Capítulo cinco

Sands estaba dormido cuando Hetger detuvo el coche. John puso la marcha atrás y retrocedió lentamente, hasta que las luces delanteras iluminaron los números que había en el buzón junto al sendero.

—Es aquí —dijo Clarence desde el asiento de atrás.

Julia, a su lado, no se despertó. Habían descansado en el motel hasta que ella se había recuperado lo suficiente para poder sanarse, para que hiciera toda esa mierda. En realidad ella ya le había curado mágicamente las heridas en más de una ocasión, pero, aun así, Sands miró con asombro a Julia mientras ésta cerraba los ojos y la cuchillada en su pecho sanaba. La piel se había regenerado justo delante de sus ojos; aquello le recordaba a Douglas una fotografía con tomas a intervalos prefijados, excepto que ocurría en tiempo real. Tocó con sus manos ligeramente el vendaje que le cubría el rostro: era el segundo desgarrón, profundo y doloroso, que había sufrido de las garras del merodeador. Aquel vampiro había intentado matarlos, había matado a Jason, y habría matado a Faye y a Melanie de no ser porque los cazadores acabaron con él a tiempo.

La herida de Julia había cicatrizado, su pecho se había convulsionado con un profundo suspiro, y en ese momento había vuelto a recuperar el sentido.

Hetger se atusó el pelo con los dedos.

—Sólo necesita dormir un poco más. Se pondrá bien. —Había notado el modo en que Sands la había estado mirando, contemplando la zona en la piel, junto a su pecho, que había dejado de ser una herida supurante—. Muchos cazadores los llaman facultades —dijo John—. La suya, o una de las suyas, es que puede sanarse a sí misma, y a los demás.

Sands asintió, aunque de manera casi imperceptible, y recordó lo que había pasado horas atrás. Ya había experimentado en sí mismo el toque curativo de Julia, la calidez que empezaba en sus dedos y que profundizaba a través de músculos y hueso. Es sólo que no había visto una muestra tan… tan irrefutable. Sus heridas habían sido en su mayor parte internas, o bien había estado inconsciente cuando Julia lo había atendido, pero en esta ocasión… ver la carne desgarrada crecer de nuevo…

Como reza el dicho, ver es creer. Pues bien, Sands había visto, pero aun así no podía creer. Cuando John, en la habitación del motel, estiró la manta para cubrir a Julia hasta la barbilla, aquella escena a él se le antojó completamente irreal; la estancia le parecía falsa, un escenario de teatro, y el teléfono, la televisión, las camas, las sillas, todo parte de un decorado. Sands sentía que, de haber podido mirar esquina abajo, hubiera podido ver la parte trasera del escenario, con el telón y los actores esperando salir a representar su papel.

Las noticias locales de Lansing hablaron de la explosión en las alcantarillas de Iron Rapids; la policía había encontrado un cadáver aún por identificar… el de Jason. Hetger y Clarence decidieron que los cuatro no deberíamos quedarnos por mucho más tiempo en el motel. John pagó con dinero en efectivo, y dio una matrícula de fuera del estado para el registro: más valía asegurarse antes que acabar arrestados. De todas formas, según lo que habían oído en las noticias, la policía no tenía aún ningún sospechoso. Mientras escuchaba a John y a Clarence discutir lo que debían hacer, Sands se quedó perplejo al comprobar cómo eran capaces de centrar su atención en unos detalles tan limitados y pragmáticos cuando el mundo que los rodeaba se estaba yendo al infierno. Puede que literalmente. Vampiros que cazaban inocentes, muertos haciéndose pasar por vivos, fantasmas con sus cónyuges mortales y Dios sabe qué más. El presente estaba completamente loco, aunque el pasado resultaba igualmente inaccesible: matrimonio, trabajo, familia, incluso la más básica rutina diaria. Era cierto que la habitación del motel le parecía una farsa, pero es que toda su antigua vida era una mentira, y nunca había sido real. Antes, simplemente era incapaz de ver.

Llevaron a Julia hasta el coche y luego condujeron hacia el norte, en medio de la noche. Arrojaron por la ventana montones de toallas y vendas ensangrentadas; no era el tipo de cosas que hubieran querido dejar en la papelera del motel. En forma de basura repartida por la carretera, aquellas pruebas podrían pasar inadvertidas durante días, o más.

Sands había dormido de manera irregular en el viaje en coche. Podía sentir como le palpitaba el corte en la cara, y todo el ibuprofeno del mundo no parecía servirle de mucho. Deseaba poder tener a mano más de esas pastillas sedantes de cuando había estado en el hospital. Finalmente, a pesar de lo poco gratificante que había sido el sueño en el coche, en cuanto éste paró, le pareció que no iba a ser capaz de librarse del adormilamiento.

—¿Deberíamos volver mejor por la mañana? —preguntó Hetger a Clarence—. Son casi las cuatro de la mañana.

