La vuelta a casa en el coche no es tan mala como la ida. La carretera ahora no es más que eso, una carretera. La calidez y la seguridad de la familia de Floyd me acompaña en el coche. Ya no pienso en él como otro de esos treintañeros blancos, otro cualquiera al que tengo que aguantar durante una hora hasta que pueda conseguir mi próxima dosis. Ahora es sólo Floyd, el marido de Anne, y el padre de Mel y Jenna. Es un poco memo, pero inofensivo. Una parte de mí lucha para que no me rinda tan fácilmente, para que no confíe en él. Pero me encuentro tan cómoda sin tener que estar asustada… Casi no puedo recordar la última vez que me sentí así. Prefiero no pensar en ello, o empezaré a llorar otra vez. Enciendo la radio, recorro todas las emisoras. No encuentro nada que no sea country o viejos éxitos, pero sólo con oírlo, poder escuchar algo después de tanto tiempo…
Tengo trenzas. Hubo un par de ocasiones en las que pensé que Mel me iba a arrancar el pelo, pero aparte de eso disfruté mucho mientras me peinaba. Había olvidado cómo era que te peinaran. De haberme hecho alguna trenza más hubiera podido quedarme dormida. Me gusta mucho como me ha dejado. Casi fui incapaz de reconocerme en el espejo cuando acabó. Hace tanto tiempo que tengo el pelo asilvestrado… y sin embargo ahora está peinado en multitud de finas hileras, cada una con un lazo rojo o púrpura en el extremo. Mel también tenía esas cuentas de plástico, pero creo que el repiqueteo de las bolitas me hubiera hecho enloquecer. Hay que ir poco a poco.
Me gusta Anne. Tiene casi quince años más que yo, no es que se lo preguntara: Mel se ofreció a darme la información. Su tono no fue nada condescendiente y no me hizo sentir como si debiera enmendarme. Simplemente nos limitamos a charlar. No hay mucha gente negra en esta parte del estado, y creo que agradeció ver una cara familiar. Puede que las chicas también lo agradecieran. Deben de sentirse muy distintas en medio de todos esos niños blancos de campo que hay por aquí; más o menos como me ocurre a mí cada vez que bajo a la ciudad.
Creo que Floyd debe estar contento de estar con una mujer tan genial como Anne. Sin embargo, esa otra parte de mí aún no está convencida del todo. ¿Cómo iba a reconocerlo una esposa? ¿Cuántas de esas respetables mujeres saben que sus respetables maridos tienen encuentros con putas a sus espaldas? ¿Llegaría a enterarse algún día Anne de que su marido ha podido tratar de sobrepasarse conmigo y que yo lo he rechazado? Porque sin duda tendría que usar la fuerza, ya no me va esa mierda… Seguro que todo lo que llegaría a saber es que me ha ido mal en el trabajo, y que una nueva chica tuvo que suplir mi puesto. ¿Cuántas muchachas habrán trabajado allí antes que yo? Es imposible saber en quién debes confiar.
Maldita sea, odio esto. Quiero confiar en Floyd, sentirme bien con él. Hace ya tanto tiempo que…
Pero eso es lo que ocurre cuando ves a un muerto vagando por la calle, con heridas abiertas supurando pus y sangre, la piel desgarrada y los huesos al aire. Está muerto, maldita sea. Sé bien que está muerto. Puede que incluso él mismo lo sepa. Pero nadie más parece verlo. Hay tanta gente ciega… Es por eso por lo que sé que no puedes confiar en lo que ves. Puede que vea más de lo que ve la mayoría de la gente pero, aun así, ¿puedo distinguirlo todo? ¿Soy capaz de ver el corazón de Floyd, su alma? Puede que no sea igual que muchos otros hombres blancos acomodados, con su fajo de billetes y todo el día empalmado… pero tampoco es tan distinto.
Ya casi hemos llegado a mi casa. Pasamos junto al pequeño bar que hay carretera abajo, en penumbra, con la ventana de la entrada cubierta de tablones. Trato de aparentar que el edificio no existe. Ahí está mi casa. ¿Qué pensará Floyd de ella: vaya piltrafa, parece que va a arder de un momento a otro, deberían derribarla?
—Gracias por venir a pasar la noche con nosotros —dice con esos modales tan sinceros que utiliza siempre—. Estoy seguro de que a Anne le ha encantado conocerte, y también a las chicas. Espero que no te molestara…
—Tengo que irme ya —le digo—. Gracias por… gracias por todo.
