobo gigante, un asesino—. Como te dije, es posible que mi jefe pueda ayudar. Es un buen tipo. Sea lo que sea lo que esté ocurriendo allí, sea cual sea la naturaleza de esa corrupción, es imposible que él forme parte de ello. No puede ser. Seguro que nos ayudará.

Arroyo considera la idea. Vuelve a ponerse en pie, lenta y rígidamente, quizá sólo para poder menospreciarme con más facilidad: es endiabladamente alto. No obstante, las secuelas de la borrachera aún hacen mella en él. No parece que vaya a perder el control, a cambiar, a hacerme lo que le hizo a ese otro tipo de ahí.

—Ahora tengo otras responsabilidades —dice.

—¿Qué quieres decir?

—Desafié a mi padre. Y lo derroté —continúa. Siento la culpa, el orgullo, todo implicado en sus palabras—. Ahora tengo unas responsabilidades. Debo servir a mi raza. Debo instaurar de nuevo nuestro santuario para que podamos volver a ser fuertes. Si fueras a hacer algo que pudiera causar daño a los míos…

No entiendo nada.

—¿Que yo dañe a los tuyos? ¿Y a quién diablos voy a hacer daño yo? ¿No recuerdas? ¡Ellos fueron los que intentaron asesinarme!

—La corrupción del Wyrm —dice. Ha subido de estatus, y piensa que puedo poner en peligro su posición. Me cree capaz de hacerle mal.

—Pero yo quiero ayudarte.

Asiente lánguidamente, parece que me cree. Espero que así sea. Me cabrea de veras… pero me alegra que no se haya ido, que no haya muerto.

—Esos amigos tuyos —dice—. No puedes contarles nada de mi gente. Ya hablamos sobre eso antes. ¿Recuerdas?

Ahora soy yo la que asiento. Desde luego que lo recuerdo. Pero cuando ocurrió, no pensaba que iba a tener a nadie a quien poder decírselo. No esperaba que Clarence apareciese de repente.

—No puedes pasearte por aquí. No debes verlos… no debes dejar que te vean. —Me mira con aire de desconfianza y desconcierto—. Ellos son iguales a mí —le digo—. Acabarán viéndote. Te verán por lo que eres en realidad. Lo sabrán.

De nuevo vuelve a sonreírme. Una vez más siento que en cualquier momento podría… saltar, cambiar.

—Pero no estarán aquí para siempre —sigo diciendo—. Casi seguro no será demasiado tiempo. —«Y entonces volveremos a estar los dos solos», pienso para mis adentros.

Quizá pueda leerme la mente, quizá haya hablado demasiado. Alarga su brazo y me coge la mano, apretándola suave, cariñosamente.

—Averigua todo lo que puedas —dice—. Pero ten cuidado.

Trato de no considerar la forma en que me mira, la manera en que me coge la mano. Casi siempre, cuando no está demente mira al suelo, bajando la vista a sus pies. Ahora me clava la mirada. Y soy lo bastante estúpida como para tener la esperanza de volver a ver la luz del día.

—Claro, eso haré —es todo lo que puedo decir—. Genial. —Retiro mi mano. Intento sonreír, o al menos aparentarlo, me doy la vuelta, lo dejo atrás. Mis pies crujen de nuevo al pisar los cristales rotos y luego al pasar sobre la grava del aparcamiento. Nunca debí haberme parado, dice la voz de mi cabeza. Quizá es así. Pero ya está hecho.

Las paredes parecen echárseme encima. Dios, vaya día. Llevo sólo dos horas en el trabajo, pero la oficina se me antoja una prisión. Intento no dejar salir toda la desazón que siento por dentro. Pero soy incapaz. Se abre paso por los poros de mi piel. Con cada aliento llena el espacio que comparto con Frances y se extiende incluso hasta el despacho de Floyd. Frances debe de ser consciente. Lo coloco todo mal: los documentos de personal en el cubículo de niveles de calidad, las estimaciones de toneladas de reciclaje en el cajón de seguridad de los vehículos. Probablemente piense que me drogo. Desearía que fuera así de sencillo.