—No le importará —dijo Clarence—. Y aunque sea así, es mi prima. Esperad aquí. —Salió y cerró la puerta a su paso. Con el telón de la nieve cayendo de fondo, Sands apenas podía distinguir una figura oscura cruzando el ancho patio delantero en dirección a la gran silueta de una casa de madera. La vivienda estaba rodeada de árboles y una oscuridad casi impenetrable. Clarence subió los escalones hasta el porche principal, y permaneció aparentemente durante mucho tiempo; Sands pensó haber visto la mano de Clarence levantarse y llamar a la puerta, pero el único sonido que se escuchaba dentro del coche era el de la suave respiración de Julia. Douglas se frotó los ojos; aún no conseguía mantenerse despierto, y el mundo que había más allá del coche le parecía artificial, tanto como le había sucedido con la habitación del motel. Clarence se había alejado caminando, y había entrado a formar parte del enorme lienzo que constituía el telón de fondo de la irrealidad, pintado con infaustos tonos negros, grises y púrpuras. Cuando Sands volvió a mirar hacia la puerta, Clarence ya había desaparecido. Sands se estremeció. Miró hacia la oscuridad tratando de distinguir su figura, hasta casi quedarse bizco. Entonces se sobresaltó al golpearse la frente con la ventanilla.

—¿Dónde está? —preguntó Sands.

—Ha entrado. —Hetger no había apartado la vista.

—¿Le ha dejado ella… le dejó… le dejó entrar ella o…?

—No estoy seguro —dijo Hetger—. Creo que ella le abrió la puerta.

—No encendió las luces.

—No.

Sin razón aparente, Sands sintió que tenía un ataque de ansiedad. Llevaba horas sentado en aquel coche, y ya no aguantaba más. Se volvió y miró a Julia, en el asiento de atrás. La recortada de Clarence estaba justo allí, en el piso del coche. «¿Se habrá llevado las granadas?», se preguntó. En ese momento tuvo una repentina visión: la vieja casa estaba en llamas, y el fuego salía enfurecido a través de sus ventanas destrozadas, repartiendo cristales rotos y madera astillada por todos lados. Clarence estaba medio paso por delante de la explosión, corriendo hacia el coche, con las ardientes legiones del infierno en sus talones…

Clarence ya estaba de vuelta hacia el coche. Venía al trote, no corría, ni huía; la casa a su espalda no se asemejaba a un infierno. Sands volvió a golpearse en la frente con la ventanilla. Con su aliento empañó el cristal. Seguía esforzándose por diferenciar realidad de ficción; para él era casi una proeza.

—Estaciona cerca de la casa —dijo Clarence abriendo la puerta de atrás y deslizándose tras Hetger—. Trata de colocarte a su espalda.

—¿Se alegró de verte? —preguntó John. Clarence se encogió de hombros.

Después de horas del ronroneo hipnótico de los neumáticos sobre el asfalto, al aplastar ahora grava y nieve las ruedas sonaban como fuegos artificiales. Mientras se aproximaban a la casa, Sands seguía esperando que el telón de fondo del escenario cubriera el capó del coche y los parabrisas, pero parecía que la estructura era tridimensional; aquella oscuridad dibujada retrocedía temporalmente ante la iluminación de los faros.

—Douglas —dijo John mientras él y Clarence sacaban a Julia del coche—. ¿Puedes vaciar el asiento de atrás? El equipo lo dejaremos en el maletero hasta que amanezca. —Sands levantó la vista hacia el cielo, hacia las nubes que no subían mucho más allá de las copas de los árboles. Trataba de atisbar algún retazo de esa mañana que distaba sólo algunas horas.

Fuera de la casa, solo, Sands hacía acopio de los sacos de dormir que habían colocado en el coche para que Julia fuera más cómoda; cogió también la recortada. Tomó el arma con cautela. ¿Estaría cargada? Ni siquiera sabía cómo comprobarlo. Aquella prueba última de su ignorancia lo hizo enfurecer; era la razón, o al menos una de las razones, por las que Clarence mostraba siempre una actitud tan desdeñosa hacia él, cuando lo llamaba Pete Sampras. Sands era un cualquiera que trataba de aparentar ser el rey del mundo, y ese mundo podía hacer que la gente muriera. De hecho había matado ya a gente. Sands intentó coger la escopeta con aspecto de estar seguro de lo que estaba haciendo, y aquello era aún más complicado con los sacos de dormir a punto de resbalársele. Entonces hizo una pausa en su recolecta, sobresaltado por… ¿por qué? ¿Es que había oído algo? ¿Es qué había visto algo moverse? Escudriñó el oscuro paisaje, esperando que aquello que había captado su atención se revelara sobre el coloreado telón de fondo. Lo único que podía sentir era el silencio.

—¿Necesitas ayuda, Douglas? —Hetger estaba de vuelta.