Salgo del coche de un salto antes que pueda decir nada, antes que pueda echar a perder lo que quiero que sea. No le doy ninguna oportunidad de preguntarme si puede entrar o de echárseme encima. Vuelvo la vista al coche sólo una vez, y veo la luz del salpicadero reflejándose en sus gafas. Espera a irse hasta que abro la puerta principal y entro en casa. Sale marcha atrás por el camino de servicio y, así de simple, se marcha sin más.
La casa está en silencio. Fría, oscura, vacía. Vuelvo la vista a la carretera de acceso, donde estaba el coche de Floyd hace sólo unos segundos. ¿Cómo he podido ser tan borde con él? No se merecía que lo tratase así. Pero claro, ¿me merecía yo toda la mierda que me han tirado encima? No importa, debí haberle dado unos minutos, aunque sólo fuera para que prometiera invitarme otro día. Así podría volver a ver a Anne y a las niñas. Puede que sea manipulador por mi parte, pero intento no sentirme culpable por lo que ha pasado. Sólo hago lo que puedo.
Aún estoy junto a la puerta. La casa parece extrañamente amenazadora. Maldita sea, es mi propia casa. La oscuridad, las regiones desiertas, todo eso que hace unas horas había conseguido olvidar ha vuelto. Había estado esperándome aquí todo este tiempo. Permito que mi abrigo resbale por mis hombros y lo dejo caer al suelo. El sonido del nailon deslizándose por mis brazos hasta ir a dar contra el suelo de madera dura rompe el silencio como un cristal que estallara en mil pedazos. Muevo los pies arrastrándolos, para escuchar el sonido, para convencerme a mí misma de que existo, para anunciar mi llegada. Pero no hay nadie a quien anunciarla. Debería haberlo sabido. Hubiera sentido su respiración como ahora siento el vacío en la casa. Dije que jamás abandonaría este lugar, que correría con todas mis fuerzas, de modo que ahora estoy sola. No puedo seguir dando la espalda al mundo. Tuve que hacerlo un tiempo, pero no puedo continuar así para siempre. Si al menos pudiera dar la espalda a ese otro mundo… Ahora mismo deseo eso tanto como no estar sola.
Me obligo a moverme, a habitar mi propia casa. Antes de subir las escaleras, vuelvo la vista a la puerta que tengo a mi derecha, hacia el salón. Es la habitación que hay bajo mi dormitorio, la que da la bienvenida al sol en la mañana. Salón. Así es como lo llamo. En las casas de la mayoría de la gente es la sala de estar, el comedor, el cuarto donde se reúne la familia, o lo que infiernos sea. Tendrán muebles, un sofá, una mesita, puede que una televisión, una lámpara. Mi salón está vacío excepto por el polvo y un par de hojas que hay en la pared más lejana, que llevan allí ya casi un año.
Me gusta el crepitar de las escaleras bajo mis pies, y el sonido de la cisterna después de hacer pis, el eco del agua recorriendo las cañerías. Podría tomar un baño; las tuberías chirrían cuando abro el agua caliente, pero estoy demasiado cansada. En mi dormitorio, la única estancia de la casa que he hecho realmente mía, piso la manta que hay en el suelo. Imagino poder ver las manchas de sangre que tiene, pero está demasiado oscuro, lo sé. Aun así, siento que algo no va bien. Mi cama, el colchón, las almohadas, las sábanas, todo está hecho jirones, trizas, destrozado, revuelto, hecho un auténtico caos. Contengo el aliento. No puedo escuchar el pulso martilleándome los oídos, pero me esfuerzo para oírlo.
¿Es posible que me hubiera equivocado? ¿Estará él aquí después de todo? Me obligo a que el aire entre en mis pulmones. Huelo el olor a hombre, el olor a lobo, aquello a lo que me he acostumbrado; ese olor que suscita en mí al mismo tiempo terror y consuelo. Me quedo helada. El paso del tiempo significa muy poco cuando estás completamente sola, pero finalmente me doy cuenta de que sí, de que estoy sola. No está aquí. Me arrastro hasta lo que queda de mi cama, sin molestarme en desvestirme, apenas me quito las botas. Ni siquiera he llegado a encender la luz, así que no tengo que apagarla.