Puedo tomarme un descanso, salir, fumarme un cigarrillo, lo que sea… pero no estoy segura de lo que encontraré ahí fuera. Y, más aún, tengo miedo de que algo pueda encontrarme a mí. Ya son cinco noches. Cinco noches desde que Arroyo me trajo aquí pasada la medianoche para mostrarme lo que él llama la corrupción en el Wyrm. Me tomó de la mano y con un solo paso me condujo a un mundo completamente diferente… un mundo que existe a mi alrededor, bajo mis pies, un mundo de cuya existencia fui consciente por un instante, pero que enseguida quise ignorar, olvidar. Aún puedo percibir el olor de esa espesa masa burbujeante, o quizá sea sólo mi imaginación. Antes no entendía por qué arrugaba la nariz cuando me acercaba a él, por qué me decía que apestaba cuando volvía del trabajo. Ahora lo comprendo. Es un olor enfermizo, como el de la goma ardiendo pero aún peor, es pegajoso, me inunda la boca y la nariz. Puedo saborearlo. ¿Cuántas veces he ido ya al baño sólo para cerrar la puerta y poder escupir? No sirve de nada.

De una cosa estoy segura: aunque estuviera decidida a dejarlo con Arroyo Negro, a dejarlo ir, a hacer que se fuera, no podría continuar con mi vida como si no pasara nada. Supongo que no hay demasiadas salidas. Quizá podría dejar este trabajo, alejarme de la incineradora, pero no abandono el descorazonador sentimiento de que encontraré lo mismo vaya donde vaya. Corrupción. La mácula del Wyrm. Una horrible pus negra manando de la propia tierra. ¿Me lo mostraría sólo por eso? ¿Para que no tuviera elección? Ocurre como con los muertos, con los seres sobrenaturales: puedes alejarte de la ciudad, esconderte, pero no puedes ocultarte para siempre. Ellos me encontraron. Arroyo también lo hizo. Y además quiere que crea que combate por una noble causa, que busca extirpar algún mal cósmico. No sé qué pensar. No creo que haya nadie que pueda oler esa mierda y pensar que es algo bueno o natural. ¿A quién diablos se enfrenta entonces? A pesar de todo, vuelvo a considerar la posibilidad de que le preocupa lo que pienso. A Arroyo le preocupa que pueda ver lo que hace. Y no sólo porque pueda estar o no en lo cierto, eso es más propio de Clarence, sino porque considera muy importante la guerra en la que está inmerso. Y yo… yo soy importante para él.

Vuelvo a tener esa maldita cosa en mi garganta. Contemplo el formulario que tengo en la mano: hojas grapadas, escritura mecanografiada, anotaciones garabateadas a mano. Por nada del mundo soy capaz de sacarle algún sentido. Las letras no parecen concordar, no componen ninguna palabra. La tinta negra se escurre fuera del papel, formando pegajosas burbujas. La roja me surca la cara, chorreando como sangre. Los cubículos y las estanterías son como árboles espirituales, que absorben por sus raíces la oscura corrupción. Frances, en su escritorio, es como un lobo agazapado tras una roca.

—¿Kaitlin…? ¿Kaitlin, querida, estás bien?

¿Y sí Arroyo no está aquí para defenderme cuando este lobo intente matarme? ¿Qué ocurrirá si en esta ocasión no hay lobo salvador, o en la próxima, o en la siguiente a esa? ¿Le preocupa en realidad a Arroyo lo que pienso o únicamente está aburrido de estar solo? Bueno, ya no estará solo nunca más. Ahora es el cabecilla de los monstruos, el lobo más grande y malo de todos. ¿Por qué iba a seguir necesitándome? ¿Por qué iba a quererme?