Sands miró aun lado y otro, observando a John y todo lo que había a su alrededor.

—No —«aparte de dormir un poco», pensó. Ya vería qué aspecto tenía todo a la luz del día—. No, puedo arreglármelas solo.

Seguir a Hetger hacia el interior de la vivienda no sirvió para disipar la intranquilidad en la que estaba sumido Sands, que no dejaba de pensar que nada de lo que lo rodeaba era real. Nadie había encendido ninguna luz, y la prima de Clarence no parecía estar por ningún lado. La ausencia de muebles en el piso de abajo impulsaba el sentimiento de irrealidad. En la cocina había una pequeña mesa circular y sillas plegables, pero eso era todo. Una habitación lateral estaba llena de cajas y embalajes. El resto de las estancias estaban vacías. El suelo era de madera y estaba tan lleno de polvo que la suciedad crujía bajo los pies. Ese horrible apartamento de Melanie se antojaba un palacio comparado con aquel lugar.

Acordarse de Melanie lo llevó irremisiblemente a pensar en Faye, en su casa, en todos esos lugares en los que sí tendría sentido que estuviera ahora, y con gente con la que sería normal que estuviera. En esa lista de lugares no entraba aquel ruinoso polvorín, y tampoco aquella gente que daba por sentada la existencia de vampiros y recortadas y granadas en las cloacas, y también amigos muertos. Finalmente, no le quedó otra cosa que hacer que estirar uno de los sacos de dormir en el frío y duro suelo, y tratar de dormir.

El gruñido casi imperceptible rasgueó con crudeza la garganta del lobo gigante. Tenía cada uno de sus músculos en tensión, y observaba sin ser visto entre el follaje, envuelto por la noche. Los instintos de cazador de Arroyo Negro se habían despertado y azuzado terriblemente al comprobar como otros entraban en la casa en la que él mismo se había refugiado por algún tiempo. Los humanos eran siempre tan escandalosos… voces que acababan con la quietud de la mañana, el crepitar de las puertas de los coches, las pisadas sobre la nieve y el terreno helado. Un ciervo que huyó por entre la maleza hizo menos ruido. La nariz del lobo estaba tan excitada como sus puntiagudas orejas; olía el sudor y el aliento de los humanos hacinados durante horas en el coche, y de las puertas abiertas del vehículo surgió también el olor rancio de la sangre seca. Arroyo Negro se pasó la lengua por los labios, tragando la saliva que le inundaba la boca.

De nuevo no pudo reprimir un gruñido. Por un momento, el lobo pensó que el humano que quedaba en el exterior lo había oído. Aquel hombre, que acababa de coger una escopeta del coche, escudriñó la oscuridad, mirando hacia la dirección en que se encontraba Arroyo Negro. El lobo se irguió, sus instintos y su agitada mandíbula lo inducían a matar. Pero el hombre no lo veía, así que esperó, listo para saltar. Estaba tentado de atacar pasara lo que pasara: sus instintos lo movían a ello.

Arroyo Negro se había zafado momentáneamente de sus recién adquiridas responsabilidades con el clan para acudir a aquel lugar; ser un alfa suponía cargar un gran peso sobre sus hombros, quizá más incluso que el que había llevado siendo un descastado. Debía poner a prueba a la chica, se había dicho a sí mismo. Debía asegurarse de que no lo hubiera traicionado al Wyrm, y en caso de que lo hubiera hecho, entonces debía poner las cosas en su sitio. Las veces que hiciera falta, se dijo a sí mismo: debía asegurarse. Y casi lo creía. Al menos podía decir, e iba en serio, que no quería sentarse junto a ella, mentir con ella, acunarla con sus brazos y protegerla de todo mal con su cuerpo fuerte y retorcido.

Ahora estaba un paso más cerca de creer todas esas palabras. Ahora que los humanos habían venido. Mientras miraba a aquel hombre que trataba de cargar con una pila de sacos de dormir sin que se le cayera la escopeta, Arroyo Negro pensó que podría matarlos a todos, destrozar a los intrusos y librarse de ellos sin más preámbulos. Pero ése era el tipo de cosas que solían hacer enojar a Kaitlin; en ciertos aspectos era tan humana, tan frágil… Viendo al torpe humano subir a tumbos los escalones de la entrada a la casa, Arroyo Negro se sintió orgulloso de su propia compostura, orgulloso de, en aquella ocasión, haber tenido en cuenta los sentimientos de Kaitlin, orgulloso de no haber matado a los intrusos. Aún.

Escabulléndose de vuelta al bosque, pensó que beber algo no sería mala idea. Había negado a su lengua lupina la sangre que ansiaba; ahora debía satisfacer a su lengua humana. El bar de Canción de Víspera[2] estaba sólo unos metros atrás en la carretera, y Arroyo Negro dudaba que éste fuera a utilizarlo mucho más. Así que, ¿qué daño podría hacer?