—Kaitlin. —Noto la mano de Frances posándose en mi hombro—. ¿Por qué no te sientas, querida?

Hago como dice. Frances es como mi madre, es reconfortante, siempre quiere que todo vaya bien. Pero nunca podrá ser así. Inhalo su perfume. No es mi aroma preferido, pero consigue enmascarar un tanto la corrupción, quizá lo suficiente. Cierro los ojos y ansío que el mundo, que ambos mundos, desaparezcan y me dejen sola.

—¿Te encuentras bien? —pregunta Frances—. ¿Tienes calambres?

Estoy a punto de echarme a reír. Debo de tener una cara espantosa. Ella está tan envuelta en oscuridad… justo como yo querría estar. Sumergida. Podría contárselo todo, y nunca se daría cuenta, nunca lo entendería, nunca lo creería. Su ignorancia la mantiene a salvo, o al menos la deja despreocupada hacia aquello que finalmente acabará matándola. Asiento. Sí, calambres. Nada que no pueda arreglarse con una bolsa de agua caliente y un par de pamprins. O mejor aún, con un enorme canuto de dos palmos de largo.

Respiro profundamente, intento olvidarme de todo, dejar que ese gran cuadro se hunda en lo más profundo de mi mente. Si no, no podré seguir trabajando aquí. Me concentro en el zumbido de la calefacción, en el ventilador del baño.

—¿Quieres que te acerque a casa en coche, cariño?

Muevo mi cabeza en negativa.

—Creo que me ayudará tomar un poco el aire.

Sigo sentada durante algunos minutos más. Frances no para de charlar —«Si los hombres supieran por lo que tenemos que pasar se lo pensarían dos veces antes de querer tener un bebé», y cosas así—. Sonrío débilmente cuando me mira, y asiento con la cabeza cada cierto tiempo. Al fin me levanto. Asomo la cabeza en el despacho de Floyd. Está en su escritorio, haciendo anotaciones, completamente ajeno a lo que ocurre, tan ciego como Frances respeto al verdadero aspecto del mundo.

—No me encuentro muy bien —digo—. Mejor me… —Hago un gesto con la cabeza, él entiende que me marcho—. Lo siento.

Su sonrisa se desvanece, sustituida por un gesto preocupado. Se preocupa más por cómo pueda estar que por acabar de rellenar cualquier formulario. ¿Cómo pude haber pensado todas esas horribles cosas de él? No tiene nada que ver con todas las cosas que van mal en mi vida. Sólo es otra pincelada de color en este enmarañado cuadro que es mi visión del mundo. Se merece algo mejor de mí. Ahora mismo no puedo hacer frente a mi propia crueldad, y tampoco a su amabilidad, porque la comparación me convierte en una bastarda. Le concedo una débil sonrisa.

—¿Quieres que te acerque? —me pregunta.

—No —le contesto igual que le dije a Frances—. El aire fresco me vendrá bien. No me dolerá. —Él se ríe. Nerviosamente. Le pongo nervioso.

Estoy a punto de girarme y marcharme, pero noto que no me siento culpable por Floyd, ahora es por Arroyo. Ambos se preocupan por mí, y yo los trato como basura.

—Floyd, respecto al laboratorio —empiezo a decir antes siquiera de darme cuenta de estar hablando—. Hay… hay algo… —Me observa, parece preocupado y desconcertado. Mis dudas no hacen sino empeorar aún más la situación. Él intenta adelantar qué voy a decirle. Y yo misma intento hacerlo también, no estoy segura—. He hablado con unos amigos… —Ahora parece aún mis desconcertado, seguramente se preguntará «qué amigos». Se preguntará «qué diablos le debe de pasar a esta chica»—. Me han dicho que hay una tubería a la espalda del laboratorio… una con un escape. Dicen que de ella sale algo extraño. Una filtración.

—¿De veras? —El semblante se le llena de preguntas, pero ésa es la única que me hace. Me sorprende comprobar que me toma en serio, que no me ignora como la chiflada que tiene todo el derecho a pensar que soy. Puede que hiciera bien actuando así. No lo sé. Pero le dije a Arroyo que lo intentaría. Significa mucho para él—. El laboratorio emplea toda clase de procedimientos de seguridad —me asegura sin una sola pizca de desdén hacia mí. Parece no entender cómo es posible que ocurra lo que le he contado—. Tenemos inspecciones… y la EPA[5] viene de forma regular (bueno, con mas o menos regularidad) para comprobar que todo está según aparece en el registro. Ya sabes que AgriTech se preocupa por el medioambiente.

Me descubro a mí misma asintiendo, dejándome convencer por sus palabras. Trato de seguir hablando, pero me encuentro demasiado mal como para seguir con la argumentación de Arroyo. Mientras estoy aquí, hablando con Floyd, todo lo demás me parece muy lejano. Ambos mundos no congenian bien en mi cabeza. Cuando estoy inmersa en uno, el otro se me antoja borroso y lejano. Es tan fácil convencerme a mí misma de que todo es producto de mi imaginación… Después de todo, eso es lo que deseo creer. Pero le dije a Arroyo que intentaría ayudarlo. Y trato de hacerlo, maldita sea. Hace sólo unos minutos no podía sacarme de la cabeza sus mismas convicciones. ¿Cómo es posible que hayan desaparecido tan rápido?

—Sí —le digo a Floyd—. Ya sé que hacen todas esas comprobaciones y demás, pero… —«¿Pero qué? ¿Le digo que conozco a un hombre lobo que ha descubierto que no es así?». No sigas por ahí. No permitiré dejarme llevar. Arroyo no es producto de mi imaginación. Y está dispuesto a morir por esto. Yo misma he visto esa corrupción en el Wyrm. La he olido. Y no creo que la EPA y todas sus pruebas puedan tener la menor idea de lo que estoy hablando. No es que haya arsénico en el agua. No es algo químico, es la propia tierra la que está enfermando, la que está siendo aniquilada. Y yo tengo que explicárselo—. No estoy segura, pero… podría estar relacionado con este achaque en mi salud. —En cierto modo estoy diciendo la verdad, aunque de forma algo indirecta. Floyd, aunque no lo entiende, parece querer darme un gran margen para el beneficio de la duda. No creo que se esté limitando a seguirme la corriente, porque sigue pareciendo preocupado. Aún trata de entender lo que le estoy diciendo.

—Veré qué puedo hacer —dice, y lo creo.

Es esa sinceridad tan habitual en él. Es como su imagen constante de bobalicón, de inocente. Ocurre igual que cuando siento la rabia de Arroyo bullendo en su interior, apenas a un paso o dos de estallar. Del mismo modo puedo sentir en Floyd su deseo de ayudar, de hacer que todo vaya bien. Vuelvo a asentirle con la cabeza. No sé qué más decir. Puede que sea esto lo que Anne ve en él. Quizá fuera por eso porque ella quiso tener hijos suyos, con la esperanza de que esa decencia se transmitiera a otra generación. Puede que piense que debería haber más gente como Floyd en el mundo.

Me giro y salgo del despacho dando un traspié. Murmuro unas palabras a Frances, algo como que la veré mañana. Ella espera que me ponga bien, y está segura de que así será. Yo no lo estoy tanto. Puede que el aire fresco me haga bien después de todo. No lo sé. Pero sí sé que llevo viviendo sin compañía desde hace ya dos años, y que ya hacía mucho tiempo que me sentía abandonada. Sin embargo, ahora, tras todo ese tiempo, me siento abrumada por dos personas… dos hombres por amor de Dios, que me consideran una persona. No es fácil abrirse paso entre el aturdimiento, entre la gruesa cubierta de cicatrices que me he ido forjando, cada vez más. Sin embargo, aún me pueden poner el dedo en la llaga, y quizá no sea tan malo después de todo.